viernes, 10 de enero de 2014

Simone de Beauvoir: mucho más que la mujer de Sartre

París, 9 de enero de 1908
Docente, filósofa, escritora.





20 de marzo

Algo no funciona bien en Lucienne. Hay en ella, dudo en escribir la palabra, me da horror, pero es lo único que conviene: maldad. Crítica, burlona, malévola, siempre la he conocido así; pero es con una verdadera rabia que despedaza a la gente que llama sus amigos. Se complace en decirles verdades desagradables. De hecho son simples relaciones. Hizo un esfuerzo para mostrarme gente, pero en general vive muy sola. La maldad: es una defensa; ¿contra quién? En todo caso no es la muchacha fuerte, brillante, equilibrada, que yo imaginaba desde París. ¿Es que fallé con las dos? ¡No, oh no!
Le pregunté:
-¿Encuentras como tu padre que Colette hizo un matrimonio idiota?
-Hizo el matrimonio que debía hacer. No soñaba más que con el amor, era fatal que se metiera con el primer chico que encontrara.
-¿Era culpa mía, si ella era así?
Rió, con su risa sin alegría:
-Siempre has tenido un sentido muy exagerado de tus responsabilidades.
Insistí. Según ella lo que cuenta en una infancia es la situación psicoanalítica, tal como existe sin que lo sepan los padres, casi a pesar de ellos. La educación, en lo que tiene de consciente, de deliberado, sería muy secundario. Mis responsabilidades serían nulas. Magro consuelo. No pensaba tener que defenderme de ser culpable: mis hijas eran mi orgullo.
Le pregunté también: -¿Cómo me ves? Me miró sorprendida
-Quiero decir: ¿cómo me describirías?
-Eres muy francesa, muy soft, como se dice aquí. Muy idealista también. Careces de defensa, es tu único defecto.
-¿El único?
-Pero sí. Aparte de eso eres animada, alegre, encantadora.
Era más bien sumaria su descripción. Repetí: -Animada, alegre, encantadora.
Pareció molesta: -¿Cómo te ves tú? -Como una ciénaga. Todo es tragado por el
cieno. -Te reencontrarás.
No, y es quizá lo peor. Advierto sólo ahora cuánta estima tenía en el fondo por mí misma. Pero todas las palabras por la cuales intentaría justificarla, Maurice las ha asesinado; el código según el cual yo juzgaba a los otros y a mí misma, él lo ha
negado. Nunca había soñado en contestarle, es decir en contestarme. En el presente me pregunto: ¿a título de qué preferir la vida interior a la vida mundana, la contemplación a las frivolidades, la devoción a la ambición? No tenía otra cosa sino crear felicidad alrededor de mí. No hice feliz a Maurice. Y mis hijas tampoco lo son.
¿Entonces? No sé nada. No solamente quién soy sino cómo habría que ser. El negro y el blanco se confunden, el mundo es un magma y no tengo ya contornos. ¿Cómo vivir sin creer en nada ni en mí misma? Lucienne se escandalizaba de que Nueva York me interesara tan poco. Antes no salía mucho de mi caracol, pero cuando lo hacía me interesaba por todo: los paisajes, la gente, los museos, las calles. Ahora soy una muerta. ¿Una muerta que tiene todavía cuántos años para tirar? Una jornada, cuando abro un ojo, por la mañana, ya me parece imposible de llevarla hasta el fin. Ayer cuando me bañaba, nada más que levantar un brazo me planteaba un problema: ¿por qué levantar un brazo, por qué poner un pie delante de otro? Cuando estoy sola, me quedo inmóvil durante minutos sobre el cordón de la vereda, enteramente paralizada.

23 de marzo

Parto mañana. Alrededor de mí, la noche siempre tan espesa. Telegrafié para pedir que Maurice no vaya a Orly. No tengo coraje de afrontarlo. Se habrá ido. Vuelvo y él se habrá ido.

24 de marzo

Listo. Colette y Jean-Pierre me esperaban. Cené en casa de ellos. Me han acompañado hasta aquí. La ventana estaba negra; siempre estará negra. Subimos la escalera, ellos dejaron las valijas en el living. No quise que Colette se quedara a dormir: tendré que acostumbrarme. Me senté delante de la mesa. Estoy sentada. Y miro esas dos puertas: el escritorio de Maurice; nuestra habitación. Cerradas. Una puerta cerrada, algo que acecha detrás. No se abrirá si yo no me muevo; jamás. Detener el tiempo y la vida. Pero sé que me moveré. La puerta se abrirá lentamente y veré lo que hay detrás de la puerta. Es el porvenir. -La puerta del porvenir va a abrirse. Lentamente. Implacable mente. Estoy sobre el umbral. No hay más que esta puerta y lo que acecha detrás. Tengo miedo. Y no puedo llamar a nadie en mi auxilio.
Tengo miedo.

Final de La mujer rota

De: Librodot.com




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