ENTREVISTA A LA SOCIOLOGA Y
ANTROPOLOGA FRANCESA MICHÈLE PETIT
“Transmitir el hábito de la
lectura es una tarea sutil”
La autora de Lecturas: del
espacio íntimo al espacio público desconfía de ciertas políticas de promoción
cultural. “El peligro de que las autoridades coincidan en este ‘hay que leer’
es que muchos chicos salgan corriendo a jugar a los videojuegos”, señala.
Por Silvina Friera
En el colegio se aburría, en la
universidad no lograba sentirse cómoda. La vida de la socióloga y antropóloga
francesa Michèle Petit, tironeada entre el Pato Donald y Thomas Bernhard, es
como una película filmada en los márgenes de la gran industria cinematográfica.
En junio de 1940 un muchacho de dieciocho años, su padre, abandonó París justo
cuando el ejército alemán invadía el norte del país. Durante su fuga, el padre
conoció a un grupo de refugiados políticos españoles que huían del franquismo.
Y aprendió y cantó las canciones de la República. La familiaridad con el
español le facilitó que años después partiera rumbo a Colombia, con una hija de
trece años, para dar clases de matemática en un centro universitario. Sus
primeras exploraciones como lectora empezaron en una biblioteca, la de la
Alianza Colombo-Francesa de Bogotá, en medio de las plantas tropicales. Los
libros le permitían construirse a sí misma, le decían que no estaba loca ni era
tan rara, que había otras maneras de vivir y de pensar. Después de tres años
regresó con su familia a París. Otra vez al Liceo, al rebaño uniformado con las
blusas de color beige, a la asfixia de las aulas. Mayo del ’68 la sorprendió
deambulando por las calles, observando cómo la gente discutía a lo largo del
boulevard Saint Michel. Por fin ocurría algo, el mundo parecía cambiar. Una
pena de amor la excluyó de esa fiesta. Las carreras literarias eran para las
jóvenes de la burguesía de alcurnia, pero Petit pertenecía a una clase media en
ascenso que debía ser moderna y estudiar alguna carrera científica. Se anotó en
Sociología como solución intermedia entre las letras y las ciencias. Pero la
literatura la salvó. A los 22, decidió estudiar griego moderno. Y anduvo por
España y Grecia, por México y Guatemala. Después de investigar las diásporas
china y griega, en 1992 comenzó a trabajar el tema de la lectura y la relación
de distintos sujetos, especialmente de ámbitos rurales o barrios marginales,
con los libros.
Petit se siente como en casa en
Buenos Aires, “ciudad de gigantes”, como la define en el prólogo de Lecturas:
del espacio íntimo al espacio público (FCE), que visitó por primera vez en la
Feria del Libro del 2000. El sábado cerró el II Encuentro Nacional de
Bibliotecas Populares, organizado por la Conabip, ante más de 1100
bibliotecarios. Los ojos curiosamente insaciables de la antropóloga francesa están
siempre en estado de alerta. Es una cazadora que no quiere que nada se escape
de la telaraña envolvente que teje con su mirada. El color de sus ojos varía de
acuerdo a cómo la ilumina la luz. Si es de frente, parecen verdes tirando a
grises, si es de lejos o de forma oblicua, el color es miel o avellana. “Si hoy
fuera adolescente, ante estos discursos que se repiten hasta el hartazgo de que
‘hay que leer’, creo que me iría a jugar a los videojuegos en vez de leer”,
admite la antropóloga en la entrevista con Página/12 mientras camina por los
pabellones de la Feria en busca de un café donde poder charlar un poco más
tranquila.
– ¿Por qué conviven de un modo un
tanto esquizofrénico ese discurso imperativo, “hay que leer”, con la visión de
que la lectura sigue siendo una actividad peligrosa o prohibida?
–Las generaciones anteriores, en
muchas circunstancias, leían bajo las sábanas, con la lámpara iluminando apenas
el libro, contra el mundo entero. Pero ahora la lectura aparece como una faena
austera a la que uno debe someterse para satisfacer a los adultos. El peligro
de que las autoridades políticas, educativas, maestros y padres coincidan en
este “hay que leer” es que muchos chicos no quieran leer y salgan corriendo a
jugar a los videojuegos. Poder transmitir
el hábito de la lectura es una tarea muy sutil. A veces los discursos que hay
en torno de la lectura tienen algo que va en contra de lo que pretenden
defender. El tema de las prohibiciones no ha caducado. Cuando empecé a trabajar
sobre la lectura hace unos quince años, en Francia, en medios rurales y en
barrios marginales, me impactó rápidamente el hecho de que la gente que se
había convertido en lectora evocaba espontáneamente los miedos que había tenido
que traspasar, las prohibiciones que existían en su medio social contra la
lectura. Por ejemplo, el miedo a pasar por perezoso, pero “¿para qué sirve la
lectura?”, “eso es inútil”; otro miedo era ser visto como un egoísta. En los
medios sociales donde se privilegian mucho las experiencias compartidas, la
lectura en la habitación propia entre comillas aún hoy en día está mal vista.
–Leer aísla, disgrega a la
persona de su grupo, pero también es una actividad rodeada de un halo de
misterio, ¿no?
–Claro. Me acuerdo que una vez un
señor que viajaba conmigo en un avión, cuando se enteró de que yo trabajaba
sobre la lectura me dijo que las mujeres que leen son egoístas (risas). Ese
secreto, ese misterio de la persona que lee, también hace que uno se vuelva
lector. La mayoría de la gente que es lectora siempre evoca escenas
iniciáticas: la madre, la abuela o el padre que le cuenta historias al niño o
que le lee en voz alta. Pero también hay otra escena, donde los padres o los
abuelos no le leen al niño, pero ellos leen, y el niño los observa y está
fascinado. ¿Dónde están? ¿Qué es lo que hay en ese libro? A veces uno se
convierte en lector porque quiere encontrar el secreto o misterio que tiene el
libro. Y cuando no es en la familia, puede ser a través de un mediador, si se
trata de un docente o un bibliotecario que tiene una incidencia fuerte en el
niño.
–Usted se opone a la expresión
“construcción del lector”, en la que se explicita la idea de que el lector se
puede “fabricar”. ¿A qué atribuye la generalización de esta idea?
–La verdad que la expresión “construcción del lector” la descubrí en
América latina, en México, Colombia y la Argentina. Me parece una idea de lo
más ingenua; cada vez que la escucho pienso en la imagen de Frankestein, “vamos
a construir un lector”. Es curioso porque se trata de una posición omnipotente:
“Nosotros tenemos el poder de construir lectores”. Cuando empecé a trabajar
con la lectura, mi primera referencia teórica fue Michel de Certeau, un
investigador atípico que amaba mucho a América latina. A él le interesaba lo
que pasaba del lado del lector, lo que el lector creaba. Lo que me interesó
siempre fue situarme del lado del lector, estando atenta a sus maneras propias
de construir sentido con lo que encontraba en los libros, de construirse a sí
mismo con palabras o historias robadas de acá o de allá. Y digo robadas porque
De Certeau decía que la lectura era una “caza furtiva”. La cultura se hurta, se
roba; es la única manera de que funcione. Lo difícil, pero lo interesante para
el mediador, es que pueda contagiar las ganas de apropiarse, de robar. Lo que
podemos hacer es multiplicar las oportunidades del encuentro con personas que
no repitan el imperativo “hay que leer” sino que tengan una actitud mucho más
sutil frente a la lectura.
Ampliando este rechazo a la
“construcción de lectores”, en uno de los ensayos de Lecturas... Petit sugiere
por qué la lectura no es compatible con la idea de promoción. “¿Se le ocurriría
a alguien promover el amor, por ejemplo? ¿Y encargar el tema a las empresas o a
los Estados? –se pregunta la antropóloga en ‘Los lectores no dejan de
sorprendernos’–. Sin embargo, eso existe. En Singapur, donde realicé
investigaciones hace unos quince años, el Estado fletaba barcos del amor y los
ejecutivos de empresas, solteros de ambos sexos, eran insistentemente alentados
a embarcarse en esos cruceros. Me parece que éste sería un buen método para
fabricar todo un pueblo de frígidos.”
–Algunos afirman que la lectura
es un placer, una actividad lúdica; otros plantean que decir que la lectura es
un juego es engañoso, además de frustrante, porque oculta que detrás de todo
placer hay una dificultad. ¿Cuál es su posición ante estos discursos?
–El discurso del placer surgió
siguiendo a Daniel Pennac, que había escrito su libro, Como una novela, en
reacción a un discurso que hacía de la lectura una faena austera. Por favor, si
no hay un gozo, una alegría, un placer, entonces para qué leemos. Aunque él lo
planteaba de una manera más compleja, quienes retomaron esta idea la redujeron
solamente al “placer de leer”. A una
persona que ha crecido en un medio alejado de la cultura escrita y que le
cuesta leer, si se le dice que leer es un placer, pero él no lo siente, se lo
está excluyendo aún más. Es un poco complicado el tema del placer. Aprendí
mucho de los propios lectores que entrevisté en medios rurales, en barrios
marginales o en contextos difíciles de violencia. Esa gente no habla tanto del
placer de leer. Lo que más me impactó es que evocan de qué manera la lectura
les había permitido construir un poco de sentido a su experiencia humana. En
Colombia, estuve con chicos que han padecido la violencia y han vivido cosas
atroces; han visto morir a amigos y tienen un caparazón durísimo, heridas
terribles producto del terror. Muchos ni siquiera pueden hablar. Pero de pronto
se encontraban en espacios de lecturas y narración oral de historias típicas de
Colombia y empezaban a recordar. Y hacían un relato de la propia vida que antes
no habían podido desencadenar. La
lectura reactiva el pensamiento en contextos difíciles. No vamos a pecar de ingenuos, tampoco lo
soluciona todo, pero demuestra la importancia que tiene la lectura en la
construcción o reconstrucción de uno mismo. Esta es la dimensión que más me
interesa de la lectura, de la que menos se ha hablado, y no tanto la mera
visión de la lectura como placer o distracción. Para los chicos colombianos no
es una mera distracción sino que la lectura les permite integrar a su memoria
sus propias historias.
–¿La palabra placer estaría
asociada a un léxico típico de las clases medias?
–No. La experiencia de la lectura
no es diferente de un medio social a otro. Los seres humanos estamos siempre en
busca de ecos exteriores, de decir la experiencia, un duelo o estar enamorado,
que no son experiencias fáciles de poner en palabras. No es por casualidad que
todas las sociedades han tenido escritores, poetas, psicoanalistas, que
observan la experiencia humana y que tratan de escribirla de manera condensada
y estética. Todos estamos en busca de un eco de lo que pasa en nosotros.
–¿Qué opina de los discursos
catastrofistas que advierten que cada vez se lee menos cuando cada vez se
publican más libros en el mundo?
–Los escritores parece que temen
quedarse sin clientela (risas). A esta feria viene un millón de personas, siete
veces más que en la Feria del Libro de Francia, a la que van unas 160 mil
personas. Acá viene gente de sectores populares, no como en Francia que es sólo
para las clases medias escolarizadas. Yo no comparto ese discurso catastrofista
porque tiene un efecto contraproducente y la realidad es mucho más compleja.
–¿Por qué se deposita en el libro
una suerte de “utopía de la salvación”, como si leer inmunizara de todos los
males, aun cuando no impidió el nazismo en Alemania ni la dictadura militar en
la Argentina?
–La lectura no va a solucionar los problemas del mundo. No forzosamente
construye gente crítica, con distanciamiento. Pero el que no puede apropiarse
de la cultura escrita está más marginado de la sociedad. La lectura no te
garantiza nada, pero si no tienes ese derecho estás más excluido porque vivimos
en una sociedad donde se cambia rápidamente de trabajo y hay que estar
permanentemente capacitándose. La lectura tampoco garantiza una ciudadanía
activa, pero si no leés tenés mucho menos voz y voto en los espacios públicos.
La lectura te permite transitar pasarelas, generar caminitos con sutileza,
inventar mediaciones que facilitan la apropiación de la cultura escrita.
–En Del Pato Donald a Thomas
Bernhard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra
confiesa que la escritura fue algo prohibido para usted, que era el privilegio
de su madre, que tocarla “era como robarle sus vestidos”. ¿En su próxima visita
entrevistaremos, finalmente, a Michèle Petit novelista?
–(Se ríe a carcajadas) Escribí
una mala novela, que gracias a Dios no fue publicada, para repararme de una
pena de amor. Escribo, es cierto, pero nunca se sabe qué puede pasar.
LUNES, 11 DE MAYO DE 2009
De: Página12.com
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