jueves, 16 de enero de 2014

Palais Royal, París, 1662

Un tapicero acaba de cometer un provocativo abuso: ha tenido el coraje de sentar el tema de la condición femenina en los fastuosos sillones del Teatro, abarrotado de integrantes de la Corte.

El osado se llama Jean-Baptiste Poquelin, mejor conocido por su seudónimo artístico de Molière.


15 de enero de 1622 - París
Dramaturgo, humorista, actor, director ... y tapicero.

La escuela de las mujeres se estrenó el martes 26 de diciembre de 1662, en el Palais Royal. 
La Grange anotó que la recaudación fue de 1518 libras: esto representaba 83 libras y diez sueldos para cada actor. Esa suma jamás sería superada por Molière. La obra se mantuvo en cartel hasta marzo de 1663, con el mismo éxito. Sin embargo, desde el mismo estreno tuvo muchos detractores entre la gente de la alta sociedad.
¿Qué le reprochaban? La debilidad de su trama, su desenlace inverosímil, su vulgaridad y su inmoralidad.

El argumento: Arnolfo había entregado a Inés, una niña abandonada, a unos campesinos para que la criaran. Más tarde, la internó en  un convento, y ordenó que la mantuvieran en una piadosa ignorancia sobre el mundo. Al comenzar la obra, Arnolfo ha hecho llevar a Inés a su casa para casarse con ella. En cambio ella se enamora de un joven de su edad. Logra casarse finalmente con el hombre a quien ama.

Aquí la acción  sólo constituye un apoyo para los personajes. Cuando el objetivo es narrar una historia, se puede juzgar con severidad un desenlace torpe. Sin embargo, La escuela de las mujeres es una comedia de caracteres. Su acción  se desarrolla en la progresión de los sentimientos de Arnolfo y la brusca maduración sentimental de su protegida. La acción es interior. Lo cómico reside en la situación. En la obra de Molière se manifiesta el trágico frustrado, también, conoce mejor que nadie el valor de la risa, y lo que suele ocultar.

Los Grandes querían que La escuela de las mujeres se representara en sus casas, lo que sucedió en numerosas ocasiones. Luis XIV otorgó una pensión a Molière. Esas pensiones las entregaban los empleados del tesorero de la administración, en bolsas de seda bordadas en oro, en las casas de los beneficiarios. El segundo año, las bolsas eran de simple fibra vegetal y en los años siguientes había que ir a buscarlos personalmente a la oficina del tesorero y se cobraba en moneda ordinaria, y los años empezaron a tener quince o dieciséis meses. Las guerras y el tren de vida de la Corte empobrecían el tesoro.
                  
De: www.esadsevilla.com



(...) Pues bien, así fue como Molière se vio forzado a poner en escena una nueva comedia: La escuela.
Ese año, 1662, había comenzado para él con un matrimonio. Armande Béjart, su nueva esposa, tenía veinte años; Molière había pasado los cuarenta. Inés tenía veinte años cuando se enamoró de Horacio y no de Arnolfo; Arnolfo, ese hombre patético que mantuvo a Inés en la ignorancia para preservar su virtud y casarse con ella, tenía cuarenta y dos. (Nos enteramos de la cifra exacta en la primera escena, el diálogo de Arnolfo con Crisaldo.) La coincidencia es demasiado flagrante; el espectáculo de Molière observándose a sí mismo y delatando sus miedos es de una transparencia casi dolorosa; el riesgo de la burla y de la calumnia es evidente. Ocurrió la burla: si Molière se preocupa tanto de los cornudos, se dijo, es porque se cuenta entre ellos. Ocurrió la calumnia: las autoridades morales no olvidaban que la troupecon la que Molière partió en 1645 incluía a Madeleine Béjart, y no tuvieron empacho en sugerir –bajo acusación de incesto– que Madeleine no era la hermana de Armande, sino su madre. Nada de eso importó demasiado: Molière representó La escuela de las mujeres (como correspondía, tomó él mismo el papel de Arnolfo), y al hacerlo revolucionó el teatro parisino pero también la historia del género, y ganó envidias que fueron desde los cortesanos miopes hasta el cardenal Richelieu y simpatías desde Boileau, su amigo y defensor, hasta el rey mismo.

La escuela es una especie de bisagra. Ya no es la comedia de gestos y situaciones que fue Las preciosas, pero todavía no abandona del todo la intriga primitiva, como lo hará el Tartufo. Tiene el lugar que Madame Bovary ocupa dentro de la historia de la novela, el espécimen que de repente eleva su género a una dignidad nueva. Su escritura respondió a la lógica implacable del artista: puesto que ciertas cosas le eran prohibidas con los medios a su alcance, Molière inventó la manera de hacerlas permisibles. Para hacerlo sustituyó la pintura heroica por la cotidiana, la mitología clásica por la sociedad a su alcance, lo extraordinario y lo maravilloso por lo más natural. Para hacerlo, en fin, otorgó a sus personajes profundidad y ridiculez al mismo tiempo, y defendió esta idea subversiva: que un hombre puede ser ridículo en algunas situaciones y honesto en otras sin que en ello haya contradicción alguna. Arnolfo –igual que el avaro y que el hombre engañado por Tartufo– tiene cierta gravedad final, cierta delicada tristeza, un fondo trágico que no deja de resultar incómodo. Sobre la dificultad de la tragedia y de la comedia, contra aquellos que sostenían que la primera era más exigente por la mera circunstancia de ser más seria, Molière escribió:

Encuentro que es mucho más sencillo izarse sobre sentimientos grandiosos, desafiar en verso a la fortuna, acusar al destino e injuriar a los dioses, que entrar como se debe en el ridículo de los hombres y reflejar agradablemente sobre el teatro los defectos de todo el mundo. Cuando se pinta a un héroe, se hace lo que se quiera. Se trata de retratos sin motivo, en los cuales uno no busca el parecido; y uno no tiene más que seguir los rasgos de una imaginación que toma vuelo y que a menudo abandona lo verdadero por atrapar lo maravilloso. Pero cuando uno pinta a los hombres, es preciso pintar a partir del modelo.

En efecto, el éxito indiscutible de La escuela permitió a Molière prescindir de uno de los comportamientos habituales de los dramaturgos franceses. (...)

Las reglas le sirvieron para acentuar la verosimilitud de sus representaciones; si se le metían en el camino, las doblaba cuanto fuera necesario o sencillamente las ignoraba.

El alejandrino, cuya dignidad artística va de la mano con su naturalidad, debió resultarle particularmente útil a un Molière que buscaba, con la misma pieza, reivindicar su género y reflejar las gentes de su siglo. Los personajes de La escuela hablan con rimas, pero el espectador lo olvida. Un personaje de Molière, aun hablando en alejandrinos, refleja las voces de los burgueses, de los nobles, de los criados. Molière –de nuevo, hombre de teatro antes que poeta– no pone distancia entre su retórica y su público. Escribe para ser entendido y lo hace con tanto arte y tanta gracia como es posible. Ambas razones motivaron el desprecio que le tuvieron cortesanos y académicos. El desprecio clerical tuvo otras justificaciones, que menos tuvieron que ver con el teatro que con la peligrosa subversión de las mujeres.

Arnolfo es ridículo porque pretende, alejando a una joven del conocimiento del mundo, mantenerla en la virtud; la Iglesia no se dio cuenta de que se ponía en la misma posición al condenar la obra de Molière. Para encontrar los orígenes de La escuela, no basta pensar en el hombre de cuarenta que se casó con la muchacha de veinte, pero dejar aparte la biografía de Molière tampoco es demasiado inteligente.

En cuanto a la posición de las mujeres en la sociedad, Molière fue el comentarista más agudo de su época: siglos antes que Shaw, se percató de que el mito de Pigmalión estaba vigente y de que las mujeres de su tiempo constituían legiones enteras de Galateas. Fue el primero en poner sobre la mesa el asunto de la educación de las jóvenes, el primero en fustigar sin misericordia los afanes oscurantistas de los maridos y también el primero en burlarse de las pretensiones y el esnobismo de las cortesanas. Pero más allá del rango social de sus observaciones, Molière, habiendo vivido en el ambiente de la compañía itinerante, era un buen conocedor de la naturaleza femenina. Le gustaban las mujeres, y las entendía bien; podemos imaginar que su relación con Marquise du Parc, actriz de su compañía, fue más humana que la que ésta tuvo, casi en seguida, con Racine. Por eso pudo ser tan estricto frente a Arnolfo, cuyos comentarios –desde la arrogancia estúpida con que se burla de los maridos cornudos hasta las Máximas del matrimonio con que pretende educar a Inés– son de una miopía insalvable. Y por eso pudo, también, permitir que su personaje terminara su última escena con ese Oh!, interjección terrible que ni siquiera es levantada del polvo por una palabra articulada, como si el amante abandonado quedara reducido a una criatura balbuceante e infrahumana.

De: Molière, pintado al óleo (Fragmentos)
Juan Gabriel Vásquez

De: ElMalpensante.com




No hay comentarios: