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16 de octubre de 1856 - Dublín, Irlanda |

El Arte por el Arte
(Fragmentos)
DR. RODRIGO QUESADA
MONGE (1952), historiador costarricense, Premio Nacional de Historia (1998) de
la Academia de Geografía e Historia de su país.
(...) Ni duda cabe de que Wilde con ese amor por la
simulación anunciaba con mucho algunas de las tendencias más notables de la
estética del siglo XX. Tanto así que, a veces sus tesis casi configuran un
programa existencial, muy bien articulado en ciertos de sus más profundos
ensayos, conferencias, diálogos y artículos, como lo veremos luego. Pero a
Wilde le estaba reservado convertirse en la víctima propiciatoria que pusiera
en evidencia toda la hipocresía pantagruelesca del reinado de Victoria. Pocas
veces podemos encontrar una reina más consciente de su "misión
civilizadora" como esta mujer. La magnificencia con que el totalitarismo
victoriano fue construido, no sólo revela la incontrovertible vocación
dictatorial de la mayor parte de las monarquías imperialistas de la época, sino
que también permite explicar en gran parte algunas de las causas del cataclismo
de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Para Victoria y los ideólogos
victorianos, los "súbditos" de su majestad no tenían vida privada.
Todos y cada uno de los más ocultos resquicios de su cotidianidad estaban
reglamentados, al extremo de que hasta las escaramuzas de alcoba debían
sujetarse a cierto tipo de codificación.6 Pero es que le tocó en suerte a su
reinado, definir los parámetros con que se construiría y se cimentaría el
imperio. No se podía pedir moral, disciplina, civilización y otros principios a
los pueblos de África, Asia o el Caribe, sino se era capaz de construir una
moral igualmente efectiva en casa.
Resulta que Oscar Wilde, su
persona, sus ideas, sus emociones, sus gustos y hasta sus gestos no encajaban
en ese esquema. Dos cosas entonces, parecen aflorar aquí con una fuerza
particular, si algo queremos entender de la saña y la brutalidad con que se le
reprimió, y finalmente se le aniquiló. Su homosexualidad por un lado, y sus
ideas socialistas por otro, eran dos ingredientes definitivos para que todo el
peso del canon disciplinario victoriano le cayera encima. Al lado de estos
elementos, todo el dispositivo caricaturesco que Wilde montó con su dramaturgia
sobre la moralidad burguesa, le representó en todo momento serios problemas
éticos, políticos, estéticos y sociales. Porque las críticas de Wilde son
anti-burguesas, más que anti-victorianas. Tenía claro que la monarquía era el
obediente instrumento de un todo más abrumador y destructivo: la civilización
capitalista. La monarquía y el imperio eran sus dos puntas de lanza, a las
cuales, un autor como Kipling, siempre rindió respeto y pleitesía. (...)
El hedonismo sincero de Wilde
pudiera haber producido algún grado de acidez en los sectores más conservadores
y vigilantes de la moral pública victoriana. Lo mismo que el lado oculto de su
vida privada, atemperado por un matrimonio trágico y falaz, parecía atraer la
curiosidad más morbosa del público británico de la época, porque rara vez
alguien exponía su verdadera naturaleza sexual con tanta sinceridad como lo
había hecho el escritor. Todavía estos ingredientes podían ser manejables en
una corte de justicia. Pero que el arte por el arte fuera la excusa para
promover sus verdaderas ideas políticas, hacían de nuestro poeta una presa
fácil, como veremos más adelante, de los inveterados prejuicios políticos y
culturales de la corona británica. (...)
OSCAR WILDE: EL ESTETA - Con frecuencia, la enigmática visión de la
vida que tenía Oscar Wilde, evoca en nosotros una capacidad particular para
llevar hasta sus últimas consecuencias aquello en lo que creemos y en lo que
sentimos. El esteticismo de Óscar Wilde tiene el tono de la ficción, del puente
que se establece entre el sueño y la realidad. Vivir la vida como una obra de
arte puede plantearle problemas a quien la aborda con la cordura que da la
perpetua racionalización a que nos obliga la vida cotidiana.
El arte por el arte, postulado central de algunos de los grandes
teóricos de la estética pre-rafaelista como Walter Pater (1839-1894), y cuya
influencia artística en Wilde fue decisiva, en apariencia, podía profundizar
las contradicciones entre la amoralidad del arte y el supuesto compromiso que el
artista debía tener con los problemas de su tiempo. Porque para Wilde no
existían el libro pervertido o el libro virtuoso. Existían los libros bien o
mal escritos. Y esta sola afirmación fue capaz de provocar un debate de grandes
proporciones, que incluso se siente hoy día entre nosotros.
El esteticismo de Oscar Wilde, su
dandysmo, pertenecen a la era del imperialismo, a los sobrecogedores umbrales
del siglo XX. No es el dandysmo de Charles Baudelaire por ejemplo, todavía bajo
los influjos de una revolución francesa que no acaba su tarea, aun cuando la
comuna de París de 1871, supuestamente, debió de haber llevado al colmo una
herencia que en el presente recordamos con nostalgia y gratitud. El arte por el
arte, como patrón ideológico, en el caso más que concreto de Oscar Wilde, es
una estrategia de evasión, ante las evidencias contundentes de la fealdad de la
sociedad industrial. En estos casos jamás el arte podrá imitar la vida.
Si partimos de la base de que el
arte por el arte es una actitud irresponsable, sometida a los vaivenes del
gusto literario y artístico de la época, o metida de plano en los caprichos
estéticos del artista, eso sería ponerle límites muy serios a un conjunto de
ideas que no se agotan en el culto por el objeto de arte, sino que va más allá
y abarca también el grado de inserción que tenga el artista en su realidad
social, política y cultural específica. Cuando
Wilde sostenía que el arte era inútil, se refería precisamente a su supuesta
banalidad, predicada por años por una burguesía pragmática y estéril, que sólo
confiaba en la industria para producir "cosas útiles". Se refería
también a los despropósitos socio-económicos del mismo, puesto que los afectos,
las emociones y la soledad creativa del artista no están diseñadas para producir
cosas útiles según el criterio de la burguesía, sino objetos bellos, capaces de
evocar en el espectador la posibilidad de tener acceso a un mundo mejor. En ese
sentido el arte es subversivo, pero sigue siendo inútil. Aunque el artista y su
creación serían muy útiles para la burguesía si defendieran y estuvieran al
servicio de sus intereses.
La tesis del arte por el arte, no
sólo como se expresó en la Inglaterra victoriana, sino también en la Francia
del Segundo Imperio, generaba una serie de acaloradas discusiones sobre todo
porque, si la revolución industrial había traído consigo una riqueza colosal
para los poderosos, también se hizo acompañar por una pobreza aterradora. Tal
tesis en este caso, era poco menos que frívola y superficial. Sin embargo, difícilmente
el artista con sus creaciones podía modificar dicha situación. La pintura de
los pre-rafaelistas no alteró un ápice los desmanes imperialistas británicos en
la India, por ejemplo. O la humillante situación en la que se encontraba la
mujer.
Sin embargo, en el ejemplo de Wilde como en el de muchos otros
creadores de su época, el arte podía convertirse en un artefacto de poderosa
influencia política y social, a partir de la fuerza y de la naturaleza del
compromiso con que el artista se insertaba en la sociedad de su tiempo. De tal
manera que, entre el buen decir de Wilde, y su verdadero hacer, la lógica
dialéctica nos dice que son los resultados los que nos permiten medir la
verdadera dimensión del impacto de sus creaciones, y los mismos son de tal magnitud
que hoy podemos decir que existe una bibliografía cercana a los ocho mil
títulos sobre su vida y su obra.
Durante su estadía en los Estados
Unidos, en 1882, Wilde impartió conferencias sobre las distintas y variadas
expresiones de la belleza, pero la sonoridad del recibimiento que le dieron no
estuvo en proporción con los contenidos y las críticas que quiso hacer. La
buena sociedad norteamericana parecía hacer derroche de su riqueza, pero no
sucedía lo mismo en lo que respecta al buen gusto, la delicadeza, y el glamour
en los distintos escenarios que ofrecía la vida cotidiana. Como les hizo ver
con cínica franqueza sus limitaciones, algunos escritores y críticos del autor
lo encontraron presuntuoso e infatuado, pero rara vez escrutaron a profundidad lo
que Wilde entendía por belleza, sentido estético y sensibilidad artística.
Esta clase de desacuerdos, por
más esfuerzos que él hubiera hecho para atemperarlos y no perder la paciencia
con el mal gusto de la pretenciosa y arrogante nueva burguesía industrial
norteamericana, le enseñaron mucho y lo ubicaron de frente a la gran polémica
del siglo: ¿Dónde reside el verdadero
valor de una obra de arte? ¿Quién decide lo que es una obra maestra? Dos
preguntas que, como decía Wilde, habían recibido una riquísima gama de
respuestas, pero sobre las cuales cada vez sabíamos menos.
Hoy, cuando el valor de una pieza artística se mide por su cotización
en la bolsa, el esteticismo de Wilde tendría muy poco que añadir, pero es un
resonante llamado de atención. Por
eso, en gran medida continúa con nosotros, porque tuvo el coraje de sostener
que la belleza tenía valor en sí misma, y que no era un medio para enriquecer a
su poseedor. La economía política del gusto nos enseña a fin de cuentas que la
belleza, el talento, el ingenio no se poseen, somos poseídos por ellos. Una
cosa que la inveterada burricia maquinista de la burguesía no vislumbró jamás.
Su mundo de objetos útiles, su insaciable necesidad de cosas, de mercancías, ha
jugado el papel de una plataforma muy efectiva para dinamizar al mundo de los
marchantes, pero ha dejado libres, aunque sufrientes y exangües, a los
creadores, sobre todo aquellos que no se venden, así les vaya en ello la salud
física y mental.
Por eso el esteticismo de Wilde,
como decíamos arriba, no se puede comprender fuera de su proyecto vital, el
cual incluye su homosexualidad, su condición de irlandés y de soñador
socialista. (...)
Con el principio hegeliano en las
manos, recogido en nuestros días y llevado hasta sus últimas consecuencias por
un crítico como Lukács, de que la belleza de un objeto no es un tema de
discusión ontológica necesariamente, autores como Sir Edward Arnold, John
Ruskin y Walter Pater, a quien ya nos referimos, le prepararon el terreno a
Wilde para que su estética esencialista fuera más allá del simple placer
cotidiano o instantáneo que pudiera producir una obra de arte. Tal tensión
entre la cotidianidad y la eternidad no se resolvía con el hedonismo de los
pre-rafaelistas, aunque las propuestas de Rossetti o Morris eran dignas de
tomar en cuenta, sino, según Wilde, de
acuerdo con la capacidad que tuviera un determinado artista de minar el terreno
de la estética burguesa desde adentro. Bien sabemos que dicha tensión le
reventó en la cara. Sin embargo, encontró seguidores en autores posteriores
como Gide, Auden, Nabokov, Beckett, Mann y otros que supieron plantarse de
manera frontal ante una estética burguesa que aspiraba a la legitimación
esencialista del objeto, en la medida en que éste tarde o temprano terminaría
convertido en mercancía.
En ningún lugar, finalmente, podemos ver con más claridad la textura de
dicha tensión que en los diálogos que sostienen sus personajes dramáticos.
El dialogismo de Wilde, como diría Bakhtin, es un recurso mediante el cual el autor despliega a plenitud todas sus
objeciones hacia la sociedad burguesa, pero tiene la fuerza particular, asumida
con sutileza y elegancia, de revelar sus paradojas sin caer en la vulgaridad
discursiva o panfletaria que sus temas pudieron haber provocado. Si el artista
vive en los límites de la sociedad, y con regularidad puede ser confundido con
un criminal, por su actitud rebelde y marginal, la burguesía hace lo mismo,
sólo que se oculta tras una pasta de afeites a la cual hay que penetrar con el
cincel de la crítica y la sensibilidad individuales. De aquí que el
socialismo de Wilde apunte hacia el rescate del individuo antes que a cualquier
masa social informe y primitiva. A continuación nos referiremos un poco al
tema.
OSCAR WILDE: EL SOCIALISTA - "La
principal ventaja que se obtendría del establecimiento del socialismo, sería
indudablemente que el socialismo nos relevaría de la sórdida necesidad de
trabajar para otros, la que, en el presente estado de cosas, presiona tanto
sobre casi todo el mundo. De hecho, casi nadie escapa ".
Wilde sostenía que en el
socialismo el desarrollo del individuo, a la larga, devendría en un
extraordinario beneficio para toda la comunidad. Pero era fundamental, ofrecerle a ese individuo las condiciones ideales
para que su expansión y crecimiento como ser humano se dieran sin limitaciones
de ninguna naturaleza. En su condición de irlandés católico, hijo de una mujer (Esperanza) dirigente
dura y combativa del movimiento feminista, también líder lúcida y brillante de
las tareas por la liberación de Irlanda, Wilde nunca separó su sueño de la
posible construcción del socialismo de las luchas por la independencia de su
país. Sostenía que la sensibilidad y profundidad de los celtas no tenían por
qué estar sometidas a la frivolidad y al burdo sentido práctico de los teutones
(sajones o ingleses). Estas ideas, desplegadas en varios de sus ensayos,
pero notablemente en The soul of man under socialism (1891), le ocasionaron
algunos problemas con la crítica literaria victoriana. A ésta, la Revolución
Industrial le había creado el falso sentimiento de la infalibilidad del
proyecto burgués de civilización, y por ello, el canon victoriano estaba
lubricado de arriba a abajo con la húmeda creencia de que todos los pueblos del
planeta le merecían incondicional entrega. Húmeda en la sangre, el sudor y las
lágrimas, de los trabajadores de las colonias, quienes durante la Primera
Guerra Mundial (1914-1918) empezarían a inmolarse por una causa que no era la
suya.
La Inglaterra victoriana es la
del apogeo de la industrialización, pero también la del crecimiento de la clase
trabajadora, de sus luchas, sus avances, retrocesos y conquistas. En la era del
imperialismo, cuando las utopías sociales florecen como hongos por todas
partes, puesto que la miseria que ha traído consigo la expansión capitalista en
pro del enriquecimiento colosal de unos cuantos, no pasa inadvertida para
aquellos con suficiente sensibilidad y sentido común como para percatarse sobre
quién se beneficia y cómo legitima esos privilegios.
Las reflexiones de Wilde sobre la
sociedad de su tiempo son portadoras de esa orientación. Pocos autores del
período hicieron tanto para promocionarse a sí mismos, pero también pocos
lograron penetrar tan a fondo lo que en realidad era la Inglaterra victoriana.
Sus viajes a los bajos fondos de Londres, una ciudad con dos millones de pobres
al iniciarse los noventa, se completaban con su conocimiento práctico y teórico
sobre los círculos sociales más distinguidos de aquella.
Consecuente con su hipótesis de
que el carisma, el buen vestir, la prudencia en las comidas y la templanza en
los placeres eran el resultado de un conocimiento adquirido en un mano a mano
con los excesos, Wilde hizo lo que estuvo a su alcance para vender su imagen, y
con ello estaba dando el primer paso hacia la venta de sí mismo como mercancía
artística, producto de la publicidad, una de las grandes aspiraciones del
hombre contemporáneo. Todos seremos famosos por lo menos durante quince minutos
de nuestras vidas, decía Warhol. Y de esta manera, Wilde saldó sus deudas con
su pasado en Oxford, con una pizca de notoriedad. Porque sostenía que los dos
grandes cambios de su vida habían tenido lugar cuando sus padres lo enviaron a
Oxford, y cuando la sociedad lo envió a prisión. (...)
Puede resultar difícil de negar
la vertiginosa propensión totalitaria del reinado de Victoria; ahí están las
brutalidades de su imperio para probarlo. Precisamente es contra esa tiranía
victoriana que Wilde escribe sus ensayos, sus historias para niños y sus
dramas. Pero no se le enfrenta de una manera abierta y exultante. Su lucha contra la mojigatería, la falsa
espiritualidad, y la frivolidad volátil de los victorianos está planteada en
términos estéticos, de manera que es también estética la noción de socialismo
que cultiva Wilde.
Pero aquí no hablamos de un
socialismo melifluo y azucarado, sino de un socialismo de catacumba, marginal, que
sueña con un mundo mejor para los desheredados de la tierra, los minoritarios,
los criminales, los desajustados y los irracionales. En gran parte ese es el
tributo que Wilde le rinde a los chulitos de los barrios bajos de Londres:
soñar sus sueños y traducirlos en poesía, prosa y pensamiento. Pero como buen
pequeño burgués, citadino y acomodaticio, también se cobra su precio: acostarse
con ellos, aunque después le devuelvan el zarpazo. (...)
Wilde está más cerca de Tolstoi que de Bakhunin, y todavía más de los
fabianos que de los marxistas. Pareciera feliz de estar al margen de las
ruidosas discusiones que se suscitan al interior de la Segunda Internacional de
los Trabajadores, definitivamente rasgada en vísperas de la Primera Guerra
Mundial. Aún así, la vida de Wilde se extiende a lo largo de un período rico en
acontecimientos sociales, políticos y culturales, que no le pasaron
desapercibidos en su gran mayoría, y en los cuales, cuando fue requerido, tuvo
una participación importante, como el asunto de la cacería de brujas que
provocó el caso Dreyfus. Su participación en el "affaire" no está
clara por completo, pero sabemos que con Emile Zola y otros grandes escritores
de la época, hizo lo necesario para mostrarle al mundo el racismo y la
intolerancia que había detrás de la condena de Alfred Dreyfus (1859-1935) por
supuesta alta traición al ejército francés en favor de los alemanes. Su gran
delito fue ser judío.
El individualismo de Wilde, sustentado sobre la sólida idea de que si
la persona humana no dispone de condiciones materiales y espirituales para
desplegarse a cabalidad abre el paso a muchas variantes de la esclavitud, tiene
una vigencia y una vitalidad en nuestros días, que asombra por su frescura y su
inmediatez. No se trata del individualismo rampante y explotador que
predican el liberalismo y el neoliberalismo actuales, sino más bien de aquél
que sostiene que si los seres humanos no sacan todo lo que tienen dentro, la
sociedad se verá invadida por todos los vicios y consecuencias nefastas que
traen consigo la frustración, las inhibiciones, la amargura y la represión. La
belleza, el cultivo del espíritu, la solidaridad, serían los vehículos mediante
los cuales los hombres y mujeres de la nueva Utopía harán posible la
recuperación del individuo. "El estado fue concebido entonces para hacer
lo útil, el individuo para realizar lo bello" decía Wilde, en una frase
que recoge a la perfección su criterio sobre los distintos terrenos en que
deben moverse ambos sujetos. (...)
Uno quisiera pensar que el
socialismo de Wilde es más sistemático, más y mejor articulado que muchas
propuestas que circulaban por aquellos días, pero no pasa de ser una pose
romántica, anti-colonialista y certeramente estética, nada más. Leerlo con los
ojos de un marxista de nuestros días, puede llenarnos de frustraciones, pues
podríamos ponerlo a decir cosas que nunca dijo, ni pensó remotamente. Casi nos
inclinamos por argumentar que para Wilde el arte y la individualidad, esa
noción específica que tiene del individualismo, son interdependientes. Ya
decíamos páginas atrás, que él intuyó la diferencia operativa entre individuo e
individualidad. Para fines estéticos tal distinción es central, pues la
burguesía tiene una idea del individuo que en nada se parece a la que estuvo
trabajando Wilde hasta su muerte en 1900.
Sonará formalista lo que vamos a
señalar, pero a veces es útil este tipo de juegos semiológicos. Si separamos al
sueño del soñador, nos daremos cuenta que en un ensayo como "The soul of
man…" el contenido utopista del trabajo lleva la dirección de hacerle
notar al lector que sin él, ningún progreso social o cultural es posible. Wilde
no sistematiza su sueño, sólo piensa en los cambios que experimentará el
soñador cuando esa nueva sociedad se vislumbre en el horizonte. Esto es
perfectamente lógico, a partir del andamiaje estético que Wilde se ha
construido. En sus "historias socialistas para niños" la belleza de
las narraciones, de los temas, del lenguaje, de los personajes, nos impiden de primera
entrada darnos cuenta que en casi todas ellas, se parte de postulados binarios:
justo-injusto, bueno-malo, bello-feo, egoísta-generoso, y así en casi todos sus
cuentos. No podía haber sido de otra manera, la lógica formal, de fuerte sabor
aristótelico, es la plataforma sobre la que reposa la visión del mundo de la
burguesía colonialista de los tiempos de Wilde, y él, para bien o para mal, fue
educado por ella, a pesar de que su decadentismo esteticista le haya granjeado
su mala voluntad. Con serias dificultades la burguesía tolera de nuevo en sus
filas, a quienes la traicionan.
DR. RODRIGO QUESADA MONGE (1952), historiador costarricense, Premio
Nacional de Historia (1998) de la Academia de Geografía e Historia de su país.
Tiene publicaciones en diversas revistas del continente, y varios libros sobre
historia económica y social de América Central y del Caribe.
© Rodrigo Quesada Monge 2000
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad
Complutense de Madrid
De: pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo
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