9 de enero de 1881- Florencia |
El día no restituido
Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a
aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de
negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de
esas escondidas villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a
un portal de rejas murado.
Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y
fuera de moda llámenla Alteza y háblenle en francés, ese francés internacional,
clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel;
el francés, en fin, de las gens de qualitéi. Mis princesas responderán casi
siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de
polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán
cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan
necia como parecía poniéndonos en el mundo.
¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas
y viejas princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la
conversación y, aunque todas sean alemanas -una sola es rusa, pero por azar-,
su delicioso francés ancien régime algunas veces me regala emociones de ningún
modo ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi
ganas -lo confieso- de llorar como un estúpido enamorado.
Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa
toscana, sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían
ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más
bella de mis princesas.
Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro
y sus cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban
cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase como una
aureola de oscuridad. Esto me agradaba y me esforzaba en creer que aquella
mujer fuera solamente una aparición provocada por mi voluntad. El hecho no era
difícil porque la habitación se hallaba casi en tinieblas y la única vela
encendida iluminaba única y débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se
confundía con la oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mi
solamente a una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida
cerca de mí a un metro del pavimento.
Pero la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era
imposible en ese momento.
-Ecoutez donc, monsieur -me decía- ce qui m’arriva il y a
quarante ans, quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de paraître
folle1.
Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus
innumerables historias de amor: un general francés se había dedicado a ser
actor por amor a ella y había sido asesinado de noche por un payaso borracho.
Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería
otra cosa mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso ser
gentil hasta el final:
-Me obliga usted -dijo- a narrarle el último secreto que me
queda y que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más
inverosímil que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos
meses, antes de que termine el invierno, y no estoy segura de hallar otro
hombre que se interese como usted por las cosas absurdas...
“Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa
época yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi
primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de... Pero
usted ya conoce la historia. Passons! Sucedió, pues, que cuando llegaba al
término de mis veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y
afeitado, quien me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos
solos, me dijo:
‘Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy enferma.
Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando
años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de
sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida.
Cuando haya cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero
usted envejecerá un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy
joven y casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último
de los trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea
vieja podrá recuperar a su voluntad las horas de auténtica juventud, con
imprevistos retornos de salud y de belleza. No crea usted que habla con un
bromista o con un demonio. Soy simplemente un pobre padre que ha rogado tanto
al Señor que le ha sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con
gran trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener todavía
muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!’
“En esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y
en el mundo en que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí
en realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi
nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin
acudir al año que había dado en depósito y que debía serme restituido. “El viejo
señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le
avisara por lo menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara
disfrutar de la juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el
momento fijado.
“Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza
estaba por ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado
a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año. Escribía con la
debida anticipación a mi deudor y luego participaba de los bailes de la Corte,
en los salones de la capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés
años, maravillando a todos los que habían conocido mi belleza en decadencia.
¡Qué curiosas eran las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me
adormecía cansada y fanée como siempre y por la mañana me levantaba alegre y
ligera como un pájaro que hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a
mirarme en el espejo. Las arrugas habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco
y suave, los cabellos habían vuelto a ser totalmente rubios y los labios eran
rojos, tan rojos que yo misma los habría besado con furor. En Viena los
galanteadores se apiñaban a mi alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de
hechicería y, en el fondo, no entendían nada. Poco antes de vencer el período
de juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa al
castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio que
se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró
entrar, no sé cómo, a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al
ver cuánto me parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era
que aquella que lo había embriagado en las calles de Viena.
“Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura,
interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de las raras
pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede
imaginarse aquella fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados
cada tanto por los fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
“Al principio esos trescientos sesenta y cinco días me
parecían inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso
fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso
Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su
casa y vi sus libros de cuentas. Yo no soy la única con la que hizo contratos
de ese género y sé que contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus
entregas. Vi también a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza
llena de flores.
“Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye
tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que
recurre a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que
me restituye a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya
hecho hábiles preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de
descubrirlas. Mais, peut être,
elles ne seraient pas si étranges que je crois...
“De todos modos ese hombre es extraordinariamente
interesante, lo que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede
imaginar qué espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un
banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente. Durante
todo ese año no le escribí y por un momento tuve la tentación de regalárselos y
de no atormentarme más. ¿Comprende usted la razón, no es cierto? Cada vez que
yo me volvía joven, el momento del despertar era siempre más doloroso porque la
diferencia entre mi estado normal y mis veintitrés años se hacía, con la edad,
mucho más grande.
“Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted
pensar que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o
tres de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un día,
deseada por una hora, feliz por un momento! Vous êtes trop jeune pour
comprendre tout mon ravissement!
“Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir
por la eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar! Después,
seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y
luego la oscuridad para siempre! Medite bien, se lo ruego, en la imprevista
tragedia de mi vida. Antes de solicitar este día...
“¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años
que no vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi
belleza parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un amante, un
amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo
sea acariciado una vez más. Esta cara rugosa se volverá de nuevo fresca y
rosada y mis labios darán, por la vez última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios,
blancos y agrietados! ¡Todavía quieren ser por un día más rojos y cálidos, por
un solo día, para un último amante, para una última boca!
“Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la
última monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un
loco deseo de gastarla...”
¡Pobre y querida Princesa! Unos momentos antes había
levantado su velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del
rostro. En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos, le
impidieron continuar. Experimenté entonces un gran deseo de consolar a todo
costo a la deliciosa vieja y caí a sus pies -al pie de una princesa arrugada y
vestida de negro-, y le dije que la hubiera amado más que cualquier caballero
loco y le rogué, con las más dulces palabras, que me concediera a mí, a mí
solo, el último día de su bella juventud.
No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi
actitud y mis palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas
frases algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo día, dentro
de un mes. Me dio una cita para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy
perturbado, luego de haberle besado las magras y blancas manos.
Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no
totalmente llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba
demasiado en la bella Princesa para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el
mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no la volvería
a ver hasta el día fijado y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el
día llegó y fue el más largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la
noche y luego de haberme elegantemente vestido fui hacia la villa con el
corazón estremecido y el paso inseguro.
Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había
visto nunca y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno
de flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían
todas las antorchas de dos fantásticas arañas.
Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa
estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la soledad.
Después de una hora de agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al
comedor. Sobre la mesa estaban preparados dos cubiertos y flores y frutas en
gran cantidad. Pasé a un pequeño salón, suavemente iluminado y desierto.
Finalmente llegué a una puerta que yo sabía era la del dormitorio de la
Princesa. Di dos o tres golpes, pero no tuve respuesta. Entonces me hice de
coraje pensando que un amante puede olvidar la etiqueta y abrí la puerta,
deteniéndome en el umbral.
La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por
todas partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían
alrededor una luz alegre. La Princesa estaba echada en un sillón frente al
espejo, ataviada con uno de los más espléndidos vestidos que yo jamás viera.
La llamé y no contestó.
Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di
cuenta entonces de que su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño y
blanco y algo más triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano
sobre su boca y no sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no
sentí ningún latido.
La pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de
improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza. Una carta
que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado
fin. Contenía unas pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía:
“Gentil Princesa:
Me duele sinceramente no poder restituirle el último día de
juventud que le debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente
inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla en peligro.
Realizaré todavía nuevas tentativas y le comunicaré los
resultados, porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último.
Considéreme, ilustre Princesa, su devotísimo...”
1. En francés en el original: “Escuche, pues, señor, lo que
me ocurrió hace cuarenta años, cuando yo era todavía demasiado joven para tener
el derecho de parecer loca”.
¿Sólo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto,
lleno de hojas muertas, en un jardín estéril, me detuve después de tanto tiempo
en la pequeña capital? Cuando me aproximaba a ella no pensaba tener otro motivo
que éste.
Regresando del mar y de las grandes ciudades de la costa,
sentía el deseo de las cosas ocultas, de las calles estrechas, de los muros
silenciosos y un poco ennegrecidos por las lluvias. Estaba seguro de hallar
todo eso en la pequeña capital, en la ciudad donde había estudiado durante
cinco años, con maestros de clásicas barbas blancas, las ciencias más
germánicas y más fantásticas.
Recordaba a menudo la querida ciudad, tan sola en medio de
la llanura, como una exiliada (he pensado siempre que existen también ciudades
desterradas de su propia patria), sin río, sin torres ni campanarios, casi sin
árboles, pero totalmente quieta y resignada en torno al gran palacio rococó, en
el que charla y duerme la corte. En las calles, a cada cien pasos, hay un pozo
y junto al pozo una fuente y sobre cada fuente un guerrero de terracota,
pintado de azul y rojo pálido.
Recordaba también la casa en que viví durante los años de mi
aprendizaje científico. Mis ventanas no se abrían sobre la plaza sino sobre un
gran jardín, cerrado entre las casas, donde había, en un rincón, un estanque
circuido por rocas artificiales. A nadie le importaba el jardín: el viejo señor
había muerto y la hija, aburrida y devota, consideraba a los árboles como
herejes y a las flores como vanidosas. También el estanque había muerto por su
culpa. Ningún chorro brotaba ya de su seno. El agua parecía tan cansada e
inmóvil como si fuese la misma desde hacía una cantidad enorme de años. Por lo
demás, las hojas de los árboles la cubrían casi enteramente e incluso las hojas
parecían haber caído allí en otoños míticamente lejanos.
Este jardín fue el sitio de mis alegrías mientras viví en la
pequeña capital. Tenía la libertad de poder visitarlo cada hora y cuando los
maestros no me llamaban me sentaba con algún libro junto al estanque, y cuando
estaba cansado de leer o la luz menguaba, intentaba mirar mis ojos reflejados
en el agua o contaba las viejas hojas y seguía con estática ansiedad sus lentos
viajes bajo el hálito desigual del viento. Alguna vez las hojas se apartaban o
se reunían todas en el fondo y entonces veía en el agua mi rostro y lo
contemplaba tan largamente que me parecía no existir más por mí mismo, con mi
cuerpo, sino ser solamente una imagen fijada en el estanque por la eternidad.
Fue por eso que corrí inmediatamente al jardín, apenas
llegué a la pequeña capital. Habían pasado muchos años, pero la ciudad se
mantenía igual. Por las mismas calles estrechas pasaban las mismas mujeres
enanas y amarillentas, de cofias ajadas, y los guerreros de terracota, inútiles
y ridículos, se apoyaban en el puño de las espadas sobre las habituales
fuentes.
Y también el jardín estaba tal como yo lo había dejado,
también el estanque estaba como yo lo vi por última vez, antes de regresar a mi
patria. Alguna mata de más en los canteros, algunas hojas más en el estanque y
todo el resto como antaño. Quise entonces volver a ver mi cara en el agua y me
di cuenta de que era diferente, muy diferente de aquella que tan lúcidamente
recordaba. El encanto de ese estanque, de ese sitio volvió a apoderarse de mí.
Me senté sobre una de las rocas artificiales y con la mano moví las hojas
muertas para formar un espejo más grande a mi rostro palidecido y
transfigurado. Permanecí algunos minutos mirando mi imagen y pensando en las
leyes del tiempo cuando vi dibujarse en el agua otra imagen junto a la mía. Me
volví bruscamente: un hombre se había sentado a mi lado y se reflejaba junto a
mí en el estanque. Lo miré sorprendido -volví a mirarlo y me pareció que se me
asemejaba un poco. Dirigí de nuevo los ojos al estanque y contemplé otra vez su
imagen reflejada sobre el fondo sombrío. Al instante comprendí la verdad: ¡su
imagen se parecía perfectamente a la que yo reflejaba siete años antes!
En otro tiempo, quizás, aquello me hubiera espantado y
seguramente habría gritado como quien se halla preso en el círculo de alguna
invencible obsesión. Pero yo sabía ahora que solamente lo imposible se vuelve
real algunas veces y por lo tanto no sentí el menor asomo de terror. Tendí la
mano al hombre, que me la estrechó, y le dije:
-Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo
que creía muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio
visible.
Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo presente, pero
sea lo que fuere no sabré negártelo.
El hombre me miró con cierto estupor, como si me viera por
primera vez, y respondió después de unos instantes de vacilación:
"Quisiera estar un poco contigo. Cuando tú creíste
partir definitivamente yo permanecí aquí, en esta ciudad donde no pasa el
tiempo, sin moverme, sin hacer nada, esperándote. Sabía que regresarías. Habías
dejado la parte más sutil de tu alma en el agua de este estanque y de esta alma
yo he vivido hasta hoy. Pero ahora quisiera unirme nuevamente a ti, permanecer
estrechado a ti, viviendo contigo, escuchando de ti el relato de tus vidas de
todos estos años. Yo soy como tú eras entonces y no conozco de ti más que lo
que tú conocías entonces. Comprende mi ansiedad de saber y de escuchar. Hazme
de nuevo tu compañero hasta que partas una vez más de esta ciudad exiliada del
mundo y del tiempo."
Asentí con la cabeza y salimos del jardín tomados de la
mano, como dos hermanos.
Comenzó entonces para mí uno de los periodos más singulares
de mi vida, esta vida mía tan diferente ya de la de otros hombres. Viví conmigo
mismo -con mi yo transcurrido- algunos días de imprevista alegría. Mis dos yo
caminaban por las calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba
desde hacía tanto tiempo en la pequeña capital -¡un silencio que databa del
siglo decimoctavo!-, y conversaban incesantemente tratando de recordar las
cosas que vieron, los hombres que conocieron, los sentimientos que los
agitaron, los sueños que dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos
almas -la antigua y la nueva- buscaron juntas la universidad, silenciosa y
sepulcral como un monasterio montañés -recorrieron el jardín a la francesa,
detrás del palacio rococó, donde las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no
concedían más de una mirada a las alamedas infinitas- y se aventuraron hasta el
Liliensee, una chacra mal excavada que por decreto de los viejos príncipes
había llegado a obtener el nombre de lago. ¡No puedo recordar aquellos días de
paseos y de confidencias sin que desfallezca por un instante mi corazón! Pero
luego de las primeras horas de efusión, después de los primeros días de
evocaciones, comencé a sentir un tedio inenarrable al escuchar a mi compañero.
Ciertas ingenuidades, ciertas brutalidades, ciertos modos grotescos que
continuamente exhibía me desagradaban. Me percaté, además, al hablar
extensamente con él, de que estaba lleno de ideas ridículas, de teorías ya
muertas, de entusiasmos provincianos hacia cosas y seres que yo ni siquiera
recordaba. Confiaba en ciertas palabras, se conmovía con ciertos versos, se
exaltaba ante ciertos espectáculos que a mí, en cambio, me inspiraban muecas o
sonrisas. Su cabeza estaba llena todavía de ese romanticismo genérico,
desproporcionado, hecho de cabelleras desmelenadas, de montañas malditas, de
bosques tenebrosos, de tempestades y de batallas con redoblar de truenos y
tambores, y su corazón se deshacía en aquel pathos germánico (flores azules,
luna entre nubes, tumbas de castas novias, cabalgatas nocturnas, etcétera) del
cual vivían los esmirriados petimetres melancólicos y las señoritas rubias un
poco obesas.
Su ingenuo orgullo, su inexperiencia del mundo, su
ignorancia profunda de los secretos de la vida, que al principio me divertían,
terminaron por cansarme, por suscitar en mí una especie de compasión
despreciativa que poco a poco llegó a la repugnancia.
Durante algunos días aún supe resistir mi deseo de
insultarlo o de huir, pero una mañana, luego de que hubo declamado con gran
énfasis un lied estúpidamente conmovedor, sentí que mi desprecio iba transformándose
en odio.
"Y sin embargo, pensé, yo mismo he sido en otra época
este hombre del que me burlo, este joven ridículo e ignorante. Él es todavía,
de alguna manera, yo mismo. Durante estos largos años yo he vivido, he visto,
he adivinado, he pensado y él ha permanecido aquí, en la soledad, intacto,
perfectamente igual a ese que era yo el día en que dejé estos lugares. Ahora mi
yo presente desprecia a mi yo pasado -y sin embargo en ese tiempo yo creía, más
que hoy todavía, ser el hombre superior, el ser alto y noble, el sabio
universal, el genio expectante. Y recuerdo que entonces despreciaba a mi yo
pasado, mi pequeño yo de niño ignorante y sin refinamiento todavía. Ahora
desprecio a aquel que despreciaba. Y todos estos menospreciadores y menospreciados
han tenido el mismo nombre, han habitado el mismo cuerpo, se presentaron ante
los hombres como un solo ser vivo. Después de mi yo presente, se formará otro
que juzgará a mi alma de hoy tal como yo juzgo hoy a la de ayer. ¿Quién tendrá
piedad de mí si yo no la tengo para mí mismo?"
Mientras yo pensaba esto, el yo antiguo me hablaba y
declamaba. Yo no tenía nada ya para decirle y callaba; él no tenía nada más
para decirme, pero, en vez de callar, fabricaba frases y recitaba poesías
horriblemente extensas. ¿Qué había ahora de común entre nosotros? Habiendo
agotado los recuerdos del pasado lejano, yo no podía hablar con él del pasado
próximo, de todo mi mundo reciente de bellezas conocidas, de corazones amados y
destrozados, de paradojas improvisadas en torno de la mesa de té, y mucho menos
del sueño doloroso que ocupa ahora íntegramente mi alma. Era inútil decirle
todo eso; él no me comprendía. El sonido de ciertas palabras que me sugería
toda una escena, las asociaciones de ideas de un perfume, de un nombre, de un
rumor nada le decían a su alma. Me rogaba que le hablara, y si consentía, me
escuchaba con curiosidad pero sin sentir, sin comprender, sin revivir conmigo
lo que yo le narraba. Sus ojos se perdían en el vacío y apenas yo enmudecía
recomenzaba sus declamaciones y sus melosidades sentimentales.
Llegó, pues, un día en que el odio contra ese pasado yo mío
no supo ya contenerse. Le dije entonces con mucha firmeza que no podía más
vivir con él y que debía separarme de su compañía para acabar con mi disgusto.
Mis palabras lo sorprendieron y lo entristecieron profundamente. Sus ojos me
miraron suplicando. Su mano me estrechó con más fuerza.
"¿Por qué quieres dejarme -dijo con su odiosa voz de
teatral apasionamiento-; por qué quieres dejarme una vez más tan solo? ¡Te he
estado esperando durante tanto tiempo en silencio, durante tantos años he
contado las horas que me acercaban a estos momentos! Y ahora que estás conmigo,
ahora que te amo, que hablamos del amor y de la belleza del mundo, de los
pesares de sus criaturas, ¿quieres dejarme solo en esta ciudad tan triste, tan
lentamente triste?"
No respondí a sus palabras sino con un gesto de rabia. Pero
cuando me adelanté para irme sentí su brazo aferrarme con violencia y escuché
de nuevo su voz que me decía sollozando:
"No, tú no partirás. ¡No te dejaré partir! Soy tan
feliz ahora de poder hablar a alguien que puede comprenderme, a alguien que
todavía tiene un corazón, ardiente, que viene de las ciudades de los vivos, que
puede escuchar todos mis gemidos y acoger mis confesiones. ¡No, tú no partirás,
no podrás partir! ¡No permitiré que te vayas!"
Tampoco esta vez respondí y todo el día permanecí con él sin
hablar. Él me miraba en silencio y me seguía siempre.
Al día siguiente me preparé para irme pero él se plantó ante
la puerta y no me dejó salir hasta que no le hube prometido que me quedaría con
él durante todo el día.
Así pasaron todavía cuatro días. Yo intentaba eludirlo, pero
él me perseguía constantemente, aburriéndome con sus lamentaciones e impidiéndome,
aun por la fuerza, abandonar la ciudad. Mi odio, mi desesperación crecían de
hora en hora. Finalmente, al quinto día, viendo que no podía liberarme de su
celosa vigilancia, pensé que sólo me quedaba un medio y salí resueltamente de
casa seguido de su lamentable sombra.
También aquel día anduvimos por el estéril jardín donde
tantas horas había pasado yo con su alma, y nos aproximamos, también aquel día,
al estanque muerto cubierto de hojas muertas. También aquel día nos sentamos
sobre las falsas rocas y separamos con la mano las hojas para contemplar
nuestras imágenes. Cuando nuestros dos rostros aparecieron juntos sobre el
espejo sombrío del agua, me volví rápidamente, aferré a mi yo pasado por los
hombros y lo arrojé de cara al agua, en el sitio donde aparecía su imagen.
Empujé su cabeza bajo la superficie y la sostuve quieta con toda la energía de
mi odio exasperado. Él intentó resistirse; sus piernas se agitaron
violentamente pero su cabeza permaneció bajo el remolino trémulo del estanque.
Después de algunos instantes sentí que su cuerpo se aflojaba y debilitaba.
Entonces lo solté y cayó aún más abajo, hacia el fondo del agua. Mi odioso yo
pasado, mi ridículo y estúpido yo de otros años había muerto para siempre.
Abandoné con calma el jardín y la ciudad. Nadie me molestó jamás por este
hecho. Y vivo ahora todavía en el mundo, en las grandes ciudades de la costa, y
me parece que me falta algo cuyo preciso recuerdo no poseo. Cuando me asalta la
alegría con sus tontas risas pienso que soy el único hombre que ha matado a su
yo y que vive todavía. Pero esto no es suficiente para que permanezca serio.
Asora, 18 setiembre
El mayor problema del hombre, como de las naciones, es la
independencia. ¿Se puede resolver? Lo que poseo parece ser mío, pero soy
poseído siempre por aquello que tengo. La única propiedad incontestable debería
ser el Yo, y, sin embargo, aquilatando bien, ¿dónde está el residuo absoluto,
aislado, que no depende de nadie?
Los demás participan, ausentes o presentes, en nuestra vida
interior y externa. No hay manera de salvarse. Aun en la soledad perfecta me
siento, con espanto, átomo de un monte, célula de una colonia, gota de un mar.
En mi espíritu y en mi carne hay la herencia de los muertos; mi pensamiento es
deudor de los difuntos y de los vivientes; mi conducta está guiada, aun contra
mi voluntad, por seres que no conozco o que desprecio.
Todo lo que sé lo he aprendido de los demás. Cualquier cosa
que adquiera es obra de otros, y ¿qué tiene que ver que la haya pagado? Sin el
operario, sin el artesano, sin el artista, estaría más desnudo que Calibán o
que Robinsón. Si quiero moverme tengo necesidad de máquinas no fabricadas por
mí y guiadas por manos que no son mías. Me veo obligado a hablar una lengua que
no he inventado yo mismo; y los que han venido antes me imponen, sin que me dé
cuenta, sus gustos, sus sentimientos y sus prejuicios.
Si desmonto el Yo pedazo por pedazo, encuentro siempre
trozos y fragmentos que proceden de fuera; a cada uno podría ponerle una
etiqueta de origen. Esto es de mi madre, esto de mi primer amigo, esto de
Emerson, esto de Rousseau o de Stirner. Si realizo a fondo el inventario de las
apropiaciones, el Yo se me convierte en una forma vacía, en una palabra sin
contenido propio.
Pertenezco a una clase, a un pueblo, a una raza; no consigo
nunca evadirme, haga lo que haga, de unos límites que no han sido trazados por
mí. Cada idea es un eco, cada acto un plagio. Puedo arrojar a los hombres de mi
presencia, pero una gran parte de ellos seguirá viviendo, invisible, en mi
soledad.
Si tengo criados, debo soportarlos y obedecerles; si tengo
amigos, tolerarles y servirles, y los dineros quieren ser guardados,
cultivados, protegidos, defendidos. Potencia equivale a esclavitud. Nada en
realidad me pertenece. Las pocas alegrías que disfruto las debo a la
inspiración y al trabajo de hombres que ya no existen o que nunca he visto.
Conozco lo que he recibido, pero ignoro quién me lo ha dado.
He conseguido reunir algunos miles de millones. No lo habría
podido hacer si millones de hombres no hubiesen tenido necesidad de lo que les
podía vender, si millones de hombres no hubiesen inventado las fórmulas, las
máquinas, las reglas sobre las cuales se funda la vida económica de la tierra.
Abandonado a mí mismo, habría sido un salvaje, un comedor de raíces y de perros
muertos. ¿Dónde está, pues, el núcleo profundo y autónomo en el que ningún otro
participa, que no ha sido generado por ningún otro y que pueda llamar
verdaderamente mío? ¿Seré, en realidad, un coágulo de deudas, la esclava
molécula de un cuerpo gigantesco? ¿Y la única cosa que creemos verdaderamente
nuestra -el Yo- es, tal vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una
alucinación del orgullo?
Fragmento de GOG
De: CiudadSeVa.com
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