EL CUADERNO ROJO
2
Al año siguiente (1973) me
ofrecieron un trabajo de guarda en una granja del sur de Francia. Los problemas
legales de mi amiga eran agua pasada, y puesto que nuestro noviazgo
intermitente parecía funcionar de nuevo, decidimos unir nuestras fuerzas y aceptar
juntos el trabajo. Los dos andábamos mal de dinero por aquel entonces, y sin
aquella oferta hubiéramos tenido que volver a Estados Unidos, cosa que ninguno
de los dos aún había previsto.
Fue un curioso año. Por una
parte, el lugar era precioso: un caserón de piedra del siglo xviii, rodeado de
viñas por uno de sus flancos y, por el otro, por un parque nacional. El pueblo
más próximo estaba a dos kilómetros de distancia, y no lo habitaban más de
cuarenta personas, ninguna de menos de sesenta o setenta años. Era un sitio
ideal para que dos escritores jóvenes pasaran un año, y tanto L. como yo,
trabajando de verdad, sacamos en aquella casa mucho más fruto del que ninguno
de los dos hubiera creído posible.
Por otra parte, vivíamos
permanentemente al borde de la catástrofe. Los dueños de la finca, una pareja
estadounidense que vivía en París, nos enviaban un pequeño salario mensual
(cincuenta dólares), dietas para la gasolina del coche, y dinero para la
comida de los dos perros perdigueros que había en la casa. En conjunto, era un
acuerdo generoso. No había que pagar alquiler, y aunque nuestro salario nos
viniera corto para vivir, cubría una parte de nuestros gastos mensuales. Nuestro
plan era conseguir el resto haciendo traducciones. Antes de abandonar París e
instalarnos en el campo habíamos acordado una serie de trabajos que nos
ayudarían a pasar el año. Con lo que no habíamos contado era con que los
editores suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas. Habíamos olvidado
también que los cheques enviados de un país a otro pueden tardar semanas en
cobrarse, y que, cuando los cobras, el banco te descuenta comisiones y gastos
de cambio. Así que, al no haber dejado un margen para equivocaciones o errores
de cálculo, L. y yo nos encontramos frecuentemente en una situación económica
desesperada.
Recuerdo la feroz necesidad de
nicotina, el cuerpo entumecido por la abstinencia, cuando registraba bajo los
cojines del sofá y buscaba detrás de los armarios alguna moneda perdida. Con
dieciocho céntimos (unos tres centavos y medio), podías comprar cigarrillos de
la marca Parisiennes, que vendían en paquetes de cuatro. Recuerdo que les
echaba de comer a los perros, y pensaba que comían mejor que yo. Me acuerdo de
conversaciones con L., cuando nos planteábamos en serio abrir una lata de
comida de perro para la cena.
Nuestra otra única fuente de
ingresos aquel año procedía de un tal James Sugar. (No quiero insistir en los
nombres metafóricos, pero las cosas son como son, qué vamos a hacerle.) Sugar
pertenecía al equipo de fotógrafos del National Geographic, y entró en nuestras
vidas porque había colaborado con uno de los dueños de la casa en un artículo
sobre la región. Hizo fotos durante meses, recorriendo Provenza en un coche
alquilado que le proporcionó la revista, y, cada vez que se encontraba por
nuestros pagos, pasaba la noche con nosotros. Puesto que la revista le abonaba
dietas para sus gastos, nos daba muy amablemente el dinero que tenía asignado
para gastos de hotel. Si recuerdo bien, la suma ascendía a cincuenta francos
por noche. Así, L. y yo nos habíamos convertido en sus hoteleros particulares,
y como además Sugar era un hombre encantador, siempre nos alegrábamos de verlo.
El único problema era que nunca sabíamos cuándo iba a aparecer. Nunca avisaba,
y la mayoría de las veces transcurrían semanas entre visita y visita. Así que
habíamos aprendido a no contar con el señor Sugar. Llegaba de repente como
caído del cielo, aparcaba su deslumbrante coche azul, se quedaba una o dos
noches, y volvía a desaparecer. Cada vez que se iba, estábamos seguros de que era
la última vez que lo veíamos.
Vivimos los peores momentos al
final del invierno y al principio de la primavera. Los cheques dejaron de
llegar, robaron uno de los perros, y poco a poco acabamos con toda la comida de
la despensa. Sólo nos quedaba, por fin, una bolsa de cebollas, una botella de
aceite y un paquete de masa para empanada que alguien había comprado antes de
que nosotros nos mudáramos a la casa: un resto revenido del verano anterior. L.
y yo aguantamos durante toda la mañana, pero hacia las dos y media el hambre
pudo con nosotros. Nos metimos en la cocina a preparar nuestro último almuerzo:
dada la escasez de ingredientes con que contábamos, un pastel de cebolla era el
único plato posible.
Después de que nuestro invento
permaneciera en el horno lo que nos parecía tiempo de sobra, lo sacamos, lo
pusimos sobre la mesa y le hincamos el diente. En contra de todas nuestras
expectativas, lo encontramos exquisito. Creo que incluso llegamos a decir que
era la mejor comida que habíamos probado nunca, pero me temo que sólo era un
ardid, un tímido intento de darnos animo. Pero, en cuanto comimos un poco más,
vino la decepción. De mala gana -muy de mala gana- nos vimos obligados a
admitir que el pastel no había cocido lo suficiente, que el centro aún estaba
crudo, incomestible. No había más remedio que ponerlo en el horno otros diez o
quince minutos. Considerando el hambre que teníamos, y considerando que
nuestras glándulas salivares acababan de ser activadas, abandonar el pastel no
fue fácil.
Para entretener nuestra
impaciencia, salimos a dar un paseo, pensando que el tiempo pasaría más deprisa
si nos alejábamos del buen olor de la cocina. Me acuerdo de que dimos una
vuelta a la casa, quizá dos. Quizá nos dejamos llevar por una profunda conversación
sobre algo que he olvidado. Pero, hiciéramos lo que hiciéramos y tardáramos lo
que tardáramos, cuando volvimos a la casa la cocina estaba llena de humo. Nos
lanzamos hacia el horno y sacamos el pastel, pero era demasiado tarde. Nuestro
almuerzo sólo era una ruina. Se había incinerado, reducido a una masa
carbonizada y ennegrecida: no se podía salvar ni un trozo.
Ahora parece una historia
divertida, pero entonces era cualquier cosa menos una historia divertida.
Habíamos caído en un agujero negro y no sabíamos la manera de salir de él. En
todos mis años de esfuerzo por convertirme en un hombre, dudo que haya existido
un momento en el que me sintiera menos inclinado a reír o a bromear. Era
realmente el fin, una situación terrible y espantosa.
Eran las cuatro de la tarde.
Menos de una hora después, el imprevisible señor Sugar apareció
inesperadamente. Llegó hasta la casa en medio de una nube de polvo: la tierra y
la gravilla rechinaban bajo los neumáticos. Si me concentro, todavía puedo ver
la cara boba e ingenua con que bajó del coche y nos saludó. Era un milagro. Era
un verdadero milagro. Y yo estaba allí para verlo con mis propios ojos, para
vivirlo en mi propia carne. Hasta aquel momento, yo pensaba que cosas así sólo
ocurrían en los libros.
Sugar nos invitó a cenar aquella
noche en un restaurante de dos tenedores. Comimos copiosamente y bien, nos
bebimos varias botellas de vino, nos reímos como locos. Y ahora, por
exquisita que fuera, no puedo recordar nada de aquella comida. Pero no he
olvidado nunca el sabor del pastel de cebolla.
3
No mucho después de mi regreso a
Nueva York (julio de 1974) un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar
en Yugoslavia, durante lo que serían los últimos meses de la Segunda Guerra
Mundial.
El tío de S. era miembro de un
grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus
camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían
refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba
casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué hacer,
decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno,
corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los
resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.
Vio por la ventana cómo el primer
hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga
de ametralladora. El hombre cayó. Un instante después, el segundo hombre salió
y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto
en la nieve.
Entonces le llegó el turno al tío
de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamientos lo
asaltarían en aquel momento. La única cosa que me han contado es que echó a
correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que
la carrera no tenía fin. Entonces sintió de repente dolor en una pierna. Un
segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo
después había perdido el conocimiento.
Cuando se despertó, se encontró
tendido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto
tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado.
Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que un
caballo o un mulo arrastraba por un camino rural, mirando la nuca de un
campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, procedentes
del bosque, se sucedieron violentas explosiones. Demasiado débil para moverse,
continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se
separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un
hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.
Más ruido, más confusión. Si el
caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o
pocos segundos después, un gran contingente de tropas rusas bajaba por la
carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuando el oficial al
mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña
que habían montado en los alrededores. Sólo era una choza tambaleante de
madera: un gallinero, quizá el cobertizo de una granja. Allí el médico del
ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada,
dijo, y había que amputarla.
El tío de mi amigo empezó a
gritar. “No me corte la pierna”, imploró. “Por favor, se lo suplico, ¡no me
corte la pierna!”, pero nadie lo escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con
correas a la mesa de operaciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la
sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El techo del hospital se
hundió, las paredes se derrumbaron, el local entero saltó hecho pedazos. Y una
vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.
Cuando despertó esta vez, estaba
acotado en una cama. Las sábanas eran limpias y suaves, el olor de la
habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento
después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un
caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y
trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío
de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor
había despertado en el paraíso.
Se quedó en la casa mientras se
recuperaba y se enamoró de la joven maravillosa, pero aquel amor no prosperó.
Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó más detalles. Lo que sé es
que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a
Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los
pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.
De: CuentosdelCarajo
3 de febrero de 1947- Nueva Jersey, Estados Unidos |
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