20 de marzo
Algo
no funciona bien en Lucienne. Hay en ella, dudo en escribir la palabra, me da
horror, pero es lo único que conviene: maldad. Crítica, burlona, malévola,
siempre la
he conocido así; pero es con una verdadera rabia que despedaza a la gente que
llama sus
amigos. Se complace en decirles verdades desagradables. De hecho son simples relaciones.
Hizo un esfuerzo para mostrarme gente, pero en general vive muy sola. La maldad:
es una defensa; ¿contra quién? En todo caso no es la muchacha fuerte, brillante,
equilibrada, que yo imaginaba desde París. ¿Es que fallé con las dos? ¡No, oh
no!
Le
pregunté:
-¿Encuentras
como tu padre que Colette hizo un matrimonio idiota?
-Hizo
el matrimonio que debía hacer. No soñaba más que con el amor, era fatal que
se metiera con el primer chico que encontrara.
-¿Era
culpa mía, si ella era así?
Rió,
con su risa sin alegría:
-Siempre
has tenido un sentido muy exagerado de tus responsabilidades.
Insistí.
Según ella lo que cuenta en una infancia es la situación psicoanalítica, tal como
existe sin que lo sepan los padres, casi a pesar de ellos. La educación, en lo
que tiene
de consciente, de deliberado, sería muy secundario. Mis responsabilidades
serían nulas.
Magro consuelo. No pensaba tener que defenderme de ser culpable: mis hijas eran
mi orgullo.
Le
pregunté también: -¿Cómo me ves? Me miró sorprendida
-Quiero
decir: ¿cómo me describirías?
-Eres
muy francesa, muy soft, como se dice aquí. Muy idealista también. Careces
de defensa, es tu único defecto.
-¿El
único?
-Pero
sí. Aparte de eso eres animada, alegre, encantadora.
Era
más bien sumaria su descripción. Repetí: -Animada, alegre, encantadora.
Pareció
molesta: -¿Cómo te ves tú? -Como una ciénaga. Todo es tragado por el
cieno.
-Te reencontrarás.
No,
y es quizá lo peor. Advierto sólo ahora cuánta estima tenía en el fondo por mí
misma. Pero todas las palabras por la cuales intentaría justificarla, Maurice
las ha asesinado;
el código según el cual yo juzgaba a los otros y a mí misma, él lo ha
negado.
Nunca había soñado en contestarle, es decir en contestarme. En el presente me
pregunto: ¿a título de qué preferir la vida interior a la vida mundana, la contemplación
a las frivolidades, la devoción a la ambición? No tenía otra cosa sino crear
felicidad alrededor de mí. No hice feliz a Maurice. Y mis hijas tampoco lo son.
¿Entonces?
No sé nada. No solamente quién soy sino cómo habría que ser. El negro y el
blanco se confunden, el mundo es un magma
y no tengo ya contornos. ¿Cómo vivir sin creer en nada ni en mí misma? Lucienne
se escandalizaba de que Nueva York me interesara tan poco. Antes no salía
mucho de mi caracol, pero cuando lo hacía me interesaba por todo: los paisajes, la
gente, los museos, las calles. Ahora soy una muerta. ¿Una muerta que tiene
todavía cuántos
años para tirar? Una jornada, cuando abro un ojo, por la mañana, ya me parece imposible
de llevarla hasta el fin. Ayer cuando me bañaba, nada más que levantar un
brazo me planteaba un problema: ¿por qué levantar un brazo, por qué poner un
pie delante
de otro? Cuando estoy sola, me quedo inmóvil durante minutos sobre el cordón
de la vereda, enteramente paralizada.
23 de marzo
Parto
mañana. Alrededor de mí, la noche siempre tan espesa. Telegrafié para pedir
que Maurice no vaya a Orly. No tengo coraje de afrontarlo. Se habrá ido. Vuelvo
y él se habrá ido.
24 de marzo
Listo.
Colette y Jean-Pierre me esperaban. Cené en casa de ellos. Me han acompañado
hasta aquí. La ventana estaba negra; siempre estará negra. Subimos la escalera,
ellos dejaron las valijas en el living. No quise que Colette se quedara a dormir:
tendré que acostumbrarme. Me senté delante de la mesa. Estoy sentada. Y miro
esas dos puertas: el escritorio de Maurice; nuestra habitación. Cerradas. Una puerta
cerrada, algo que acecha detrás. No se abrirá si yo no me muevo; jamás. Detener
el tiempo y la vida. Pero
sé que me moveré. La puerta se abrirá lentamente y veré lo que hay detrás de
la puerta. Es el porvenir. -La puerta del porvenir va a abrirse. Lentamente. Implacable
mente. Estoy sobre el umbral. No hay más que esta puerta y lo que acecha detrás.
Tengo miedo. Y no puedo llamar a nadie en mi auxilio.
Tengo
miedo.
Final de La mujer rota
De: Librodot.com
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