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Emilia Pardo Bazán 16 de setiembre de 1851 - La Coruña |
La mariposa de pedrería
Érase que se era un mozo muy
pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran
capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un
catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre
comido de orín. El mozo -a quien llamaré Lupercio- cubría sus carnes con traje
sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa
blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio
sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un
panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y
bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.
Para evitar el bochorno de que
las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más
fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja.
Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba
cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce
eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos
ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente
columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas
alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al
través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates
presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio,
clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de
aprender, de vivir.
Una noche subió a su guardilleja
más calenturiento que nunca. Encendió mortecina lámpara, abrió la ventana para
que el tabuco se ventilase y, dejando caer la cabeza sobre la mano, poco tardó
en rezumar por entre sus dedos lágrima abrasadora. Alzó la frente, miró al
anafre y se le ocurrió que en él estaba el remedio de cuantos males hay en el
mundo. Estas cosas, lector amigo, de cien veces que se piensen, dígote en
verdad que no se hacen una. Lupercio, que realmente estaba triste, triste hasta
morir, de pronto cogió la pluma, la sepultó en el roñoso tintero, la paseó
sobre un fragmento de papel... y salieron renglones desiguales, los primeros
que había compuesto nunca. Cuando terminó la composición, o lo que fuese, el
mozo vio, a la luz de la mortecina lámpara, posado sobre su tintero, un insecto
extraño, fúlgido, deslumbrador: una mariposa de pedrería.
Su abdomen era de una perla
oriental: de esmeraldas su corselete; sus alas de rubíes y brillantes, y al
remate de sus antenas temblaban, como gotas de rocío, dos cristalinos
solitarios de incomparable pureza. Lo más encantador de la mariposa es que,
siendo de pedrería, estaba viva, pues al tender Lupercio la mano para cogerla,
voló la mariposa y fue a posarse más lejos, a la orilla de la mesa. El mozo se
quedó sobrecogido; si se empeñaba en cogerla, de fijo que la mariposa huiría
por la ventana abierta. Renunciando a perseguir al resplandeciente insecto,
Lupercio se contentó con admirarlo.
La mariposa tenía, sin duda
alguna, luz propia, porque apartada de la escasa de la lámpara, centelleaba
más, proyectando irisados reflejos sobre toda la guardilla. Y es el caso que, a
la claridad emanada de la mariposa, así se transformaba la vivienda de
Lupercio, que no la conocería nadie. Invisibles tapiceros revistieran las
paredes de telas, cuadros, espejos y colgaduras; del techo pendían arañas de
veneciano vidrio y cubría el suelo alfombra turquesca de tres dedos de gordo.
¡Qué metamorfosis! En las Gorgonas de Murano se deshojaban rosas: sobre un
velador árabe tentaban el apetito frutas, dulces y refrescos; blancas melodías
de laúd acariciaban el aire y, abriéndose sutilmente la puerta, una mujer, digo
mal, una diosa, envuelta en gasas tenues y sin más tocado que las rubias hebras
de febeo cabello, se adelantó, tomó del velador una granada entreabierta,
reventando en granos de púrpura, y se la ofreció a Lupercio con lánguida
sonrisa... Todo este misterio duró hasta que la mariposa, desde el borde de la
ventana, alzó su vuelo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Aunque al volar la mariposa de
pedrería la guardilleja volvió a su prístina y natural fealdad, miseria y
desaliño, desde aquel día Lupercio no pensó en la muerte. Tenía un interés, una
esperanza: que repitiese su visita la encantada bestezuela. Y la repitió, en
efecto, al conjuro de la pluma mojada en tinta y los renglones desiguales.
Volvió la mariposa, y esta vez convirtió la guardilla en jardín tropical,
poblado de naranjos y palmeras, donde vírgenes africanas ofrecían a Lupercio
agua fría en ánforas rojas estriadas de plata y azul. Así que se habituó a
responder al conjuro, la mariposa fue transformando la mansión de Lupercio, ya
en gruta oceánica, con náyades, corales y espumas, ya en bahía polar que
alumbra boreal aurora, ya en patio de la Alhambra, con arrayanes y fuentes de
mármol, donde se leen versículos del Corán; ya en camarín gótico, dorado como
un relicario...
Mientras tanto, un periódico
imprimía los versos de Lupercio -porque versos eran, ya es hora de confesarlo-
y, poco a poco, los fue conociendo, estimando y luego admirando el público.
Tras la admiración y el aplauso del público vino la envidia de los rivales, la
curiosidad de los poderosos y la protección de algunos más inteligentes; con la
protección, un poco de bienestar; luego, algo que pudiera llamarse desahogo y,
por último, una serie de felices circunstancias -herencia, lotería, negocios-,
la riqueza. Lupercio vivió, amó, gozó, rodó en carruaje al lado de pulcras
damiselas, con trajes de seda de eléctrico roce..., y no necesito decir que,
impulsado por el aura de la fortuna, fue bajando, primero de su guardilla al
piso segundo; después, del segundo al primero, hasta que resolvió construir
para su residencia un lindo palacio, a orillas del mar, en Italia. Había en él
jardines, salones, tapicerías, brocados, alfombras, objetos de arte; en suma,
cuanto pudo soñar Lupercio en la guardilla de los años juveniles.
Sin embargo, su mujer, sus hijos,
sus amigos, sus criados, le veían cabizbajo, abatido, deshecho y notaban que,
de día en día, se iba agriando su carácter, y ennegreciéndose su humor, y
rebosando en él tedio y hastío. Nadie se explicaba el cambio, porque nadie
sabía que la mariposa de piedras, la maga de la guardilla, la que también había
frecuentado el piso segundo y honrado alguna que otra vez el principal, no se
dignaba apoyar sus patitas de esmalte en el reborde de las ventanas del
palacio, abiertas siempre en verano como en invierno, para dejarle franca la
entrada.
Lupercio se ponía de pechos en la
rica balconada de mármol que dominaba el jardín, y desde la cual se divisaba la
extensión del golfo de Nápoles y se oía el murmurio de sus aguas, y miraba a
las estrellas por si de alguna iba a bajar la mariposa; pero las estrellas
titilaban indiferentes y, de mariposa, ni rastro. Lupercio abría a centenares
botellas de generosos vinos -de aquellos que en la mocedad le tentaban como un
sueño irrealizable-, y en el fondo espumoso del cristal no dormía la mariposa
tampoco. Lupercio comía granadas con algunas risueñas beldades muy aficionadas
a la fruta, y tampoco en el seno de púrpura se ocultaba la mariposa maldita, la
de las alas de rubíes...
¿Qué si había muerto? ¡Para morir
estaba ella! Sabe, ¡oh lector!, que las mariposas de pedrería son inmortales.
Sólo que la tunanta no tenía ganas de perder el tiempo con gente machucha, y
andaba transformando en palacio, jardín o edén otro domicilio modesto, donde un
mozo soñador garrapateaba no sé si verso o prosa...
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Figura señera en la evolución de la conciencia de "género" para la mujer y la cultura de España. El siguiente cuento y otros hechos de su vida así lo revelan. |
Náufragas
Era la hora en que las grandes
capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la
actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el
riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos
claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo
envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas
monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de
guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se
derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un
poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los
caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan
parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la
penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una
tienda elegante.
Las floristas pasan... Ofrecen su
mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el
regalo de los sentidos.
Ante la tentación floreal, las
mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no
pueden contentar el capricho, de pena...
Y esto sucedió a las náufragas,
perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con
la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de
residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado
ni para comprarlo. Deudas, eso sí.
¿Cómo podía ser que un hombre sin
vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El
inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en
pagar tributo a la ciencia.
No contento con montar una botica
según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros y costosos: quería
que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la última palabra... «¡Qué
sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna medicina de estas de ahora y
no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué responsabilidad si, por no
tener a mano el específico, el enfermo empeora o se muere!»
Y vino todo el formulario alemán
y francés, todo, a la humilde botica lugareña... Y fue el desastre. Ni don Opropio
recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen comprado... Se diría que
las enfermedades guardan estrecha relación con el ambiente, y que en los
lugares solo se padecen males curables con friegas, flor de malva, sanguijuelas
y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha «desmineralizado la sangre» o de
que se le han «endurecido las arterias», y, sobre todo, proponedle el radio,
más caro que el oro y la pedrería... No puede ser; hay enfermedades de primera
y de tercera, padecimientos de ricos y de pobretes... Y el boticario se murió
de la más vulgar ictericia, al verse arruinado, sin que le valiesen sus
remedios novísimos, dejando en la miseria a una mujer y dos criaturas... La
botica y los medicamentos apenas saldaron los créditos pendientes, y las
náufragas, en parte humilladas por el desastre y en parte soliviantadas por
ideas fantásticas, con el producto de la venta de su modesto ajuar casero, se
trasladaron a la corte...
Los primeros días anduvieron
embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto señorío! El
dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar... ¡Tanta tienda! ¡Tanto coche!
¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de hambre; aquí
todo el mundo encontrará colocación... No será cuestión sino de abrir la boca y
decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase... A ver, tanto quiero ganar...»
Ellas tenían su combinación muy
bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa formal, decente, de
señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de llaves, propias de una
persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes que perder la dignidad
de gente nacida en pañales limpios, de familia «distinguida», de médicos y
farmacéuticos, que no son gañanes... La hija mayor se pondría también a servir,
pero entendámonos; donde la trataran como corresponde a una señorita de
educación, donde no corriese ningún peligro su honra, y donde hasta, si a mano
viene, sus amas la mirasen como a una amiga y estuviesen con ella mano a
mano... ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería una hija más...
Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes... Comería aparte,
en su mesita muy limpia... En cuanto a la hija menor, de diez años, ¡bah! Nada
más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que hay, donde las
educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo... ¡Ya lo creo! Todo esto
lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el viaje a la corte...
Sintieron gran sorpresa al notar
que las cosas no iban tan rodadas... No sólo no iban rodadas, sino que, ¡ay!,
parecían embrollarse, embrollarse pícaramente... Al principio, dos o tres
amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar... Al recordarles el
ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes... «Es
muy difícil... Es el demonio... No se encuentran casas a propósito... Lo de
esos colegios anda muy buscado... No hay ni trabajo para fuera... Todo está
malo... Madrid se ha puesto imposible...»
Aquellos amigos -aquellos
conocidos indiferentes- tenían, naturalmente, sus asuntos, que les importaban
sobre los ajenos... Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras que quieren
acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que no han
servido nunca... Muy honradas, sí...; pero con toda honradez, ¿qué?, vale más
tener gracia, saber desenredarse...
Uno de los amigos preguntó a la
mamá, al descuido:
-¿No sabe la niña alguna
cancioncilla? ¿No baila? ¿No toca la guitarra?
Y como la madre se escandalizase,
advirtió:
-No se asuste, doña María... A
veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas... Los barberos
son profesores. Conocí yo a uno...
Transcurrida otra semana, el
mismo amigo -droguero por más señas- vino a ver a las dos ya atribuladas
mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a atrasarse
lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido chirle... Y
previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había una
colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.
-No crean ustedes que es de
despreciar, al contrario... Muy buena... Muchas propinas. Tal vez un duro
diario de propinas, o más... Si la niña se esmera..., más, de fijo.
Únicamente..., no sé... si ustedes... Tal vez prefieren otra clase de servicio,
¿eh? Lo que ocurre es que ese otro... no se encuentra. En las casas dicen:
«Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede
foguearse. Puede...
-Y ¿qué colocación es esa?
-preguntaron con igual afán madre e hija.
-Es..., es... frente a mi
establecimiento... En la famosa cervecería. Un servicio que apenas es
servicio... Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con frecuencia,
porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay cante... Es
precioso.
Las náufragas se miraron... Casi
comprendían.
-Muchas gracias... Mi niña... no
sirve para eso -protestó el burgués recato de la madre.
-No, no; cualquier cosa; pero
eso, no -declaró a su vez la muchacha, encendida.
Se separaron. Era la hora
deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les parecía -con
su lujo, con su radiante alegría de primavera- un desierto cruel, una soledad
donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un instante el
rostro enflaquecido de la joven lugareña.
-¡Mamá!, ¡rosas! -exclamó en un
impulso infantil.
-¡Tuviéramos pan para tu
hermanita! -sollozó casi la madre.
Y callaron... Agachando la
cabeza, se recogieron a su mezquino hostal.
Una escena las aguardaba. La
patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al principio había tenido
paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña, dulce y cariñosa, que,
siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba de ayudar en la cocina
fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de los huéspedes que pagaban
al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres bocas son muchas bocas para
mantenidas, manténganse como se mantengan. Doña Marciala, la patrona, no era
tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los impulsos de su buen corazón. Al
ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la mesa, esperando el menguado
cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula con un recado:
-Dice doña Marciala que hagan el
favor de ir a su cuarto.
-¿Qué ocurre?
-No sé...
Ocurría que «aquello no podía
continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o valía más, «hijas
mías», despejar... Ella, aquel día precisamente, tenía que pagar al panadero,
al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la mañana! Dos tíos
brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas en la antesala,
amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero, poniéndola de
tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala Galcerán, una
señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El que vive de un
trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará si come él. Los
tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el alma...; pero se
había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche, bueno, no se dijera,
tendrían su cena...; pero al otro día, o pagar siquiera algo, o buscar otro
hospedaje...
Hubo lágrimas, lamentos, un
conato de síncope en la chica mayor... Las náufragas se veían navegando por las
calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería los restos del
pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El importe a doña
Marciala..., y aún quedaban debiendo.
-Hijas, bueno, algo es algo...
Por quince días no las apuro... He pagado a esos zulúes... Pero vayan pensando
en remediarse, porque si no... Qué quieren ustés, este Madrid está por las
nubes...
Y echaron a trotar, a llamar a
puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a ofrecerse hasta a las
señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y humilde:
-¿No sabe usted una casa donde
necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente, que ha estado
en buena posición..., para ama de llaves... o para acompañar señoritas...
Encogimiento de hombros, vagos
murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras, secas,
despreciativas... Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza. Un
mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era visto
que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere en
descanso, hubiera sido como otros..., no se verían ellas así, entre olas,
hundiéndose hasta el cuello ya...
Una tarde pasaron por delante de
la droguería. ¡Debía tener peto el droguero! ¡Quién como él!
-¿Por qué no entramos? -arriesgó
la madre.
-Vamos a ver... Si nos vuelve a
hablar de la colocación... -balbució la hija. Y, con un gesto doloroso, añadió:
-En todas partes se puede ser
buena...
... “Emilia
empieza a publicar artículos de divulgación científica en la Revista
Compostelana, en una sección titulada «La ciencia amena»; pero ya
se está gestando su primera novela, Pascual López, situada en
Santiago de Compostela, obra que los críticos consideran floja. Pasa luego a
una vida de San Francisco de Asís, pero vuelve a la novela con Un
viaje de novios, donde ya se advierte la influencia de Emile Zola.
Interesada por el naturalismo francés, escribe sobre ese tema una serie de
artículos que reúne en un libro, La
cuestión palpitante; aunque ella insiste en que la obra es sólo
expositiva, se la cree una defensa del naturalismo, doctrina derivada de una
filosofía determinista que niega el libre albedrío y, por lo tanto, la moral.
Estalla el escándalo. Se la acusa de ensalzar doctrinas ateas y, aunque ella
insiste en considerarse una católica ferviente, el libro amenaza hasta la paz
conyugal. Le han preguntado a Quiroga cómo pudo permitir que su mujer lo
publicase, y él le prohíbe a Emilia que siga escribiendo. La obra monumental de
la prolífera señora demuestra que el marido no tuvo éxito, pero el matrimonio
empezó a distanciarse y terminó, si no en divorcio, en alejamiento y en
indiferencia.
Financia con su
herencia una revista mensual, el Nuevo Teatro Crítico, de cien
páginas escritas por ella sola. Cada número tiene un cuento, un estudio crítico
literario, semblanzas de escritores, ensayos sobre cuestiones sociales o
políticas, viajes e historia. Vive de polémica en polémica, pero esta combativa
mujer es capaz de escribir una frase admirable: «Defiendo mis ideas,
mis obras que se defiendan ellas, y si no pueden, señal de que merecen
sucumbir»
Alicia Jurado
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