ROMANCE DEL RELOJ DE
PIEDRA
Orillas del Uruguay 
una piedra encontré hoy 
aplastada, redondita, 
y de encendido color: 
pequeña obra maestra 
de agua, de viento y de sol. 
Y decidí recogerla 
y usarla como reloj.
El mismo peso me hace 
que la máquina mejor, 
la compañía es idéntica 
y guarda el mismo calor. 
Lo miro de vez en cuando, 
y es tan grande la ilusión, 
que veo unas manecillas 
y los signos de rigor. 
Al que pregunta la hora 
se la invento y se la doy. 
Me equivoco por minutos, 
que no es equivocación, 
que el tiempo no está en esferas 
sino a nuestro alrededor: 
en la orla de una nube, 
en el cáliz de una flor, 
en nuestras entrañas mismas, 
en algo como un temblor. 
Le doy cuerda al acostarme 
y con toda precaución, 
entre libros y anteojos 
lo pongo en el velador 
y antes de dormir parece 
que escucho cierto rumor. 
No sé si son los segundos, 
esa arenilla veloz, 
o acaso la vocecilla 
del río que lo pulió. 
Ante mi reloj de piedra 
no tengo más que un temor: 
si se me llega a romper, 
¿a qué relojero voy? 
Sólo pueden componerlo 
ojos y dedos de Dios.
UN APLAZADO
De
pronto, como un breve latigazo,
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Hice girar resuelto el bolillero
Las dieciséis bolillas del programa
resonaron en él lúgubremente
y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
Me dieron a elegir una de ambas
y elegí la segunda. -¿Y qué es el nombre?
díjome uno y me asestó las gafas.
Sentí luego un sudor por todo el cuerpo,
se me puso la boca seca, amarga,
y comprendí, con un terror creciente
que yo del nombre no sabía nada.
Revolvía allá adentro, pero en vano,
me quedé en absoluto sin palabras.
Y empecé a ver la quinta en qué vivíamos:
el camino de arena, cierta planta,
el hermano pequeño, mi perrito,
el té con leche, el dulce de naranja,
¡qué alegría jugar a aquellas horas!
Y sonreía mientras recordaba.
-¡Pero señor -rugió una voz terrible-,
el nombre sustantivo, una pavada!
Tiré a la realidad: sobre la mesa
los dedos de un señor tamborileaban,
cabeceaba blandamente el otro,
el tercero bebía de una taza.
Hacía gran calor. Yo tengo una
cara redonda, simple, colorada,
los ojos grises y los labios gruesos,
el pelo rubio, la sonrisa clara.
Yo quería jugar, no dar examen
darlo otro día, sí, por la mañana...
Se me nubló la vista de repente,
los profesores se me borroneaban,
adquirió el bolillero proporciones
gigantescas, fantásticas,
oí como entre sueños: Señor mío,
puede sentarse... -Y me llené de lágrimas.
De: leerporquesí.blogspot.com
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| Baldomero Fernández Moreno 15 de noviembre de 1886 Médico rural. Poeta. | 
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| "Setenta balcones y ninguna flor" | 
 
 
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