2 de febrero de 1882- Dublín, Irlanda |
Dublineses y James Joyce
En cada uno de los quince cuentos
reunidos bajo el título de Dublineses (Dubliners) su autor, James Joyce, nos
muestra un fragmento de la vida de los dublineses, con la ciudad siempre de
fondo, llegando a ser una protagonista más del libro. A partir de estas
historias y de los personajes que las protagonizan, vemos cómo va quedando
reflejada la sociedad de Dublín y también la Irlanda que conoció Joyce.
En estos cuentos, vemos una
cierta unidad que no se limita sólo a que transcurran en la ciudad natal del
autor, sino que podemos percibir dos hilos conductores más. Por un lado, se
sigue un esquema de búsqueda-aventura-regreso del Ulises clásico, que volverá a
poner en práctica en Ulises, su obra maestra. Por otro, vemos también el
esquema de infancia-adolescencia-vida pública. Los primeros relatos están protagonizados
por niños, luego por jóvenes, más tarde por adultos con presencia de ancianos
y, finalmente, llegamos al relato que cierra el libro, Los muertos, que autores
como Joaquim Mallafré han interpretado esto como el “momento de retorno como
reconciliación” ateniéndose al primer hilo conductor del libro que he
mencionado, puesto que el primer y en el último relato se habla de la muerte
resaltando la influencia de los muertos en los vivos.
En 1906 trató de que le
publicaran su libro de poesías Música de cámara pero dado que en el mercado era
menos difícil publicar cuentos, lo intentó con los relatos que tenía de lo que
sería Dublineses.
Después de algún intento fallido
más de que le publicaran la obra, Dublineses se publicó por primera vez en
1914. Richard Ellmann, en su biografía de James Joyce, nos cuenta que en
diciembre de 1912 Joyce mandó Dublineses a Martin Secker aconsejado por William
Butler Yeats, poeta irlandés con el que tuvo una relación amistosa. El libro
fue rechazado y en abril de 1913 Joyce lo envió a Elkin Mathews, quien también
se lo rechazó.
Análisis sociocrítico de
Dublineses
Cada relato nos muestra la
situación de Irlanda de principios del siglo XX centrándose en aspectos
distintos y desde una perspectiva diferente según el cuento. El modo en el que
voy a realizar el análisis sociocrítico va a seleccionar un fragmento clave de
cada cuento y voy a pasar a comentarlo poniéndolo en relación con el conjunto
de la historia.
En esta historia vemos sobre todo
ambición, ambición de una madre por conseguir un buen marido, entendiendo
realmente “buen marido” como “marido rentable”. Para ello se sirve de los
convencionalismos propios y de las prácticas habituales en la sociedad
dublinesas de principios del siglo pasado. A ella no sólo que no le preocupa
tanto la “deshonra” sobre su hija a consecuencia de las relaciones
extramaritales que ha mantenido con uno de los huéspedes, sino que lo ve como
una oportunidad maravillosa para conseguir un fin que le interesa. Es por ello
por lo que propicia el encuentro entre los dos jóvenes, por lo que, enlazando
con el comentario de Dos galanes, también veríamos en este cuento la presencia de
otra forma de prostitución.
Como en toda sociedad
tremendamente católica, las relaciones extramaritales nos estaban bien vistas,
ni tampoco, por supuesto, permitidas. Eso lo sabe bien la protagonista de este
cuento, la señora Mooney, cuyo nombre no podemos tomar por arbitrario. Cuando
se daban este tipo situaciones en la Europa de la época, en las que un joven se
acostaba con una chica soltera, en bastantes ocasiones violándola, la moral de
la sociedad les obligaba a casarse con ellas, aunque, como se nos dice en el
propio cuento, también se podía solventar dando una indemnización económica.
Sin embargo, a la madre de Polly esto no le parece suficiente, considera que su
hija, a la que tiene dominada, y ella obtendrán mayores beneficios con un
enlace matrimonial.
Donde Joyce quiere poner el punto
de atención en este relato no es en los meros hechos que realizan los tres
personajes principales, sino en la moralidad de estos. También es una crítica a
un tipo de personas hacia el que Joyce manifestó su desagrado, el de las
mujeres “mandonas” que hacen cualquier cosa para perseguir sus fines, arquetipo
que se vuelve a desarrollar en el cuento de Una madre.
Fragmentos extractados del
completo estudio de
REBECA LUQUE CUESTA
Licenciada en Historia. Estudiante de Teoría de la Literatura y
Literatura Comparada.
Universidad Complutense de Madrid. Madrid. España.
spotglisten@gmail.com
De: Esdrújula- Revista de Filología
La pensión
La señora Mooney, hija de un
carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se
bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente
principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no
bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos.
Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los
ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días,
infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su
mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por
arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella
tuvo que dormir en casa de un vecino.
Desde entonces vivieron
separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo
de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre
se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso,
encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus
ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el
santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran
algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras
la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke
Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población
flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en
cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de
empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con
diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad
o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la
llamaban todos la Patrona.
Los jóvenes pupilos de la señora
Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en
las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta
razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las
probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona,
empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un
tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general
llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna
diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de
algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le
daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía
haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil
participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba
acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora.
Cantaba:
Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.
Polly era una muchachita delgada,
de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y
rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar
miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto
de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija
en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial
de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí
y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre
volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como
Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los
pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza
no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la
señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo
como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho
tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de
mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo.
Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.
Polly sabía que la vigilaban; sin
embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse
erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la
hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a
hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a
volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba
desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora
Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la
carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.
Era una luminosa mañana de
principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca.
Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se
inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo.
El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos,
cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de
intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los
libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado
de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de
huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón
de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del
desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para
hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos,
guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la
pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche
de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado
franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las
dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de
una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la
vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo
causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en
su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de
su madre.
Cuando advirtió, en su
ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora
Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa
de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de
sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce
en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su
parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había
permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de
honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta
y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la
juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con
sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la
juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría
dispuesto a hacer? He aquí el problema.
En tales casos se debe siempre
una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan
fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la
chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas
mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa.
Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el
matrimonio.
Repasó de nuevo todas sus cartas
antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba
hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un
libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor
Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más
ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los
huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado
pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante
en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él
la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser
para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte
sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.
¡Casi la media hora! Se levantó y
se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y
rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de
quitarse a sus hijas de encima.
El señor Doran estaba en realidad
muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces
afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una
barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se
le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con
el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda
congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del
asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se
le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba
hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la
ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se
hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es
una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los
demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca
voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio
un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.
¡Todos sus largos años de
servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había
corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la
existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía
al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el
Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y
durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada.
Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la
familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación
de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir
cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus
amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces
decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No
podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente
él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no
casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.
Estaba sentado al borde de la
cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando
ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se
lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z,
y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los
brazos al cuello, diciendo:
-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a
hacer? ¿Qué voy a hacer?
Terminaría de una vez con su
existencia, dijo.
Él la consoló débilmente,
diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer.
Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.
No fue del todo culpa suya que el
hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los
primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido
como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se
desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta.
Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había
apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de
franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas
de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus
manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado
aroma.
Cuando volvía tarde por las
noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que
comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo
solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin
dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser
felices juntos...
Solían subir la escalera de
puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a
disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus
ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por
precipitarlo...
Pero el delirio pasa. Se hizo eco
ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le
advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido
del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.
Sentado así con ella en el borde
de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la
sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que
nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría,
no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh,
Dios mío!»
Cuando bajaba por la escalera se
le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos.
Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás
volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba
escalera abajo, peldaño por peldaño.
Las caras implacables de su
patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y
desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que
subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se
saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos
en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al
llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack
mirándolo desde la puerta del recibimiento.
Entonces recordó la noche en que
uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a
Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la
violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de
vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y
repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que
gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos
con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo
estaban oyendo.
***
Polly continuó un rato sentada en
el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo.
Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el
agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo
por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un
largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y
dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se
abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su
rostro.
Siguió esperando paciente, casi
alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco
a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y
visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni
recordaba que estaba esperando algo.
Por fin oyó a su madre que la
llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.
-¡Polly! ¡Polly!
-Aquí estoy, mamá.
-Baja, hija mía. El señor Doran
quiere hablar contigo.
Entonces recordó lo que estaba
esperando.
En Dublineses
De: CiudadSeVa.com
me gustan las flores quisiera
tener la casa entera nadando en rosas
Dios del cielo no hay nada como
la naturaleza
las montañas salvajes luego el
mar y las olas precipitándose
luego la hermosa campiña con
campos de avena y trigo y todo género de cosas y todo el lindo ganado andando
por allí que haría bien al corazón ver los ríos y los lagos y las flores y todo
género de formas y olores y colores brotando hasta de las zanjas primaveras y
violetas eso es la naturaleza para aquellos que dicen que no hay Dios no daría
ni el blanco de una uña por toda su ciencia por qué no se ponen a crear algo le
preguntaba muchas veces al ateos o como se llamen que vayan primero a lavarse
sus miserias luego van pidiendo a gritos un sacerdote cuando se mueren y por
qué por qué tienen miedo del infierno a causa de su mala conciencia ah sí les
conozco bien quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera
nadie el que lo hizo todo ah ellos no saben y yo tampoco así pues podrían lo
mismo tratar de impedir que el sol saliera mañana el sol brilla por ti me dijo
el día que estábamos tumbados entre los rododendros en el promontorio de Howth
con el traje de mezclilla gris y su sombrero de paja el día que conseguí que se
me declarara si primero le di un poco de la torta de semilla que tenía dentro
de mi boca y era bisiesto como ahora sí hace dieciséis años Dios mío tras aquel
largo beso yo casi perdí el aliento sí él decía que yo era una flor de la
montaña sí eso somos flores todo el cuerpo de mujer sí esa fue la única verdad
que dijo en su vida y el sol brilla hoy por ti sí por eso me gustó porque vi que
comprendía o sentía como es una mujer y supe que yo podría hacer de él lo que
quisiera y le di todo el placer que podía para llevarle a que me pidiera que
dijese sí y yo primero no quería contestarle mirando sólo el mar y el cielo
estaba pensando en tantas cosas que él no sabía de Mulvey y Mr. Stanhope y
Hester y de Papá y del viejo capitan Groves y de los marinos que jugaban a
pájaro al vuelo y a saltar del burro y a lavar platos como ellos lo llamaban en
el malecón y el centinela frente a la casa del gobernador con esa cosa
alrededor del casco blanco pobre diablo medio achicharrado y de las muchachas
españolas riendo con sus mantones y sus altas peinetas y de los gritos por la
mañana de los griegos judíos árabes y Dios sabe quienes más de todos los rincones
de Europa y de la calle del duque y del mercado de aves todas cloqueando ante
Larby Sharon y de los pobres burros resbalando medio dormidos y de los vagos
tipos dormidos con su cara a la sombra de las gradas y de las grandes ruedas de
los carros de bueyes del viejo castillo de hace miles de años sí y de todos
aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a
una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las
posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los
barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañueñas
y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno
con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las
soberbias puestas de sol y las higueras de los jardínes de la Alameda si todas
las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y
los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor
de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas
la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared
morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los
ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi
flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que
pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí
dije si quiero Sí
Ulises de James Joyce
De: criaturasimaginarias.wordpress.com
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