Félix Rubén García 18 de enero de 1867 - Nicaragua |
La larva
Como se hablase de Benvenuto
Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su
Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:
-No sonriáis. Yo os juro que he
visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una
ampusa.
Os contaré el caso en pocas
palabras.
Yo nací en un país en donde, como
en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban
con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los
conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso
de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en
que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de
apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que
habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un
coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el
patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica,
como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo,
para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los
archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en
cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia
nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que
se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de
niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y
palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.
En aquella ciudad, semejante a
ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los vecinos las
puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban
solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas
en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.
Quien saliese en busca de un
médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las
calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a
petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes.
Algunas veces se oían ecos de
músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y
romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio
a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos
posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que
tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus
deseos.
Yo tenía quince años, una ansia
grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder
salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo
hacerlo?
La tía abuela que me cuidó desde
mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa,
cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo
el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata.
Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos
encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que
precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de
evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un
cura y dos licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute
o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no
pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable
señora.
Pasadas como tres horas, ello me
costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un
bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía,
logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los
acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por
la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los
músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre,
que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego
Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me
ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria.
De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por
la plaza de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince años, era en el
trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia...
Y en la prisión de mi casa, donde
no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas
costumbres primitivas... Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no
sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata,
vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una
mujer! Me detuve.
¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca?
¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventurera
anhelada.
Los de la serenata se alejaban.
La claridad de los faroles de la
plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces,
mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y
toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible
por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda
la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto
de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre
la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la
boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la
más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:
-¡Kgggggg!...
Con el cabello erizado, di un
gran salto, lancé un gran grito. Llamé.
Cuando llegaron algunos de la
serenata, la «cosa» había desaparecido.
Os doy mi palabra de honor,
concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.
El caso de la señorita Amelia
Que el doctor Z es ilustre,
elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y
su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su
obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con
restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si
gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma
de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta
noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva
de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de
ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba
aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho
de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que
formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor
enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado
de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por
ejemplo, ésta:
-¡Oh, si el tiempo pudiera
detenerse!
La mirada que el doctor me
dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación,
confieso que hubiera turbado a cualquiera.
-Caballero -me dijo saboreando el
champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no
supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir,
muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que
no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en
vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis
de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta
más satisfactoria.
-¡Doctor!
-Sí, os repito que vuestro
escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.
-Creo -contesté con voz firme y
serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.
-En ese caso, voy a contaros algo
que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.
En el comedor habíamos quedado
cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista
Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos
oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del
año nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
-¿Quién es el sabio que se atreve
a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a
punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el
espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que
ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha
podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres
veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido
apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado
saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la
Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el
inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que he sido
llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado
toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he
penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del
plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del
mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en
su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma
búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia
desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo
que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la
inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.
Y dirigiéndose a mí:
-¿Sabéis cuáles son los
principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi,
atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal,
el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...
Viendo a Minna poner una cara un
tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:
-Me parece ibais a demostrarnos
que el tiempo...
-Y bien -dijo-, puesto que no os
complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y
es el siguiente:
Hace veintitrés años, conocí en
Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero
francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran
vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido
hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas
fueron necesarias para encender una hoguera de amor...
Amooor, pronunciaba el sabio
obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y
tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y
continuó:
-Puedo confesar francamente que
no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi
corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que
ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil... diré
que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había
pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter
travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos
repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta
mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable
bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba
a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y
zalamerías: «¿Y mis bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba
regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de
ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales,
ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y
dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y
de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa
de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme
de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso
apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un
pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el
más encendido, el más casto y el más puro y el más encendido, el más casto y el
más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco
para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general
Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes
esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar
entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede
enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky,
habíame abierto ancho campo en el país de los fakires, y más de un gurú, que
conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a
la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse
en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con
tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep
persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz
de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas
del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el
espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la
vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la
profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a
comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt,
Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de
comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado
al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las
manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo
formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia,
África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de
Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando fijamente a la
rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de
ojos azules... o negros!
-¿Y el fin del cuento? - gimió
dulcemente la señorita.
-Juro, señores, que lo que estoy
refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana
he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto
gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he
mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por
tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las
Revall -dijeron-, las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas
con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre
chiquilla... Y buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por
un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde
todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban
cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a
las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A
poco Luz y Josefina:
-¡Oh amigo mío, oh amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación
llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de
inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a
quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a
preguntar nada... Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una
amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra...
en esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en
todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:
-¿Y mis bombones?
Yo no hallé qué decir.
Las dos hermanas se miraban
pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente...
Mascullando una despedida y
haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún
soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor
culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha
quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella
el reloj del Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del
desconocido Dios!
El doctor Z era en este momento
todo calvo...
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