La mujer adúltera
Los escribas y fariseos le llevan una
mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: "Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas
mujeres. ¿Tú qué dices?" Esto le decían para tentarle, para tener de qué
acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se
puso a escribir con el dedo en la tierra.
Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
"Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.
"E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Al oír estas palabras, se iban retirando uno
tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer
que estaba delante. Incorporándose Jesús
le dijo: "Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: "Nadie,
Señor". Jesús le dijo: "
Tampoco yo te condeno. Vete, y en
adelante no peques más".
Evangelio según San Juan, capítulo 8.
Todo el que mira a una mujer deseándola,
ya cometió adulterio con ella en su corazón.
Evangelio según San Mateo, capítulo 5,
versículo 27.
Cada mujer lleva tras de sí un
pasado luminoso y otro oscuro. En los médanos de la memoria de esta mujer, vive
un hombre que aunque alumbró su vida, lo escondió en el silencio y la
oscuridad. Ahora es una vieja y quiere
que su historia se sepa. En realidad
piensa que puede morir y quiere que la nieta viva con la historia. Quizás se la juzgue y condene, pero lo que
está escrito en la tierra no puede borrarse: Isabel Vives fue una mujer
adúltera.
La nieta va a protestar qué ganas
de venir con cosas viejas, ¿a quién le importa ahora lo que hiciste o lo que no?
Y cuando el relato finalice puede que grite que hubiera preferido no saber y
arroje una y otra y otra piedra, para enterrar todas las palabras, mientras la
vieja repite que lo siente, querida, lo siento pero tenías que saber, para que
las cosas se muestren como son. La verdad es que Isabel parece orgullosa de su
pecado, por lo menos lo declara con el mentón erguido. También cierra los ojos
en el intento de retener las imágenes de aquellos otros días. Son gestos de
confianza en su pasado que la escritura no muestra, y ella quiere que cuando la
nieta conozca entera esta historia secreta de pasión, le brille la mirada como
le brilló a ella cuando conoció a ese hombre. Quiere que también un día la
nieta se enorgullezca de sus amores, de todos sus amores, incluso de los
prohibidos. Te llevarás mi orgullo, dice.
Fue en el último julio que
comenzó este ejercicio que muchos viejos hacen: revivir la vida en la memoria.
Repasa los hechos como si deslizara la mano sobre un tejido intrincado,
confeccionado de seda y arpillera, de algodón, de cuero y de nailon, con
zurcidos invisibles y gruesos costurones. Huele, toca y bebe su vida, desliza
la punta de la lengua por los labios cuando las gotas son dulces, tratando de
alargarles el sabor, y da tragos rápidos en las horas amargas. Estas fueron
muchas. Cree que siempre -en toda vida- son las más.
Por esta comprobación declara que
no desearía vivir otra vez. Con una fue suficiente. Y no es que se queje, ya que tuve y tengo
mucho más de lo que muchos tienen, como siempre repite. La palabra más se
refiere a los momentos felices. Como decía él, lo que me llevaré puesto: los
manjares que comí, los vinos que bebí, la música que escuché, y con los ojos
amarillos clavados en el horizonte, agregaba: las horas que pasé con vos.
Y entonces, por la boca cercada
de arrugas aspira el nombre de ese hombre, lo retiene en el paladar, lo
acaricia con la lengua, lo aprieta sin morderlo y lo traga para que nunca se
vaya, como antes aspiraba y lamía su lengua, su sexo, sus dedos. Su sexo y su
nombre conservan el gusto áspero y pesado de un jack daniels sin hielo, la
armonía imprecisa de una canción bajo la lluvia. Isabel dice: Su nombre será mi oración de
gracias cuando muera.
Espera que la nieta también
encuentre sabores y músicas para hablar de sus amores. Isabel le dice que podrá recordarlos por el
sonido, el color y el olor conque los guarde.
Reconoce que hay amores blandos y fétidos como bosta de vaca, pero otros
son dulces como un racimo de uvas, o lejanos como una playa de Arzadum.
Isabel ha vivido tanto por el
afán de saber más de sí y piensa que apenas si lo ha conseguido. Pero sí sabe
que quiso a ese hombre con la certeza de que nada de lo que sucediese cambiaría
ese amor; mi sentimiento ni siquiera dependía del suyo. Yo podía quererlo
aunque él no me quisiera, lo quería más allá de mí y de él. Aquello era como
caminar por un desfiladero de la cordillera de los Andes. Todo podía
despeñarse, pero ella avanzaba apacible con los pies sucios y desnudos.
¿Por qué se le ocurre la imagen
del desfiladero? Isabel piensa que se origina en él: se trataba de un hombre
que había vivido al filo del abismo. Piensa en él y lo ve por ese mismo sendero
serpenteante, apoyando el pie en una roca que se desprende y cae al vacío, el
cuerpo se le tambalea, por un instante vacila, suspendido con un gesto atónito
en el rostro, pero el pie logra apoyarse nuevamente y él se contrae de pánico,
se dobla sobre el estómago y vomita.
Con tantas reflexiones está
retrasando demasiado el inicio de esta historia. Tal vez éste sea el modo de
contar de los viejos, dar vueltas sobre el asunto para ir preparando el terreno
del cuento, abonarlo y regarlo para que la historia florezca por entero. Pero
tal vez también sea el modo de confesar que tienen los pecadores, demorarse
como pidiendo la comprensión de los demás, con la esperanza de ser perdonados
brillando en lo alto.
Isabel había cumplido cuarenta
años y él los cumpliría pronto. Eso los obligaba a ser adultos. Esta historia
no es por lo tanto un amorío de juventud, sino la pasión que surgió entre una
mujer y un hombre maduros. Ambos estaban casados, tenían hijos, pagaban
mensualmente las facturas, almorzaban en casa de sus padres los domingos.
Eran gente socialmente
respetable. Al decir estas dos últimas palabras, Isabel no puede evitar sonreír
con sarcasmo. Hay que subrayar esto porque nadie puede ver su sonrisa
mentirosa, claramente mentirosa, la ironía que se le escapa entre los
dientes. Su matrimonio era armonioso,
perfecto, le decían las amigas, ya todas divorciadas y vueltas a casar, y otra
vez aburridas o ansiosamente solas.
Desde jóvenes, ella y su marido,
se apoyaron mutuamente en sus profesiones. Juntos compraron un apartamento en
la ciudad y una casa en la playa, el marido llenó las habitaciones de libros y
caracoles, ella de pinturas y de gatos. Tuvieron hijos. Regaron plantas.
Siempre fueron amables con sus amigos.
Uno se pregunta entonces por qué
se enamoró de otro hombre. Y ella dice que uno no elige enamorarse, sólo
sucede. El amor arremete como los huracanes asuelan las costas caribeñas,
aquellas de aguas más claras y cálidas; el amor divide como los rayos encienden
y parten los árboles más altos del bosque.
Entonces, la nieta querrá
preguntarle por qué no se fue con él, con el huracán, con el fuego del rayo,
con ese otro hombre. Es que las acciones que acompañan al amor, nunca son
libres, explica Isabel. Es una estupidez afirmar lo contrario. Sentir el amor
nos hace libres, ejecutarlo nos confronta a la falta de libertad que la
existencia lleva consigo. Hoy esta mujer es una vieja muy vieja que alcanzó el
nuevo siglo. Y confiesa que la segunda mitad de vida que le tocó vivir, se la
debe a él.
En cuanto a la oscuridad del
pasado, él cargaba una enorme zona turbia, que procuraba dejar atrás como un
auto que a alta velocidad se aleja de una ciudad en ruinas. Había viajado por
un cuarto del mundo traficando drogas, volando en aviones de carga, haciendo
autostop en las fronteras, durmiendo a la intemperie alentado por la
benevolencia de un clima mediterráneo. Había tocado la guitarra en bailes de
travestis y fumado hash entre una ronda de árabes que cenaban los sesos
calientes de un mono. Había discutido los precios de su mercadería en inglés
con alemanes, y en español con italianos. Había tenido una novia húngara y otra
judía. Había soñado que una estrella se le quemaba en el pecho y el cuerpo le
saltaba en pedazos.
Después de ese sueño volvió a
Montevideo. El apartamento había sido allanado por la policía, su mejor amigo
estaba preso desde hacía tres meses. Cambió de casa, enterró un nombre que lo
maldecía y consiguió un empleo en una empresa de importaciones. En un festival de rock conoció a la muchacha
que se casaría con él. Se inició un capítulo nuevo en su vida. Ya avanzadas
muchas páginas, entró Isabel en esa historia.
Y él en la suya.
Por razones de trabajo, ella y el
marido no podían ir juntos de vacaciones desde hacía dos veranos. Así que
habían decidido repartiese para disfrutar con los hijos: la primera quincena de
enero la pasaban con Isabel, la segunda con el marido. El primer verano que
estuvo sola, conversaba a diario con el matrimonio que siempre alquilaba la
casa de enfrente. Pero el segundo enero, el vecino también vino solo, su mujer
no había podido por ciertos asuntos familiares. Isabel por la noche lo
escuchaba tocar la guitarra en el jardín.
Una mañana la invitó a ir a la
playa con los niños. Y mientras él atajaba goles entre dos piedras sobre la
arena, ella inventaba castillos absurdos con veinte torres y un foso infestado
de cocodrilos. Las niñas de ambos le agregaban cantos rodados que luego
convertían en medusas y estrellas de mar. Al atardecer bajaban nuevamente a la
orilla para destruirlos, antes que les ganaran las olas con la subida del agua.
Después dejaban los ojos prendidos en el horizonte, viendo la lenta huida del
sol. Dos horas después él volvía a silbar en la puerta de la casa de Isabel,
llegaba con una botella de vino en la mano, encendía el fuego para el asado y
comenzaba con esas historias que ya se parecían más a los cuentos de las mil y
una noches.
Los días se les fueron más
rápidos que las ganas de estar juntos. Al despedirse intercambiaron direcciones
y teléfonos. Él le acarició la cabeza, le dio un beso en la frente y luego ella
lo escuchó subir al auto silbando un aire de Piazzolla. Isabel se reintegró al
trabajo y empezaron las llamadas. Le telefoneó todos los días desde su oficina.
A veces eran largos monólogos en los que contaba sueños, deseos, temores. Al fin no aguantaron más las ganas de verse.
Isabel viajó a Montevideo para encontrarlo.
La ciudad, en invierno, le
pareció menos aburrida que otras veces. Sería porque él estaba allí, entre esos
miles que se movían por calles que el tiempo no había tocado: los mismos
plátanos de troncos grises, las marquesinas desaforadas colgando sobre 18 de
Julio, la rambla atormentada por un viento que nunca cesa.
¿Te gusta mi ciudad? No. La
primera vez la miró desilusionado, después se lo preguntaba para reírse. ¿Te
gusto yo? Tampoco. Y hacer el amor conmigo? Menos. Isabel le besaba los lunares, eran cinco, que
trazaban una línea recta por la espalda, desde la cintura hasta el cuello.
Estuvo en Montevideo cinco días.
Se alojó en un hotel por el Centro y él vino por ella todas las mañanas. Se
quedaban en la cama hasta el mediodía, entonces salían a almorzar. Después él
la dejaba sola hasta las cuatro de la tarde. Isabel salía a caminar la ciudad.
Entraba a los museos, a las galerías de arte y, a veces, al cine. Se interesó
por un par de pintores e hizo arreglos para llevar obras suyas para ciertos
clientes que seguramente, tendrían interés. Se suponía que a eso había venido.
Todos los días telefoneó a su
casa. A los hijos los extrañó muchísimo, más que otras veces, aunque estaba
acostumbrada a separarse de ellos así, por unos días. En el marido prefería no
pensar. ¿Qué te pasa?, por la línea su voz pareció preocupada. Ella aseguró que
nada, que estaba bien, ¿por qué? Te noto rara. Es la ciudad, no me gusta, le
dijo y todo quedó allí.
Pero él le dijo lo mismo al
tercer día, enroscando un dedo entre su pelo, te noto rara; extraño a mis
hijos, y era verdad. Los extraño porque soy feliz y no están conmigo. También era verdad. Con él no podía dejar de
tocarse, se tocaban con las manos, con la boca, con las rodillas, con las
palabras. Se tocaba con la memoria, con los suspiros, con la risa. Se
amontonaban entre las frazadas como gatos para ronronear una dicha que sentían
única.
Sólo la primera vez se sintió
culpable. A Montevideo llegó segura, se alojó en la habitación que él le había
reservado con la misma seguridad y lo esperó en la recepción tomando un café.
Él llegó con portafolios, traje y corbata. A Isabel le hizo gracia, nunca lo
había visto así. Él se acercó sonriente, le estrechó las manos y la besó en las
dos mejillas. Después se acercó al conserje y se registró en la habitación con
ella.
Cuando se metieron en el
ascensor, a Isabel le temblaron las rodillas. En realidad, ella no sabía bien a
qué había venido, sólo sabía que quería verlo pero no se puso a imaginar lo que
ocurriría después. Él hablaba velozmente, haciendo comentarios que ella no oía.
Él puso la llave en la cerradura, se descalzó, tiró el saco, la corbata y el
portafolios sin ningún orden y enseguida le dio el abrazo más largo del mundo.
¿Qué te hiciste en el pelo?, preguntó después. Me lo corté. Estás distinta. Soy
distinta. Sacate eso. Ella no sabía por dónde empezar. Eso era todo. Fue como
una batalla en que perdió la culpa. Tapados con la sábana, fumaron un
cigarrillo a medias. La culpa se alejaba en los espirales de humo. Le dijo: Nos
merecemos esto. A mí la vida me lo debía. Seguro que a vos también.
Dos veces más volvió Isabel a
viajar a Montevideo ese año, pero sólo por dos días. Eran días de amor desesperado. Cuando llegó
el verano, el marido le anunció feliz que esta vez sí iban a coincidir sus
vacaciones. Entonces ella lo convenció de que sería mucho mejor ir al Brasil.
Por nada del mundo quería encontrarse con su amante de esa manera: sin poder
estar juntos. Anticipó los celos que cada uno sentiría por la vida del otro y
prefirió no verlo.
El nuevo año fue como el
anterior. Sólo que los meses que ella no viajó, fue él a verla. Parecerá extraño, pero de a poco dejaron de
ocultarse. Se tomaban de la mano en plena calle, almorzaban en restoranes
conocidos. Pero nunca pasaron una noche juntos y nunca hablaron de posibles
divorcios.
Empezaba diciembre. Por primera
vez en casi dos años, Isabel no tuvo noticias suyas durante una semana entera.
El tiempo pone mojones de crueldad en el amor. Fija eternidades de
desesperación, cuando las agujas paralizan las horas, y vuelve instantáneas las
de la felicidad, hasta reducirlas a fotografías en la memoria. Esa semana de
silencio fue la espera más angustiosa de su vida, fue un ramalazo de ortigas en
el pecho. Cuando al fin la llamó, era el mar de la tristeza. Su mujer había
hecho un intento de suicidio, permanecía internada en un hospital psiquiátrico
y sólo por las tardes la veía. Creo que por ahora no voy a poder comunicarme
con vos, le dijo. No preguntó por qué ni quiso decirle algo que guardaba. Él
nunca volvió a llamarla.
Pasaron varios años antes de
volver a verse y fue, nuevamente, en el balneario. El marido de Isabel los vio
primero, ¿te acordarás de esa familia? Eran vecinos nuestros, le dijo
señalándolos. Ella vio su pelo brillar -ahora enteramente canoso- bajo el sol.
La mujer le pareció mucho más delgada cuando les hizo un saludo amable con la
mano. Se acercaron a ellos. Se dijeron
simpatías y trivialidades y a Isabel el corazón se le escapaba como un insecto
zumbador por la garganta.
Su marido los invitó a cenar.
Vinieron con los dos hijos, ahora tan adolescentes, resplandecientes y
desaprensivos como los dos mayores de Isabel. Pero entonces entró Eva, de cinco
años, con gesto de ciervo herido, y se le sentó en la falda. ¿Y esta niña tan
bonita?, preguntó él, extrañado. Es mi hija menor, le dijo Isabel y por un
instante, él siguió preguntando con la mirada. Pero en los ojos de ella no
encontró nada. Había puesto un muro contra el mundo. Y en el mundo también
estaba él.
Isabel Vives había logrado
separar el hombre que era él, su cuerpo, su existencia, del sentimiento que
siempre siguió viviendo por dentro. En eso, el amor se parece a la muerte. El
cuerpo, la presencia, se extingue, pero la memoria sigue ardiendo y dando
sentido a cosas que si no, no lo tendrían.
Ahora un vecino le ha dicho que
él murió, después de haber cuidado hasta sus últimos días a la esposa ajada y
enferma. Pero todo eso, carece de
interés. Isabel y él continuaron siempre juntos dentro de ella, lo que ha
pasado afuera, es otra historia que nada le importa.
Por eso llegamos al final. Esta
mujer ha confesado el amor, la falta de culpa y una maternidad que la cubrió de
juventud y de luz. Mira a la nieta y dice: Tú y tu madre han heredado, de él,
su desparpajo ante la vida; de mí, la entereza.
Helena Corbellini
El cuento uruguayo
Narradores uruguayos de hoy
Ediciones La Gotera - Junio 2002
De: EspacioLatino.com
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