21 de junio de 1935 |
Querido señor:
Y le llamo «querido señor» pensando en la
interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre
cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta
demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted
detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que
deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé
a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza
de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que
casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo
suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que
usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.
Tenía especial interés en hacerle llegar
esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer,
con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini,
tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas
salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido
figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos
son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de
aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle
y que justifica este título sentimental.
Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y
Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han
gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros
países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros,
y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al
que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una
edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por
tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito
los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el
libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al
mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de
los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en
ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente
al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado
obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones
materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando
nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra
de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de
teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que
más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el
amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha
amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en
realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en
nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha
pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero
ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a
sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que
equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha
buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble
filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que
no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época,
junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir,
como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo,
ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien
de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas
víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a
veces quejarse.
Al no pedir a gritos justicia porque no era
su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra,
al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la
generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de
generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás,
viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna,
salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y
dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir,
desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles
con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos
para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser
indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una
expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser
ejemplo de nada!
Y aquí le tenemos, privado de la vista,
según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado
como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde
he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he
visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma
admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.
Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y
podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible.
Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.
Françoise Sagan.
De: algundiaenalgunaparte.wordpress.com
“Escribí esta carta
en 1980 y la publiqué en L’Egoïste, el hermoso y caprichoso periódico de Nicole
Wisniak. Naturalmente, antes de hacerlo pedí permiso a Sartre a través de un
intermediario. No nos habíamos visto desde hacía casi veinte años. Y aun
entonces sólo habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi
primer marido, comidas vagamente tensas; y de tarde en tarde en algunos
divertidos encuentros en lugares vespertinos poco recomendables en los que
Sartre y yo fingíamos no vernos y un almuerzo con un industrial encantador
vagamente encaprichado conmigo y que le propuso dirigir una revista de
izquierdas que él mismo financiaría encantado (aunque, cuando el industrial en
cuestión fue a cambiar su tique de estacionamiento entre el queso y el café,
Sartre se mostró desanimado y al borde de la risa; en cualquier caso, poco a
poco llegó de Gaulle y su aparición fue la conclusión definitiva de ese
proyecto irrealizable).
Tras esos breves
contactos, no volvimos a vernos durante veinte años, y durante todo ese tiempo
siempre quise decirle lo mucho que le debía.
Sartre, ciego,
mandó que le leyeran esta carta y me quiso ver y cenar conmigo cara a cara. Fui
a buscarle al boulevard Edgar-Quinet, por donde no paso jamás desde entonces
sin que se me encoja el corazón. Fuimos a La Closerie des Lilas. Yo le llevaba
de la mano para que no se cayera, y lo cierto es que tartamudeaba de tan
intimidada como me sentía. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras
francesas y los jefes de comedor revoloteaban ante nosotros como una bandada de
cuervos asustados.
Fue un año antes de
su muerte. Sería la primera de una serie de cenas, aunque en aquel entonces yo
no lo sabía. Creía que Sartre me invitaba sólo por pura amabilidad y también
creía que yo moriría antes que él.
Después seguimos
comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarle, le encontraba a punto en la
entrada, con su trenca, y huíamos como un par de ladrones, fuera cual fuera la
compañía. Debo reconocer que, contrariamente a lo que cuentan sus seres más allegados,
y según los recuerdos que conservan de sus últimos meses, jamás me horrorizó ni
me abrumó su forma de comer. Sin duda todo parecía zigzaguear un poco sobre su
tenedor, aunque en un gesto típico de ciego, no de viejo chocho. No logro
entender a los que se compadecen de él en sus artículos y en sus libros,
aparentemente afligidos y hablando con desprecio de esas comidas. Deberían
haber cerrado los ojos si tan delicada tenían la vista y limitarse a
escucharle. Escuchar esa voz alegre, valerosa y viril, oír la libertad de sus
palabras.
Lo que le gustaba
de nuestra relación, o eso me decía, era que nunca hablábamos de los demás ni
de nuestras relaciones comunes: hablábamos, decía, como dos viajeros en el
andén de una estación… Le echo de menos. Me encantaba tomarle la mano y que él
me tomara el espíritu. Me encantaba hacer lo que me pedía, me daban igual sus
torpezas de ciego; admiraba que hubiera sido capaz de sobrevivir a su pasión
por la literatura. Me encantaba coger su ascensor, llevarle a pasear en coche,
cortarle la carne, intentar alegrarnos las dos o tres horas que pasábamos
juntos, prepararle el té, llevarle whisky a escondidas, escuchar música juntos,
y sobre todo me encantaba escucharle. Me daba mucha pena dejarle delante de la
puerta de su casa, de pie, con los ojos en mi dirección y el aire afligido
cuando yo me iba. En cada una de esas ocasiones tenía la impresión, a pesar de
nuestros encuentros precisos y cercanos, de que no volveríamos a vernos; de que
Sartre estaba más que harto de «la traviesa Lili» -esa era yo- y de mi hablar
entrecortado. Temía que nos ocurriera algo a uno o al otro. Y sin duda la
última vez que le vi, delante de la última puerta esperando conmigo el último
ascensor, estaba más tranquila. Pensé que para él yo era un poco importante; no
se me ocurrió que muy pronto poco podría hacer eso por conservarle la vida. Me
acuerdo de esas extrañas comidas, gastronómicas o no, que celebrábamos en los
discretos restaurantes del XIVe arrondissement.
-¿Sabe? Me han
leído su «carta de amor» -me dijo en una ocasión al principio-, y me ha
encantado. Aunque ¿cómo pedir que me la relean para poder deleitarme con todos
sus cumplidos? ¡Seguro que me toman por paranoico!
Fue entonces cuando
le grabé mi propia declaración -cosa que me llevó seis horas, pues no paraba de
tartamudear- y pegué un esparadrapo a la cinta para que la reconociera al
tocarla. A veces, en sus tardes de depresión, quería escucharla a solas, aunque
sin duda lo hacía para complacerme. Decía también:
-Está empezando a
cortarme los trozos de carne demasiado grandes. ¿No me estará perdiendo el
respeto?
Y en cuanto me
afanaba sobre su plato, él se echaba a reír.
-Es usted muy
amable y eso es buena señal. La gente inteligente es siempre amable. Sólo he
conocido a un tipo inteligente y malvado, pero se trataba de un pederasta y
vivía en el desierto.
Y es que había
tenido a menudo a su alrededor hombres, esos jóvenes ancianos, chiquillos, esos
viejos chiquillos que le reclamaban como padre, a él que sólo había disfrutado
de la compañía de las mujeres.
-¡Ah, pero me
agotan! -decía-. Lo de Hiroshima es culpa mía, lo de Stalin es culpa mía, sus
pretensiones son culpa mía, y culpa mía es su estupidez…
Y se reía de los
subterfugios empleados por esos falsos huérfanos intelectuales que le querían
por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué idea! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante quizá.
Esa soltura, ese calor que incluso ciego y medio paralítico mostraba hacia una
mujer eran más que reveladores.
-¿Sabe usted?
Cuando empecé a sufrir cierto grado de ceguera y comprendí que no podría seguir
escribiendo (por entonces escribía diez horas al día desde hacía cincuenta años
y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que para mí eso se
había minado, me quedé muy afectado y llegué incluso a pensar en suicidarme.
Al ver que yo no
decía nada y al sentirme aterrada ante la idea de su martirio, añadió:
-Pero ni siquiera
lo intenté. Hasta entonces había sido un hombre tan feliz, había sido hasta ese
momento un hombre, un personaje tan hecho para la felicidad, que no iba a
cambiar de rol así, de golpe. Sigo siendo feliz, por pura costumbre.
Y cuando le oía
hablar así, oía también lo que no decía: para no destruir, para no afligir a
los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres que a veces le llamaban a
medianoche, cuando volvíamos de nuestras cenas, o por la tarde, cuando
tomábamos el té, y que sonaban tan exigentes, tan posesivas, tan dependientes
de ese hombre enfermo, ciego y desposeído de su oficio de escritor. Esas mujeres
que por su propia desmesura le restituían la vida, su vida de hasta entonces,
su vida de mujeriego, de pendón, de mentiroso, de hombre compasivo o de
comediante.
Después, ese último
año Sartre se marchó de vacaciones, unas vacaciones divididas entre tres meses
y tres mujeres, que él afrontaba con una amabilidad y un fatalismo sin falla.
Durante todo el verano creí haberle perdido un poco. Al llegar el otoño regresó
y volvimos a vernos. Y pensé que esta vez yo estaría «para siempre»: para
siempre mi coche, su ascensor, el té, las cintas, esa voz divertida, a veces
tierna, esa voz segura. Sin embargo, otro «para siempre» le esperaba ya.
Desgraciadamente un «para siempre» que sólo le incluía a él.
Fui a su entierro
sin dar demasiado crédito. Sin embargo resultó un hermoso entierro, con miles
de personas de todo tipo que también le querían, le respetaban, y que le
acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían
tenido la desgracia de conocerle y de verle durante todo un año, que no tenían
en la cabeza cincuenta lugares comunes desgarradores de él, personas que no le
echarían de menos cada diez días, todos los días, personas a las que envidié y
compadecí a la vez.
Y si después me he
indignado, naturalmente, ante los vergonzosos relatos en que se retrataba a un
Sartre chocho, obra de algunas personas de su entorno, si he dejado de leer
ciertos recuerdos de él, no he olvidado su voz, su risa, su inteligencia, su
valor y su bondad. Estoy sinceramente convencida de que jamás me recuperaré de
su muerte. Pues a veces, ¿qué hacer? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre inado podía
decírmelo, sólo a él podía creerle. Sartre nació el 21 de junio de 1905, yo el
21 de junio de 1935, pero no creo (de hecho, no tengo ninguna necesidad de
ello) que me queden más de treinta años sin él en este planeta”.
Francoise Sagan
Fuente│ El Cultural.es.
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