18 de enero de 1911 - Perú Docente, antropólogo, etnólogo, periodista, escritor. |
El joven que subió al cielo
Había una vez un matrimonio que
tenía un solo hijo. El hombre sembró la más hermosa papa en una tierra que
estaba lejos de la casa que habitaban. En esas tierras la papa crecía lozana.
Sólo él poseía esa excelsa clase de semilla. Empero, todas las noches, los
ladrones arrancaban las matas de este sembrado, y robaban los hermosos frutos.
Entonces el padre y la madre llamaron a su joven hijo, y le dijeron:
-No es posible que teniendo un
hijo joven y fuerte como tú, los ladrones se lleven todas nuestras papas. Anda
a vigilar nuestro campo. Duerme junto a la chácara y ataja a los ladrones.
El joven marchó a cuidar el
sembrado.
Y pasaron tres noches. La
primera, el joven la pasó despierto, mirando las papas, sin dormir. Sólo al rayar
la aurora le venció el sueño, y se quedó dormido. Fue en ese instante en que
los ladrones entraron a la chácara, y escarbaron las papas. En vista de su
fracaso, el mozo tuvo que ir a la casa de sus padres a contarles lo sucedido.
Al oír el relato sus padres le contestaron:
-Por esta vez te perdonamos.
Vuelve y vigila mejor.
Regresó el joven. Estuvo
vigilando el sembrado con los ojos bien abiertos. Y justo, a la medianoche,
pestañeó un instante. En ese instante los ladrones ingresaron al campo.
Despertó el mozo y vigiló hasta la mañana. No vio ningún ladrón. Pero al
amanecer tuvo que ir a la casa de sus padres a darles cuenta del nuevo robo. Y
les dijo:
-A pesar de que estuve vigilante
toda la noche, los ladrones me burlaron tan sólo en el instante en que a la
medianoche cerré los ojos.
Al oír este relato los padres le
contestaron:
-¡Ajá! ¿Quién ha de creer que
robaron cuando tú estabas mirando? Habrás ido a buscar mujeres, te habrás ido a
divertir.
Diciendo esto lo apalearon y le
insultaron largo rato. Así, muy aporreado, al día siguiente, lo enviaron
nuevamente a la chacra.
-Ahora comprenderás cómo queremos
que vigiles -le dijeron.
El joven volvió a la tarea. Desde
el instante en que llegó a la orilla del sembrado estuvo mirando el campo,
inmóvil y atento. Esa noche la luna era brillante. Hasta la alborada estuvo
contemplando los contornos del papal; así, mientras veía, le temblaron los
ojos, y se adormiló unos instantes. En esa ráfaga de sueño que tuvo, mientras
pestañeaba el mozo, una multitud de hermosísimas jóvenes, princesas y niñas
blancas poblaron el sembrado. Sus rostros eran como flores, sus cabelleras
brillaban como el oro; eran mujeres vestidas de plata. Todas juntas, muy de
prisa, se dedicaron a escarbar las papas. Tomando la apariencia de princesas
eran estrellas, que bajaron del altísimo cielo.
El joven despertó entonces, y al
contemplar la chácara exclamó:
-¡Oh! ¿De qué manera podría yo
apoderarme de tan bellísimas niñas? ¿Y, cómo es posible que siendo tan hermosas
y radiantes puedan dedicarse a tan bajo menester?
Pero, mientras esto decía, su
corazón casi estallaba de amor. Y pensó para sí.
-¿No podría, por ventura,
reservar para mí siquiera una parejita de esas beldades?
Y saltó a todo vuelo sobre las
hermosas ladronas. Sólo en el último instante, y a duras penas, pudo apresar a
una de ellas. Las demás se elevaron al cielo, como luces que se mueren.
Y a la estrella que pudo apresar
le dijo, enojado:
-¿Con que erais vosotras las que
robabais los sembrados de mi padre? -Diciéndole esto la llevó a la choza. Y no
le dijo más acerca del robo. Pero luego agregó:
-¡Quédate conmigo; serás mi
esposa!
La joven no aceptó. Estaba llena
de temor y rogó al muchacho:
-¡Suéltame, suéltame! ¡Ten
piedad! Mira que mis hermanos le avisarán a mis padres. Yo te devolveré todas
las papas que te hemos robado. No me obligues a vivir en la tierra.
El mozo no dio oídos a los ruegos
de la hermosa niña. La retuvo en sus manos. Pero decidió no volver a la casa de
sus padres. Se quedó con la estrella en la choza que había junto al sembrado.
Entre tanto, los padres pensaban:
“Le habrán vuelto a robar las papas a ese inútil; no pueden haber otros motivos
para que no se presente aquí.”
Y como tardaba, la madre decidió
llevarle comida al campo, y averiguar de él. Desde la choza, el muchacho y la
niña atisbaban el camino. En cuanto vieron a la madre, la joven dijo al mozo:
-De ninguna manera puedes
mostrarme, ni a tu padre ni a tu madre.
Entonces el joven corrió a dar
alcance a su madre, y le gritó desde lejos:
-¡No, mamá; no te acerques más!
¡Espérame atrás, atrás!
Y recibiendo la comida en aquel
lugar, tras la choza, llevó los alimentos a la princesa. La madre se volvió
apenas hubo entregado el fiambre. Cuando llegó a su casa, contó a su esposo:
-Así es como nuestro hijo ha
aprisionado a una ladrona de papas que bajó de los cielos. Es así como la cuida
en la choza. Y con ella dice que se casará. No permite que nadie se aproxime a
su choza.
Entre tanto el joven pretendía
engañar a la doncella. Y le decía:
-Ahora que es de noche, vamos a
mi casa.
Pero la princesa insistía:
-De ninguna manera deben verme
tus padres, ni puedo encontrarme con ellos.
Sin embargo el mozo la engañó,
diciéndole:
-Otra es mi casa.
Y durante la noche la llevó por
el camino.
De este modo, y sin que ella
quisiera, la hizo entrar al hogar de sus mayores y la mostró a sus padres. Los
padres recibieron asombrados a esa criatura, de tal manera luminosa y bella que
la palabra no es capaz de describirla. La cuidaron y criaron, teniéndola muy
bien amada. Sin embargo, no la dejaban salir. Y nadie la conoció ni vio.
Y ya hacía mucho tiempo que la
princesa vivía con los padres del joven. Llegó a estar encinta y dio a luz. Mas
la criatura murió, sin saberse por qué, misteriosamente.
La ropa luminosa de la joven la
guardaban encerrada. A ella la vestían de ropas comunes; y así la criaban.
Cierto día, el joven fue a
trabajar lejos de la casa; y mientras estaba fuera, la niña pudo salir,
haciendo como que sólo iba por ahí cerca. Y se volvió a los cielos.
El mozo llega a su casa. Pregunta
por su mujer. No la encuentra. Y como ve que ella ha desaparecido, suelta el
llanto.
Cuentan que vagó por los montes,
llorando con locura, sonámbulo, enajenado, caminando por todas partes. Y en una
de las cimas solitarias a donde llegó se encontró con un cóndor divino.
Entonces el cóndor le dijo:
-Joven, ¿por qué causa lloras de
esta suerte?
Y el mozo le contó su vida.
-He aquí, señor, que era mía la
mujer más hermosa. Ahora no sé por qué caminos ha partido. Estoy extraviado.
Temo que haya huido a los cielos de donde vino.
Y cuando dijo esto, el cóndor le
respondió:
-No llores, joven. Es cierto;
ella ha vuelto al alto cielo. Pero, si quisieras y es tanta tu desventura, yo
te cargaré hasta ese mundo. Sólo te pido que me traigas dos llamas. Una para
devorarla aquí, la otra para el camino.
-Muy bien, señor –contestó el
mozo-. Yo te traeré las dos llamas que me pides. Te ruego esperarme en este
mismo sitio.
E inmediatamente se dirigió a su
casa en busca de las llamas. Luego que llegó, dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: voy en
busca de mi esposa. He encontrado a quien puede llevarme hasta el lugar donde
ella se encuentra. Sólo pide dos llamas en pago de tan gran favor; y voy a
llevárselas ahora mismo.
Y cargó las dos llamas para el
cóndor. El cóndor devoró inmediatamente una, hasta el hueso de los huesos,
arrancando las carnes con su propio pico. A la otra la hizo degollar con el
joven, para comerla en el camino. E hizo que el mozo se echara la res degollada
en las espaldas; luego le ordenó que subiera sobre una roca; cargó al joven, y
le hizo esta advertencia:
-Has de cerrar y apretar los
párpados; por ninguna causa abrirás los ojos. Y cada vez que yo te diga:
“¡Carne!”, me pondrás en el pico un trozo de la llama.
Luego el cóndor levantó el vuelo.
El hombre obedeció y no abrió los
ojos en ningún instante; tenía los párpados cerrados y duros. “¡Carne!”, pedía
el Mallku, y luego el mozo cortaba grandes trozos de llama y le metía en el
pico. Pero en lo más raudo del viaje, se acabó el fiambre. Antes de alzar
vuelo, el cóndor le había advertido al joven: “Si cuando diga ¡Carne! no me
pones carne en el pico, donde quiera que estemos, te soltaré”. Ante ese temor,
el joven empezó a cortarse trozos de su pantorrilla. Cada vez que el cóndor le
pedía carne, le servía las raciones de su propia carne. Así, a costa de su
sangre, consiguió que el cóndor le hiciera llegar hasta el cielo. Y se cuenta
que tardaron tres años en elevarse a tan gran altura.
Cuando llegaron, el cóndor
descansó un rato; luego volvió a cargar al joven y voló hasta la orilla de un
mar lejano. Allí le dijo al mozo:
-Ahora, mi querido, báñate en
este mar.
El joven se bañó en seguida. Y
también el cóndor se bañó.
Ambos habían llegado al cielo, sucios
negros de barba; viejos. Pero cuando salieron del baño estaban hermosamente
rejuvenecidos. Entonces le dijo el cóndor:
-En la otra orilla de este lago,
frente a nosotros, hay un gran santuario. Allí se ha de celebrar una ceremonia.
Anda, y espera en la puerta de ese hermoso templo. A la ceremonia han de
asistir las jóvenes del cielo; son una multitud, y todas tienen el mismo rostro
que tu esposa. Cuando ellas estén desfilando junto a ti, no has de dirigirle la
palabra a ninguna, porque la que es tuya vendrá la última, y te dará un
empujón. Entonces la asirás y por ningún motivo la soltarás.
El joven obedeció al cóndor.
Llegó a la puerta del gran recinto, y esperó de pie. Y llegaron una infinidad
de jóvenes de idéntico rostro. Entraban, entraban; una tras de otra. Todas
miraban impasibles al hombre. Él no podía reconocer entre tantas a la que era
su mujer. Y cuando estaban ingresando las últimas, de pronto, una de ellas le
dio un empujón con el brazo; y también entró al gran templo.
Era el resplandeciente templo del
Sol y de la Luna, padre y madre de todas las estrellas y de todos los luceros.
Allí, en ese templo, se reunían los seres celestiales; allí venían los luceros
para adorar el Sol, día a día. Cantaban melodiosamente para el Sol; cual jóvenes
blancas, las estrellas; como innumerables princesas, los luceros.
Cuando terminó la ceremonia, las
jóvenes empezaron a salir. El mozo seguía esperando en la puerta. Ellas
volvieron a mirarle con igual indiferencia que antes. Y nuevamente le era
imposible distinguir entre todas a la que era su esposa. Y como en la primera
vez, de pronto, una de las princesas le dio un empujón con el brazo, y luego
pretendió huir; pero él entonces la pudo aprisionar. Y no la soltó.
Ella lo guío a su casa
diciéndole:
-¿A qué has venido hasta aquí? Yo
iba a volver donde ti, de todos modos.
Cuando llegaron a la casa, el
mozo tenía el cuerpo frío a causa del hambre. Viéndolo así, ella le dijo:
-Toma este poco de quinua y
cocínalo.
Le dio una cuchara escasa de
quinua. Entre tanto el joven lo observaba todo, y vio de qué lugar ella sacaba
la quinua. Y cuando vio los pocos granos de quinua que tenía en las manos, dijo
para sí: “¡La miseria que me ha dado! ¿Cómo es posible que esto aplaque mi
hambre de todo un año?” Y la joven le dijo:
-Es necesario que vaya un
instante donde mis padres. No debes mostrarte ante ellos. Mientras vuelvo, haz
una sopa con la quinua que te he dado.
Apenas salió ella, el joven se
puso de pie, se dirigió al depósito y trajo una buena porción de quinua y la
echó a la olla. De pronto, la sopa rebosó, hirviente, y se desbordó a chorros.
Él comió todo lo que pudo, se hartó hasta donde ya no era posible más, y
enterró el resto. Pero aún de debajo de la tierra la quinua empezó a brotar. Y
cuando estaba en ese trance, volvió la princesa, y le dijo:
-¡No es de esta manera como se
debe comer nuestra quinua! ¿Por qué aumentaste la ración que te dejé?
Y se dedicó a ayudar al mozo a
esconder la quinua rebosada para que los padres de ella no lo descubrieran.
Entre tanto le advirtió:
-No deben verte mis padres. Sólo
puedo tenerte escondido.
Y así fue. Él vivía escondido; y
la hermosa estrella le llevaba alimentos a su refugio.
Durante un año vivió de esta
suerte el mozo con su esposa. Y apenas cumplido el año, ella se olvidó de
llevarle alimentos. Un día salió, diciéndole: “Ha llegado la hora en que debes
irte”; y no volvió a aparecer más en la casa. Lo abandonó.
Entonces, con el rostro lleno de
lágrimas, el joven se dirigió nuevamente a la orilla del mar del cielo. Cuando
llegó allí, vio que desde la lejanía surgía el cóndor. El joven corrió para
darle alcance. El cóndor voló hasta posarse junto a él; y así observó que el
Mallku Divino había envejecido. El cóndor a su vez vio que el mozo estaba
avejentado y marchito. Cuando se encontraron, ambos gritaron al mismo tiempo:
-¿Qué ha sido de ti?
El joven volvió a contarle su
vida, y se quejó:
-Así, Señor, de este modo triste,
mi mujer me ha abandonado. Se ha ido para siempre.
El cóndor lamentó la suerte del
mozo.
-¿Cómo es posible que haya
procedido de este modo? ¡Pobre amigo! -le dijo. Y acercándose más, le acarició
con sus alas, dulcemente.
Como en el primer encuentro, le
rogó el joven:
-Señor, préstame tus alas.
Vuélveme a tierra a casa de mis padres.
Y el cóndor le respondió:
-Bien. Te llevaré. Pero antes nos
bañaremos en este mar.
Y ambos se bañaron; y
rejuvenecieron. Y saliendo del agua, el cóndor le dijo:
-Tendrás que volverme a dar dos
llamas por mi trabajo de cargarte nuevamente.
-Señor, cuando esté en mi casa te
entregaré las dos llamas.
El Cóndor aceptó; se echó al
joven sobre sus alas y emprendió el vuelo. Durante tres años estuvieron volando
hacia la tierra. Y cuando llegaron, el mozo cumplió y entregó al cóndor dos
llamas.
El mozo entró a su casa y
encontró a sus padres muy viejos, muy viejos, cubiertos de lágrimas y de pena.
El cóndor dijo a los ancianos:
-He aquí que les devuelvo a
vuestro hijo, sano y salvo. Ahora debéis criarlo cariñosamente.
El joven dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: ahora ya
no es posible que pueda amar a ninguna otra mujer. Ya no es posible encontrar
una mujer como la que fue mía. Así, solo, viviré, hasta que venga la muerte.
Y los ancianos le contestaron:
-Está bien. Como tú quiera, hijo
mío, solo te criaremos, si no es tu voluntad tomar otra esposa.
Y de este modo vivió, con una
gran agonía en el corazón.
-He aquí este corazón que amó
tanto a una mujer. He vagado sufriendo todos los dolores. Y he de entregarme
ahora al llanto.
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