24 de mayo de 1905 -Rostov del Don Escritor |
El destino de un hombre
La
primera primavera después de la guerra fue en el Alto Don excepcional: llegó
impetuosa, y el deshielo se produjo rápido, a un tiempo. A fines de marzo,
soplaron de las costas del mar Azov templados vientos y, dos días más tarde, ya
estaban completamente desnudas las arenas de la margen izquierda del Don; se
alzó, abombándose, la nieve que llenaba barranquillos y cañadas, mientras los
riachuelos de la estepa, rompiendo el hielo, corrían retozones, primaverales, y
los caminos se ponían casi intransitables.
En
esa mala época de caminos anegados me cupo en suerte ir a la stanitsa de
Bukanovskaia. Y aunque la distancia no era grande -cerca de sesenta kilómetros-
no resultó tan fácil recorrerla. En compañía de unos camaradas, partí antes de
salir el sol. Un par de caballos bien cebados, tensos como cuerda de guitarra
los tirantes de los arneses, apenas podían arrastrar el pesado carricoche. Las
ruedas se hundían hasta las pezoneras en la arena, húmeda, mezclada con nieve y
hielo, y al cabo de una hora, en los ijares de los caballos y en sus ancas,
bajo las finas correas de las retranquillas, aparecía ya una espuma abundante,
blanca como de jabón, mientras el aire puro de la mañana se llenaba de un olor
acre y embriagador a sudor de caballo y al recalentado alquitrán con que fueran
pródigamente embadurnados los arreos.
En
los lugares más penosos para los caballos, saltábamos del carricoche y
seguíamos a pie. Bajo nuestras botas altas chapoteaba la nieve acuosa, costaba
trabajo andar, pero a ambos lados del camino se conservaba todavía el hielo
-refulgente al sol como el cristal- y por allí era aún más difícil avanzar. Al
cabo de unas seis horas sólo habíamos recorrido treinta kilómetros y llegábamos
al lugar por donde debíamos cruzar el riachuelo Elanka.
El
pequeño río, que se seca parcialmente en verano, se había desbordado frente al
caserío de Mojovski, en una extensión de un kilómetro entero, por un terreno
pantanoso y cubierto de alisos. Había que pasarlo en una frágil barquilla, de
fondo plano, que únicamente podría llevar a tres personas como máximo.
Desenganchamos los caballos. Al otro lado, en un cobertizo del koljoz, nos
esperaba un "Willis" viejecillo, que había visto ya mucho mundo,
dejado allá el invierno anterior. El chofer y yo embarcamos, no sin temor, en
la vetusta lancha. Un camarada quedó en la orilla con el equipaje. Apenas
desatracamos, empezaron a brotar, por diferentes sitios del podrido fondo,
pequeños surtidores. Con medios manuales, calafateamos la insegura embarcación
y estuvimos achicando el agua hasta que llegamos. Una hora más tarde, nos
encontrábamos en la otra orilla del Elanka. El chofer trajo del caserío el
auto, se acercó a la barca y dijo, agarrando un remo:
-Si
este maldito barreño no se deshace en el agua, volveremos dentro de un par de
horas; no nos espere usted antes.
El
caserío se extendía a un lado, a lo lejos, y junto al embarcadero había ese
silencio que únicamente reina, en pleno otoño o a principios de primavera, en
los lugares deshabitados. Del agua venía un hálito de humedad, en unión del
acerbo aliento de los alisos putrefactos, y de las lejanas estepas de
Prijoperskie, hundidas en el humo liliáceo de la niebla, el suave vientecillo
traía el aroma, eternamente joven, de la tierra recién liberada de la nieve.
Cerca
de allí, sobre la arena de la orilla, yacía un seto derribado. Me senté en él y
quise fumar, pero, al meter la mano en el bolsillo derecho de la enguatada
chaqueta, comprobé con gran pena que la cajetilla de "Bielomor"
estaba toda empapada. Durante la travesía, una ola había barrido la cubierta de
la baja barquilla, hundiéndome en agua turbia hasta la cintura. En aquellos
instantes yo no estaba para pensar en los cigarrillos, pues hubo que soltar el
remo y sacar el agua con la mayor rapidez posible, para que la lancha no
zozobrara, y ahora, lamentando amargamente mi imprevisión, extraje del bolsillo
con cuidado la cajetilla reblandecida, me puse en cuclillas y empecé a colocar
sobre el seto, uno tras otro, los mojados y pardos cigarrillos.
Era
mediodía. El sol picaba como en mayo. Yo confiaba que los cigarrillos se
secarían pronto. Los rayos solares calentaban tanto, que me arrepentí de
haberme puesto para el viaje los acolchados pantalones y la enguatada chaqueta
de soldado. Era aquel el primer día verdaderamente tibio después del invierno.
Constituía un placer estar sentado en el seto, sumido por entero en la soledad
y el silencio, quitarse el gorro de orejeras, también de soldado, secar al
vientecillo los cabellos, empapados después del penoso bogar, y, sin pensar en
nada, seguir el movimiento de las nubes que se deslizaban blancas, henchidas,
por el azul pálido del cielo.
Pronto
vi que, surgiendo tras las últimas viviendas del caserío, salía al camino un
hombre. Traía de la mano a un niño pequeño, que, a juzgar por su estatura, no
debía de tener más de cinco o seis años. Cansinos, arrastrando los pies, iban
en dirección al embarcadero, pero al llegar adonde estaba parado el automóvil,
torcieron hacia mí. El hombre, de elevada estatura y un poco cargado de
espaldas, se me acercó y dijo con atronadora voz de bajo:
-¡Salud,
hermano!
-Buenos
días -repuse, y estreché la mano, áspera y grande, que me tendía.
El
hombre se inclinó hacia el niño y le indicó:
-Saluda
al tío, hijito. Ya ves, es también chofer como tu papá. Sólo que tú y yo íbamos
en un camión y él conduce ese pequeño coche.
Mirándome
de frente con sus ojos claros como el cielo y sonriendo un poquito, el
chiquillo me dio con decisión su manecita, sonrosada y fría. Yo se la estreché
suavemente y le pregunté:
-¿Cómo
es eso, viejo? ¿Por qué tienes la mano tan fría? Hace calor, y tú estás helado.
Con
enternecedora confianza infantil, el pequeño se apretó contra mis rodillas y
enarcó asombrado las claras cejas rubias.
-¡Yo
que voy a ser un viejo! Yo soy completamente un niño. Y no estoy helado, ¡qué
va! Si tengo las manos frías es porque he estado haciendo bolas de nieve.
Luego
de quitarse de la espalda la mochila escuálida y de tomar asiento a mi lado, el
padre dijo:
-¡Estoy
aviado con este pasajero! Me trae frito. Cuando caminas a paso largo, él va al
trote y, claro, tiene uno que acomodarse a la marcha de este infante. Donde
debía dar un solo paso, tengo que dar tres, y así vamos los dos, desacordes,
como un caballo y una tortuga. Apenas me descuido, ya se está metiendo en los
charcos o arrancando un trozo de hielo para chuparlo como un caramelo. No, no
es para hombres viajar con pasajeros de esta clase, y menos a patita.
Hizo
una pausa y preguntó:
-¿Y
tú qué, hermano, esperas a tus jefes?
Me
fue violento sacarlo de su error, diciéndole que yo no era chofer, y respondí:
-Hay
que esperar.
-¿Vendrán
de la otra orilla?
-Sí.
-¿Sabes
si llegará pronto la barca?
-Dentro
de un par de horas.
-Bastante
tiempo es ése. Bueno, descansaremos entre tanto. Yo no tengo ninguna prisa.
Pasaba ya de largo, cuando, de pronto, veo que un hermano chofer está tomando
el sol. Me acercaré, me dije, y echaremos juntos un cigarro. Fumar solo es tan
triste como morir solo. Vives a lo grande, fumas emboquillados. Se te han
mojado, ¿eh? El tabaco mojado, hermano, es como el caballo curado; no sirve
para nada. Mejor será que fumemos del mío, que es fuerte.
Sacó
del bolsillo del pantalón caqui, de verano, una enrollada bolsita de raída seda
color de frambuesa, la desenrolló y yo alcancé a leer una dedicatoria bordada
en una de las esquinas: "Al querido combatiente, de una alumna de la
escuela secundaria de Lebediansk."
Fumamos
de aquel tabaco campesino, muy fuerte, y estuvimos callados largo rato. Iba ya
a preguntarle adónde se dirigía con el niño y qué asunto lo obligaba a viajar
con aquel deshielo, pero él se me adelantó:
-¿Te
has pasado toda la guerra al volante?
-Casi
toda.
-¿En
el frente?
-Sí.
-Pues
a mí, hermano, también me tocó estar allí y pasar malos tragos a más no poder.
Puso
sobre las rodillas sus oscuras manazas y se encorvó. Lo miré de reojo y sentí
un malestar impreciso... ¿Han visto ustedes alguna vez unos ojos como cubiertos
de ceniza, llenos de una angustia tan mortal e insoportable, que cuesta trabajo
mirarlos? Pues unos ojos así tenía mi casual interlocutor.
Luego
de arrancar del seto una varilla seca y combada, permaneció en silencio unos
instantes trazando con ella enrevesadas figuras en la arena; después, empezó a
hablar:
-A
veces, se pasa uno la noche en vela, escudriñando en la oscuridad con ojos
ciegos y piensa: "Vida, ¿por qué me trataste tan despiadadamente? ¿Por qué
me has castigado de este modo?" Y no tengo respuesta, ni en la oscuridad
ni a la luz del sol... No la tengo, ¡ni la espero! -y de pronto, al caer en la
cuenta, empujó cariñosamente al hijito y le dijo-: Anda, querido, vete a jugar
un poco junto al agua; junto a las aguas desbordadas, los chiquillos encuentran
siempre algo. ¡Pero ten cuidado, no te mojes los pies!
Cuando
fumábamos en silencio, yo observando a hurtadillas al padre y al hijo, había
advertido ya una circunstancia que me pareció extraña. El chiquillo iba vestido
con sencillez, pero su ropilla era buena; la hechura de su larga chaquetita,
forrada de fina y desgastada piel de cabra, las diminutas botas altas, lo
suficientemente holgadas para ponérselas con calcetines de lana, y un zurcido
hecho con mucha maestría para tapar un desgarrón en la manga, todo ello
denotaba cuidados de mujer, la cariñosa solicitud de unas hábiles manos
maternales. En cambio, el aspecto del padre era distinto: la enguatada
chaqueta, quemada en algunos lugares, había sido recosida con descuido,
burdamente; el remiendo de los pantalones caqui, de uniforme, no lo había
echado como era menester, y más bien parecía sujeto a la ligera con grandes
puntadas de hombre; llevaba unas botas nuevas de soldado, pero los compactos
calcetines de lana estaban comidos por la polilla sin que hubieran sido
arreglados por ninguna mano femenina... y entonces, pensé: "Tú eres viudo
o te llevas mal con tu mujer".
Mas
él, después de seguir con la mirada al hijito, tosió broncamente y volvió
hablar; yo, todo oídos, lo escuchaba:
-Al
principio mi vida fue corriente. Nací en la provincia de Voronezh, el año mil
novecientos. Durante la guerra civil serví en el Ejército Rojo, en la división
de Kikvidze. El veintidós, el año del hambre, me marché al Kuban, a trabajar
como un burro para los kulaks; por eso escapé con vida. Pero el padre y la
madre, con una hermanita mía, murieron de hambre. Quedé solo. Sin nadie en el
mundo, sin un pariente. Pues bien, al cabo de un año volví del Kuban, vendí la
pequeña jata1 y me fui a vivir a Voronezh. Al principio trabajé en un artel de
carpinteros; luego pasé a una fábrica y aprendí el oficio de mecánico
ajustador. Poco más tarde, me casé. Mi mujer se había criado en una casa de
niños. Era huérfana. ¡Buena muchacha me tocó en suerte! Sumisa, alegre,
complaciente y lista, ¡bien diferente de mí! Desde niña sabía lo que eran las
penas, y quizás eso se reflejara en su carácter. Mirándola desde afuera, desde
un lado, no era muy vistosa que digamos, pero yo no la miraba desde un lado,
sino de frente. Y no había para mí en el mundo mujer más guapa y deseada que
ella, ¡ni la habrá!
»Volvía
uno del trabajo, cansado, y a veces con un humor de mil diablos. Pero ella no
contestaba nunca con rudeza a las rudas palabras mías. Cariñosa, apacible, no
sabía qué hacer conmigo y se desvivía, incluso cuando yo traía poco dinero a
casa, para prepararme siempre un plato sabroso. La miraba uno y se le ablandaba
el corazón, y, al cabo de un ratillo, la abrazaba y le decía: "Perdona,
querida Irina, he estado muy grosero contigo. Pero, compréndelo, hoy no me ha
ido bien el trabajo." Y de nuevo reinaba entre nosotros la paz, y la
tranquilidad volvía a mi alma. ¿Y tú sabes, hermano, lo que eso significaba
para el trabajo? Por la mañana me levantaba como nuevo, iba a la fábrica, ¡y
cualquier faena cundía, marchaba de primera en mis manos! Ya ves lo que es
tener una mujer y compañera inteligente.
»En
ocasiones, los días de cobro ocurría que me iba a beber con los amigos. A
veces, también volvía a casa haciendo tantas eses, que seguramente daría miedo
verme. La calle era estrecha para uno, sin hablar ya de los callejones. Yo era
entonces un muchacho sano y fuerte como un toro; por mucho que bebiera, llegaba
siempre por mi pie a casa. Mas, alguna vez que otra, también recorría el último
trecho metiendo la primera, es decir, a cuatro patas; pero llegaba. Y de nuevo,
ni un reproche, ni gritos ni escándalos. Mi Irina se limitaba a reírse unas
miajas de mí, y eso con tiento, no fuera a ofenderme... Me desnudaba y me decía
bajito: "Acuéstate junto a la pared, Andriusha, no vayas a caerte,
dormido, de la cama". Bueno, y yo me derrumbaba como un fardo, y todo se
balanceaba ante mis ojos. Solo, entre sueños, sentía que ella me pasaba
suavemente la mano por los cabellos y susurraba algo con cariño; me acariciaba,
por consiguiente...
»Por
la mañana, me hacía levantarme dos horas antes de entrar al trabajo, para que
me despabilase. Ella sabía que, después de la borrachera, yo no comería nada;
por eso me traía un pepino en salmuera o alguna otra cosilla ligera y me
llenaba de vodka un vaso de cristal tallado. "Toma, Andriusha, para que se
te quite la resaca, pero no debes beber más, querido." ¿Acaso se podía no
hacer honor a semejante confianza? Bebía, le daba las gracias sin palabras, con
los ojos únicamente, la besaba y me iba al trabajo como un corderito. En
cambio, si me hubiera dicho alguna palabra de más, si hubiera empezado a dar
voces o a regañar, estando yo bajo los efectos del alcohol, ¡como hay Dios que
me habría emborrachado también al segundo día! Así pasa en otras familias en
que la mujer es tonta; yo he visto a imbéciles de ésas, y lo sé bien.
»Pronto,
empezaron a llegar los hijitos. Primero nació un niño; luego, dos niñas más...
Y entonces me aparté de los compañeros. Llevaba a casa la paga íntegra, pues la
familia era ya numerosa, y no era cosa de beber. Los domingos tomaba un bock de
cerveza, y punto final.
»El
año veintinueve empecé a cobrarle afición a los automóviles. Aprendí a
conducir, y empuñé el volante de un camión. Luego, le tomé el gusto a aquello y
no quise volver a la fábrica. Manejar el volante me parecía más distraído. Viví
de esta manera diez años, sin darme cuenta de cómo pasaron. Se fueron como un
sueño. ¿Qué son diez años? Pregúntale a cualquier hombre de edad si se ha
enterado de cómo fue su vida, y te dirá que no se ha dado cuenta de nada. El
pasado es igual que esa estepa lejana, envuelta en niebla. Por la mañana, iba
yo por ella, y todo estaba claro en derredor; pero, después de andar veinte
kilómetros, se cubre de niebla y ahora no se distingue desde aquí el bosque de
la maleza, ni las tierras aradas de los campos segados.
»Trabajé
durante esos diez años día y noche. Ganaba bastante, y no vivíamos peor que las
demás gentes. Los chicos nos daban alegrías: los tres estudiaban con notas de sobresaliente,
y el mayorcito, Anatoli, resultó tan capaz para las matemáticas que hasta
llegaron a hablar de él en un periódico de Moscú. Yo mismo, hermano, no sé de
quién le vendría tanto talento para esas ciencias. Pero aquello me halagaba
mucho y estaba orgulloso de él, ¡muy orgulloso!
»En
los diez años ahorramos algún dinerillo y, en vísperas de la guerra, nos
hicimos una casita con dos habitaciones pequeñas, despensa y pasillo. Irina
compró dos cabras. ¿Qué más necesitábamos? Los chicos comían gachas con leche,
teníamos un hogar, estábamos vestidos y calzados; por consiguiente, todo
marchaba bien. Sólo que tuve poco acierto para construir la casa. Me dieron una
parcela, de seiscientos metros cuadrados, no lejos de una fábrica de aviación.
De haber hecho mi nido en otro sitio, tal vez hubiera sido otra mi suerte.
»Y
de pronto, la guerra. Al segundo día recibí una citación para que me presentase
en el centro de reclutamiento, y al tercer día, al tren militar. Fueron a
despedirme a la estación los cuatro míos. Irina, Anatoli y mis hijas Nastienka
y Oliushka. Todos los chicos se portaron como unos valientes. Claro que a mis
hijas, no sin motivo, se le saltaron unas lagrimillas. A Anatoli solamente se
le estremecían los hombros, como si tuviera frío, por aquel entonces ya había
cumplido los dieciséis años, y a mi Irina... En los diecisiete años de
matrimonio, nunca la había visto así. Toda la noche anterior estuvo mi camisa
humedecida por sus lágrimas en el hombro y el pecho, y por la mañana, la misma
historia... Llegaron a la estación, y yo, de la lástima que me daba mi mujer,
no podía mirarla: tenía los labios hinchados de llanto, los cabellos asomaban
revueltos bajo el pañuelo, y los ojos, turbios, como de loca. Los jefes dieron
la orden de subir al tren, y ella se derrumbó sobre mi pecho mientras sus manos
se aferraban a mi cuello; temblaba toda, como un árbol hendido por un
hachazo... los chicos y yo tratábamos de consolarla, pero ¡de nada servía!
Otras mujeres hablaban con sus maridos o con sus hijos, pero la mía estaba
pegada a mí, como la hoja a la rama, y no hacía más que temblar toda ella sin
poder articular palabra. Yo le dije: "¡Hay que ser fuertes, querida Irina!
Dime aunque sólo sea unas palabras de despedida." Ella balbuceó,
sollozando a cada palabra: "Querido mío... Andriusha... no volveremos a
vernos... más... en este... mundo..."
(...)
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