16 de noviembre de 1922 - Portugal |
«En el corazón,
quizá»
En el corazón, quizá, o más exacto:
Una herida rasgada con navaja,
Por donde se va la vida mal gastada,
Con total conciencia nos apuñala.
El desear, el querer, el no bastar,
Equivocada búsqueda de la razón
Que el azar de ser nos justifique,
Es eso lo que duele, quizá en el corazón.
De "Poesía
completa" Alfaguara Editores, 2005
Versión de Ángel
Campos Pámpano
Hasta la carne
Otros dirán en verso otras razones,
Quién sabe si más útiles, más urgentes.
Éste no cambió su naturaleza,
Suspendida entre dos negaciones.
Ahora, inventar arte y manera
De juntar el azar y la certeza,
Se lleve en eso, o no, la vida entera.
Como quien se muerde las uñas cercenadas.
De "Poesía
completa" Alfaguara Editores, 2005
Versión de Ángel Campos
Pámpano
Intimidad
En el corazón de la mina más secreta,
En el interior del fruto más distante,
En la vibración de la nota más discreta,
En la caracola espiral y resonante,
En la capa más densa de pintura,
En la vena que en el cuerpo más nos sonde,
En la palabra que diga más blandura,
En la raíz que más baje, más esconda,
En el silencio más hondo de esta pausa,
Donde la vida se hizo eternidad,
Busco tu mano y descifro la causa
De querer y no creer, final, intimidad.
De "Poesía
completa" Alfaguara Editores, 2005
Versión de Ángel
Campos Pámpano
De: Amediavoz.com
ENIGMA
Un nuevo ser me nace a cada hora.
El que fui, ya lo he olvidado. El que seré
No guardará del que soy ahora
Sino el cumplimiento de cuanto sé.
REGLA
Tan poco damos cuando sólo mucho
En la cama o la mesa ponemos de nosotros:
Hay que dar sin medida, como el sol,
Imagen rigurosa de lo que somos.
De: http://frasespoesiayalgomas.blogspot.com
Embargo
Se despertó con la sensación
aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y
helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido,
cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer
se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no
consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le
faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió
cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse
en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos
esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea
del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que
se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales,
volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a
poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos
olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador
sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se
levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el
aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de
las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo
mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había
enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin
encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor
fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase
de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos
cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó
rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal
vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una
campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de
ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la
escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una
luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera,
una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la
puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal,
como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas
más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la
superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos
lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba
convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo
de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto
de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío,
podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según
su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la
puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era
una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido
mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para
arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor
roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de
gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil
arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura
esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de
suicidio en la calle estrecha bordeada de coche aparcados. ¿Qué sería? Retiró
el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por
otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de
importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el
tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el
movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún
no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la
noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio
depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus
manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que
recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre.
Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para
sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se
había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena
disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio
depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad,
con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor
de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en
colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las
consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si
fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo
movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un
surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al
olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar
un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar
por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo
mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno
el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de
periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del
automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras
esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran
los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de
su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el
asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una
Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de
medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó
un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba
llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el
empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan
repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En
el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de
lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la
oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido?
Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que
tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando
le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido
tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias
cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una
cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de
automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno,
sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las
velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció.
Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora
una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo
peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la
marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía
medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada
desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y
arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea.
Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca.
Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su
propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que
tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro
de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a
ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido
suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de
esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave
movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el
otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete
vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico,
los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de
mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena
visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si
el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el
tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el
mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una
transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar
cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas,
se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito
estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra
cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a
pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el
coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo,
suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido
aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el
depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante,
costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor
y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón.
Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con
todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse
allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca
para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un
segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué
tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que
funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.
Había pasado más de veinte
minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al
empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese
mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida
primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo
miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el
dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba
sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente.
Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en
cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de
conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más
preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir
por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse
en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche
vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y
el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y
vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en
trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando
notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando
vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina.
Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y
abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la
gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje
del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad,
para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando
de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si
no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y
las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras,
mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero
la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un
miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó
por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado,
dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de
claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el
otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo
fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco,
violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó
dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia
abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una
aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha,
hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y
divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las
manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras
la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y
adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo
conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la
puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un
designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó
ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la gasolinera
cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía
"agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin
disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba
saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que
buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la
derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando
detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía
en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo,
deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel.
Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto
alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más
fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo
del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la
camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue
esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro
del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más
que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la
lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los
pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento.
Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese
levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus
ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio
de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó
el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un
hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro
por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que
pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o
intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había
parecido.
Lo que estaba pasando era
absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche,
por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de
allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría?
¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras
la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los
presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo
sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de
su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un
animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor
y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca
por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y
el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e
irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido
caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando
sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así
estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin
convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los
movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero,
esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en
el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo
ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba
otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se
sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la ciudad,
atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese
apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había
oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas
tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad,
iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos
rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería
de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos
veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con
grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la
calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el
coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa.
Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento
de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño
curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una
moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su
marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy
urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó
corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba
en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en
el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el
bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en
cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había
hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que
quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se
asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la
lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del
marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le
gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella,
inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le
desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel
capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en
el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el
brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era
demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que
ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a
llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las
locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase
un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso
podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba
acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no
tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en
la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los
periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó
todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a
todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y
no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la
marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y
encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había
desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y
rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los
desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy
difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre
circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en
colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y
no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil
parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió,
simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de
espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo
mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que
parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la
policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas
para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la
sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista
uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un
arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una
autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la
noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.
Sentía hambre. Se había orinado
otra vez, demasiado humillado para avergonzarse,. Y deliraba un poco: humillado,
humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las
vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la
realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de
madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir
despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo
de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces
habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al
automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado
nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en
lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano
volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal
aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber
por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas
rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y
cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera
arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la
superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y
toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana
abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se
detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que
adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el
mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un
grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio
que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció
arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera
aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.
La frente se le cubrió de sudor
frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo
le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la
sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque
el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió
del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia
había empezado a caer de nuevo.
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