Vsevolod Garshin
2 de febrero de 1855 -Ucrania
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LA FLOR ROJA
“En memoria de Ivan Sergeievich.”
Turgueniev
I
– ¡En nombre de Su Majestad el
emperador Pedro I, anuncio la inspección de este manicomio!
Estas palabras fueron pronunciadas
en voz alta, sonora y m e t á l i c a . El empleado
de la casa de locos que anotaba a los enfermos en un libro grande y
deteriorado, levantó la mirada de la mesa manchada de tinta, con la
boca abierta en una sonrisa. Sin embargo, los dos jóvenes que
venían acompañando al loco no reían. Apenas podían mantenerse en pie, después
de los dos días con sus noches que llevaban en su compañía.
En la penúltima estación del
ferrocarril en que viajaron, el enfermo había sufrido un agudo ataque. Habían
tenido que sacar la camisa de fuerza y, gracias a la ayuda del gendarme y los
guardias, se la pudieron poner. De esta forma le condujeron hasta el manicomio.
El aspecto del loco era terrible.
Su traje había quedado hecho jirones durante el ataque. El saco de lienzo
grueso dejaba al descubierto un amplio torso, sobre el cual tenía las manos
cruzadas y metidas en anchas mangas que se cerraban con cordones atados
fuertemente sobre la espalda. Sus Sus ojos dilatados e inyectados en sangre (no
había dormido durante los últimos diez días) ardían con un brillo febril e
inmóvil.
Un tic nervioso estremecía su
labio inferior y los cabellos revueltos
le caían en
mechones desordenados sobre la
frente.
Caminaba por la oficina con pasos
rápidos y pesados de un rincón a otro, mirando con ávido interés los viejos
armarios repletos de papeles, las sillas forradas de hule. A veces, su mirada
se detenía de modo fugaz sobre sus acompañantes.
– Llévenlo al compartimento de la
derecha.
– Ya lo sé, ya lo sé. Ya estuve
aquí con ustedes el año pasado, cuando inspeccionamos el hospital; por eso será
difícil engañarme –dijo el enfermo. Se dirigió hacia la puerta. El guardián la
abrió de par en par delante de él. Con el mismo paso rápido, pesado, decidido y
la cabeza levantada en un gesto nervioso, salió de la oficina. Casi corriendo
se dirigió a la derecha, a la sección de enfermos mentales.
Sus acompañantes a duras penas
podían seguirle.
– Toca el timbre. Yo no puedo
hacerlo porque vosotros me atasteis las
manos.
El portero abrió y ellos
entraron.
El edificio era grande, amplio,
como son normalmente los edificios municipales. Dos grandes salones; el uno
comedor y el otro destinado a sala para los enfermos pacíficos. Un amplio
corredor con una puerta acristalada daba al jardín en el que había parterres de
flores; una veintena de habitaciones para los enfermos ocupaban la planta baja.
También allí se hallaban dos estancias oscuras; una
revestida de colchones y otra de tablas, a donde conducían a los enfermos
rebeldes.
Hacia el final estaban los baños,
en una sala grande y sombría.
El piso alto estaba ocupado por
las mujeres.
Un agitado bullicio, sólo
interrumpido por gemidos y voces, llegaba de arriba. El manicomio tenía
capacidad de albergue para ochenta personas, pero como debía atender las
necesidades de varios municipios de la región, se alojaban en él trescientos
enfermos. En pequeños cuartos se colocaban cuatro o cinco camas.
Durante el invierno, cuando a
los enfermos no les dejaban salir al jardín ni asomarse a
las ventanas cubiertas de rejas firmemente aseguradas, el ambiente del
manicomio se volvía insoportable, con un aire pesado y sofocante.
Al enfermo recién
llegado le condujeron a una
dependencia donde se hallaban instalados los baños. Hasta para un hombre
sano el efecto producido podía resultar deprimente. Mucho más aún en una mente
enferma y agitada. El lugar era grande y abovedado, con el piso sucio y
pegajoso. La luz penetraba por una única ventana situada en un rincón de la
estancia. Sobre el piso ennegrecido por la mugre, podían verse dos bañeras de
piedra, empotradas. Parecían dos pozos llenos de agua. Junto a la ventana, en
el rincón, había una enorme estufa con una caldera y una red de caños y
tuberías de cobre.
El ambiente era lúgubre,
incitando al desvarío y agravado por la presencia de un loquero corpulento,
que, con su rostro impasible y grave, y su perpetuo mutismo, aumentaba la
tensión del lugar, produciendo en la
mente enferma un efecto devastador.
Cuando le condujeron
hasta ese lúgubre recinto para
que tomara el baño reglamentario, según el sistema implantado por el director
del hospital, con chorros de agua aplicados en la nuca,
el terror y
la rabia se
apoderaron del enfermo. Terribles pensamientos invadieron su
cerebro. “¿Qué es esto? ¿La inquisición? ¿Es acaso el lugar de torturas donde
mis enemigos piensan acabar conmigo? ¿O quizá el propio infierno?” La idea de
que debía tratarse de eso último arraigó en él y comenzó a destacarse en el
laberinto de sus pensamientos. A
pesar de su desesperada
resistencia lograron desvestirlo. Con energías redobladas por su
terrible enfermedad, se zafaba fácilmente de las manos de los loqueros que le
sujetaban, derribándolos al suelo. Al fin, entre cuatro de ellos consiguieron
dominarlo y cogiéndolo por los brazos y las piernas lo arrojaron en el agua
tibia. Le pareció que hervía y por su mente atravesó la idea, vaga y
cortocircuitada, de que lo estaban torturando con agua hirviente y un hierro
puesto al rojo.
Casi ahogándose en el agua,
agitando desesperadamente brazos y piernas, gritaba frases inexpresivas,
maldecía y oraba, trabándosele las palabras. Gritó hasta quedar exhausto y por
último, con lágrimas ardientes que descendían por sus mejillas, y sin la menor
relación con sus anteriores
exclamaciones frenéticas, dijo:
– ¡Santo mártir Jorge! ¡En tus
manos deposito mi cuerpo, pero no el espíritu!
A pesar de que se había calmado,
los loqueros siguieron sujetándole. El baño tibio y la bolsa de hielo que
después se le aplicó sobre la cabeza hicieron su efecto. Y cuando en
estado casi inconsciente fue retirado de la bañera y colocado sobre un
taburete para aplicarle la ventosa en la nuca, el resto de sus fuerzas y sus
desordenados pensamientos estallaron por última vez:
–
¿Por qué? ¿Por qué? –gritaba–. Yo no quise
hacer mal a nadie. ¿Por qué matarme? ¡O-o-ooh!, oh
Jesús! ¡Oh, vosotros que habéis
sufrido tanto, os lo suplico, liberadame, liberadme!
Al sentir sobre su nuca el contacto ardiente, se estremeció,
revolviéndose como si hubiera sufrido una calambre. Los loqueros no conseguían dominarle y
estaban indecisos.
– No hay nada que hacer –dijo el
enfermero que estaba llevando a cabo la operación–. Hay que borrar...
Estas simples palabras
causaron un efecto terrible en el e n f e r m o .
– ¡Borrar! ¿Borrar qué? ¿A quién
van a borrar? ¿A mí? –pensó cerrando los ojos bajo el efecto de un terror
mortal.
El enfermero, mientras tanto,
había cogido por las dos extremidades una gruesa toalla, y apretándola con
fuerza la pasó por su nuca, arrancando la
ventosa y con ella la piel de la parte superior dejando una marca roja e
inflamada.
El dolor que le produjo esa
operación, insoportable incluso para una persona sana, colmó la paciencia del
enfermo. En un arranque desesperado se apartó de los cuidadores y rodó sobre el
piso de piedra creyendo que lo habían decapitado. Quiso gritar y no pudo.
Como estaba
sin sentido se lo llevaron
en una camilla.
Un sueño profundo, de muerte, se apoderó de él.
II
Cuando volvió en sí era de noche.
Estaba rodeado de un silencio absoluto. Tan sólo se percibía, de la habitación
vecina, la respiración de los enfermos. Desde lejos llegaba una voz monótona y
rara de alguien que hablaba de sí mismo dentro del oscuro cuarto donde estaba
encerrado; desde arriba, y como algo lejano, la voz enronquecida de una mujer
cantaba una funesta canción.
Sentía en todos sus miembros una
gran debilidad. El cuello le dolía atrozmente.
“¿Dónde estoy? ¿Qué está sucediendo conmigo?” –se preguntaba
mentalmente–. Y de pronto surgió la aguda y clara visión de que era el último
mes de su vida, que estaba enfermo y que padecía.
Evocó toda una serie de
pensamientos y hechos irracionales; se estremeció aterrado.
– A Dios gracias, todo eso
terminó –murmuró quedando adormecido de nuevo.
La ventana abierta y enrejada con
barrotes de hierro daba a un sendero rodeado de grandes edificios y una muralla
de piedra.
Nadie pasaba por allí. El sendero
estaba cubierto de cardos, de arbustos silvestres y lilas que en aquella época
del año estaban en flor. Entre las ramas y frente a la misma ventana se veía el
alto cerco. Y detrás de esa valla podían verse las copas de los árboles de un
gran parque vecino, bañado por la luz de la luna. A la derecha se alzaba el edificio del
hospital. Las ventanas, detrás de las
rejas, aparecían iluminadas. A la izquierda, la blanca pared, más blanca aún
por la luz de la luna, del cementerio. La luna penetraba también a través del
enrejado –en la habitación del enfermo– y sus rayos caían sobre el piso
iluminando parte de la cama y su pálido rostro con los ojos cerrados.
Viéndole dormido nada había de
anormal en su aspecto. Sólo se desprendía, de su sueño profundo y pesado, que
era un hombre enfermo. Por unos instantes había despertado como hombre sano,
pero a la mañana siguiente se levantaría de nuevo como una pobre víctima de la
terrible enfermedad.
III
– ¿Cómo se encuentra? –le
preguntó el médico al día siguiente.
El enfermo acababa de despertarse
y estaba aún tapado por las sábanas.
– Admirablemente –respondió
levantándose de un salto; luego se calzó las
zapatillas y le tendió la mano al médico–.
Admirablemente, menos esto de
aquí –y mostró su nuca–. No puedo volver la cabeza sin sentir un fuerte dolor.
Pero no significa nada; todo está
bien, si uno
se da cuenta
de eso, si lo
entiende...
– ¿Sabe usted dónde se encuentra?
– Sí, doctor; en un manicomio. ¿y
qué importa eso?
El médico le miraba fijamente a
los ojos. Su bello y cuidado rostro, enmarcado por una barba de color rubio
dorado y tranquilos ojos azul claro, miraban a través de lentes de montura de
oro. Estaba inmóvil, impasible. Observaba.
– ¿Por qué me mira usted tan
atentamente? No conseguirá jamás leer dentro de mi alma –dijo el enfermo–; pero
yo, en cambio, leo claramente en la suya. ¿Por qué practica usted el mal? A mí
eso me es indiferente, porque lo entiendo todo y estoy tranquilo. Pero, ¿para
qué tantos sufrimientos? Al hombre que ha llegado a formarse una idea general
de la vida, lo mismo le da el lugar en que viva o sienta. Hasta le es
indiferente el vivir o no vivir. ¿No es cierto?
– Quizá –contestó el médico
sentándose en una silla que había en un rincón de la pieza; de esa manera podía
observar al enfermo que se desplazaba con pasos agitados de un lado a otro de
la estancia, haciendo ruido con sus enormes pantuflas de anca de potro y
dejando flotar su amplio batín de algodón con rayas rojas y grandes flores
estampadas.
El ayudante del médico y un
loquero permanecían en pie en el umbral.
– ¡La tengo, la tengo! ¡La idea
ya está! –continuó el enfermo–.
Y cuando la sentí en mí, me noté
cambiado, resurgido. Mis sentimientos se volvieron más sensibles, mi cerebro
trabajó como nunca lo había hecho antes. Lo que apenas conseguía comprender
tras complicadas deducciones y adivinaciones, hoy lo capto intuitivamente. En
realidad, llegué a la misma conclusión que la filosofía. Yo vivo y siento que
el tiempo y la distancia son cosas ficticias. Yo vivo en todos los siglos. Vivo
sin el espacio en todas o en ninguna parte. Y por eso me resulta indiferente
que me tengan ustedes encerrado aquí, que esté atado o que camine libremente. Pude reconocer que
en esta casa hay
otros como yo, pero para ellos tal situación es terrible. ¿Por qué no
los dejan en libertad?
– Usted ha dicho –le interrumpió
el médico– que vive fuera del tiempo y el espacio. Sin embargo no podrá negar
que ambos nos hallamos en la misma habitación y que ahora –el médico extrajo el
reloj de su bolsillo– son las diez horas treinta minutos del día 6 de mayo del
año mil ochocientos. ¿Qué dice usted a eso?
– Nada. Me es indiferente dónde
estar o dónde vivir. Siendo así, ¿no significa acaso que estoy siempre y en
todas partes?
El médico sonrió.
– Es una lógica original –dijo
levantándose–. Quizá tenga usted razón. Hasta luego. ¿Puedo ofrecerle un
cigarro?
– Muchas gracias (hizo un alto en
su movimiento, cogió el cigarro y con los dientes, nerviosamente, le quitó la
punta).Esto ayuda a pensar –dijo el enfermo–.
Es el mundo, el microcosmos. De un lado están los ácidos,
del otro los básicos. Así ocurre también con el equilibrio del mundo, en el que
se neutralizan los contrastes. Adiós, doctor.
El médico salió. La mayoría de
los enfermos le esperaban de pie, al lado de sus camas. No hay nadie que
respete tanto a su jefe como respetan a los psiquiatras sus pacientes.
En cuanto al enfermo, una vez se
hubo quedado solo, continuó caminando nerviosamente de un rincón al otro de la
pieza. Le trajeron té en un tazón, que se bebió en dos sorbos sin ni siquiera
sentarse; del mismo modo comió un trozo grande de pan blanco.
Luego salió de la habitación y
durante varias horas, sin detenerse, se desplazó con pasos rápidos y pesados de
un extremo al otro del edificio. El día era lluvioso y a los internados no les
dejaban salir al jardín.
El practicante buscó al nuevo
enfermo y le indicaron que se hallaba en el fondo del corredor. Allí estaba,
apoyando el rostro en los cristales de la puerta que daba al jardín, mirando
fijamente el parterre de flores. Su atención estaba absorbida por una flor de
un rojo vivísimo, una de las variedades de la amapola.
El ayudante le tocó en el hombro.
– Venga a pesarse, por favor –le
dijo.
Pero cuando el enfermo se volvió
para mirarle, el ayudante del médico retrocedió espantado; tal era el odio y la
furia salvaje que ardían en los ojos que le miraron. Sin embargo, al reconocer
al practicante, la expresión de su rostro cambió inmediatamente y le siguió
sumiso, sin pronunciar palabra, como bajo el efecto de un pensamiento profundo
y trascendente.
Entraron en el consultorio del
médico. El enfermo subió sobre la plataforma de la báscula. El practicante tomó
el peso y anotó luego en un libro: sesenta kilogramos. Al día siguiente eran
sólo cincuenta y ocho; al tercer día cincuenta y siete.
– Si continúa así no durará mucho
–dijo el médico, y ordenó que se le alimentase lo mejor posible.
Pero a pesar de la buena alimentación
y del apetito voraz del enfermo, el peso seguía disminuyendo. El enfermo
adelgazaba cada día más y el practicante anotaba diariamente un peso menor. El
paciente casi no dormía, pasándose días enteros en continuo movimiento.
IV
Tenía plena conciencia de que se
hallaba en una casa de locos. Hasta
sabía que estaba enfermo. A veces, como en la primera noche, se despertaba en
medio del silencio después de un día de movimiento agotador y sentía que todos sus miembros estaban doloridos; sentía un peso terrible en la cabeza, pero todos sus sentidos estaban
despiertos. Tal vez fuera la falta de impresiones y la escasa luz en medio del silencio nocturno; tal vez el pobre
funcionamiento del cerebro en un hombre que acaba de despertarse. Lo cierto es
que en tales momentos se daba cuenta cabal de su situación, comosi
repentinamente se hubiera curado de su dolencia.
Y llegaba el día. Con los rayos
luminosos que penetraban en el edificio,
las impresiones le
invadían nuevamente; el
cerebro enfermo no conseguía dominarlas; y otra vez era un loco. Su
mente se confundía en una rara mezcla de pensamientos lógicos e ideas
irracionales. Sabía perfectamente que estaba rodeado de enfermos, pero en cada
uno de ellos veía a una persona que se escondía, que antes había conocido, o
había leído, o había oído hablar de ella. En su opinión, el hospital estaba
habitado por gentes de todas las épocas y todos los paises. Existían allí vivos
y muertos. Famosos personajes y soldados que murieron en la última guerra y que
luego habían resucitado. Se veía en un gran círculo encantado que contenía
todas las fuerzas de la tierra, y con orgullosa exaltación se consideraba el
centro de ese círculo.
Todos sus compañeros del
manicomio estaban reunidos en ese lugar para cumplir un fin gigantesco, que
vislumbraba vagamente y que consistía en el exterminio del mal en la tierra. Él
desconocía cómo podría
llevarse a cabo tal
propósito; sólo sabía que tenía
las fuerzas suficientes para realizar la empresa. Leía en el pensamiento de las
demás personas. Los objetos le contaban sus historias. Los frondosos olmos del
jardín del manicomio le narraban leyendas del pasado. El propio edificio
que había sido construido hacía
bastantes años, lo atribuía a Pedro el
Grande. Estaba convencido de que el zar había vivido en la época de la batalla
de Poltava, y que, según él, lo había descifrado de las paredes de la casa, del
estuco caído y de los restos de ladrillos que había en el jardín. Aseguraba que
toda la historia de la casa y del jardín estaba escrita en ellos.
El pequeño edificio del
cementerio llenaba su imaginación con el espectáculo de centenares de muertos
agrupados desde hacía años. Miraba fijamente el pequeño ventanuco del
sótano, que daba al rincón del jardín,
pensando distinguir en el
nervioso reflejo de luz que caía sobre el sucio y empañado vidrio, rasgos
familiares que había hallado a través de su vida, observados en los retratos.
Llegaron días
buenos y despejados. Los
enfermos pasaban todo el tiempo
al aire libre, en el parque. El jardín estaba florido. Las flores se
encontraban plantadas en todos los rincones de tierra disponibles. El guardián
hacía trabajar en esas tareas a los enfermos más o menos aptos. Pasaban el día
limpiando y esparciendo arena, arrancando
las malas hierbas
que nacían entre las plantas y las flores, extrayendo para el consumo
los pepinos, las sandías y los melones, irrigando la tierra que cuidaban y
labraban.
Un lugar del jardín estaba
ocupado por los cerezos. Al costado, los paseos estaban poblados de olmos. En
el centro de uno de esos paseos, sobre un pequeño terraplén, se encontraba el
parterre más hermosos del jardín. A su alrededor crecían flores de vivos
colores y en la suave pendiente, se erguía, refulgiendo, una dalia gigante, exótica,
de color amarillo salpicada de rojo. A esta planta que cubría el centro del
jardín y se elevaba por encima del parterre, los enfermos le atribuían un
significado misterioso.
Al nuevo enfermo también le
pareció esta flor poco común, una especie de icono del edificio y del jardín.
A lo largo de los senderos los
enfermos habían plantado flores. Eran de todos los tipos que suelen adornar los
jardines rusos. Dalias blancas, altos rosales, petunias de vivos colores,
plantas de tabaco con pequeñas flores rosadas, peperina, campanillas y
amapolas. Cerca de la entrada del edificio principal, crecían tres plantas de
amapola de una variedad especial, exótica. Eran más pequeñas que las comunes y
se distinguían por el color excepcionalmente vivo de sus flores. Fueron las que
impresionaron profundamente al enfermo cuando, en los primeros días de su
internamiento en el hospital, las descubrió a través de la puerta acristalada.
Cuando bajó por vez primera al
jardín, lo primero que hizo, aun sin haber terminado de descender los
escalones, fue mirar estas flores de vivísimo color. Sólo había dos. Y
habían crecido separadas de las demás en un sitio sin desbrozar, rodeadas de
cardos y armuelles.
Los locos iban saliendo uno a uno
por la puerta donde el enfermero les entregaba un gorro blanco, alto, de
algodón y con una cruz roja en el centro. Esos gorros habían sido usados
durante la guerra por los que pertenecían al cuerpo de sanidad y adquiridos por
el hospital a precios de saldo.
El enfermo le atribuyó a esa cruz
roja un significado especial y cabalístico. Se quitó el gorro, observó la cruz
y luego las últimas amapolas, que tenían un color más vivo.
– Él está venciendo –dijo–, pero
ya veremos...
Bajó de la galería. Echó una
mirada en torno y, sin advertir la presencia
del enfermero que
estaba detrás de
él, dio unos pasos hacia el parterre y extendió la
mano hacia la flor sin decidirse a arrancarla. Sintió como una oleada de fuego
que atravesaba su brazo extendido; sensación que luego se comunicó por todo su
cuerpo, como si una corriente poderosa y desconocida, partiendo de los
carmíneos pétalos, hubiese penetrado en su organismo. Se aproximó más y tendió
nuevamente su mano, pero le pareció
que la flor se defendía
exhalando un aliento venenoso y mortal. Se sintió mareado, pero
realizando un último y desesperado esfuerzo, la cogió casi desde el tallo; en
ese momento, una mano pesada se clavó
en su hombro. Era el
enfermero.
– Está prohibido arrancar las
flores –dijo el viejo ucranio–. No suba tampoco al parterre. Aquí, entre
ustedes, hay muchos enfermos; y si cada uno fuera a arrancar una flor, se
llevarían todo el jardín –agregó con voz grave y a la vez convincente, sin
soltar el hombro.
El enfermo le miró a la cara. Sin
decir palabra se libró de su mano y, turbado, se encaminó por el sendero.
“¡Oh, infelices! –pensaba–. No
ven, están cegados al extremo de no darse cuenta y lo defienden. Pero yo
acabaré con él cueste lo que cueste. Si no es hoy será mañana; vamos a medir nuestras fuerzas. Y si muriese
en la lucha, qué más da.”
Caminó por el jardín hasta el
anochecer, mezclándose con sus compañeros en desgracia y sosteniendo con ellos
extrañas conversaciones en las que cada uno de sus interlocutores no
escuchaba otra cosa que sus
propios y frenéticos pensamientos, compuestos de palabras
misteriosas y delirantes.
De ese modo, caminando con uno y
otro de los internados, el enfermo se convenció finalmente de que “todo estaba
listo”, como se dijo a sí mismo. Pronto, muy pronto se derrumbarían las rejas
de hierro y todos los recluidos saldrán volando por el mundo, mientras éste,
estremecido, se arrancaría su capa exterior, vieja, y se mostraría con un
aspecto nuevo y hermoso. Casi se había olvidado de la flor. Sin embargo, al regresar del jardín y subir hasta
la galería, vio dos rojos carboncillos entre tanto verdegay, y advirtió que
estaba oscureciendo y caía el rocío. Fue entonces cuando el enfermo, dejando pasar a los demás,
se colocó detrás del enfermero esperando el momento oportuno.
Nadie se dio cuenta de ello
cuando, saltando sobre el parterre, arrancó la flor y se la escondió en el
pecho, debajo de la camisa. Y en el momento en que los pétalos humedecidos por
el rocío rozaron su cuerpo, palideció con una sensación mortal y los ojos se le
desorbitaron, estremecido de terror. Un sudor frío le inundó la frente.
En el hospital encendieron las
luces. En espera de la comida, la mayoría
de los enfermos
se recostaba en sus
lechos, con excepción de algunos
que deambulaban inquietos por el corredor y las salas. El enfermo, con su flor, estaba entre estos
últimos. Caminaba con los brazos apretados –en forma de cruz–
convulsivamente contra su
pecho. Parecía como si
quisiera aplastar, deshacer la
flor escondida. Al
cruzarse con los demás, evitaba cuidadosamente rozarlos
con sus ropas.
– No se acerquen, no se
acerquen... –les gritaba.
Sin embargo, en el hospital se
prestaba poca atención a las exclamaciones de esa naturaleza. Él caminaba cada
vez más rápido, alargando sus pasos; así continuó durante una y dos horas
seguidas. Su obstinación era frenética.
– Te voy a cansar. Te voy a
estrangular... –decía con voz grave y enronquecida.
A veces le rechinaban los
dientes.
En el
comedor sirvieron la
comida. Sobre largas mesas sin manteles pusieron varias fuentes de
madera pintada y dorada. Los enfermos se sentaron en los bancos. Les sirvieron
un trozo de pan negro a cada uno. Y con cucharas de madera ocho hombres se
servían de una misma fuente. A los que seguían un régimen especial se les
atendía aparte.
Nuestro enfermó engulló
rápidamente la ración que le sirvió el enfermero de su habitación, pero no
satisfecho con ella se dirigió al comedor.
– Permítame que me siente a la
mesa –dijo al encargado.
– ¿Acaso no ha comido ya?
–inquirió éste, colocando porciones suplementarias en la fuente.
– Estoy hambriento y necesito
reponer fuerzas. Todo mi apoyo está en la comida. Usted sabe que yo apenas
duermo.
– Coma, coma usted todo lo que
quiera. Taras, alcáncele una cuchara y pan.
Se sentó ante la fuente de cebada
y se comió un enorme plato.
– Bien, basta, basta –dijo al fin
el encargado, cuando todos habían terminado de comer, excepto nuestro enfermo, que seguía ante a la
fuente manejando la cuchara con una mano y apretándose el pecho con la otra–. Basta ya,
que se va a i n d i g e s t a r .
–
¡Ah, si supiera
cuánta fuerza necesito,
cuánta! –le dijo el enfermo, levantándose de la mesa y
estrechando la mano del encargado–. Adiós, Nikolai Nikolaievich; adiós...
– ¿A dónde va...? –preguntó el
encargado con una sonrisa.
– ¿Yo? No voy a ninguna parte. Me
quedo; pero tal vez mañana no nos volvamos a ver. Le agradezco su bondad.
Estrechó de nuevo la mano del
encargado. Su voz temblaba y las lágrimas acudían a sus ojos.
– Cálmese, cálmese –le decía el
encargado–. ¿Por qué esos pensamientos
tan sombríos? Vaya a acostarse y duerma. Usted necesita descansar más.
Si durmiera bien, pronto estaría
curado.
El enfermo estaba llorando. El
encargado ordenó a los enfermeros que retiraran los restos de la comida. Media
hora después todos dormían en el edificio; todos menos uno. Este yacía recostado en su camastro. Temblaba
como si estuviera bajo los efectos de una fiebre palúdica, apretándose
convulsivamente el pecho que, según creía, se estaba impregnando del terrible
veneno mortal.
V
No pudo dormir en toda la noche.
Había arrancado esa flor porque veía en ello una hazaña que se sentía obligado
a realizar personalmente.
Desde que miró por vez primera a
través de la puerta acristalada, los pétalos rojos habían atraído su atención,
y desde entonces le pareció que sabía cuál era su misión en la tierra. Todo el
mal de nuestro mundo estaba resumido en esa flor escarlata, de color
tan vivo. Sabía que de
las amapolas se extraía el opio.
Y esa idea, al crecer y desarrollarse,
había adquirido formas espectrales.
Para el enfermo, esa flor había
absorbido toda la sangre inocente derramada por el mundo, y de ahí que fuera
tan roja. estaba imbuida de un ser misterioso, el antípoda de Dios, el Arimán
que había adoptado un aspecto humilde e inofensivo. Era necesario arrancarla y
destruirla. Pero eso no bastaba. Tenía que evitar que al expirar lograse
derramar su ira por el mundo. Por eso la escondía en su pecho. Esperaba que por
la mañana la flor hubiese perdido sus fuerzas. La maldad que contenía se
volcaría sobre su pecho y su alma, y en esa contienda vencería o sería vencido.
Si así fuera, él moriría como un noble paladín; el primer paladín de la
Humanidad; moriría por ella. Nadie, antes que él, se había atrevido a arrancar
el mal de raíz, en un solo impulso.
“Ellos no lo veían. Yo sí. ¿Podía dejarla vivir? ¡No! ¡Antes la muerte!”, pensaba.
Y yacía en su lecho,
desvaneciéndose en una lucha pectoral, imaginaria pero agotadora.
Por la mañana, el ayudante del
médico lo encontró casi muerto, pero al poco rato la agitación lo reanimó y se
puso en pie de un salto, continuando
sus nerviosos desplazamientos por
el hospital, hablando con los enfermos y consigo mismo en voz alta, de
un modo más desconcertante que nunca.
El médico, en vista de que su
peso iba disminuyendo paulatinamente y que el enfermo se pasaba las noches sin
dormir, ordenó inyectarle una fuerte dosis de morfina. Por fortuna, el enfermo
no se opuso. Sus embrollados pensamientos coincidieron con la
operación. Pronto quedó dormido. Cesó
su agitación enloquecida y poco a
poco la melodía altisonante que le acompañaba, siempre surgiendo del ritmo
frenético de sus pasos, abandonó sus oídos. Quedó desvanecido y lo olvidó todo;
hasta la segunda flor que se había propuesto arrancar.
No obstante, posteriormente,
cumplió sus propósito y arrancó la segunda flor en presencia del viejo
enfermero, quien no tuvo tiempo de impedírselo. Corrió tras él, pero el
enfermo, exhalando un verdadero alarido de triunfo, penetró corriendo en el
hospital, se dirigió rápidamente a su habitación y escondió la flor en el
pecho.
– ¿Por qué arrancas las flores?
–le gritó el enfermero, que corría en pos suyo.
Pero el enfermo se hallaba ya
recostado en su cama con los brazos cruzados sobre el pecho, y comenzó a decir
tal sarta de disparates que el enfermero sólo atinó a quitarle el gorro con la
cruz roja, que no había devuelto durante su fuga, y se m a r c h ó .
La lucha se había entablado de
nuevo. Sentía emanar desde la flor una especie de chorros o espirales en forma
de reptiles, que representaban el mal. Lo enredaban, lo envolvían, lo
apretaban; estrangulaban sus miembros
vertiendo dentro de su cuerpo el terrible veneno. Lloraba, rogando a Dios e intercalando en sus plegarias las maldiciones
que dedicaba a su enemigo.
Hacia la tarde, la flor se
marchitó. El enfermo pisoteó sus pétalos ennegrecidos, recogió del suelo los
restos y se dirigió al baño con ellos. Arrojó el deforme manojo dentro de la
estufa con carbones ardientes y permaneció largo rato escuchando el crepitar de
su enemigo, observando cómo poco a poco se convertía en un montón de cenizas
blancas. Sopló sobre ellas, y todo desapareció.
Al día siguiente, el enfermo
empeoró. Terriblemente pálido, con las mejillas hundidas y los ojos ardientes
dentro de las órbitas, proseguía su frenética deambulación, trastabillando a
ratos y hablando sin cesar.
– No me gustaría hacer uso de la
fuerza –dijo el médico jefe a su ayudante–, pero hay que poner fin a eso. Hoy
pesa cuarenta y cinco kilos. Si sigue así, morirá dentro de dos días.
Después de decir estas palabras,
el jefe se quedó pensativo unos instantes.
– Ayer la morfina no produjo
efecto alguno.
– ¿Morfina o cloral? –preguntó el
ayudante con tono inseguro.
– Que lo aten. Sin embargo, no creo
que consigamos salvarlo.
VI
Fue atado. Estaba en su cama,
amarrado por la camisa de fuerza y con anchas franjas de lona contra los
travesaños de hierro del lecho. No obstante, su agitación y sus convulsos
movimientos no disminuyeron sino que, por el contrario, aumentaron.
En vano intentó durante muchas
horas librarse de las ataduras que le sujetaban. Finalmente, después de un
terrible esfuerzo, consiguió romper una de las ligaduras. El enfermo liberó sus
piernas, y deslizándose debajo
de las demás
cuerdas logró ponerse en pie,
comenzando a caminar por la habitación con los brazos amarrados y enviando al
aire salvajes e incomprensibles exclamaciones.
– ¡Quieto! –gritó el loquero,
entrando en el cuarto–. Ha de ser el propio diablo quien te ayuda. ¡Grisko,
Ivan, vengan; se libró de las ligaduras!
Los tres enfermeros se
abalanzaron sobre él y empezó una lucha larga y extenuante para los loqueros, y
mucho mayor aún para el enfermo, que gastaba en ella los últimos residuos de
sus fuerzas. Finalmente consiguieron tenderlo sobre la cama y lo ataron más
fuerte que antes.
– Ustedes no saben lo que hacen
–les gritaba el enfermo, ahogándose–. ¡Morirán todos! He visto a la tercera,
que estaba apenas abierta. Dejen que termine mi obra. ¡Hay que matarla, matarla,
matarla! Sólo así terminará todo. Todo
estará salvado. Les enviaría a ustedes;
pero sólo yo puedo hacerlo, porque ustedes morirían sólo con tocarla...
– ¡Cállese, señor, cállese!
–exclamó el enfermero que permanecía de guardia junto al lecho.
El enfermo calló de pronto. Había
resuelto burlar a sus guardianes. Estuvo atado todo el día y la noche
siguiente. Después de haberle traído la comida, el enfermero preparó su cama en
el suelo y se acostó. Minutos más tarde dormía profundamente, y el enfermo comenzó
su tarea.
Se dobló completamente, en un
supremo esfuerzo por alcanzar uno de los barrotes de hierro de la cama, y
tanteando con la
mano encerrada en la camisa,
comenzó a frotar con violencia la manga
contra el barrote. Poco
después el grueso
lienzo había cedido y pudo sacar el dedo índice. Entonces todo se
produjo con más rapidez. Con una habilidad imposible de concebir en una persona
normal desató el nudo que aprisionaba sus brazos por la espalda, después los
cordones de la camisa: acto seguido se puso a escuchar los ronquidos del
enfermero, que dormía con un sueño pesado.
El enfermo se quitó la camisa con
rapidez y saltó de la cama. Estaba libre. Probó la puerta. Estaba cerrada por
dentro y la llave, probablemente, la tenía en su bolsillo el enfermero. No se
atrevió a registrarle por temor a despertarlo; resolvió salir del cuarto por la
ventana.
La noche era impenetrable, serena
y templada. La ventana estaba abierta, y
se veían las estrellas titilando en el cielo. El enfermo las contemplaba, pudiendo
distinguir las constelaciones conocidas y le pareció que le miraban con gesto comprensivo y solidario. Percibió
infinitos rayos que ellas le enviaban, y su obsesionante decisión se vio
reforzada. Era preciso torcer uno de los hierros de la reja y pasar por la
estrecha abertura que se produciría entre los dos barrotes, meterse en el
rincón que había oculto entre los matorrales, salvar de un salto la pared y
luego... la suprema lucha. Después podía llegar la muerte.
El enfermo trató de doblar el hierro de la reja, pero no cedía. Entonces, haciendo una soga con las
mangas de la camisa de fuerza, la enganchó al barrote y se colgó de ella.
Después de realizar unos esfuerzos desesperados
que casi le consumieron todas sus fuerzas, la punta
de lanza
cedió y quedó abierto un angosto
paso. Se metió en él tras retorcerse varias veces, arrancándose la piel de los
hombros, los codos y las rodillas. Atravesó los arbustos y llegó a la pared.
Dio un salto.
A su alrededor reinaba el mayor
silencio. Del interior del edificio salía una tenue luz que iluminaba vagamente
el suelo. No se veía a nadie en las ventanas. Nadie le observaba. El loquero
que había montado la guardia junto a su lecho continuaba, probablemente, con un
sueño de plomo. Las estrellas titilaban cariñosamente, penetrando con sus rayos
hasta lo más hondo del corazón del enfermo.
– ¡Voy hacia vosotras! –murmuró
mirando al cielo.
El primer intento de salvar la
pared le falló. Con las uñas rotas y las manos y las rodillas sangrantes,
comenzó a buscar un sitio más fácil de saltar. Allí donde la pared se unía con
el cementerio, habían caído unos cuantos ladrillos. El enfermo
aprovechó los huecos, escaló el
cerco y cogiéndose de las ramas del olmo que crecía en el otro lado, se deslizó
lentamente por el tronco hasta pisar la tierra en el lado opuesto.
Luego echó a correr hacia el
lugar conocido, junto a la galería. La flor asomaba su oscura y pequeña cabeza
con los pétalos muy juntos y destacándose claramente entre el césped humedecido
por el rocío.
– ¡Último!, último... –murmuró el
enfermo–. Hoy será el día de la victoria
o de la muerte. Pero, para mí, eso es indiferente.
Esperad –dijo mientras dirigía
una mirada al cielo–. Pronto me uniré con vosotros.
Arrancó la planta, la trituró
pisoteándola y luego, apretándola con su mano, regresó por el mismo camino a la
habitación. El enfermero dormía. El enfermo, arrastrándose con dificultad,
cayó desvanecido sobre el lecho.
A la mañana siguiente lo
encontraron muerto. Su rostro estaba tranquilo y sereno. Sus rasgos aparecían
demacrados; los labios delgados y sus
ojos, muy hundidos, reflejaban una honda felicidad.
Cuando le colocaron en la camilla
trataron de abrirle la mano para extraerle la flor escarlata encerrada dentro
del puño. Fue en vano: el trofeo le siguió a la tumba.
De: http://milcuentosrusos.blogspot.com
Hay dos maneras de leer La flor roja de Vsévolod Garshín
La primera consiste en abrir el libro y leerlo sin premisas que alteren
nuestro juicio. El protagonista es un joven con una grave enfermedad mental que
le hace ver la realidad desde una perspectiva muy alejada de lo que se
considera normal.
Vayamos a la segunda interpretación. Conviene leer la biografía de
los autores, pues siempre nos dará pistas a las que agarrarnos para una
absoluta comprensión de su producción. En el caso que nos concierne comprobamos
que Vsévolod Mijáilovich Garshín vivió los mismos años que Cristo. Provenía de
una familia noble de tradición militar, lo que le obligó a enrolarse como voluntario,
curiosa contradicción, en el conflicto que Rusia mantuvo con Turquía a lo largo
de la década de los setenta del Ochocientos. Fue herido en una pierna y durante
su convalecencia empezó a escribir. Su obra es escasa, poco más de veinte
relatos y algunos artículos periodísticos que le merecieron encendidos elogios
de monumentos como Turguéniev, quien lo consideraba su heredero.
Sin embargo la suerte fue muy
esquiva con su persona. En 1880 dio muestras de inestabilidad mental y pasó lo
que le quedaba de vida en varios centros mentales, suicidándose en San
Petersburgo en 1888. Su experiencia directa fue la que inspiró La flor roja,
donde la introspección psicológica anticipa rasgos habituales en los grandes
narradores de las primeras décadas del Novecientos, con la diferencia que
Garshín relata sin ambages su propio dolor de manera muy
intensa, tanto que Sara Morante,
algo que no percibes sin informarte previamente, optó por ilustrar al
protagonista con las facciones del autor, verdadero mártir de su propio cerebro.
Extractos de La Flor Roja Reseña
por Jordi Corominas
En: Revista de Letras
De: Sara Morante |
De: Juan Carlos Mestre |
Otros relatos |
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