I. EMBARCADERO
Tres gaviotas giran sobre las
cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos podridos que flotan entre
los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajean bajo la redonda
proa del ferry que, arrastrado por la marea, corta el agua, resbala, atraca
lentamente en el embarcadero. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de
cadenas, compuertas que se levantan, pies que saltan a tierra. Hombres y
mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera, apretujándose y
estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.
La enfermera, llevando la cesta
en el brazo estirado, como si fuera una silleta, abrió la puerta de una gran
sala excesivamente caldeada. En el aire impregnado de olor a alcohol y a
yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras cestas colocadas a lo
largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en el suelo le echó una mirada
con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció débilmente entre
algodones como un hervidero de gusanos.
En el ferry iba un viejo tocando
el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida de un lado, y seguía el compás
con la punta de un zapato de charol resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en
la barandilla de espaldas al río, le miraba. La brisa le alborotaba el pelo
alrededor del borde ajustado de su gorra, y secaba el sudor de su frente. Tenía
los pies llenos de ampollas, estaba hecho polvo, pero cuando el ferry se alejó
del embarcadero, sintió por todas sus venas un cálido hormigueo.
-Oiga, amigo, ¿hay mucho desde
donde desembarcamos hasta la ciudad?-preguntó a un joven de sombrero de paja y
corbata a rayas blancas y azules, que estaba en pie junto a él.
La mirada del muchacho subió
desde los zapatos deformados por la caminata hasta las muñecas rojas de Bud,
que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta, atravesó su delgado
pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos resueltos,
sombreados por una visera rota.
-Depende de adonde quiera usted
ir.
-¿Dónde está Broadway ?... Quiero
ir al centro.
-Tome usted hacia el este, baje
luego por Broadway y llegará al mismo centro si anda un trecho.
-Gracias. Eso haré.
El violinista recorría la
multitud, tendiendo su sombrero, y el viento agitaba mechones de pelo gris en
su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro triste, con dos ojos
negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.
-Nada -dijo con aspereza.
Y se volvió a mirar la inmensidad
del río, brillante como un cuchillo. Los tablones del embarcadero se unieron,
crujieron al choque del ferry. Hubo un rechinar de cadenas, y Bud fue
arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió por entre dos vagones de carbón
a una calle polvorienta por donde pasaban tranvías amarillos. Las rodillas le
empezaron a temblar. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos.
Entró en un figón antes de la
esquina. Se instaló con dificultad en una banqueta giratoria y se puso a estudiar
con cuidado la lista de precios.
-Huevos fritos y un café.
-¿Vueltos?-preguntó un hombre
pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con el delantal sus brazos
gordos llenos de pecas.
-¿Qué?-preguntó Bud sobresaltado.
-Los huevos, si los quiere usted
vueltos o con la yema encima.
-Ah, sí, vueltos.
Bud se dejó caer de nuevo sobre
el mostrador, con la cabeza entre las manos.
-Mala cara trae usted, amigo
-dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.
-Vengo andando desde el norte del
Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido
silbante entre dientes.
-Y viene usted aquí a buscar
trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con
la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes en un plato que empujó hacia Bud
después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.
-Voy a darle un consejito, amigo,
que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo,
cepíllese el traje, que está lleno de pajas. Así le será más fácil encontrar
algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
-Yo puedo trabajar como
cualquiera. Soy un buen trabajador -gruñó Bud con la boca llena.
-Le digo a usted que eso es todo
-replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.
Ed Thatcher subía temblando las
escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de las medicinas
se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba por encima
de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.
-¿Quiere usted decirme cómo está
la señora Thatcher ?
-Sí, puede usted subir.
-¿Pero marcha todo bien?
-La enfermera del piso le podrá
dar cualquier información que usted le pida. Escalera de la izquierda, tercer
piso, sala de maternidad.
Ed Thatcher llevaba un ramo de
flores envuelto en un papel verde. La gran escalera oscilaba al subir él
tropezando con las puntas de los pies en las varillas de bronce que sujetaban
la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un chillido ahogado. Ed detuvo a
una enfermera.
-Me hace el favor, quisiera ver a
la señora Thatcher.
-Bueno, vaya usted, si sabe dónde
está.
-Pero la han cambiado de sitio.
-Entonces tendrá usted que
preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.
Se mordió los labios. En el fondo
de la galería una mujer colorada le miró sonriendo.
-Todo va bien. Es usted feliz
padre de una robusta niñita.
-Sabe usted, es nuestro primer
hijo y Susie es tan delicada -balbuceó parpadeando.
-Ah, sí, comprendo, a usted le
preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y hablarle cuando se despierte.
La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado de no fatigarla.
Ed Thatcher, un hombre pequeño
con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos, le cogió la mano a la
enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus dientes amarillos y
desiguales.
-Es el primero, sabe usted.
-Mi enhorabuena -dijo la
enfermera.
Filas de camas bajo la biliosa
luz de los mecheros, un olor nauseabundo a sábanas constantemente sacudidas,
caras gordas, demacradas, amarillas, blancas. Aquí está. Las trenzas rubias de
Susie ceñían su carita torcida y crispada. Desenvolvió sus rosas y las puso
sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana era lo mismo que mirar al fondo
del agua. Los árboles de la plaza se entretejían como azules telarañas. A lo
largo de la avenida se encendían lámparas que proyectaban reflejos verdes sobre
los violáceos bloques color ladrillo de las casas. Chimeneas y tanques de agua
se recortaban en un cielo sonrosado como carne. Los párpados azulados se
levantaron.
-¿Tú, Ed?... ¡Oh, pero son Jacks!
¡Qué locura!
-No lo pude remediar, queridita.
Sabía que te gustarían.
Una enfermera rondaba a los pies
de la cama.
-¿No podría usted dejarnos ver a
la niña ?
La enfermera asintió. Era una
mujer carienjuta, de labios delgados.
-La odio -murmuró Susie-, me
ataca los nervios esa mujer. Es el tipo perfecto de la solterona ruin.
-No hagas caso, querida. Esto es
cosa de un día o dos.
Susie cerró los ojos.
-¿Sigues pensando en llamarla
Ellen ?
La enfermera volvió con una cesta
y la puso en la cama al lado de Susie.
-¡Qué preciosidad! -dijo Ed-.
Mira cómo respira... Y le han dado una untura.
Ed ayudó a su mujer a
incorporarse sobre un codo; la rubia trenza de su pelo se soltó cubriéndole el
brazo y la mano.
-¿Cómo puede usted distinguirlos,
enfermera ?
-A veces no podemos -dijo ésta
rasgando la boca con una sonrisa.
Susie, desconfiando, miraba la
diminuta cara amoratada.
-¿Está usted segura de que ésta
es la mía?
-Por supuesto.
-Pero no tiene etiqueta.
-Se la pondré en seguida.
-Pero la mía era morena.
Susie se tendió en la almohada
tratando de respirar mejor.
-Tiene una pelusilla clara del
mismo color que su pelo.
Susie, extendiendo los brazos,
gritó:
-¡No es la mía, no es la mía...
Que se lleven eso... Esta mujer me ha robado mi niña!
-¡Querida, por amor de Dios!
-suplicó el marido tratando de arroparla con el cobertor.
-Malo, malo -dijo tranquilamente
la enfermera recogiendo la cesta-; tendré que darle un calmante.
Susie se había sentado en la
cama.
-¡Que se lleven eso! -gritó y
cayó hacia atrás con un ataque de nervios, profiriendo continuamente débiles
quejidos.
-¡Dios mío! -exclamó Ed Thatcher
juntando las manos.
-Mejor sería que se marchara
usted ya, señor Thatcher... La enferma se tranquilizará en cuanto usted se
vaya... Voy a poner las rosas en agua.
En el último tramo alcanzó a un
hombre rechoncho que bajaba lentamente, frotándose las manos. Sus ojos se
encontraron.
-¿Todo fa pien, señor?-preguntó
el hombre rechoncho.
-Sí, creo que sí -respondió
Thatcher débilmente.
El gordo se volvió a él,
bulléndole la alegría en su voz ronca:
-Felisíteme, felisíteme; mein
mujer ha dado a lus un chico.
Thatcher estrechó una mano
regordeta. -La mía es niña -confesó tímidamente.
-Yo en sinco años sinco niñas, y
ahora, figúrese, ¡un chico!
-Sí -dijo Thatcher al llegar a la
acera- es un gran momento.
-¿Me permite ustet, señor, que le
infite a selebrarlo con un traquito ?
En la esquina de la Tercera
Avenida se batían las medias puertas de rejilla de un bar. Después de
restregarse los pies delicadamente pasaron a la sala del fondo.
-Ach! -dijo el alemán mientras
tomaba asiento en una mesa toda rajada- la fida de familia está llena de
cuidados.
-Así es, señor, éste es mi
primero.
-¿Quiere ustet serfesa ?
-Sí, cualquier cosa.
-Dos potellas de Culmbacher
importado, para peper a la salud de nuestra gente menuda.
-Las botellas detonaron y la
espuma veteada de sepia subió a los vasos.
-A la suya... Prosit! -dijo el
germano alzando el vaso, y luego limpiándose la espuma del bigote y dando un
puñetazo en la mesa con su puño rosado-: Sería intiscreto, señor...
-Me llamo Thatcher.
-¿Sería indiscreto, señor
Thatcher, precuntarle su profesión ?
-Contable. Espero que pronto me
nombrarán definitivamente.
-Yo soy impresor y me llamo
Zucher, Marco Antonio Zucher.
-Mucho gusto en conocerle, señor
Zucher.
Se estrecharon las manos a través
de la mesa por entre las botellas.
-Un contable gana mucho dinero
-dijo el señor Zucher.
-Mucho dinero es lo que yo necesito
para mi pequeña.
-Los chicos comen dinero
-continuó el señor Zucher con voz grave.
-¿No me dejará usted pagar una
botella?-dijo Thatcher calculando lo que tenía en el bolsillo-. A la pobre
Susie no le gustaría verme bebiendo en un tugurio como éste; pero por una
vez.., y además me estoy instruyendo en el arte de ser padre.
-Cuantos más, mejor... -dijo
Zucher-, pero los chicos comen dinero..., no hasen más que comer y destrosar
ropa. Cuando yo ponga mi negosio en pie... Ach! Ahora con las hipotecas y las
dificultades para optener préstamos y los salarios que supen mit esos locos de
sosialistas y dinamiteros...
-En fin, a su salud, señor
Zucher.
El señor Zucher con el pulgar y
el índice de cada mano exprimió la espuma de su bigote:
-No todos los días traemos al
mundo un niño, señor Thatcher.
-O una niña, señor Zucher.
El del bar trajo otras botellas,
limpió la mesa y se quedó escuchando, con el trapo entre las manos.
-Y me da el corasón que cuando mi
chico pepa a la salud del suyo, será con champaña. Ach! Así son las cosas en
esta cran siudat.
-A mí me gustaría que mi hija
fuese una muchacha casera, tranquila, no como éstas de ahora, todo perifollos,
volantes y cinturitas. Yo para entonces ya me habré retirado y tendré una
finquita a orillas del Hudson. Por las tardes trabajaré en el jardín... Conozco
tipos que se han retirado con tres mil dólares de renta. Ahorrando se llega a
eso.
-El ahorro no sirve de ná -dijo
el del bar-. Yo he estao ahorrando diez años, y el Banco quebró y no me quedó
más que un talonario pa recuerdo. No hay más que un sistema, que le den a uno
el soplo y aventurarse.
-Eso es jugar -interrumpió
Thatcher.
-Sí, señor; es jugar -dijo el
otro.
Y se volvió a su bar balanceando
las botellas vacías.
-Jugar. No va descaminado -dijo
el Sr. Zucher clavando en su cerveza una mirada vidriosa y pensativa-. El
hombre ampisioso tiene que afenturarse. La ampisión fue lo que me trajo aquí
desde Francfort a los dose años, und ahora que tengo que trabajar para un
hijo... Ach!, le pondremos Wilhelm como el káiser.
-Mi hijita se llamará Ellen, como
mi madre.
A Ed Thatcher se le llenaron los
ojos de lágrimas. El señor Zucher se levantó.
-Pueno, adiós, Sr. Thatcher.
Encantado de haperle conocido. Me fuelfo a casa con mis hijitas.
Thatcher estrechó otra vez la
mano regordeta, y absorto en dulces pensamientos de maternidad, paternidad,
cumpleaños y navidades, vio entre una espumosa niebla sepia al señor Zucher
salir anadeando por las puertas batientes. Después de un rato estiró los
brazos. Bueno, a la pobre Susie no le gustaría verle allí... Todo por ella y
por aquel encanto de chiquilla.
-Eh, eh, que se olvida usted de
pagar -le gritó el del bar cuando ya estaba en la puerta.
-¿No pagó el otro?
-¡Qué diablos va a pagar!
-Pero si es que él me había
convidado...
El del bar se echó a reír
guardándose el dinero.
-Nada, que este tío cree en el
ahorro.
Un hombrecillo barbudo y
patizambo, de sombrero hongo, subía por Allen Street, túnel rayado de sol,
tendido de colchas azul celeste, salmón ahumado y amarillo-mostaza, rebosante
de muebles de ocasión color jengibre. Con las manos frías cruzadas sobre los
faldones de su levita, iba abriéndose paso entre cajas de embalaje y chiquillos
que correteaban. No cesaba de morderse los labios ni de trenzar y destrenzar
los dedos. Marchaba sin oír los gritos de la chiquillería ni el anonadante
trepitar de los trenes elevados. Tampoco notaba el olor rancio y agridulce de
las viviendas atestadas.
En la esquina de Canal Street se
paró ante una droguería amarilla y se quedó mirando la cara pintada en un
anunció. Era una cara afeitada, distinguida, con cejas arqueadas y un bigotazo
bien recortado: la cara de un hombre que tiene dinero en el Banco, portentosamente
colocada sobre un cuello de pajarita ceñido por amplia corbata negra. Debajo,
en letra inglesa, se leía la firma KING C. GILLETE. Sobre la cabeza campeaba el
lema: no stropping no honning. El hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás
descubriendo su frente sudorosa, y se quedó largo rato mirando los ojos de KING
C. GILLETE, llenos del orgullo que da el dólar. Luego apretó los puños, sacó
pecho y entró en la droguería.
Su mujer y sus hijas habían
salido. Calentó un jarro de agua en el gas. Después, con las tijeras que
encontró encima de una repisa, se cortó los largos rizos de la barba. En
seguida empezó a afeitarse muy cuidadosamente con la nueva maquinilla de
níquel. Estaba en pie, tembloroso, pasándose los dedos por las mejillas blancas
y suaves, frente al espejo empañado, y comenzaba a recortarse el bigote, cuando
oyó ruido detrás. Volvió hacia ellas una cara lisa como la cara de KING C.
GILLETE, una cara que sonreía con el orgullo que da el dólar. Los ojos de las
dos niñas se salían de las órbitas.
-¡Mamá..., es papá! -gritó la
mayor.
Su mujer se desplomó como un saco
de ropa en la mecedora y se tapó la cabeza con el delantal.
-¡Huy, huy! ¡Huy, huy! -gemía
meciéndose.
-¿Pero qué te pasa?¿Es que no te
gusta?
El andaba de un lado para otro
con su flamante maquinilla en la mano, frotándose suavemente de cuando en
cuando la barbilla lisa.
De: Manhattan Transfer – John Dos Passos -Blog de WordPress.com.
El tema Neo-Sapien
Un blog que recomendamos fervorosamente.
Una novela que hay que leer para entender técnicas y visiones posteriores, entre ellas las de Onetti. |
John Rodrigo Dos Passos 14 de enero de 1896 - ChicagoUna biografía esencial |
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