sábado, 31 de agosto de 2013

"Bueno es ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivir con pasión" - Charles Chaplin



   Con profunda alegría por el público reconocimiento nos adherimos todos/as las integrantes de Perras Negras a este homenaje al Dr. Carlos Blanc, nuestro querido Carlitos, el alquimista de la palabra, capaz de transformar recuerdos propios en escenografías emocionales para cualquier habitante de esta generosa tierra.

     No es la primera vez que a él nos referimos en este espacio. Publicamos parte de su producción cuando presentamos nuestro Libro Colectivo del 2012 (en la foto, de brazos cruzados, junto a compañeros/as del Taller; o sea, determinado a la lucha porque le ha sido siempre natural, como dice Chaplin). En esa ocasión, también intentamos acercar algún testimonio de su otra casi escondida pasión: la actuación teatral.


Los invitamos a compartir el artículo que escribió con motivo de su retiro de la actividad docente en la Regional Norte de la UDELAR, recogido del diario CAMBIO de SALTO:

Sin adioses, sin despedidas

Locales | 16 Dic. Prof. Dr. Carlos Blanc


Apronto mi vieja valija por última vez este año y con ese destino, ya no volveré a armarla. No hace mucho cumplí 70 años y supe que lo que una vez empecé, en Montevideo en 1981, sin pensar jamás en este final, después de todo cumple igualmente con un viejo refrán: "nada es para siempre".
Empezaba a correr el año 85 y alguien debía ir a Salto a dictar clases como Profesor Encargado, cargo al que yo no podía acceder por razones de grado pero sí el Prof. Dr. Sergio Rippe. No obstante, al año siguiente, Rippe tuvo que suspender algunos viajes y acordándose de mi interés, me solicitó que asumiera como suplente. Es increíble la claridad con que veo y escucho al Prof. Esc. Cafaro, Director entonces de la Regional Norte: "Sergio necesita un Ayudante pero yo no puedo proveerlo de Montevideo porque no puedo pagarle los pasajes, pero como suplente de Encargado sí, venga tranquilo". Cafaro empezó a venir en 1985, para dictar "Obligaciones", siendo su primera clase post dictadura aquí en Salto, lo que tiene un valor muy especial.
En la primera clase - La Dra. "Mara" Joubette fue mi primer Ayudante, por poco tiempo ya que casi enseguida fue trasladada y la Esc. Ana Silva, me acompañó muchos años-, que dicté, dejé constancia del orgullo con el cual lo hacía: mi familia es de Salto y en esta ciudad me formé intelectualmente desde la recién inaugurada Clase Jardinera de la Escuela 4, año 1947, el Colegio Salesiano, la Escuela Pública, luego y finalmente el Instituto Politécnico Osimani y Llerena. Que se me llamara Profesor me hacía sentir algo incómodo pero a la vez orgulloso. Estaba en mi pueblo, algún día salí de él para forjarme un destino y volvía como miembro integrante de la comunidad universitaria del país y nada menos que a dictar clases de nivel terciario. Demasiado para un gauchito de Mataperros.
Luego, sucesivamente fui suplente de los Profesores Xavier de Mello y Holz, hasta que en el 90, se me nombró Encargado de Grupo. En 1997 accedería al cargo de Profesor Adjunto de Derecho Privado IV y V, con Grado III, efectivo. Un título que lleva la firma nada menos que del Señor Decano de la época, Prof. Dr. Américo Plá Rodríguez.
Tengo cuidado de que las cosas que ingreso a mi valija se acomoden a la vieja lista confeccionada hace más de veinte años, cansado de olvidarme de buzos, pantalones, pañuelos y calzoncillos. Nunca necesité ese apunte para mis esquemas o resúmenes porque sabía que sin ellos, debería balbucear alguna excusa para retirarme de clase o buscaría en mi mente un montón de anécdotas semijurídicas, para rellenar esas horas. Que nunca fueron pocas, porque en todos esos años, 26 en total en la Regional, 32 desde que ingresé como Aspirante, jamás llegué tarde y puedo contar con los dedos de una mano, las veces que falté a una clase, jamás tampoco sin avisar. La jornada de clase por lo general, iniciada puntualmente a las 7 a.m. (iniciativa como alumna de Sarita Ardaix, para poder cumplir bien todo el horario), siempre fue de 8 horas por lo menos, divididas al mediodía. A veces durante dos días sucesivos, o tres, cuando todavía no había dificultades para conseguir salones y tampoco los muchachos tenían otras materias que interfirieran con mis horarios.
¿Los muchachos?, sí, los muchachos, me cuesta llamarlos alumnos porque de hecho yo aprendí junto con ellos. Siempre traté de estimularlos a preguntar, a plantear dudas, a generar ideas. Recuerdo algunos planteos que me descolocaron (Marcela Panizza, en temas de sindicación, Verónica Orihuela, con los interesados en dejar constancia en la negativa del "período de reflexión" en un protesto, o las dificultades en las que me ponían Gaitán y Ghibaudi, por ejemplo). No siempre les agradó que los interrogara porque muchos traían aún la timidez o inhibición (muchísimos también la cara, como Marcela Motta o Victoria Landoni, por nombrar algunas) propia de liceales, pero poco a poco fueron asumiendo la necesidad de plantear y equivocarse, descontando que una equivocación semejante puede ser grave en clase pero se corrige, pero fatal y sin levante en el ejercicio profesional. Alumnos pues, no, compañeros de viaje, sí.
Tuve el enorme placer de reencontrarme con viejos compañeros de farras lejanas o ex compañeros de trabajo, ahora redimidos alumnos de Derecho (Antonio Grisolia, Washington Santana, Maralberto Almeida, entre otros), que buscaron la segunda oportunidad de sus vidas gracias a la Regional. No fueron los únicos, yo mismo usufructué esa segunda chance, al ingresar a la Facultad con 29 años y egresar a los 38.
Calculo las horas que me quedan antes de dirigirme a la Terminal. Al principio, viajaba en avión, en la vieja TAMU, hasta que un día, por razones climáticas, el avión decoló cinco horas tarde, sobrevoló Salto alrededor de las 14 horas y, sin aterrizar por razones climáticas locales, regresó a Montevideo. Xavier de Mello y yo, regresamos a nuestros hogares doce horas después de haber salido de ellos, sin hacer otra cosa que repasar nuestras respectivas y paralelas vidas de estudiantes, y calcular mentalmente, sin referirnos a ello, cuánto combustible cargaría el avión. Desde entonces preferí viajar en ómnibus. En este punto debo reconocer la puntualidad de las compañías que hacen el trayecto. Habré tenido quizá, mucha suerte pero sólo recuerdo una vez, en la que en la madrugada, en pleno viaje, un niño se descompensó y, atendido por dos médicos que viajaban en el mismo ómnibus, se guió por radio al conductor, desde Montevideo, mientras se coordinaba con el Hospital de San José, para que al llegar a éste estuviera como así fue, un equipo médico aguardándonos. Esa mañana llegué diez minutos tarde a clase.
En esos días los ómnibus en los que viajaba partían desde su propia Sede, en la Av. Rondeau y nos dejaban en la Sede salteña, en la calle Cerrito (hoy, pobre homenaje para tan gran hombre, "cuadra" Dr. Carlos Bortagaray). Luego nos dejaban frente al Cementerio y por último en la Av. Harriague y había que remontar por Misiones, caminando valija en mano, esquivando charcos y ahuyentando perros, hasta la vieja Sede de la Regional en calle Artigas.
Durante los siguientes 32 años, mis tres hijos crecieron saludablemente y nacieron mis tres nietos, en jornadas felices. Por el lado contrario, ocurrieron las despedidas finales a mis colegas y amigos: el propio Cafaro, Valdéz Costa, María Celia Corral (con quien solía tomar mate a las 6 de la mañana en la Plaza Artigas), Rafael de Paula, Nélida Montiel, Gustavo Puig, Mabel Rassines, Rodríguez Villalba, María Elmira Duarte, Eduardo Pesce, Ricardo Castell (¡cómo extraño las tertulias posteriores a las clases!) y las de varios estudiantes, Silvani, Fleitas, Azurica, Urtarán y Camacho (fallecido en un accidente poco después de recibido), entre otros, y también las de algunos familiares queridos. Durante esos años asimismo, cumplí 40 exactos como funcionario del Banco de la República, ingresado como Auxiliar en el 63, retirado como Abogado Asesor, integrante de su Sala de Abogados, en el 2003. Hoy todo eso me parece un fenómeno espacial que convalida el pensamiento de Borges: la vida son sólo momentos, el pasado ya fue, el porvenir será o no, y el presente se escurre mucho más rápido e intangible que el aire, en nuestras manos, dejándonos apenas algo así como la sinopsis de una película llena de drama, tragedia, comedia, lágrimas y carcajadas. Cincuenta años al servicio del Estado, veinte de ellos superpuestos en ambas Instituciones, quedan atrás y me dejan el sentimiento de haber cumplido.
Cierro mi valija, tomo mi portafolio, acomodo mis huesos lo cual me insume un esfuerzo no menor, e inicio el camino a la Terminal, a pie porque queda cerca, porque puedo repasar qué sucedió hoy, que voy a hacer o decir mañana, qué clima me espera en Salto, siempre una sorpresa, y finalmente, de qué diablos me olvidé a pesar de todos mis cuidados.
Debo agradecer haber podido vivir esos años. Agradecer profundamente a los muchachos salteños, artiguenses, tacuaremboenses, sanduceros, riverenses, fraybentinos, mercedarios, y aquellos orgullosos "autonomistas" de ciudades como Bella Unión, Brum, Young, Quebracho, Tomas Gomensoro, Palma Sola, Guichón (no distingamos ciudades de pueblos y localidades porque tampoco les gustaría), y otros, que no siempre se sienten aludidos al nombrar el genérico del departamento. A esta altura ya son cientos, cientos de compañeros hoy profesionales. Ojalá haya podido aportarles algo de lo que yo recibí de mis grandes maestros a los que invariablemente me limité, o al menos intenté mediocramente, repetír en clase.
En especial, mi agradecimiento a todas las agrupaciones e integrantes de las mismas, sacrificados militantes del Centro de Estudiantes de Derecho, siempre pujando por mejorar las condiciones bajo las cuales todos desarrollan sus carreras. Mientras fui Coordinador Docente me dieron un valioso apoyo. Me declaro en eterna deuda con ellos y nunca los olvidaré.
Debo agradecer también a las autoridades universitarias, empezando por los sucesivos Consejos y Decanos, desde aquella época y en especial a la actual Sra. Decana, mi querida amiga la Esc. Dora Bagdassarian, a mi querido amigo el Director de la Regional, Dr. Alejandro "Jano" Noboa, a los sucesivos Coordinadores, puesto que alguna vez desempeñé y en especial al actual, mi amigo "Palito" Rodríguez; a los compañeros integrantes de la Comisión Asesora de Derecho, que alguna vez también integré; a todos los compañeros docentes y alumnos de otras Facultades y Servicios que comparten con Derecho, la sede de la Regional. A los funcionarios de la recargada y eficiente Bedelía y a los muchachos de Intendencia, muchas gracias por su incondicional afán de ayudarme, sin olvidar a muchos de ellos que se fueron definitivamente como Lupi, y a otros que se retiraron por jubilación como Tana Portugal, Laura Realini, Bandera y Don Ribas. Me despido con cariño y agradecimiento de mis colegas docentes, de Derecho y otras disciplinas, con los que muchas veces compartí desde salones a almuerzos, taxis a lluvias torrenciales, jornadas bochornosas a fríos espantosos, enojados con nosotros mismos por no haber venido con la ropa adecuada.
Agradezco también a quienes me formaron, desde los curas salesianos que me aportaron disciplina y método, a mis maestros y maestras de la Escuela Pública -obligatoria, gratuita y laica, siempre-, que me embargaron de felicidad el corazón con el sentimiento profundo de amor a la Libertad, Democracia, Igualdad, Fraternidad y Legalidad, formación que continuó bajo el recto ejercicio docente ejercido y tratado luego de continuar como preciado legado, de mis profesores del Instituto Politécnico Osimani y Llerena y de los encumbrados ejemplos universitarios, lista que inicio con mi entrañable amigo, condición que me adjudicara expresamente en 1985, en ocasión de la primera elección universitaria luego del siniestro período dictatorial, el Profesor Emérito Dr. Jorge Gamarra, y que continúo con mis "mayores", colegas comercialistas, Profesora Emérita Nuri Rodríguez y quienes ya no están, Profesores Ferro Astray, Delfino Cazet, Gaggero y todos los miembros del Instituto de Derecho Comercial. Sin olvidar, por supuesto, a los comportamientos éticos de nuestros mártires que llevo como emblema, docentes como el Esc. Fernando Miranda, José Arlas, Adela Reta (estos dos últimos perseguidos), y estudiantes, como Liber Arce, Susana Pintos, Hugo de los Santos, Heber Nieto y tantos otros, cuyas almas claman aún por Verdad y Justicia, por las que sigo luchando y que sin duda algún día obtendremos.
Bajo esa evocación, un tanto emocionalmente turbadora, salgo por calle Colonia, por última vez, camino a la Terminal, con destino final en la Regional Norte. ¿Debería despedirme de ella? No, sé que no podría hacerlo, me niego a intentar ese adiós, convencido como estoy que de alguna manera allí me quedaré, no ya como los íconos docentes de otras épocas enmarcados en merecidos cuadros y fotografías o recogidos en generosísimos trabajos bibliográficos; me quedaré simplemente caminando por sus pasillos, tomando un café en la cantina, leyendo algún libro en la Biblioteca, charlando con amigos en alguno de sus espacios, evacuando la consulta o accediendo a dar un consejo a algún alumno, y dándome el gusto enorme de asistir a alguna clase de Comercial de vez en cuando o tal vez, por que no, el enorme placer de asistir a una de Administrativo para escuchar a mi más viejo y querido amigo, el Dr. Carlitos Rocca, que persistirá allí dictando clases, con la misma figura con la que lo conocí en el lejanísimo 59, no ya con el mismo, quizá, pero sí siempre vestido con un sobrio y severo traje oscuro.

Que ese sea el recuerdo final que pueda dejar: el de un viejo profesor, amante del humanismo y de la generosidad intelectual propios de la Universidad, de la ley escrita y de otras que no lo están pero que igualmente rigen, un veterano ex docente que deambula por pasillos, salas y salones de la Regional, reafirmando en todo instante que en la Universidad en general y en la Regional, en particular, existe el ingreso, pero una vez allí, jamás habrá ni adioses ni despedidas.

Pero un escritor siempre está volviendo; los "tópicos recurrentes" revelan su indeleble  paisaje interior. Desde esta Casa, los invitamos a presenciar este
                                                                                                                 PARA UN ADIÓS

“Que reste-t-il des billets doux
Des mois d'avril, des rendez-vous
Un souvenir qui me poursuit
   Sans cesse”. Charles Trenet. 1943
 “La cavalcade des heures”


No recordaba en qué momento preciso se le había presentado la urgencia de hacerlo pero sí que había sido un instante, surgido como un impulso a la vez sorpresivo y sorprendente que lo despertó y no admitió ni réplicas ni dilaciones. Encendió el motor y a poco andar el poderoso rugido del automóvil y las luces largas acariciando el trazo ancho y solitario de la Ruta Uno acompasaron sus pensamientos. Eran las dos de la mañana. Se había enfundado las botas, el jean gastado y un muy cómodo rompevientos negro. Arriba sólo una campera de cuero. Manejando con la calefacción encendida y un trago de café del termo que descansaba en el asiento del acompañante, se sintió abrigado. Puso en el aparato de audio uno de los CD de Sinatra: “All the way” y volvió mentalmente a la noche de primavera en que vió en el Ariel la película “La Máscara del Dolor”, con ese tema de fondo. No le resultaba difícil sentir en sus manos la calidez de la piel del brazo de aquella frágil muchachita sentada a su lado; “la modelo”, le decían sus amigos y él se enorgullecía de acompañarla. Alta, delgada, delicadísima en su modo de ser, de andar, de conversar. Un precioso recuerdo cristalizado tal vez para siempre. De pronto toda su vida actual parecía haberse poblado de recuerdos y añoranzas. ¿Qué habría actuado de disparador para que surgieran tantas cosas? Intuía algo que le había provocado aquella catarata de imágenes, sonidos, sabores y olores de un pasado a cuyo encuentro decidió escaparse esa misma noche, pero no estaba seguro. La hora no fue problema, el tránsito era escaso y al llegar a la Ruta Tres disminuiría más aún. El auto era una cápsula acogedora y así pasó sin detenerse por San José, Trinidad y Young. Apenas miró a la izquierda desde lo más alto del “trébol”, al pasar por Paysandú. Allí habían estado en aquel lejano 63 con “Quequín” Azambuja, el Flaco Bibbó, Carlitos Bottini, y habían recorrido en motoneta la calle 18 de Julio, el Club Paysandú, el Social, el Wanderers y finalmente el boliche “Berri”. Una larga y divertida noche.

Las luces encendidas de las Termas del Daymán, como aguantando la helada, lo vieron pasar sin que él les prestara atención. Estaba atento y concentrado en el ingreso a la ciudad. Dejó atrás La Gaviota en homenaje al Arquitecto Dieste y desechando ingresar por la Avda. Ferreira Aldunate,  siguió la vieja ruta de la Onda, hasta Barbieri y Leggire, que junto al Cine Salto fueron las primeras ausencias que notó. Dobló a la izquierda por 8 de octubre hasta la Plazita sin reloj ahora, y tampoco encontró el boliche “El Reloj”, uno de los tantos que visitara muchas noches con el Negro Cacciavillani. Estuvo tentado de seguir hasta el Club Centenario como lo hacían entonces pero finalmente se decidió a doblar a la izquierda para pasar frente a la Sucursal Zona Este del Banco de Crédito, o al menos el local donde ésta estaba y dobló luego por 19 de abril. El Cine Plaza y la Plaza de Deportes. Aquél con la versión de “Les Amants” y los comentarios burlones de “Vitito” Burdiat, un par de asientos más atrás; la Plaza con Sarli, Banfi, su mujer, Rito Ibarra, el “Brasilero” De Cerqueira Leite, Ruly Gonzaga, en fin, todos.

Tomó Errandonea pasando por frente a lo que debería ser y ya no era, la parrillada de Alfredito y enfrente la heladería, al lado de la casa del Dr. Prinzo. Entró a Uruguay en la esquina de la farmacia Vant Hoff. Desconoció la entrada de ésta. ¿Era la Vant Hoff realmente?

Por Uruguay hacia “abajo”. El corazón le latía intensamente mientras el agridulce sabor del pasado se le instalaba en la boca al iniciar el añorado recorrido que solía hacer en su motoneta Vespa 4780. Las luces de la calle, más altas que antes le permitieron descubrir casas y cosas que le parecía no haber visto jamás. Allí estaba sin embargo el local de ASA. Frenó por unos momentos y miró hacia la primera ventana de la planta de arriba.....

Recuerdos e imágenes pugnaban por salir. Intentó acallarlas en un esfuerzo inútil. Poco más adelante a la derecha, un balcón demasiado conocido. Más allá la casa del “Pope”; las primeras clases de banco las había tomado allí, con aquel ser tan entrañable.

Tal como lo había pensado, calle Uruguay estaba vacía, sin autos ni transeúntes. Todo se le presentaba congelado, en temperatura e imagen, como una foto en blanco y negro o mejor en sepia, descolorida y distante. Desde lejos distinguió el mirador de la Barraca Amorim, el Hotel Salto, oscurecido, la Plaza Nueva; imaginó la “bañadera” del verano, la Banda Municipal de Miño y Peruchena, los actos patrios, los desfiles con el Colegio Nuestra Señora del Carmen con su batería de tambores relucientes al frente, seguida de las escuadras de alumnos ordenadas en dos filas cada una. Él mismo, como “Capitán” de la segunda escuadra, la de Cuarto Año.

El edificio de Doña Catalina, la farmacia Calero, la barraca Trindade, el local de Pluna, la boca del Mercado 18 de Julio, los juguetes de Casa Peñalva, las botas de Casa Roche, la Farmacia Central, el local de Onda, el salón San Miguel y la peluquería de Fontes, la Confitería “18”. El primer traje, cruzado y azul, en la Sastrería Stabilito, Andión y Meloni. El primer par de zapatos “de hombre” comprados en  Iurato y Bravo, desde cuya vereda había visto pasar a Atilio Francois, tapado de barro en la Vuelta Ciclista,  del 49 o del 50, y al “Gallego” Regueiro que trasmitía la llegada desde la esquina “haciendo cruz”, de París Londres. Conocía de memoria cada una de las baldosas de esas cuadras.

La acumulación de emociones iba en aumento. El Cine Ariel, el Salón Pinocho, la confitería Ideal, la tienda Alaska de los Engelman, la Caja Nacional de Ahorro Postal, la zapatería Castagno, el Bazar Lluveras, Tipperary, el Club Uruguay y sus bailes en el amplio salón de parquet bien lustrado. El Galeón, donde solía recalar Victor Lima, el Hotel Concordia que alojó a Gardel, las citas en el Sorocabana del Negro Julio, la Cosechera, el reloj de Méndez Hnos. De soslayo miró hacia el Cine Sarandi recordando la larga bajada en la alfombra estrenada en el 53.  La Oriental, Marosa con un café y un cigarrillo, charlando con Jorge Real; Juan Carlos Morgan y toda su troupe, El Triunfo, la ferretería de los Solaro, el negocio del “Hincha” Invernizzi, la Confitería París de la viuda de Borghetti, La Favorita, el Banco Comercial de don Claudino, el Banco de Salto, sus muchos amigos de aquellos bancos, el almacén de Soto....nada de eso estaba, demasiado, demasiado.

Frenó frente adonde se suponía deberían estar la Cuna Encantada y el bazar La Semana. El boliche del Flaco Borba y sus refuerzos de media mañana, de mediodía, de media tarde, a cualquier hora, saliendo de la Sucursal del BROU, oficial o solapadamente. La fila de “Servidores de la Patria” esperando afuera para cobrar sus magras pensiones y adentro, esperándolos para pagarlas, el Niño Simonelli, Policho Ripa, el Pope de nuevo, Chipío Arrigoni, el Flaco Villalba, Dondo, Chargoñia, el Negro Corbo, el Rengo Ferreira, el Sapo, el Mono, el Truchita, el Pocho,... rostros, nombres y sobrenombres que saltaron ante sus ojos en una fila alocada, uno, tres, cinco, diez, veinte, cada uno con sus anécdotas bajo el brazo. 

No pudo más, dejó deslizar el auto por la bajada desde la Plaza Vieja hasta el fondo de Uruguay. Atrás quedaron el Club Salto Uruguay que conoció en los 40, cuando en él jugaba su amigo el “Gallego” Ramiro, y la esquina del viejo local de Zudaire. El amanecer aún no despuntaba sobre Concordia. De enfrente le llegaban luces verdes, amarillas y blancas que atravesaban a duras penas la neblina de la mañana. Extrañas columnas nubosas se elevaban humeantes desde el río. Dobló hasta 19 de abril y estacionó en una plazita desconocida. Ya no cantaba Sinatra. Rodeado de silencios y fantasmas apagó el motor del auto y descendió. El frío lo penetró de inmediato, tomó un buzo de refuerzo, se lo puso y rodeó su cuello con una bufanda. Agregó un gorro bien ceñido pero igual se sintió indefenso ante un clima que por esperado no era menos intenso.

Aspiró lo más profundamente que pudo aquel aire helado y comenzó a caminar con lentitud hacia su objetivo: el viejo muelle del Ferrocarril Midland del Norte. Siguió las vías de trenes que hacía mucho habían dejado de transitar por ellas y poco a poco se fue alejando de la tierra firme. Sentía abajo el suave golpetear del agua contra la costa y los pilotes del muelle. Caminaba con precaución pero con la tranquilidad de recorrer un sendero conocido. Lentamente llegó hasta la punta. Allí se sentó. 

Era una tarde de verano, esplendorosa, radiante pero el asfixiante calor de enero parecía envolverlo todo. Vacaciones, allí estaba, sentado, mirando el río. No había lugar de la costa que le pareciera más personal, secreto y misterioso. A veces invadido por algún pescador, pero no ese mediodía de fuego. Sin duda el agua estaría tibia, así que luego iría caminando por las piedras hacia el Remeros y Las Cavas, y mucho más allá al Salto Chico. Por ahora, simplemente disfrutaba. Había culminado su cuarto año en el Liceo Osimani y el año próximo debería irse a la Capital. Desde el 40 en adelante casi toda su familia había emigrado al Sur. Demasiadas despedidas, demasiados adioses, demasiados vacíos. Pensar en vivir en otro lugar que no fuera Salto era una idea que le provocaba un duro agarrotamiento en la garganta. Pero no tenía alternativas, se iría, cargado de recuerdos de infancia y adolescencia.

Cuando regresó, solo, a principios de los 60, Salto parecía haber eclosionado. Como si la ciudad hubiera adoptado otro ritmo. No se dio cuenta de que quien en realidad había cambiado era él, él el que ingresaba a una etapa diferente, llena de juventud, de ganas de vivir, sin muchos límites. Fueron sus mejores años. Amistades reconstituidas y relaciones nuevas acentuaron su arraigo a una ciudad y a una gente que llevaba en la sangre. Había alquilado con otros compañeros un apartamento frente al río y amaneceres y crepúsculos lo encontraron en el balcón, extasiado ante imágenes que se le antojaban irrepetibles en cualquier otro lugar. Recorría la costa casi a diario, renovando sus momentos de intimidad en el extremo del muelle, como antes y creyó entonces que sería para siempre. A veces con mucho sol, a veces con mucho frío, soleado o nublado el río era el río y no recordaba otra cosa que sintiera tan intensamente metido en sus genes como aquella cinta de agua torrentosa que le regalaba momentos de soledad y reflexión.

Sentado allí solía repasar su vida en un rito de secuencia única, para encontrarse de nuevo con las mismas sensaciones y sentimientos de antaño. Repensaba situaciones, reacomodaba imágenes, culminaba etapas y forjaba nuevos planes, para celebrar nuevos encuentros o para llorar recientes pérdidas.

Un día todo su mundo se desmoronó y de nuevo se fue. Recordaba que al pasar el Daymán, umbral y frontera de su hogar, con poco más que su cuerpo como equipaje pues todo lo demás se negaba a traspasar ese límite último, tenía la convicción de que nunca volvería a ser el mismo y no se había equivocado.

Fueron muchos años. Ahora estaba de vuelta, sólo para una breve recorrida, con una única misión, con la ciudad vacía, a propósito, porque quería poblarla con sus propios personajes, reandar sus pasos sin sentir invadida esa remembranza con personas o cosas irreconocibles. En un solitario paseo, tan ineludible como final, reclamado en cada molécula de su ser. Había vuelto a despedirse, esta vez definitivamente, sin palabras, sin abrazos, sin besos ni adioses; demasiados habían habido en el pasado como para volver a afrontarlos ahora. Alcanzaba con haber bajado morosamente por la calle principal y regalarse esos personales momentos que quiso prolongar con una mirada última hacia la otra costa.

El sol debería aparecer en pocos minutos más. Se levantó, subió al auto, puso en la compactera una vieja canción francesa y tomó de nuevo por la costa mirando hacia el puerto. Pasó por debajo del Muelle Nuevo y desde allí le pareció ver la lancha “Tiburón” de Sancristóbal ¿la misma de siempre? Sorprendido por la flecha, tuvo que doblar varias veces para tomar por Artigas, insólitamente hacia “abajo” y sin ómnibus de Forti. Casi se detuvo en la Plaza Vieja, y desde ella le llegaron la voces de Mafalda Pascale y Mimosa Llama, la risa de Graciela Castellini y la picardía de Pablo Catalogne. De la Parroquia parecía emerger la voz cascada del Cura Merlino en un Kirie desafinado. Haciendo eses por calles archiconocidas llegó hasta el Palacio de Oficinas Públicas y volvió a detenerse. Desde allí, imposible no hacerlo, miró hacia el Círculo Sportivo y su vieja casa, sus manos se tensaron en el volante. Contuvo sus deseos de descender porque algo o alguien en su fuero íntimo prudentemente le ordenó que no lo hiciera. Siguió por Artigas, pasó el Colegio Inmaculada Concepción, el de las kermesses, y la Escuela Uno, pero se negó siquiera a echar una mirada a los lugares que deberían haber pertenecido para siempre a la Maná y a la vieja Escuela “López”, del Maestro Crescionini, Ada Balmas y Aura Lisasola.

Con la piel y los ojos casi sangrantes, dobló por Lavalleja para disfrutar de su empedrado, tomó Rivera  extrañado por encontrarla flechada hacia “arriba”, a más alta velocidad, y sólo se detuvo en la Ruta. Una leve neblina se posaba sobre el bitumen. “Que queda ya de nuestros amores, que queda ya de aquellos hermosos días, una foto, una vieja foto de mi juventud...”, la canción parecía interrogarlo con cada estrofa. Sintió algo de frío, levantó la temperatura del coche y tomó un trago de café. Miró hacia delante y el toldo de nubes lo convenció de que ese día el sol no saldría. Sin mirar atrás, aceleró y se perdió rumbo al Sur.
                                             
                                                                                 Dr. Carlos Blanc 


Gracias, Carlitos, por tu entrega a la Vida. Grano a grano, siempre con el mismo amor, con la misma humildad, con la misma fe; siempre para el Otro.


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