martes, 6 de agosto de 2013

"... Fue festejado..."- Alberto Gallo

El escritor uruguayo Alberto Gallo vino a presentar la primera de una trilogía de «novelas japonesas»

“Si se juntan la magia y la relojería, nace la literatura”

Gallo explica que comenzó a escribir ‘Nunca acaricies a un perro en llamas’ como una historia que empezaba en Japón, y se fue transformando en una novela estrictamente japonesa».
«Hacer en Montevideo literatura japonesa me permite tomar real distancia de cosas que tiene que ver conmigo, con mi país, con nuestra región, con las que ya ajusté cuenta en mis novelas anteriores». Así fundamenta el escritor Alberto Gallo la trilogía que ha comenzado con el libro «Nunca acaricies a un perro en llamas», que acaba de publicar la editorial Norma, y que el laureado narrador montevideano vino a presentar en Buenos Aires. Dialogamos con él.

Periodista: ¿Cómo se le ocurrió escribir una novela japonesa?

Alberto Gallo: Es que como uruguayo, como diría Borges, soy oriental. Tengo una infancia un poco ligada al mundo japonés. Mi papá, que vive, tiene 84 años, cuando yo era chico era el Mago Jack en Canal 12 de Montevideo, un canal importante de televisión abierta, conocía a Fú Manchú, y lo llamaban para que actuara en los «Sábados Circulares de Mancera». Al mismo tiempo era relojero. Eso de algún modo explica por qué yo soy escritor. Si se junta magia y relojería, surge la literatura. El mecanismo de la escritura y la magia de la ficción. Mi papá tenía todos los trucos de magia en cajas con letras japonesas, que significaban cosas que fui preguntándole a lo largo del tiempo. El le arreglaba los relojes a la Sociedad Japonesa del Uruguay, que estaba en Colón, el barrio donde nací. Fue así como tuve amigos japoneses, íbamos a casamientos y fiestas de japoneses, y una señora Nagasaki me solía contar historias de su país y cómo habían venido corridos por la guerra. Me propuso aprender japonés, pero a los 10 años me resultó imposible. Eso se enterró para siempre. Y por esos misterios de la literatura, comienzan a surgir como ideas narrativas hace unos cuatro años, de un modo que al comienzo titulé «japonés básico», por aquello de que, cuando algo no se entiende, se dice que es «chino básico», y que acaso tenía que ver con que no entendía qué estaba pasando en mi país, en el Río de la Plata, en el mundo. Así comencé como un juego a escribir «Nunca acaricies a un perro en llamas» como una historia que empezaba en Japón, y se fue transformando en una novela estrictamente japonesa.

P.: Que parte de la bomba a Hiroshima y entra en un mundo de muertos vivos cercano al de Rulfo.

A.G.: Nunca pude recuperarme de la lectura de «Pedro Páramo» y «El llano en llamas». Pasa un tiempo, vuelvo a esos libros y vivo el mismo deslumbramiento, porque Rulfo logró borrar las fronteras, y en «Pedro Páramo» no se sabe quién está vivo y quién está muerto. A mí me impresionó el atentado a Hiroshima, y que a los estadounidenses se los catalogara de héroes porque tirando esa bomba terminaron la guerra. Después supimos que no era todo tan así, había necesidad de experimentar la bomba para ver qué ocurría. Evaluaron que hubiera muerto mucha más gente si seguía la guerra. De cualquier modo murieron de un saque 140 mil civiles, a los que hay que sumar los que se siguen muriendo hoy por contaminación genética.

P.: ¿Cuándo se le juntó el mundo de Pedro Páramo con la bomba en Hiroshima?

A.G.: Cuando escuché a un sobreviviente que le decía a un periodista: durante la primera hora después del estallido no sabíamos si estábamos vivos o muertos. Y el periodista le dice: ¡Qué metáfora! Ninguna metáfora, nos pellizcábamos para ver si sentíamos algo, nos sacábamos un pedazo de carne y tratábamos de ver si podíamos volver a pegarla. Había gente muerta y gente que buscaba restos de su cuerpo para intentar completar su figura lacerada.

P.: A diferencia del escritor mexicano, usted parte de un contundente hecho histórico.

A.G.: Y que fue festejado. Eso visto desde afuera fue una catástrofe, pero se terminó la guerra. Desde dentro, en Japón, hay dramas y tragedias y los sobrevivientes de la bomba eran mal vistos. Ahí estaba el escenario por donde andaban mis personajes.

P.: ¿Qué le sucede a sus personajes poco después de que cae la bomba?

A.G.: Dudan. No saben si son en realidad un grupo de fantasmas confundidos. Descubren que han muerto, pero que acaso no hayan muerto donde creen que murieron. Y no voy a contar todo lo que pasa después. Acaso allí haya una metáfora de las vidas que vivimos, los que a veces vivimos como si hubiéramos muerto. Los que nos quedamos mirando a un chocolatero millonario en la tele dejando pasar nuestro tiempo, y eso es una especie de muerte, según creo. A veces los vivos no disfrutamos la vida y nos dejamos llevar por cosas que están contaminadas de muerte.

P.: ¿Por qué el hilo conductor de su libro lo lleva el perro de la advertencia del título?

A.G.: Porque Cristo desde su animalidad podía cuestionar, reírse, hacer comentarios irónicos sobre los seres humanos. Es un perro que piensa sobre las cosas que hacen los hombres. Se llama Cristo porque es «un pobre Cristo», porque a ese Cristo no se lo puede tocar porque tiene parte de su cuerpo en llamas. El perro Cristo me permite jugar con la idea de si no habremos tomado un rumbo equivocado. A través de ese perro se expresa lo lúdico de la literatura. La importancia de este perro está balanceada por la de los otros personajes. Es el que permite tomar distancia y mostrar el instante que cae la bomba sobre ese conjunto de civiles. Era el día de la limpieza y estaban todos los niños en la calle para salir. Está Kumiko que se prepara para ir al colegio, mientras el padre riega los cerezos en el jardín. Está la pequeña Sumi, que me gusta muchísimo. Es una niña muda, que espía a su madre y al amante, que escribe en las cenizas con un palito permanentemente. Está Masato, un antiguo guerrero samurai, con su perro Cristo, que los reagrupa a los sobrevivientes, si es que lo son, tratando de salvarlos, de sacarlos de esa ciudad en ruinas, tratando de saber qué es lo que pasa. Y soy yo, el escritor, quien quiere saber qué pasa, quá me pasa, porque escribo para conocerme un poco más. Y las reflexiones de los personajes me plantean mis desconciertos, mis oscuridades, me revelan cosas mías y me acercan a mí mismo.

P.: Al llegar a su quinta novela publicada, decide ir a Japón para contar una historia.

A.G.: En realidad, «Nunca acaricies a un perro en llamas» es la primera novela de una trilogía japonesa, cada una dedicada a un elemento. Esta al fuego, que es el lado oscuro del aire. La segunda, «No bajes a la playa con tus zapatos nuevos», al agua; y la tercera, con título provisorio, a la tierra. Ocurren en diversos momentos y los personajes son todos japoneses. Si bien llevo escritas cinco novelas, siento que «Nunca acaricies...» es la primera. En las otras cuatro, lo que hice fue ajustar cuentas conmigo mismo, con mi vida, conocer historias de mi país y de la región. La anterior, «Angeles entre nosotros» es una historia chilena, uruguaya, argentina, donde cuento del viaje de Darwin por esta zona del mundo y cómo comienza a surgir en él la Teoría de la Evolución de las Especies. Fueron obras de aprendizaje. Esta «literatura japonesa» me permite tomar una real distancia de cosas que tienen que ver conmigo, con las que ya ajusté cuentas, trabajar con los personajes casi como si estuviera armando una obra de teatro. Y la distancia, al no estar involucrado, suele dar mayor profundidad, permite trabajar mejor la poesía. La lejanía, y hasta el exotismo, me permite una libertad de creación enorme.

P.: ¿No le han dicho que en su relato se acerca a Murakami?

A.G.: Peor, me han dicho «vos sos más japonés que Murakami». Lo que pasa es que Murakami es un autor con ribetes muy occidentales, y por eso no gusta en Japón. Por eso no es muy difícil ser más japonés que Murakami. Cuando comencé a trabajar en mi literatura japonesa sabía que era un riesgo, y decidí afrontarlo y escribir lo que tengo ganas de escribir. Por otra parte se está dando un panorama muy raro en el mundo editorial. Las grandes editoriales rechazan muchas cosas porque acaso no sean comerciales, y quedan muchas obras por el camino. Ese rechazo da al escritor, a la vez, una amplia libertad. Deja de estar pendiente de la comercialidad, de si puede gustar o no. Porque, en ese sentido, el arte no deja de dar sorpresas.

P.: En los últimos tiempos ha habido un creciente interés por algunos escritores uruguayos nuevos y la revaloración de otros, como Mario Levrero. ¿A qué cree que se debe?

A.G.: Cuando salimos de la dictadura, que entre otras cosas nos hizo tanto mal culturalmente, necesitamos hacer un ajuste de cuentas con el pasado y con nosotros mismos. Hubo una necesidad de escribir novelas históricas sobre lo que nos había pasado y lo que nos estaba pasando. Nos pasamos unos 15 años en eso. Ahora eso ha pasado, se ha hecho, estamos más grandes, y comienzan a salir las obras. Se abre un panorama más que interesante. Así como hay un rock uruguayo, una forma de cantar uruguaya que es reconocible, estoy convencido de que hay una literatura uruguaya. Acá alguien podrá peguntarme qué tiene de uruguayo un relato japonés, y le diría que muchas, que no están a la vista, pero están. No está el decir uruguayo de Jaime Roos, pero hay una actitud uruguaya en el planteo de esta historia, hasta en su sentimentalidad. Y está esa universalidad de algo que nos cae de arriba y destruye a una multitud de personas, y son bombas económicas, aviones convertidos en bombas contra las Torres Gemelas, la capacidad de agresión y destrucción amoral que tiene un sector de nuestra especie.

Entrevista de Máximo Soto

www.ambito.com
Quizás aún no todos/as hayamos leído la narrativa de Alberto Gallo.
Siempre habrá oportunidad y especialmente después de haber leído
la anterior entrevista, tan motivante.
Pero sí estamos seguros/as de que
la mayoría de los/as uruguayos/as
lo han escuchado por Radio Uruguay, de 14.00 a 16.00,
dirigiendo con Daina Rodríguez
(otra profesional de real solvencia)
ese cautivante programa titulado Efecto Mariposa.
No es la primera vez que lo recomendamos,
del mismo modo que ahora invitamos
a conocer un fragmento de
NUNCA ACARICIES A UN PERRO EN LLAMAS. 


Alberto Gallo
Nunca acaricies a un perro en llamas
Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2010.


De acuerdo, sí, pero morir no es el problema, el asunto es morir y no darse cuenta. Y la señorita Kumiko ha visto a muchos en ese estado intermedio, en esa zona inestable generada por la brisa de la mañana, la que balancea los pájaros sobre los cables de alta tensión. Sí sí, Kumiko
los ha visto en ese instante en el que se hacen la pregunta fatal: ¿Acaso habré muerto? Los ha visto arrastrar sus pies y mirar al cielo como si todo ese azul que tienen sobre sus cabezas no fuera aire, sino mar, un mar revuelto y lleno de olas y espuma y algas como pájaros verdes. Pero luego la señorita Kumiko los ha visto, también, pellizcarse la piel hasta arrancarla en pedazos para convencerse de que están vivos. Y los ha visto hablar solos y buscar su mirada en la mirada de los otros y los ha visto, al fin, irse sin ninguna respuesta a esa pregunta que ella misma se ha hecho demasiadas veces desde esta mañana a las ocho quince, mientras espera que pasen por su casa para llevarla al colegio. Es el día de la limpieza y pronto se reunirá con sus amigos para asear las aulas, el edificio y los patios de recreo, donde la brisa que mueve los cables eléctricos, al mismo tiempo, levanta la pollera del uniforme y deambula libremente entre las piernas de las chicas.
Ay, ese aire fresco y suave, casi una caricia. Kumiko adora sentir el aire que se mete bajo las faldas y le envuelve todo el cuerpo mientras le susurra, entre el pelo suelto, esa canción infantil que ahora está cantando su padre. Él, como cada mañana, lleva puesto el sombrero y los guantes de jardinería. Está regando sus cerezos cuando, de pronto, ambos escuchan un sonido en el cielo, un motor lejano, demasiado lejano para preocuparse. Es curioso ver en qué medida la guerra disuelve los miedos para que la vida cotidiana siga su curso. Que alguien siga empecinado en regar los cerezos del jardín, por ejemplo, aun cuando acaba de escuchar que se acerca un avión de guerra, vaya si eso es curioso. El temblor apareció despacio, de forma sutil. Primero subió por los pies de Kumiko, y luego por los de su padre, hasta alojarse en sus cuerpos, en cada articulación, en cada fibra muscular, en cada célula de sus huesos. Después, el silencio. Un silencio intenso y colorido que llenó el aire como lo hace la lluvia o la aurora boreal. Aunque nadie podía decir que se tratase de un silencio rojo o verde. No. Tampoco azul. Por el contrario, era un silencio tan lleno de tonos, que anulaba los colores. Era un silencio blanco. Una poderosa luz que atravesaba las córneas igual que una piedra en el espejo de agua del estanque que, a partir de ese momento, nunca volverá a ser el mismo.
En ese instante Kumiko se volvió para ver a su padre pero él ya no estaba allí. Ni su sombrero ni sus guantes ni su regadera. Por eso pensó que había quedado ciega, pero pronto se dio cuenta de que el vacío no es ceguera y de que ni siquiera el jardín estaba allí, ni las grandes plantaciones de cerezos que empezaban al fondo de la casa y se extendían hasta el horizonte, esa línea amarilla que ahora se ondulaba igual que una cuerda floja. Tampoco estaba allí su casa de tres pisos ni la casa de los vecinos de la otra la cuadra, porque allí no había cuadra ni vecinos ni caminos a la vista, sino solamente el esqueleto expuesto de la ciudad. Fue cuando Kumiko empezó a correr. Buscaba un lugar
donde guarecerse, pero no avanzaba, como no se avanza en esas pesadillas en las que uno corre sin poder moverse de su sitio. Sí, pensó, estoy soñando, y por un instante una especie de paz surcó su columna vertebral y se sintió aliviada. Al menos, hasta que llegó el viento y se vio rodeada de cerezos derretidos, y un intenso calor se adhirió a su espalda antes de que pudiera esconderse detrás de los restos de un viejo monumento, donde permaneció con la cabeza entre las rodillas y los ojos apretados. Fueron unos pocos segundos en los que comprendió lo que es la eternidad y, al levantar la vista, lo que es el infierno.
Entonces, se frotó los ojos y dijo no no no, estoy soñando, dijo, y las personas que la rodeaban se volvieron para verla con esa mirada de qué afortunada eres, muchacha, hoy es tu día de suerte. Pero esa gente no hablaba, no gritaba, no se quejaba, solo la observaba con ojos de quien no entiende nada y, a la vez, lo ha comprendido todo en una
mínima fracción de tiempo. Estamos muertos. La frase no fue dicha por nadie, pero sí pensada por todos, incluso por Kumiko, un instante antes de ser atropellada por un hombre que la cargó bajo el brazo y, un poco más adelante, la lanzó dentro del refugio. El mismo hombre que luego empujó a su padre en ese agujero con puerta metálica al ras de la tierra. Su padre. Un loco, según los vecinos. Un desquiciado que había hecho construir este refugio contra toda aprobación, contra todo pronóstico y que, ahora, al cerrar la tapa de hierro, no advertía que sus guantes de jardinería se desintegraban por el calor y sus manos se asaban como dos palomas. La espalda de Kumiko no estaba mejor y, de hecho, nadie sabía con exactitud dónde empezaba su piel y dónde terminaba la tela del uniforme del colegio. Todas las fronteras se habían esfumado y aunque el dolor parecía venir desde afuera, desde el último límite con la realidad, esa maldita alimaña cavaba y cavaba y
cavaba hasta el hueso, y daba toda la sensación de que el dolor ya no venía desde afuera, sino desde las profundidades más abismales de uno mismo. El dolor era una larva primigenia y sedienta que se alimentaba del aire de los cuerpos, del oxígeno de los vivos, que es lo que necesitan las larvas y los gusanos para vivir. ¿Qué había sucedido ahí afuera? ¿Finalmente había atacado el enemigo? Su padre la miraba sin hablar porque estaba acostumbrado a entenderse así con la gente, pero ella, la señorita Kumiko, con apenas dieciocho años de edad, carecía de aquel entrenamiento en el silencio. Mi niña, él colocó las manos de su hija entre las suyas (entre lo que quedaba de ellas). Me duele, padre, duele mucho la espalda, la voz de la joven se escuchaba resignada y es curioso, también, ver en qué medida la guerra modifica el umbral de la resignación. Hay que salir de aquí, aseguró su padre al fin, la mala noticia es que la puerta está sellada por fuera, dijo. ¿Qué
hemos hecho, padre, qué clase de castigo es este?, Kumiko hablaba mirando el piso, pero de pronto alzó la vista para hacerle la pregunta más temida: ¿Estamos vivos, padre? En esa incertidumbre atroz se ocultaba el peor de los miedos de la señorita Kumiko y, sin embargo, aun suponiendo que su padre estuviese muerto, pues, difunto y todo, golpeaba la puerta metálica con una piedra. Gong. Gong. Gong. Un golpe cada diez segundos. Ella los contaba pacientemente como quien lleva la cuenta de sus demonios antes de morir. Gong gong gong gong.
Pero Kumiko no lo soportó más y, justo al taparse los oídos, vio que la puerta metálica se abría y pensó que siempre, siempre es en el peor momento cuando las puertas suelen abrirse. Entonces, apareció ante ellos un hombre descalzo, que vestía a la antigua usanza y sostenía una espada entre las manos, una hoja de acero fulgurante con un dragón cincelado en uno de los lados y una flor de cerezo en el otro. Hermoso, pensó Kumiko o quizá lo haya dicho en voz baja. El cuerpo maduro de ese hombre que la observaba desde afuera del refugio era sencillamente hermoso. Los rasgos angulosos de su rostro y su cuello estilizado y los músculos redondeados de sus brazos y la firmeza de su cintura, pero sobre todo, pensó la señorita Kumiko, sobre todo esa forma que se marcaba entre aquellos muslos tensos, y sintió algo entre sus propios muslos, cierto latido que se conectaba con los latidos de eso que tenía justo enfrente. Hermoso, murmuró. Tal vez por eso mismo su padre haya amenazado a ese hombre con una piedra, y ella no haya podido evitar el recuerdo del colegio, aquella clase sobre los primates, porque había algo animal en las posturas de esos dos hombres. Su padre le gritaba al otro que se fuera, que se alejara de allí y los dejara en paz, pero la espada de su adversario surcó el aire y se detuvo justo en su cuello, donde apenas le hizo un pequeño corte, delicada advertencia del lado del dragón. ¿En qué fecha estamos?, atinó a preguntar su padre, claramente desorientado, y aquel hombre, sin mover su espada, le contestó: Agosto del año veinte de Shoowa. Y,
como si hubiese recordado todo de golpe, el padre de Kumiko dijo estamos en guerra, ¿verdad?, y además hemos sido bombardeados... Y aquel hombre asintió, entonces, con un leve movimiento de la cabeza, antes de murmurar, con cierto desprecio: Hibakusha, porque eso es lo que eran todos, los bombardeados de la guerra. En ese instante, el animal que acompañaba al recién llegado, un perro flaco y rojizo, se asomó al refugio sin curiosidad, más bien como un trámite, apenas para confirmar, una vez más, la forma en que los hombres son capaces de humillarse a sí mismos. Allí abajo, dentro del refugio, el padre de Kumiko estaba arrodillado, suplicando por su hija y ofreciendo, a cambio, su propia vida. ¡Ja!, pobre imbécil, parece decirle el perro con la mirada. Su vida, repite el hombre de la espada, sin entusiasmo, porque esa ofrenda, para él, carece de valor. Luego, envaina y extiende su mano para ayudar a salir a la muchacha. Afuera, el calor es extremo,
la temperatura de la extinción, y lo primero que ella ve al salir, además del perro y su amo, es a esa niña delgada que permanece de pie al costado del refugio, sin llorar, mirándolos a todos sin asombro, sin sorpresa. No hay emoción en ella, no hay expresión, sólo hay vacío. Con una mano sostiene su muñeca de trapo y con la otra una rama seca. Sus ojos son amarillos y no tienen brillo ni pestañas ni cejas. El único movimiento que se puede ver en todo su cuerpo es el de su boca, que no deja de masticar, mientras un fino hilo de saliva verdosa se escurre por la comisura de sus labios y cae junto a sus pies, sobre el charco humeante en el que está parada. Kumiko puede oler en el aire el aroma de la saliva, mezclado con el de la orina de la niña. ¿Y tus padres?, le pregunta, pero no es la niña quien contesta, sino el hombre de la espada. No ha quedado nada ni nadie en pie, señorita, dice, mi nombre es Masato, agrega, antes de bajar levemente la cabeza, como
si hubiese decidido tomarse un instante para repasar las últimas horas de su vida, o quizá los primeros minutos de su muerte. Sentado junto a él, su perro levanta los ojos y lo mira fijamente, increpándolo por haber dicho algo que no debía. El cuerpo rojo del animal está casi totalmente quemado, y carga dos pequeñas llamas del tamaño del fuego de una vela. Dos llamas que se niegan a extinguirse y a las que, aunque el perro intente ignorar, pican endiabladamente, pican como pulgas salvajes. Con pereza, el animal estira una pata para apagar esa comezón que, sin embargo, seguirá allí por mucho tiempo, sin prisas, porque ese pequeño fuego ha hecho nido en su piel. El fuego es el lado oscuro del aire, una implacable ausencia de oxígeno, un vacío propagado por ese viento feroz que traía consigo lamentos, susurros y gritos. Entre ellos, los del señor Masato. Cristo Cristo, gritaba, y Cristo, rodeado de cientos de mariposas que se disputaban esas zonas donde su piel exudaba un líquido vital para ellas, Cristo se arrastraba detrás de su señor. Detrás, y un poco al costado, para evitar tragarse las cenizas que el hombre levantaba al andar. ¡Ja! No saben caminar de otra manera. No les importa quién viene detrás. Lo cierto es que su señor dejaba un poco de sombra donde guarecerse y desde allí, desde esa perspectiva, Cristo veía en Masato a un hombre alto, delgado y de espalda ancha, de orejas pequeñas y afiladas como su arma: una espada artesanal, tipo katana, fabricada a mano, al igual que
en la época medieval. Era el arma más eficaz conocida por un guerrero y él, su señor Masato, él la llevaba con orgullo, alineada a la columna vertebral. Era ella, la espada (que no sus vértebras), la responsable de mantenerlo equilibrado en esta vida. Vestía, además, una camisa azul de media manga y unas amplias faldas de color gris que dejaban afuera sus talones, y cuya tela iba barriendo las cenizas. Un pañuelo le cubría la cabeza, y otro, la boca, mientras caminaba con la seguridad de saber hacia dónde iba. ¡Ja! Cualquier día. Cristo hizo un gesto de aburrimiento y miró hacia arriba, hasta dejar los ojos en blanco.
Los hombres no saben hacia dónde van. Los hombres, pequeños veleros a la deriva, se dejan llevar por el viento. En cambio él, Cristo, vaya si él sabe hacia dónde se dirigen los hombres. Lo percibe en el aire, en la atmósfera, en aquella luz blanca y, por fin, en la lluvia negra que cae después. Y lo percibe en el olor de los animales que han quedado al borde del camino. Allí estaban las costillas resecas de un caballo y justo en medio de ellas, enjaulada, una lagartija cuya única misión en esta tierra consistía en cambiar los puntos de apoyo para no  quemarse las patitas. Primero, la pata delantera, que alternaba con la opuesta trasera; después, las otras dos, también alternadas, unas y otras, unas y otras, sin dejar de observarlos a todos ellos, a esas sombras que atravesaban lentamente el paisaje. Cerca de la lagartija, algunos pájaros estaban apostados sobre las ramas negras del único árbol de cerezos que se mantenía en pie. Parecían frutos. Parecían piedras con forma de pájaros, ya que en esos cuerpos desplumados no había nada; ni siquiera había pesar en sus miradas y, por supuesto, no había en ellos ni una pizca de carne para alimentarse. Esos pájaros eran un manojo de huesillos secos y precariamente unidos por la tozudez de la vida que, algunas veces, insiste en defender lo indefendible. ¿Por qué
permanecían allí? ¿Por qué esa larga espera, esa estúpida somnolencia, ese alerta de centinelas? ¿Por qué la lagartija equilibrista no dejaba de mover sus patitas? ¿Por qué él mismo, Cristo, se arrastraba sin protestar, cobijado a la sombra de su señor? Sólo había una respuesta. Tal vez, porque esa inexplicable fidelidad, esa enigmática sumisión, fuera su única naturaleza. Cristo, susurró el señor Masato sin volverse, para asegurarse de que su amigo estuviese allí. Pero Cristo no emitió otro sonido, más que el del filo de sus propios huesos a punto de atravesarle la piel quemada, roja, sin pelo. Quería terminar de una vez con ese asunto y quedarse, también él, al borde del camino. ¿Por qué no?
Mandar todo al infierno y echarse bajo los pájaros de piedra y junto a la pequeña lagartija equilibrista. No sonaba nada, nada mal. De hecho, por un instante, Cristo tuvo la sensación de que había muerto. Algo parecido a esa duda existencial que deben sentir las gallinas, a las que el instinto de salvarse las mantiene correteando sin rumbo, dándose de tumbos contra los árboles, aun después de haber sido decapitadas. Los únicos seres vivos en esta desolación parecen ser las mariposas que, atraídas por el líquido viscoso de sus heridas, no dejan de asediarlo y lo rodean como para cargarlo entre todas y sacarlo de allí. Entonces,
de pronto, la sombra de su señor se detiene. Acaba de encontrar a una niña casi desnuda, con los restos de la ropita escolar derretidos contra el cuerpo. Una niña que se orina encima y parece empecinada en masticar algo que, por momentos, asoma de su boca bajo formas diversas, mientras un hilo de saliva verdosa cae por la comisura de sus labios y,
en un instante sutil, queda suspendido en el aire. Suspendida en el aire, pequeña y delgada y tan quemada como la niña, la muñeca de trapo que colgaba de su mano parecía ella misma, sólita entre los últimos vestigios del planeta. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó Masato, pero ella no sólo no contestó sino que lo regañó con la mirada, quién era él o quién se creía que era para interrogarla así.
Mientras tanto, intentaba limpiar la muñeca con una mano, con un movimiento provocado más por el instinto que por un afán de higiene. Era como si hubiese estado haciendo ese gesto durante cientos, miles de años, pero sin saber el porqué. De pronto, hizo un alto en la limpieza y, con la rama que tenía en la otra mano, escribió algo en la ceniza: ¿Están vivos? Supongo que sí, dijo Masato y en voz baja, casi en un susurro, con el aire justo para articular los sonidos sin atemorizarla, agregó: Me llamo Masato y este es Cristo, mi perro. Ella los miró a los dos con los ojitos entrecerrados. Le costaba entender aquellas palabras
y definir la forma de esos cuerpos. Sumi, escribió ahora y, casi enseguida, con la misma rama, señaló a una muchacha que, un poco más allá, caminaba sin rumbo junto a un hombre que buscaba algo entre las cenizas, cavando con los pies y con las manos, como un mono. En ese momento, el perro aulló largamente. ¡Ja! Si supieran estos infelices que algo terrible está por ocurrir. Pero nadie quiere escucharlo. Salvo su señor, claro, el señor Masato, quien, tras el aullido de Cristo, agarró a Sumi con fuerza y la colocó bajo el brazo y corrió y corrió perseguido por el viento. Corrió hasta donde se encontraba aquella
muchacha a quien cargó bajo el otro brazo, hasta llegar al sitio donde el hombre acababa de encontrar lo que buscaba al ras de la tierra: la puerta de un pequeño refugio. Una puerta metálica que los esperaba con la boca abierta de par en par, de modo que Masato no lo dudó ni un instante, y lanzó a la más pesada primero y luego empujó al hombre
adentro y cuando él mismo quiso saltar con la niña, el viento los alcanzó por detrás. Fue un duro golpe. Un empujón apocalíptico que los dejó a veinte metros de allí, de boca en el piso de una casa con el techo caído y, justo en el centro, llenos de escombros sobre sus cabezas, dos ancianos muy arrugados, un hombre y una mujer que lo observaban con desaprobación, porque él cubría, con su propio cuerpo, el cuerpo de la niña. ¿Están ustedes muertos?, les preguntó Masato con desconfianza. Y la anciana le sonrió. El anciano, en cambio, lo miró seriamente y dijo está loco, rematadamente loco. Está aterrado, dijo ella, y luego continuó murmurando cosas incomprensibles y mientras ellos susurraban, Cristo removió los escombros con la poca fuerza que le quedaba, hasta que Masato y la niña pudieron ponerse de pie y salir de allí y dejar los restos de la casa y los de sus habitantes. Afuera, los rodeó un grupo de gente que les pidió ayuda sin hablar, con la mirada amarilla, con los brazos extendidos y la boca abierta. Un poco más adelante, un perro que tenía quemadas las órbitas de los ojos, se plantó ante Cristo y lo miró desde esos agujeros resecos. Y le mostró los dientes. Estaba furioso. Había algo humano en ese odio animal. Pero al ver el fuego encendido en el lomo y en la oreja de su adversario, aquel perro salió corriendo lo más dignamente que puede escapar un perro de otro. Para entonces, el señor Masato había encontrado la tapa metálica del refugio. Uno de los
extremos está sellado, pero el otro le permite introducir la espada y hacer fuerza, hasta abrirla. Aléjese de nosotros, grita desde abajo, con una piedra en alto, el hombre al que él mismo había lanzado allí adentro un momento antes. Se lo advierto, dice ahora Masato aferrado a su espada. Fuera de aquí, insiste el otro, fuera he dicho. Y entonces, con un movimiento rápido y certero, Masato desenvaina y da un paso hacia delante y, girando sobre su eje, baila en el aire y la falda se abre al viento, se despliega como un paracaídas mientras la espada lo envuelve con un recorrido metálico que va dejando su rastro en el aire. De un lado, la ferocidad del dragón, y del otro, el aroma de los cerezos. Pero la hoja se detiene lentamente, apenas apoyada en la superficie de la piel, a milímetros de la yugular de aquel insensato, y allí le hace un corte superficial, una línea pequeña y rosada que intenta, en vano, sangrar. El hombre se toca, entonces, la cabeza, y al comprobar
que aún se encuentra en su lugar, se arrodilla ante el señor Masato y le ofrece su vida. Su vida, repite Masato mientras el perro lo mira de reojo, sentado junto a él, rascándose distraídamente el lomo y la oreja y quemándose la pata con esas pequeñas llamas que no se apagan. Después, se lame con indiferencia. ¡Ja! Cobardes. Al final, entre los hombres, todo termina de rodillas. Luego, lame la tierra humedecida por la saliva y por la orina de la niña que, sin dejar de masticar, lo mira impasible. La muñeca que cuelga de su mano apenas toca la ceniza con la punta de sus pies de trapo y un cielo violeta se apoya, suavemente, sobre sus hombros quemados. Estamos muertos, piensa la pequeña Sumi. Sí. Estamos todos muertos.


Para sentirse vivo

Juan de Marsilio


UNA EXPLOSIÓN tan fuerte que conmueve a los muertos. Un amor tan profundo que recién se consuma tras la muerte. Una mañana clara de verano que empieza tranquila, porque la gente ya se ha acostumbrado a la guerra. Hiroshima, 6 de agosto de 1945.
Una de las mejores características de la uruguayez es su universalidad. Pese a vivir en este rinconcito provinciano en el que recalaron -casi de rebote- tantos inmigrantes (o acaso por eso mismo) los uruguayos cultos pueden hacer cuestión personal no sólo del universo en abstracto sino de cualquier comarca en concreto, porque en todas a los seres humanos les ocurre lo mismo: vivir, amar y morirse. Por eso es uruguayísima esta novela japonesa de Alberto Gallo, triste y hermosa.
Es una novela en que se rinde homenaje explícito a Juan Rulfo, sin que el tributo empañe para nada el carácter genuino, personal del texto, y permitiendo instalar en personajes y lector, como subrayado a los hechos de la mañana, la obsesiva pregunta de si están vivos o muertos, y la tenaz voluntad de vivir, incluso tras la muerte. Lo mismo puede decirse sobre las historias zen que el autor intercala en el relato, que cumplen además una potente función simbólica, en el sentido de marcar que en la fugacidad de la vida humana un instante puede significar tanto que se vuelve eterno y definitivo. Es el cuento del hombre perseguido por un tigre hasta un acantilado, que se aferra a un cerezo que crece en la pared del risco y, al comprender que sus opciones son caer o ser devorado, toma una flor y se arroja al vacío, al tiempo que declara que nunca una flor de cerezo ha sido tan bella.
Este libro conjuga violencia, horror y pena con sensualidad y ternura, dándole a ciertos pasajes un tono poético y fantasmagórico. Gallo extrae belleza incluso de la descripción del desastre, las llagas, los cadáveres, el paisaje destruido, sin por ello menguar un ápice el dolor y la injusticia de los hechos, antes bien, subrayándolos. Vaya como ejemplo: "Era un silencio blanco. Una poderosa luz que atravesaba las córneas igual que una piedra en el espejo de agua en el estanque que, a partir de ese momento, nunca volverá a ser el mismo". Y lo que se está describiendo es la primera explosión nuclear sobre un centro poblado. Pero la imagen más bella en su horror son las nubes de mariposas que vienen a posarse en las secreciones de la piel llagada de las víctimas.
Los personajes son construidos en base a la técnica del flashback, que permite ver quiénes eran y qué sentían antes de la mañana terrible en que comienza el relato. Son entrañables la señorita Kumiko, con su sensualidad adolescente y sabia, el monje Masato, enamorado de ella con amor absoluto, pudoroso y delicado. Pudor y delicadeza que no se pierden siquiera en el momento de la consumación amorosa (ese momento en que Masato se convierte, sin dejar de ser él, "en todos los hombres que alguna vez han penetrado a una mujer por amor"). Pero buena parte de la densidad filosófica del texto la aportan -sin parrafada alguna, por su modo de ser y sentir- Sumi, una niñita, y Cristo, el perro de Masato, tan querible en su desgracia (es el perro en llamas aludido en el título) que el nombre que el autor le elige no suena para nada sacrílego.
Como escribe Gallo, "morir no es el problema, el asunto es morir y no darse cuenta". Esta novela ayuda a sentirse vivo.

NUNCA ACARICIES A UN PERRO EN LLAMAS, de Alberto Gallo. Norma, 2010. Bs. As, 150 págs. Distribuye América Latina.

De: SUPLEMENTO CULTURAL EL PAÍS


La Belleza no cuenta con
ningún sitial privilegiado;
puede estar,
Y ESTÁ,
en cualquier parte...
Quizás por eso
ni se compra ni se vende.





























Escritor y periodista cultural. 
Ha publicado las novelas: Las palomas no matan (premiada en la Feria de Libros y Grabados de Montevideo en 1985), Juegos de altillo (1993), Los Pelagatos (1996, Premio Municipal de Narrativa en Montevideo y finalista del Premio Planeta Argentina de Novela) y Ángeles entre nosotros (2005, finalista del Premio Bartolomé Hidalgo). En 1989 moderó el Primer Coloquio de Escritores y Artistas Plásticos Latinoamericanos residentes en Nueva York, llevado a cabo en aquella ciudad. Al año siguiente coordinó para Uruguay el proyecto franco-uruguayo "Julio Cortázar de la A a la Z", iniciado en París en homenaje al escritor argentino. Paralelamente se ha desempeñado como columnista de libros en radio y televisión. Ha escrito cuentos para diarios y semanarios y su obra figura en varias antologías y diccionarios de literatura uruguaya. En 2009 recibió el Premio Legión del Libro por su aporte a la lectura y a la cultura nacional.”

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