El periódico
El marido de Toshiko estaba siempre ocupado. Incluso esa
noche había tenido que salir precipitadamente para acudir a una cita y ella
había vuelto sola en un taxi. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar una mujer
casada con un atractivo actor? Toshiko había sido una tonta al suponer que
pasaría la noche con ella. Sin embargo, él sabía cuánto le espantaba volver a
su casa tan poco acogedora con sus muebles de estilo occidental y las manchas
de sangre que aún podían verse en el piso.
Toshiko había sido siempre extremadamente sensible. Tal era
su naturaleza. Como resultado de un constante preocuparse por todo jamás
engordaba, y ahora, ya una mujer adulta, más parecía una figura etérea que una
criatura de carne y hueso. Hasta sus amistades ocasionales no podían dejar de
advertir la delicadeza de su espíritu.
Aquella noche se había reunido con su marido en un club
nocturno y se había sentido herida al encontrarlo relatando a sus amigos una
versión del «incidente».
Sentado allí, con su traje de estilo norteamericano y un
cigarrillo entre los labios, se le había antojado un extraño.
-Es un cuento increíble -decía con ademanes extravagantes
intentando acaparar la atención que monopolizaba la orquesta-, fíjense ustedes
que llega a casa la niñera enviada por la agencia de colocaciones para nuestro
hijo y lo primero que veo es su vientre. ¡Enorme! ¡Como si tuviera una almohada
debajo del kimono!, y no era de extrañar, porque en seguida observé que podía
comer más que todos nosotros juntos. Nuestra provisión de arroz desapareció
así... -hizo chasquear los dedos-. «Dilatación gástrica». Tal fue la
explicación que nos dio acerca de su gordura y su apetito. Anteayer, escuchamos
quejidos y lamentos provenientes de la habitación del niño. Corrimos hasta allí
y la encontramos en cuclillas, agarrándose el vientre con las dos manos,
gimiendo como una vaca. En la cuna, a su lado, nuestro chico, aterrado, lloraba
con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Les aseguro que era algo digno de verse!
-¿Y salió el gato encerrado? -preguntó un amigo, actor de
cine, como el marido de Toshiko.
-¡Vaya si salió! Me dio el susto de mi vida. Yo había
aceptado sin titubear la historia de la «dilatación gástrica», ¿comprenden?
Bueno, sin perder el tiempo, rescaté la alfombra fina y extendí una manta sobre
el piso para que se acostara allí. Durante todo el tiempo la muchacha gritaba
como un cerdo herido. Cuando llegó el médico de la clínica el chico ya había
nacido. ¡La habitación había quedado convertida en un matadero!
-No me cabe la menor duda -apuntó alguien, y todo el grupo
se echó a reír.
Escuchar a su marido hablar del horrible suceso como de un
incidente jocoso, hizo enmudecer a Toshiko. Cerró los ojos durante un instante
y vio nuevamente al recién nacido frente a ella, en el piso, y su frágil
cuerpecito envuelto en papel de periódico manchado de sangre.
Toshiko pensaba que el médico lo había hecho todo por
despecho. Como para acentuar el desprecio que sentía por esta madre que había
dado a luz a un bastardo en tan sórdidas condiciones, había ordenado a su
asistente que, en vez de envolver al pequeño con los correspondientes pañales,
lo hiciera con papel de periódico.
Esta dureza para con el recién nacido hirió a Toshiko.
Sobreponiéndose al disgusto que le causaba toda la escena, había buscado un
pedazo de franela sin usar que tenía en reserva y fajando cuidadosamente al
niño lo había depositado sobre un sillón.
Esto había sucedido después de que su marido saliera de la
casa. Toshiko no se lo había contado, temiendo que la creyera demasiado blanda
y sentimental. Sin embargo, el episodio se había grabado profundamente en ella.
Lo recordaba, sentada en silencio, mientras la orquesta de jazz atronaba los
aires y su marido charlaba alegremente con sus amigos. Sabía que nunca podría
olvidar a aquel niño, acostado sobre el piso, envuelto en los papeles
manchados. Era una escena como de carnicería.
Toshiko, cuya vida había transcurrido dentro del más sólido
bienestar, sentía dolorosamente la infelicidad del niño ilegítimo.
«Soy la única que ha presenciado su vergüenza», se le
ocurrió. La madre no había visto a su hijo tendido allí, envuelto en periódicos
y, por supuesto, el niño no lo sabría nunca.
«Si guardo silencio, este chico nunca se enterará de la
verdad. ¿Por qué siento culpa, entonces? Después de todo, fui yo quien lo
levantó del suelo y lo envolvió en la franela y lo depositó sobre el sillón...»
Se retiraron del club nocturno y Toshiko subió al taxi que
su marido había llamado para ella.
-Lleve a esta señora a Ushigomé -ordenó al conductor,
mientras cerraba la puerta desde fuera. Toshiko observó por la ventanilla la
fisonomía sonriente de su marido y sus dientes blancos y fuertes. Se recostó
entonces en el asiento sintiendo con angustia que la vida entre ellos era, en
cierta manera, demasiado fácil, demasiado carente de dolor. No hubiera podido
expresar este pensamiento con palabras. Echó una última mirada a su marido por
la ventanilla trasera del coche. Se aproximaba a grandes zancadas a su
automóvil Nash y la espalda de su llamativa chaqueta de lana no tardó en
mezclarse y desaparecer entre la gente.
El taxi se alejó, cruzó una calle llena de bares y pasó,
luego, por un teatro frente al cual se apretujaba la gente. Acababa de
finalizar la función, las luces ya estaban apagadas y en la semioscuridad las
flores artificiales de cerezo que decoraban la entrada resaltaban en forma
deprimente.
Dejándose llevar por sus pensamientos, Toshiko llegó a la
conclusión de que, aun cuando el niño creciera en la ignorancia de su origen,
nunca se convertiría en un ciudadano respetable. Aquellos pañales de sucios
periódicos serían el símbolo bajo el cual se encaminaría toda su vida.
Toshiko se interrogó, «¿por qué me preocupo tanto? ¿Estoy
acaso intranquila por el porvenir de mi propio hijo? Cuando, dentro de veinte
años, mi niño se haya convertido en un hombre refinado y educado, podría
encontrarse por una de esas casualidades del destino, frente a este otro
muchacho que también tendrá entonces veinte años. Supongamos que este joven,
contra quien se ha pecado, pudiera acuchillarlo en forma salvaje...»
La noche de abril era nublada y calurosa, pero los
pensamientos sobre el futuro hicieron estremecer a Toshiko y la entristecieron.
«No, cuando llegue el momento, yo tomaré el lugar de mi
hijo», se dijo, de pronto. «Dentro de veinte años yo tendré cuarenta y tres y
me presentaré ante ese muchacho y se lo relataré todo... sus pañales de
periódicos y cómo yo lo envolví en la franela y lo levanté del suelo...»
El taxi se adelantaba por el ancho camino que bordeaba el
parque y el foso del Palacio Imperial. A lo lejos, Toshiko veía los puntos
luminosos que señalaban los altos edificios.
Prosiguió su monólogo interior: «Dentro de veinte años, ese
pobre infeliz se encontrará en la mayor miseria. Llevará una existencia
desolada, sin esperanzas, llena de pobreza. Será una rata solitaria. ¿Qué otra
cosa podría ocurrirle a un niño que ha tenido semejante nacimiento? Irá
vagabundeando por las calles, maldiciendo a su padre y aborreciendo a su madre».
No cabía duda de que aquellos sombríos pensamientos
producían a Toshiko cierta satisfacción. Se torturaba con ellos sin cesar.
El taxi se aproximó a Hanzomon y pasó frente a la embajada
británica. Las famosas hileras de cerezos se extendían desde allí en toda su
mágica pureza. Toshiko decidió contemplar aquellas flores a solas, lo cual era
una extraña decisión para una joven tímida y carente de espíritu aventurero.
Sin embargo, se hallaba en un estado de ánimo poco usual y temía volver a su
casa. Aquella noche su mente estaba invadida por toda clase de fantasías
inquietantes.
Cruzó la ancha calle. Se convirtió en una delgada y
solitaria figura en la oscuridad. Por lo general, cuando se movía entre el
tráfico, Toshiko se aferraba con miedo a su acompañante. Sin embargo, aquella
noche caminó sola rápidamente entre los autos hasta llegar al parque largo y
angosto que rodea el foso del Palacio. Aquel foso se llama Chidorigafuchi,
Abismo de los Mil Pájaros.
El parque se había convertido en un bosque de cerezos en
flor. Las flores formaban una masa de sólida blancura bajo el cielo nublado y
tranquilo. Los farolitos de papel que colgaban entre los árboles estaban
apagados. Los reemplazaban lamparillas eléctricas de varios colores que
brillaban tenuemente bajo las flores. Ya eran más de las diez y la mayoría de
los visitantes se habían marchado. Los pocos que aún permanecían allí empujaban
automáticamente con los pies botellas vacías o aplastaban los desechos de papel
al caminar.
«Periódicos...», recordó Toshiko, y su mente retornó al hilo
de los acontecimientos anteriores. Papel de periódico manchado de sangre. Si un
hombre oyera hablar alguna vez de tan lastimoso nacimiento y descubriera que
era el suyo, aquello bastaría para arruinar toda su vida.
«Y yo, una extraña, tendré que guardar tan gran secreto...
El secreto de una vida...»
Perdida en estos pensamientos, Toshiko caminó por el parque.
La mayoría de los transeúntes eran parejas silenciosas que no le prestaban
atención. Vio a dos personas sentadas sobre un banco de piedra al lado del
foso. No miraban las flores, sino el agua. Todo estaba oscuro y envuelto en
pesadas tinieblas. El sombrío bosque del Palacio Imperial se perdía tras el
foso. Los árboles parecían formar una sólida masa con el oscuro cielo. Toshiko
caminó lentamente por el sendero sobre el cual colgaban, grávidas, las flores.
Sobre un banco de madera, ligeramente apartado de los demás,
vio algo que no era, como imaginara en un principio, una cantidad de flores de
cerezo ni alguna prenda olvidada por los visitantes del parque. Al acercarse,
comprobó que era una forma humana echada sobre el banco. ¿Seria alguno de esos
miserables borrachos que se ven durmiendo a la intemperie? Evidentemente, no
era ése el caso, ya que el cuerpo había sido cuidadosamente cubierto con
papeles cuya blancura había atraído la atención de Toshiko. Observó
detenidamente al hombre con camiseta marrón, acurrucado sobre una cama de
papeles de periódicos y, también, cubierto por ellos. Sin duda aquella era su
morada ahora que la primavera había llegado.
Toshiko observó el pelo sucio y despeinado que, en ciertas
partes, mostraba una irremediable decadencia. Mientras velaba el sueño del
hombre envuelto en periódicos, no pudo evitar el recuerdo de aquel otro niño
acostado en el suelo, cubierto por sus miserables pañales. El hombro enfundado
en la camiseta marrón subía y bajaba acompasadamente en la oscuridad.
Toshiko sintió, de repente, que todos sus miedos y
premoniciones tomaban cuerpo. La frente pálida del hombre se destacaba en la
oscuridad. Era una frente joven, aunque surcada por las arrugas de largas
penurias y miserias. Había arremangado ligeramente sus pantalones color caqui y
en sus pies descalzos llevaba zapatillas deshilachadas. Resultaba imposible ver
su rostro y, de pronto, Toshiko sintió un deseo incontrolable de observarlo.
La cabeza del hombre estaba semioculta entre sus brazos
pero, acercándose aún más, Toshiko pudo ver que era sorprendentemente joven.
Observó las gruesas cejas y el fino puente de la nariz. La boca, ligeramente
entreabierta, respiraba juventud.
Pero Toshiko se había acercado demasiado. La cama de
periódicos crujió en el silencio de la noche y el hombre abrió bruscamente los
ojos. Se levantó, de pronto, al ver a la joven parada a su lado. Sus ojos
brillaron en la noche y, segundos después, una mano llena de fuerza tomó la
fina muñeca de Toshiko.
Ella no se asustó ni hizo esfuerzo alguno por librarse. Como
un relámpago, un pensamiento atravesó su mente. ¡Ah, ya habían pasado veinte
años!
El bosque del Palacio Imperial estaba tan oscuro como el
azabache y un profundo silencio reinaba en él.
14 de enero de 1925- Tokio |
Yukio Mishima y Japón.
Arquetipos de la posmodernidad (Fragmentos)
Yukio Mishima fue un escritor obsesionado
desde la niñez por el espíritu del samurai y, más tarde, por la muerte. En su
arte y acción cultivó una estética moderna, pero su modernidad no hacía otra
cosa que sugerir el mito antiguo. Paradójico, ¿no es verdad? Algo parecido le
ha venido sucediendo a Japón. Por supuesto, sin reivindicar al samurai y la
muerte, vemos que su semblante de país ultra avanzado opera como una máscara
que sabe encubrir a la perfección su fidelidad a las ancestrales tradiciones.
Ambos, Mishima y Japón, no son sino “estrategas de lo invisible”. El primero
vivió y murió en esa “estrategia”, el segundo existe gracias a ella. ¿No es
esto posmodernidad?
Michel Random es un escritor
francés que cultiva las artes marciales. Ha visitado varias veces Japón. En una
de ellas decidió conocer a Yukio Mishima, ya por entonces célebre escritor. Lo
entrevistó y luego fue invitado a su casa de Tokio, en 1968, poco antes de
morir1. Más tarde, Random relató su encuentro en un libro cuyas claves eran ya
anticipadas por las respuestas de Mishima2.
El escritor japonés vivía con su
mujer y sus dos hijos a las afueras de la ciudad en una casa grande, aislada y
cercada. Al poco de llegar, a Random le intrigó que nada de lo que veía
respiraba en japonés. El jardín de acceso, dispuesto a la occidental, tenía un
zodiaco de mármol, en cuyo centro se erguía una estatua de Orfeo con su lira
griega; daba pie a un edificio unifamiliar como los habituales en la Costa Azul
francesa. El primer piso estaba decorado con mobiliario estilo siglo XVIII,
también francés. El segundo piso de la casa, donde lo recibió Mishima, tenía un
aspecto euroamericano de la época: había sofás, mesas, grabadoras, aire
acondicionado, teléfono último modelo... Yukio Mishima, el “último samurai”,
estaba descalzo y vestía una camiseta negra, de mangas cortas y sin cuello, y
un pantalón yanki. Random, atónito, que no había conseguido descubrir aún los
esperados elementos shinto, las inevitables trazas zen o las presumibles
evocaciones del bushido, preguntó entonces a Mishima:
–“¿Cómo explica usted que en toda
su casa no haya nada japonés?”
Mishima respondió amable: –
“Aquí, solo lo invisible es japonés”.
(...)
Una estrategia, en fin,
posmoderna
Qué duda cabe, Mishima y Japón,
Japón y Mishima estaban irremisiblemente unidos. Ambos obligados a entrar en la
modernidad y a interpretarla, y los dos celosos mantenedores de las
tradiciones. Mas lo curioso, lo inaudito del dato, es que los dos, Japón y
Mishima, Mishima y Japón, liberaban el mito, no a través de su conducto
habitual esperado, de su interpretación o referencia directa, sino mediante la
expresividad moderna, mediante su aparente negación. ¿No es esto cultura
posmoderna?
A mi entender, es tal cosa lo que
define a la posmodernidad, a saber: que lo arcaico, lo mítico, lo prerracional,
la certeza antigua se exprese en el mismo seno de la modernidad que los niega;
que lo ancestral, lo mítico, lo intuido, lo sabio sea el fruto de lo nuevo, de
la desmitificación, de la racionalidad, de la duda; que el espíritu pueda darse
a conocer en el antro de quien lo censura, del mundo moderno. Un revuelco. Una
reacción. Un resurgir en y desde el fango: un retorno del espíritu en el mismo
mundo que ha querido matarlo y sepultarlo en la basura que ha sido y es su
alimento, como les sucede a las semillas en la naturaleza. En el fondo, la
paradoja no es extraña para los místicos, que saben que lo grande reside en lo
más pequeño, que la perfección nace de la imperfección. No en vano, hasta el
infierno está dentro de Dios, pues no hay nada, absolutamente nada, que no quede
abarcado en él o fuera de su alcance.
Pero, repetimos, ¿por qué
interesa Mishima mucho más a Occidente que a Oriente? Es la pregunta que
mantenemos todavía sin una respuesta directa, aunque el lector se habrá dado ya
cuenta de que ha quedado anticipada en lo dicho.
Es mejor seguir. Mishima es un
portento de la literatura. Yasunari Kawabata –el Premio Nobel japonés– asegura
que un genio como el joven Mishima (muere a los cuarenta y cinco) aparece en la
humanidad cada doscientos o trescientos años. Es un gigante de la expresión
estética. No era únicamente escritor, fue a la vez dramaturgo, cineasta,
director de escena, poeta, esteta, nihilista, compositor de música, hombre de
acción, maestro de kendo, hábil con la espada; como actor, interpretó papeles
dispares: el de mujer, en su Madame de Sade, el de gangster en Karakkaze Yaro,
el de samurai medieval interpretando a uno de sus antepasados, o el de un joven
teniente que protagoniza una revuelta y ante su fracaso se hace seppuku, en
Yokoku. Canta en escenarios junto a Akihiro Maruyama (o Miwa), famoso
intérprete de papeles femeninos en el teatro tradicional japonés y actúa en sus
películas, como aquella en la que es un duelista con katana que muere, ¡siempre
muere! Es curioso que esté anunciando constantemente su voluntad de morir, como
un guerrero, como un samurai o como un miembro de la yakuza.
Comentamos tanto acerca de
Mishima no por cada uno de esos ingredientes y por el sabor de su conjunto. Eso
son únicamente apariencias o, como él mismo dijera, “excrementos” (¡!). Lo
hacemos porque, como pocos, Mishima logró conferir a su persona la planta de un
verdadero arquetipo de nuestro tiempo. “Quiero hacer de mi vida un poema”
–expuso. Y para empezar cambió su verdadero nombre (Kimitake Hiraoka) por el de
Yukio Mishima. Yuki, en japonés, quiere decir “nieve”; y Mishima es el “lugar
desde el que se ve la nieve del Monte Fuji”. “Nieve” y “lugar desde el que se
ve la nieve”. Dentro y fuera, a la vez, de una idéntica realidad. Pues bien, su
poema es el de la posmodernidad, el poema síntesis de nuestro tiempo, el poema
del héroe mítico capaz de encarnar un poderoso mensaje.
© Isidro Juan Palacios
Extractado de: http://www.alfonselmagnanim.com
Muerte y vida de Yukio Mishima II
MARIANO DÍAZ BARBOSA
¿Fue Yukio Mishima un héroe que
testimonió la decadencia del Japón moderno con su sacrificio? ¿O fue un
psicótico grave? La segunda entrega de un ensayo en el que Díaz Barbosa propone
reflexionar sobre la figura de este gran autor, tres veces nominado al premio
Nobel, que terminó con su vida en un suicidio ritual.
Muchos occidentales han interpretado el ideario nacionalista de Mishima
como “fascismo”. Es una de las cuestiones que él no acabó nunca de responder.
En una entrevista dijo: “El militarismo de la preguerra correspondía al
espíritu de un ejército modernizado y formado según cánones occidentales, y muy
embebido del Nazismo y el fascismo. El tradicional espíritu marcial japonés no
tiene nada que ver con el militarismo que nos condujo a la guerra mundial. El
viejo espíritu samurái fue desapareciendo al convertirnos en un país
industrializado y con un ejército como aquel”. A veces respondía a las
acusaciones con un sentido del humor bastante negro. Llegó a estrenar una obra
de teatro llamada “Mi amigo Hitler”, la cual tiene como protagonista a Ernst
Röhm, el líder de las SA, que le decía así a Hitler, “mi amigo”. El argumento
se desarrolla durante la Noche de los Puñales Largos; Hitler se queda mirando
cómo eliminan a su más fiel seguidor porque se estaba poniendo un poco
inmanejable a la hora de hacer alianzas políticas. La obra termina con una
frase en boca del Führer: “En política siempre conviene caminar por el centro”.
Entender el nacionalismo de
Mishima como opuesto al fascismo nos puede ayudar a despejar muchos malos
entendidos acerca de la política japonesa de preguerra. Entre los occidentales
hay una idea de que el militarismo japonés aliado al tercer Reich es una
consecuencia de la cultura tradicional japonesa; ven una ridícula continuidad
entre los horrores llevados a cabo en Corea y China y la tradición Samurái que
admiraba Mishima. Bueno, renuncien a eso, muchachos, si hay responsables del
“fascismo japonés”, es la influencia occidental.
Hay aspectos que definen a un
sistema fascista que no estaban presentes en el Japón feudal, por ejemplo, el
expansionismo. Antes de la restauración Meiji de 1868, Japón sólo había estado
involucrado en dos guerras externas, las invasiones de Mongolia-China por
Kubilai Kahn en 1273 y 1281 y las expediciones fallidas a Corea de Hideyoshi
Toyotomi, de 1592 y 1598. Nunca había tenido colonias. Los Tokugawa gobernaron
un país cerrado al mundo hasta la llegada del Comodoro Perry y sus barcos
negros a la Bahía de Edo (Tokio) en 1853. Entonces surgió el conflicto de si lo
mejor era pactar con los bárbaros o expulsarlos. Cuando el shogunato firmó los
tratados comerciales de 1858, los japoneses xenófobos vieron que el viejo
sistema de 250 años había claudicado su misión de proteger el país. Encima, en
1863 el emperador Komei, que hasta entonces no pinchaba ni cortaba (el Tenno
estuvo al margen del poder real desde 1185), emitió el edicto de “Expulsión a
los Bárbaros”. Los anti-shogun y anti-occidentales ahora podían llamarse
realistas con gusto.
Cuando el shogunato cayó, en
1868, muchos se dieron cuenta que si Japón pretendía sobrevivir, aunque odiasen
a Occidente, era necesario aprender del enemigo. A espaldas de las ideas
originales de la restauración de 1868, el nuevo gobierno creó un ejército
profesional con reclutas de todas las clases sociales. Para eso era necesario
eliminar la casta de los samurái, y fue así que se prohibió la portación de las
dos espadas que eran el símbolo de su estatus. Entre los nuevos funcionarios
había ex Shishi como Kido Takayoshi, quien sostenía que en la nueva sociedad el
poder debía estar en manos civiles, y el ejército debía estar controlado por la
asamblea parlamentaria y el primer ministro. En fin, Takayoshi proponía un
régimen liberal, pero murió temprano, en 1877. El nuevo Japón sería moldeado
por Aritomo Yamagata e Ito Hirobumi y su inspiración occidental no vendría de
Inglaterra ni de EEUU, sino de Prusia. La Constitución de 1889 plantearía que
el ejército sólo podía ser controlado por el Tenno, dando nacimiento al
militarismo japonés. También estaban los ex restauradores contrarios a la
occidentalización, entre ellos, Saigo Takamori, que ya dijimos que se levantó
en armas en 1877. Fue Yamagata quien se impuso ante todos. Kido Takayoshi murió
sintiéndose un traidor con sus ex colegas del Shishi, durante la revuelta de
Takamori. Éste último se suicidó luego de ser derrotado en Shiroyama.
Para Mishima el militarismo
expansionista era hijo de este nuevo modelo, ajeno a las tradiciones del Japón.
Por supuesto que por igual detestaba al comunismo., y no con menos sentido del
humor. En mayo de 1969 ofreció una charla en la Universidad de Komaba, ante
2500 estudiantes. El lugar estaba lleno de miembros de zengakuren (izquierda
universitaria), que, como ya dijimos, no eran nenes de pecho. Mishima estaba en
verdadero peligro, pero se quedó y discutió con ellos durante tres horas. En un
momento, incluso reivindicó a Trotski: “Si ha existido un marxista que entendió
la cultura fue Trotski. Trotski sostenía que el gobierno debe entregarse a una
dictadura del proletariado, pero que la cultura es un fenómeno burgués que
puede sobrevivir como tal. Como consecuencia, sólo durante el tiempo que
Trotski mantuvo el poder la Unión Soviética produjo algo merecedor del nombre
de Cultura… Trotski importó el arte moderno de Europa y fue purgado por
elementos como ustedes”. El desgrabado de ese coloquio fue publicado y se
convirtió en un éxito escandaloso de ventas. Mishima envió la mitad de las
millonarias regalías a los líderes de Zengakuren: “Yo gasté mi parte en los
uniformes del Tate-no-kai, supongo que ustedes van a gastar su parte en cascos,
garrotes y bombas Molotov. Todos contentos”.
Para 1970, Yukio Mishima tenía escondido en algún lugar de su existencia como
escritor, director de orquesta, letrista de óperas, representante de
boxeadores, maestro de la espada y de las artes marciales, actor y director de
cine, modelo, exhibicionista y showman, a Kimitake Hiraoka. Todas las
fantasías sádicas de su adolescencia se habían convertido en un plan de
suicidio espectacular. Nunca sabremos cuándo se le ocurrió la idea, pero es
probable que haya estado tres años planeándola. En ese tiempo, escribió su obra
maestra y testamento literario, una tetralogía llamada “El mar de la
fertilidad”. Las cuatro novelas giran en torno a un alma que va transmigrando
en distintas encarnaciones de la belleza; en “Nieve de Primavera” es un joven
noble que muere en la juventud, en “Caballos desbocados” (la novela que más
claramente anticipa el final) un joven nacionalista que busca llevar a cabo una
revuelta y suicidarse para mostrar su desprecio por el Japón moderno, en “El
templo del Alba” es una princesa Tailandesa y en “La corrupción del ángel” es
un joven autodestructivo que termina degradando el círculo transmigratorio ante
la mirada del abogado Shigekuni Honda, protagonista de las cuatro partes, que
es testigo de todas las encarnaciones y no logra salvar a la belleza de su
destrucción. Mishima envió a su editor la última de las novelas la mañana misma
en que salió para su cita con Mashita y su destino.
Cuatro años antes había
encontrado entre sus papeles una carta. En ella juraba morir por su país y por
el mismo ser divino que le había regalado un reloj de plata en su graduación.
Esa carta representaba la vergüenza más grande de su vida. Era la nota de
despedida que escribían los Kamikaze antes de su vuelo de inmolación. Mishima
había sido reclutado para morir, pero mintió en la revisación médica,
exagerando los síntomas de una enfermedad que lo aquejaba desde hacía unos
meses para aparecer como tísico. Fue el acto insincero por excelencia, todo
para salvar su vida. En la última de las novelas de la tetralogía, la tragedia
no es la muerte joven, como en las otras, sino la degradación de la belleza. La
muerte de Mishima tenía que ser la de un cuerpo bello, no había podido morir en
1945 como Kimitake Hiraoka, el joven feo y enclenque, ahora lo haría como el
coloso Yukio Mishima, transformado por las horas de gimnasia y levantamiento de
pesas.
Después de sus últimas palabras,
Mishima le da su espada a su segundo, Masakatsu Morita. Se arrodilla frente al
General, que ya no está amordazado, y se desabrocha la chaqueta. No lleva
camisa debajo. Expone su tremenda musculatura. Se desabrocha el pantalón y toma
la espada corta (Wakizashi) que acompaña a la Katana en la cintura de los
samuráis. Envuelve una parte de la hoja con un paño de seda. Con la mano
izquierda se masajea el abdomen. El general grita pidiendo que no haga
semejante locura. Morita levanta la Katana. Mishima hunde la hoja y hace un
corte horizontal por debajo del ombligo. La tensión y el dolor abdominal hacen
que se incline hacia delante. Es la señal para Morita, que tarda demasiado. Él
no es un experto kaishakunin (así se llama el que asiste en el seppuku) y da el
golpe demasiado tarde. La espada golpea contra el suelo y no puede hacer todo
el recorrido. El cuello del escritor está herido espantosamente, pero no ha
sido seccionado del todo. Morita mira horrorizado a sus compañeros, que le
gritan: “¡otra vez!” Lo hace, pero vuelve a fallar, una vez, y otra vez. Furu
Koga, el tercero en importancia, experto espadachín, le quita la espada de las
manos y termina la tarea. Poco después, hace lo mismo con Morita que también se
abre el vientre. Al anochecer, los tres sobrevivientes salen del edificio
llevando al General y se entregan a la policía. Uno de ellos entrega la espada
con la sangre del escritor y de Morita.
La madre de Mishima, al ver el
altar funerario con la foto del escritor dijo algo que sólo aquella que lo
conocía como Kimitake Hiraoka podía decir: “No deberían haber puesto flores de
luto, fue el día más feliz en la vida de mi hijo.”
Referencias bibliográficas
VALLEJO-NÁGERA, J.A. (1978)
Mishima o el placer de morir. Barcelona, Planeta S.A, 1987.
MUTEL, J. (1972) Historia del
Japón, 1, el fin del Shogunato y el Japón Meiji (1852-1912). Barcelona, Sergio
Tapia, 1972.
KAIBARA, Y. (2000), Historia del
Japón. México D.F., Fondo de cultura económica, 2000.
MISHIMA, Y.:
*Confesiones de una máscara
(1949). Madrid, Espasa Calpe, S.A., 2002.
*El rumor del oleaje (1954).
Madrid, Alianza editorial S.A,. 2009.
*El marino que perdió la gracia
del mar (1963). Madrid, Alianza editorial S.A., 2006.
*Sed de Amor. Barcelona, Caralt
S.A., 2002.
*El pabellón de oro (1963).
Barcelona, Seix Barral S.A., 2002.
*Nieve de primavera (1967).
Barcelona, Caralt S.A., 2000.
*Caballos desbocados (1968).
Barcelona, Caralt S.A., 2002.
*El Templo del alba (1969).
Barcelona, Caralt S.A., 1999.
*La corrupción de un ángel
(1970). Barcelona, Caralt S.A., 2000.
Referencias audiovisuales
Mishima (1985), Dir: Paul
Schrader, EEUU, American Zoetrope/Lucasfims Ltd./Warner Brothers.
Tenchu! Hitokiri (1969), Dir:
Hideo Gosha, Japón, Daiei international films.
De: http://intersecciones.psi.uba.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario