3 de febrero de 1047- Zaragoza |
La indiferencia de Eva
Eva no era una mujer guapa. Nunca
me llegó a gustar, pero en aquel primer momento, mientras atravesaba el umbral
de la puerta de mi despacho y se dirigía hacia mí, me horrorizó. Cabello corto
y mal cortado, rostro exageradamente pálido, inexpresivo, figura nada esbelta
y, lo peor de todo para un hombre para quien las formas lo son todo: pésimo
gusto en la ropa. Por si fuera poco, no fue capaz de percibir mi desaprobación.
No hizo nada por ganarme. Se sentó al otro lado de la mesa sin dirigirme
siquiera una leve sonrisa, sacó unas gafas del bolsillo de su chaqueta y me
miró a través de los cristales con una expresión de miopía mucho mayor que
antes de ponérselas.
Dos días antes, me había hablado
por teléfono. En tono firme y a una respetable velocidad me había puesto al
tanto de sus intenciones: pretendía llevarme a la radio, donde dirigía un
programa cultural de, al parecer, gran audiencia. Me aturden las personas muy
activas y, si son mujeres, me irritan. Si son atractivas, me gustan.
–¿Bien? –pregunté yo, más
agresivo que impaciente.
Eva no se alteró. Suspiró
profundamente, como invadida de un profundo desánimo. Dejó lentamente sobre la
mesa un cuaderno de notas y me dirigió otra mirada con gran esfuerzo. Tal vez
sus gafas no estaban graduadas adecuadamente y no me veía bien. Al fin, habló,
pero su voz, tan terminante en el teléfono, se abría ahora paso tan arduamente
como su mirada, rodeada de puntos suspensivos. No parecía saber con certeza por
qué se encontraba allí ni lo que iba a preguntarme.
–Si a usted le parece –dijo al
fin, después de una incoherente introducción que nos desorientó a los dos–,
puede usted empezar a explicarme cómo surgió la idea de… –no pudo terminar la
frase.
Me miró para que yo lo hiciera,
sin ningún matiz de súplica en sus ojos. Esperaba, sencillamente, que yo le
resolviera la papeleta.
Me sentía tan ajeno y
desinteresado como ella, pero hablé. Ella, que miraba de vez en cuando su
cuaderno abierto, no tomó ninguna nota. Para terminar con aquella situación,
propuse que realizáramos juntos un recorrido por la exposición, idea que, según
me pareció apreciar, acogió con cierto alivio. Los visitantes de aquella mañana
eran, en su mayor parte, extranjeros, hecho que comenté a Eva. Ella ni siquiera
se tomó la molestia de asentir. Casi me pareció que mi observación le había
incomodado. Lo miraba todo sin verlo. Posaba levemente su mirada sobre las
vitrinas, los mapas colgados en la pared, algunos cuadros ilustrativos que yo
había conseguido de importantes museos y alguna colección particular.
Por primera vez desde la
inauguración, la exposición me gustó. Me sentí orgulloso de mi labor y la
consideré útil. Mi voz fue adquiriendo un tono de entusiasmo creciente. Y
conforme su indiferencia se consolidaba, más crecía mi entusiasmo. Se había
establecido una lucha. Me sentía superior a ella y deseaba abrumarla con
profusas explicaciones. Estaba decidido a que perdiese su precioso tiempo. El
tiempo es siempre precioso para los periodistas. En realidad, así fue. La
mañana había concluido y la hora prevista para la entrevista se había pasado.
Lo advertí, satisfecho, pero Eva no se inmutó. Nunca se había inmutado. Con sus
gafas de miope, a través de las cuales no debía de haberse filtrado ni una
mínima parte de la información allí expuesta, me dijo, condescendiente y
remota:
–Hoy ya no podremos realizar la
entrevista. Será mejor que la dejemos para mañana. ¿Podría usted venir a la
radio a la una?
En su tono de voz no se traslucía
ningún rencor. Si acaso había algún desánimo, era el mismo con el que se había
presentado, casi dos horas antes, en mi despacho. Su bloc de notas, abierto en
sus manos, seguía en blanco. Las únicas y escasas preguntas que me había
formulado no tenían respuesta. Preguntas que son al mismo tiempo una respuesta,
que no esperan del interlocutor más que un desganado asentimiento.
Y, por supuesto, ni una palabra
sobre mi faceta de novelista. Acaso ella, una periodista tan eficiente, lo
ignoraba. Tal vez, incluso, pensaba que se trataba de una coincidencia. Mi
nombre no es muy original y bien pudiera suceder que a ella no se le hubiese
ocurrido relacionar mi persona con la del escritor que había publicado dos
novelas de relativo éxito.
Cuando Eva desapareció, experimenté
cierto alivio. En seguida fui víctima de un ataque de mal humor. Me había
propuesto que ella perdiese su tiempo, pero era yo quien lo había perdido.
Todavía conservaba parte del orgullo que me había invadido al contemplar de
nuevo mi labor, pero ya lo sentía como un orgullo estéril, sin trascendencia.
La exposición se desmontaría y mi pequeña gloria se esfumaría. Consideré la
posibilidad de no acudir a la radio al día siguiente, pero, desgraciadamente,
me cuesta evadir un compromiso.
Incluso llegué con puntualidad.
Recorrí los pasillos laberínticos del edificio, pregunté varias veces por Eva
y, al fin, di con ella. Por primera vez, sonrió. Su sonrisa no se dirigía a mí,
sino a sí misma. No estaba contenta de verme, sino de verme allí. Se levantó de
un salto, me tendió una mano que yo no recordaba haber estrechado nunca y me
presentó a dos compañeros que me acogieron con la mayor cordialidad, como si
Eva les hubiera hablado mucho de mí. Uno de ellos, cuando Eva se dispuso a
llevarme a la sala de grabación, me golpeó la espalda y pronunció una frase de
ánimo. Yo no me había quejado, pero todo iba a salir bien. Tal vez había en mi
rostro señales de estupefacción y desconcierto. Seguí a Eva por un estrecho
pasillo en el que nos cruzamos con gentes apresuradas y simpáticas, a las que
Eva dedicó frases ingeniosas, y nos introdujimos al fin en la cabina. En la
habitación de al lado, que veíamos a través de un
panel de cristal, cuatro
técnicos, con los auriculares ajustados a la cabeza, estaban concentrados en su
tarea. Al fin, todos nos miraron y uno de ellos habló a Eva. Había que probar
la voz. Eva, ignorándome, hizo las pruebas y, también ignorándome, hizo que yo
las hiciera. Desde el otro lado del panel, los técnicos asintieron. Me sentí
tremendamente solo con Eva. Ignoraba cómo se las iba a arreglar.
Repentinamente, empezó a hablar.
Su voz sonó fuerte, segura, llena de matices. Invadió la cabina y, lo más
sorprendente de todo: hablando de mí. Mencionó la exposición, pero en seguida
añadió que era mi labor lo que ella deseaba destacar, aquel trabajo difícil,
lento, apasionado. Un trabajo, dijo, que se correspondía con la forma en que yo
construía mis novelas. Pues eso era yo, ante todo, un novelista excepcional.
Fue tan calurosa, se mostró tan entendida, tan sensible, que mi voz, cuando
ella formuló su primera pregunta, había quedado sepultada y me costó trabajo
sacarla de su abismo. Había tenido la absurda esperanza, la seguridad, de que
ella seguiría hablando, con su maravillosa voz y sus maravillosas ideas.
Torpemente, me expresé y hablé de las dificultades con que me había encontrado
al realizar la exposición, las dificultades de escribir una buena novela, las
dificultades de compaginar un trabajo con otro. Las dificultades,
en fin, de todo. Me encontré
lamentándome de mi vida entera, como si hubiera errado en mi camino y ya fuera
tarde para todo y, sin embargo, necesitara pregonarlo. Mientras Eva, feliz,
pletórica, me ensalzaba y convertía en un héroe. Abominable. No su tarea, sino
mi papel. ¿Cómo se las había arreglado para que yo jugara su juego con tanta
precisión? A través de su voz, mis dudas se magnificaban y yo era mucho menos
aún de lo que era. Mediocre y quejumbroso. Pero la admiré. Había conocido a
otros profesionales de la radio; ninguno como Eva. Hay casos en los que una
persona nace con un destino determinado. Eva era uno de esos casos. La envidié.
Si yo había nacido para algo, y algunas veces lo creía así, nunca con aquella
certeza, esa entrega. Al fin, ella se despidió de sus oyentes, se despidió de
mí, hizo una señal de agradecimiento a sus compañeros del otro lado del cristal
y salimos fuera.
En aquella ocasión no nos
cruzamos con nadie. Eva avanzaba delante de mí, como si me hubiera olvidado, y
volvimos a su oficina. Los compañeros que antes me habían obsequiado con frases
alentadoras se interesaron por el resultado de la entrevista. Eva no se
explayó. Yo me encogí de hombros, poseído por mi papel de escritor
insatisfecho. Me miraron desconcertados mientras ignoraban a Eva, que se había
sentado detrás de su mesa y, con las gafas puestas y un bolígrafo en la mano,
revolvía papeles. Inicié un gesto de despedida, aunque esperaba que me
sugirieran una visita al bar como habitualmente sucede después de una
entrevista. Yo necesitaba esa copa. Pero nadie me la ofreció, de forma que me
despedí tratando de ocultar mi malestar.
Era un día magnífico. La
primavera estaba próxima. Pensé que los almendros ya habrían florecido y sentí
la nostalgia de un viaje. Avanzar por una carretera respirando aire puro,
olvidar el legado del pasado que tan pacientemente yo había reunido y, al fin,
permanecía demasiado remoto, dejar de preguntarme si yo ya había escrito cuanto
tenía que escribir y si llegaría a escribir algo más. Y, sobre todo, mandar a
paseo a Eva. La odiaba. El interés y ardor que mostraba no eran ciertos. Y ni
siquiera tenía la seguridad de que fuese perfectamente estúpida o insensible.
Era distinta a mí.
Crucé dos calles y recorrí dos
manzanas hasta llegar a mi coche. Vi un bar a mi izquierda y decidí tomar la
copa que no me habían ofrecido. El alcohol hace milagros en ocasiones así.
Repentinamente, el mundo dio la vuelta. Yo era el único capaz de comprenderlo y
de mostrarlo nuevamente a los ojos de los otros. Yo tenía las claves que los
demás ignoraban. Habitualmente, eran una carga, pero de pronto cobraron
esplendor. Yo no era el héroe que Eva, con tanto aplomo, había presentado a sus
oyentes, pero la vida tenía, bajo aquel resplandor, un carácter heroico. Yo
sería capaz de transmitirlo. Era mi ventaja sobre Eva. Miré la calle a través
de la pared de cristal oscuro del bar. Aquellos transeúntes se beneficiarían
alguna vez de mi existencia, aunque ahora pasaran de largo, ignorándome. Pagué
mi consumición y me dirigí a la puerta.
Eva, abstraída, se acercaba por
la calzada. En unos segundos se habría de cruzar conmigo. Hubiera podido
detenerla, pero no lo hice. La miré cuando estuvo a mi altura. No estaba
abstraída, estaba triste. Era una tristeza tremenda. La seguí. Ella también se
dirigía hacia su coche, que, curiosamente, estaba aparcado a unos metros por
delante del mío. Se introdujo en él. Estaba ya decidido a abordarla, pero ella,
nada más sentarse frente al volante, se tapó la cara con las manos y se echó a
llorar. Era un llanto destemplado. Tenía que haberle sucedido algo horrible.
Tal vez la habían amonestado y, dado el entusiasmo que ponía en su profesión,
estaba rabiosa. No podía acercarme mientras ella continuara llorando, pero
sentía una extraordinaria curiosidad y esperé. Eva dejó de llorar. Se sonó
estrepitosamente la nariz, sacudió su cabeza y puso en marcha el motor del
coche. Miró hacia atrás, levantó los ojos, me vio.
Fui hacia ella. Tenía que haberme
reconocido, porque ni siquiera había transcurrido una hora desde nuestro paso
por la cabina, pero sus ojos permanecieron vacíos unos segundos. Al fin,
reaccionó:
–¿No tiene usted coche?
–preguntó, como si ésa fuera la explicación de mi presencia allí.
Negué. Quería prolongar el
encuentro.
–Yo puedo acercarle a su casa –se
ofreció, en un tono que no era del todo amable.
Pero yo acepté. Pasé por delante
de su coche y me acomodé a su lado. Otra vez estábamos muy juntos, como en la
cabina. Me preguntó dónde vivía y emprendió la marcha. Como si el asunto le
interesara, razonó en alta voz sobre cuál sería el itinerario más conveniente.
Tal vez era otra de sus vocaciones. Le hice una sugerencia, que ella desechó.
–¿Le ha sucedido algo? –irrumpí
con malignidad–. Hace un momento estaba usted llorando.
Me lanzó una mirada de odio.
Estábamos detenidos frente a un semáforo rojo. Con el freno echado, pisó el
acelerador.
–Ha estado usted magnífica
–seguí– Es una entrevistadora excepcional. Parece saberlo todo. Para usted no
hay secretos.
La luz roja dio paso a la luz
verde y el coche arrancó. Fue una verdadera arrancada, que nos sacudió a los
dos. Sin embargo, no me perdí su suspiro, largo y desesperado.
–Trazó usted un panorama tan
completo y perfecto que yo no tenía nada que añadir.
–En ese caso –replicó suavemente,
sin irritación y sin interés–, lo hice muy mal. Es el entrevistado quien debe
hablar.
Era, pues, más inteligente de lo
que parecía. A lo mejor, hasta era más inteligente que yo. Todo era posible. En
aquel momento no me importaba. Deseaba otra copa. Cuando el coche enfiló mi
calle, se lo propuse. Ella aceptó acompañarme como quien se doblega a un
insoslayable deber. Dijo:
–Ustedes, los novelistas, son
todos iguales.
La frase no me gustó, pero tuvo
la virtud de remitir a Eva al punto de partida. Debía de haber entrevistado a
muchos novelistas. Todos ellos bebían, todos le proponían tomar una copa
juntos. Si ésa era su conclusión, tampoco me importaba. Cruzamos el umbral del
bar y nos acercamos a la barra. Era la hora del almuerzo y estaba despoblado.
El camarero me saludó y echó una ojeada a Eva, decepcionado. No era mi tipo, ni
seguramente el suyo.
Eva se sentó en el taburete y se
llevó a los labios su vaso, que consumió con rapidez, como si deseara concluir
aquel compromiso cuanto antes. Pero mi segunda copa me hizo mucho más feliz que
la primera y ya tenía un objetivo ante el que no podía detenerme.
–¿Cómo se enteró usted de todo
eso? –pregunté–. Tuve la sensación de que cuando me visitó en la Biblioteca no
me escuchaba.
A decir verdad, la locutora
brillante e inteligente de hacía una hora me resultaba antipática y no me
atraía en absoluto, pero aquella mujer que se había paseado entre los
manuscritos que documentaban las empresas heroicas del siglo XVII con la misma
atención con que hubiese examinado un campo yermo, me impresionaba.
–Soy una profesional –dijo, en el
tono en que deben decirse esas cosas.
–Lo sé –admití–. Dígame, ¿por qué
lloraba?
Eva sonrió a su vaso vacío.
Volvió a ser la mujer de la Biblioteca.
–A veces lloro –dijo, como si
aquello no tuviera ninguna importancia–. Ha sido por algo insignificante. Ya se
me ha pasado.
–No parece usted muy contenta
–dije, aunque ella empezaba a estarlo.
Se encogió de hombros.
–Tome usted otra copa –sugerí, y
llamé al camarero, que, con una seriedad desacostumbrada, me atendió.
Eva tomó su segunda copa más
lentamente. Se apoyó en la barra con indolencia y sus ojos miopes se pusieron
melancólicos. Me miró, al cabo de una pausa.
–¿Qué quieres? –dijo.
–¿No lo sabes? –pregunté.
–Todos los novelistas… –empezó, y
extendió su mano.
Fue una caricia breve, casi
maternal. Era imposible saber si Eva me deseaba. Era imposible saber nada de
Eva. Pero cogí la mano que me había acariciado y ella no la apartó. El camarero
me dedicó una mirada de censura. Cada vez me entendía menos. Pero Eva seguía
siendo un enigma. Durante aquellos minutos –el bar vacío, las copas de nuevo
llenas, nuestros cuerpos anhelantes– mi importante papel en el mundo se
desvaneció. El resto de la historia fue vulgar.
Primer día de colegio
Quizá para que yo no estuviera en
casa mucho tiempo sola, ya que mi hermana, que me llevaba dos años, iba ya al
colegio, mi madre decidió enviarme al jardín de infancia cuando yo apenas tenía
cuatro años. Hoy día es más normal, pero en aquella época resultaba un poco
prematuro y tengo la impresión de haber escuchado a mí alrededor, a lo largo
del curso, algunos comentarios sobre el asunto.
El jardín de infancia se
encontraba en el sótano del enorme edificio del colegio, pero no era un sótano
lúgubre, sino luminoso. Cuando caía la tarde, se encendían las luces y el aula
cobraba una vida distinta, casi agresiva. La luz eléctrica era mucho más
invasora que la del sol. Y siempre era igual. La tarde se detenía. En lugar de
avanzar, la hora de la salida parecía más y más lejana.
Me impresionó tanto ese día al
que había llegado un poco engañada porque nadie me había explicado qué se hacía
en el colegio ni cuánto tiempo debía permanecer en él, que cuando, ya en casa,
oí decir que había que prepararlo todo para el día siguiente, me quedé
paralizada. ¿Tenía que volver mañana?, pregunté, incrédula. Todos los días, me
dijeron. Todos los días. ¡Qué tres palabras más terribles bajo su aparente
inocencia! Resultaba incomprensible y abrumador. Me parece que fue en ese mismo
momento cuando la conciencia del tiempo se instaló dentro de mí de una forma
terrible y angustiosa, como si esas palabras —todos los días— hubieran sido una
maldición. Y, a partir de ese momento, también, arraigó en mi interior una
obsesión: huir de ese tiempo monótono y obstinado que se empeñaba a repetirse
día a día, exacto, imperturbable, eliminando toda posibilidad de avanzar, de
cambiar.
Ese es el recuerdo que todavía
hoy puedo reproducir: echada en la cama, con los ojos abiertos, me estoy diciendo
a mí misma que mañana volveré a pasar el día en el colegio, codo con codo con
niñas de mi edad, y rodeada de monjas.
Mañana y al día siguiente y al
otro. ¿No volvería a tener tiempo para mí?, ¿tendría que estar siempre ahí,
observada, empujada, incluida en un grupo? No sé ahora para qué quería yo ese
tiempo que me parecía me estaban hurtando. Quizá buena parte de la culpa la
tenía la potente luz eléctrica que, después de comer, invadía el sótano. Puede
que me asustara demasiado y creyese de verdad que la tarde nunca se iba a
terminar.
Pero esa sensación se guardó tan
celosamente en mi interior que aún concibo el futuro, ante todo, como una
liberación. Las dificultades, penas e inconvenientes que, como es lógico,
aguardan dentro de ese tiempo desconocido, aún empalidecen cuando considero su
latido. En este mismo momento, el tiempo transcurre. Se oye llover, si llueve,
y cada gota cae del cielo adonde vaya a caer, la tierra, un tejado, un
paraguas. O hace calor, y son las gotas de sudor las que se deslizan por la
piel. Ese caer, ese deslizar, ese avanzar, aún me parece extraordinario.
De: Mi primera vez
De: Pálidopuntodeluz.blogspot.com
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