Un tapicero acaba de cometer un provocativo
abuso: ha tenido el coraje de sentar el tema de la condición femenina en los
fastuosos sillones del Teatro, abarrotado de integrantes de la Corte.
El osado se llama Jean-Baptiste Poquelin,
mejor conocido por su seudónimo artístico de Molière.
15 de enero de 1622 - París Dramaturgo, humorista, actor, director ... y tapicero. |
La escuela de las mujeres se estrenó el martes 26 de diciembre de
1662, en el Palais Royal.
La Grange anotó que la recaudación fue de 1518
libras: esto representaba 83 libras y diez sueldos para cada actor. Esa suma
jamás sería superada por Molière. La obra se mantuvo en cartel hasta marzo de
1663, con el mismo éxito. Sin embargo, desde el mismo estreno tuvo muchos
detractores entre la gente de la alta sociedad.
¿Qué le reprochaban? La
debilidad de su trama, su desenlace inverosímil, su vulgaridad y su
inmoralidad.
El
argumento: Arnolfo había entregado a Inés, una niña abandonada, a unos
campesinos para que la criaran. Más tarde, la internó en un convento, y ordenó que la mantuvieran en
una piadosa ignorancia sobre el mundo. Al comenzar la obra, Arnolfo ha hecho
llevar a Inés a su casa para casarse con ella. En cambio ella se enamora de un
joven de su edad. Logra casarse finalmente con el hombre a quien ama.
Aquí la acción sólo constituye un apoyo para los personajes.
Cuando el objetivo es narrar una historia, se puede juzgar con severidad un
desenlace torpe. Sin embargo, La escuela de las mujeres es una comedia de
caracteres. Su acción se desarrolla en
la progresión de los sentimientos de Arnolfo y la brusca maduración sentimental
de su protegida. La acción es interior. Lo cómico reside en la situación. En la
obra de Molière se manifiesta el trágico frustrado, también, conoce mejor que
nadie el valor de la risa, y lo que suele ocultar.
Los Grandes querían que La
escuela de las mujeres se representara en sus casas, lo que sucedió en
numerosas ocasiones. Luis XIV otorgó una pensión a Molière. Esas pensiones las
entregaban los empleados del tesorero de la administración, en bolsas de seda
bordadas en oro, en las casas de los beneficiarios. El segundo año, las bolsas
eran de simple fibra vegetal y en los años siguientes había que ir a buscarlos
personalmente a la oficina del tesorero y se cobraba en moneda ordinaria, y los
años empezaron a tener quince o dieciséis meses. Las guerras y el tren de vida
de la Corte empobrecían el tesoro.
De: www.esadsevilla.com
(...) Pues bien, así fue como Molière
se vio forzado a poner en escena una nueva comedia: La escuela.
Ese año, 1662, había comenzado
para él con un matrimonio. Armande Béjart, su nueva esposa, tenía veinte años;
Molière había pasado los cuarenta. Inés tenía veinte años cuando se enamoró de
Horacio y no de Arnolfo; Arnolfo, ese hombre patético que mantuvo a Inés en la
ignorancia para preservar su virtud y casarse con ella, tenía cuarenta y dos.
(Nos enteramos de la cifra exacta en la primera escena, el diálogo de Arnolfo
con Crisaldo.) La coincidencia es demasiado flagrante; el espectáculo de
Molière observándose a sí mismo y delatando sus miedos es de una transparencia
casi dolorosa; el riesgo de la burla y de la calumnia es evidente. Ocurrió la
burla: si Molière se preocupa tanto de los cornudos, se dijo, es porque se
cuenta entre ellos. Ocurrió la calumnia: las autoridades morales no olvidaban
que la troupecon la que Molière partió en 1645 incluía a Madeleine Béjart, y no
tuvieron empacho en sugerir –bajo acusación de incesto– que Madeleine no era la
hermana de Armande, sino su madre. Nada de eso importó demasiado: Molière
representó La escuela de las mujeres (como correspondía, tomó él mismo el papel
de Arnolfo), y al hacerlo revolucionó el teatro parisino pero también la
historia del género, y ganó envidias que fueron desde los cortesanos miopes
hasta el cardenal Richelieu y simpatías desde Boileau, su amigo y defensor,
hasta el rey mismo.
La escuela es una especie de
bisagra. Ya no es la comedia de gestos y situaciones que fue Las preciosas, pero todavía no abandona
del todo la intriga primitiva, como lo hará el Tartufo. Tiene el lugar que
Madame Bovary ocupa dentro de la historia de la novela, el espécimen que de
repente eleva su género a una dignidad nueva. Su escritura respondió a la
lógica implacable del artista: puesto que ciertas cosas le eran prohibidas con
los medios a su alcance, Molière inventó la manera de hacerlas permisibles.
Para hacerlo sustituyó la pintura heroica por la cotidiana, la mitología
clásica por la sociedad a su alcance, lo extraordinario y lo maravilloso por lo
más natural. Para hacerlo, en fin, otorgó a sus personajes profundidad y
ridiculez al mismo tiempo, y defendió esta idea subversiva: que un hombre puede
ser ridículo en algunas situaciones y honesto en otras sin que en ello haya
contradicción alguna. Arnolfo –igual que el avaro y que el hombre engañado por
Tartufo– tiene cierta gravedad final, cierta delicada tristeza, un fondo
trágico que no deja de resultar incómodo. Sobre la dificultad de la tragedia y
de la comedia, contra aquellos que sostenían que la primera era más exigente
por la mera circunstancia de ser más seria, Molière escribió:
Encuentro que es mucho más
sencillo izarse sobre sentimientos grandiosos, desafiar en verso a la fortuna,
acusar al destino e injuriar a los dioses, que entrar como se debe en el
ridículo de los hombres y reflejar agradablemente sobre el teatro los defectos
de todo el mundo. Cuando se pinta a un héroe, se hace lo que se quiera. Se
trata de retratos sin motivo, en los cuales uno no busca el parecido; y uno no
tiene más que seguir los rasgos de una imaginación que toma vuelo y que a
menudo abandona lo verdadero por atrapar lo maravilloso. Pero cuando uno pinta
a los hombres, es preciso pintar a partir del modelo.
En efecto, el éxito indiscutible
de La escuela permitió a Molière prescindir de uno de los comportamientos
habituales de los dramaturgos franceses. (...)
Las reglas le sirvieron para
acentuar la verosimilitud de sus representaciones; si se le metían en el
camino, las doblaba cuanto fuera necesario o sencillamente las ignoraba.
El alejandrino, cuya dignidad
artística va de la mano con su naturalidad, debió resultarle particularmente
útil a un Molière que buscaba, con la misma pieza, reivindicar su género y
reflejar las gentes de su siglo. Los personajes de La escuela hablan con rimas,
pero el espectador lo olvida. Un personaje de Molière, aun hablando en
alejandrinos, refleja las voces de los burgueses, de los nobles, de los
criados. Molière –de nuevo, hombre de teatro antes que poeta– no pone distancia
entre su retórica y su público. Escribe para ser entendido y lo hace con tanto
arte y tanta gracia como es posible. Ambas razones motivaron el desprecio que
le tuvieron cortesanos y académicos. El
desprecio clerical tuvo otras justificaciones, que menos tuvieron que ver con
el teatro que con la peligrosa subversión de las mujeres.
Arnolfo es ridículo porque
pretende, alejando a una joven del conocimiento del mundo, mantenerla en la
virtud; la Iglesia no se dio cuenta de que se ponía en la misma posición al
condenar la obra de Molière. Para encontrar los orígenes de La escuela, no
basta pensar en el hombre de cuarenta que se casó con la muchacha de veinte,
pero dejar aparte la biografía de Molière tampoco es demasiado inteligente.
En cuanto a la posición de las mujeres en la sociedad, Molière fue el
comentarista más agudo de su época: siglos antes que Shaw, se percató de que el
mito de Pigmalión estaba vigente y de que las mujeres de su tiempo constituían
legiones enteras de Galateas. Fue el primero en poner sobre la mesa el asunto
de la educación de las jóvenes, el primero en fustigar sin misericordia los
afanes oscurantistas de los maridos y también el primero en burlarse de las
pretensiones y el esnobismo de las cortesanas. Pero más allá del rango social
de sus observaciones, Molière, habiendo vivido en el ambiente de la compañía
itinerante, era un buen conocedor de la naturaleza femenina. Le gustaban las
mujeres, y las entendía bien; podemos imaginar que su relación con Marquise du
Parc, actriz de su compañía, fue más
humana que la que ésta tuvo, casi en seguida, con Racine. Por eso pudo ser tan estricto frente a
Arnolfo, cuyos comentarios –desde la arrogancia estúpida con que se burla de
los maridos cornudos hasta las Máximas del matrimonio con que pretende educar a
Inés– son de una miopía insalvable. Y por eso pudo, también, permitir que su
personaje terminara su última escena con ese Oh!, interjección terrible que ni
siquiera es levantada del polvo por una palabra articulada, como si el amante
abandonado quedara reducido a una criatura balbuceante e infrahumana.
De: Molière, pintado al óleo (Fragmentos)
Juan Gabriel Vásquez
De: ElMalpensante.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario