De nosotros/as, los/as profes de Literatura,
se ha tejido con lanita bien apretada el tópico de que “vivimos en el aire”;
para algunos/as, compartimos el ovillo con los/as colegas de Filosofía.
Lejos estamos del interés de rastrear la
génesis del mismo. En realidad, por estos días, haber adquirido la capacidad de
“vivir en el aire” y tener conciencia de ello, más bien resulta un privilegio:
no de otra manera es posible tolerar la incertidumbre que, según las estadísticas
sociológicas, despunta en la lista de los azotes desintegradores de la endeble
condición humana. Todos somos “el trapecista” de Kafka, en definitiva, pero
comprendemos que aceptarlo sea duro, incómodo, inconveniente; el rol del
empresario está más a tono con la ideología del momento, es más pragmático.
Entonces, para ilustrar “una de las más
difíciles artes entre las asequibles al ser humano” (como dice el narrador de
“Un artista del trapecio”) vamos a proponer un sencillo episodio de la vida
cotidiana, ocurrido en la tarde de hoy y no precisamente a ningún docente:
suena el celular; atendemos; se trata de una señora que desea información sobre
el Taller de Poesía. Se presenta: ejerce una profesión liberal universitaria.
Hace unos cuantos años que escribe poesía sin recibir orientación alguna. Tiene
hijos, uno padece una discapacidad irreversible; fue el motivador de su
escritura. “Nadie entendía lo que yo sentía, ese dolor desgarrante; ni mi
familia ni mis amigos, nadie. Por eso empecé a escribir. Tengo material de
años”. Y se ríe plenamente, a raíz de un comentario jocoso acerca de que los
uruguayos somos “tren de último momento” hasta para inscribirnos en un Taller
Literario.
En Uruguay, es impactante la cantidad de
trapecistas, aunque les cueste admitir a los pragmáticos. Muchos mantienen su
arte en secreto durante largo tiempo. Pero siempre hay signos para reconocernos
como habitantes serenos del circo del mundo. Sí, serenos, a pesar de que nos sabemos apoyados sobre la más débil de las
barras engastada a las cuerdas del piso.
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