Poeta, narradora, ensayista, docente uruguaya exiliada en España desde el 72. |
Montevideo
Nací en una ciudad triste
de barcos y emigrantes
una ciudad fuera del espacio
suspendida de un malentendido:
un río grande como mar
una llanura desierta como pampa
una pampa gris como cielo.
Nací en una ciudad triste
fuera del mapa
lejana de su continente natural
desplazada del tiempo
como una vieja fotografía
virada al sepia.
Nací en una ciudad triste
de patios con helechos
claraboyas verdes
y el envolvente olor de las glicinas
flores borrachas
flores lilas
Una ciudad
de tangos tristes
viejas prostitutas de dos por cuatro
marineros extraviados
y bares que se llaman City Park.
Y sin embargo
la quise
con un amor desesperado
la ciudad de los imposibles
de los barcos encallados
de las prostitutas que no cobran
de los mendigos que recitan a Baudelaire
La ciudad que aparece en mis sueños
accesible y lejana al mismo tiempo
la ciudad de los poetas franceses
y los tenderos polacos
los ebanistas gallegos
y los carniceros italianos
Nací en una ciudad triste
suspendida del tiempo
como un sueño inacabado
que se repite siempre.
Gotán
Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno
No, nadie te esperó, nunca.
No te esperaron los árboles
que habías plantado
ni la estatua del indio herido
en bronce enmohecido
No te esperó tu tía abuela
que murió llamándote
ni la silla de mimbre que vendieron
ni la calle
que cambió de nombre
El mar no espera nunca
y en su ir y venir
no hay Arrabal amargo
no hay Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver
No está Osvaldo Soriano con su gato
recogido en la rue
que maullaba en francés
ni la dulce francesita que te salvó de los flics
una noche de invierno, en París
No está Raquel que vendía periódicos
y preservativos y sabía el nombre de los árboles
aún de los más viejos
No adivino el parpadeo de las luces
que a lo lejos van marcando mi retorno
No hay retorno:
el espacio cambia
el tiempo vuela
todo gira en el círculo infinito
del sinsentido atroz
No quiero volver con las sienes marchitas
las nieves del tiempo platearon mi sien
No quiero un arrabal amargo metido en mi vida
como una condena de una maldición
ni que tus horas sombrías torturen mis sueños
No quiero que el camarero del Sorocabana
me pregunte, treinta años después: “¿Un capuchino,
como siempre?”
Siempre no existe,
Gardel murió
y la Tana Rinaldi también emigró.
Quiero otra luz, otro mar,
otras voces, otras miradas
romper este pacto de nostalgia
que nos ata, como una condena de una maldición
y no volver a soñar con el barco que atraviesa una mar
oscura
para devolverme a la ciudad donde nací.
No hay Volver
no hay arrabal
Sólo la soledad es igual a sí misma.
De: EspacioLatino.com
Después
Y ahora se inicia
la pequeña vida
del sobreviviente de la catástrofe del amor:
Hola, perros pequeños,
hola, vagabundos,
hola, autobuses y transeúntes.
Soy una niña de pecho
acabo de nacer
del terrible parto del amor.
Ya no amo.
Ahora puedo ejercer en el mundo
inscribirme en él
soy una pieza más del engranaje.
Ya no estoy loca.
Escoriación
Herida que queda, luego del amor, al costado del cuerpo.
Tajo profundo, lleno de peces y bocas rojas,
donde la sal duele, y arde el yodo,
que corre todo a lo largo del buque,
que deja pasar la espuma,
que tiene un ojo triste en el centro.
En la actividad de navegar,
como en el ejercicio del amor,
ningún marino, ningún capitán,
ningún armador, ningún amante,
han podido evitar esa suerte de heridas,
escoriaciones profundas, que tienen el largo del cuerpo
y la profundidad del mar,
cuya cicatriz no desaparece nunca,
y llevamos como estigmas de pasadas navegaciones,
de otras travesías. Por el número de escoriaciones
del buque, conocemos la cantidad de sus viajes;
por las escoriaciones de nuestra piel,
cuántas veces hemos amado.
De: Amediavoz.com
Después de dejar a Andrés en la
guardería le quedaban quince minutos para atravesar la avenida, conducir hasta
el aparcamiento de la oficina y subir en el ascensor, planta veintidós,
Importación y Exportación, Gálvez y Mautone, S.A. Debía intentar abrir el
tapón. Tenía que serenarse y estudiar las instrucciones de la etiqueta. En
efecto: en el vientre de la botella había un dibujo y, debajo, unas letras pequeñas.
El dibujo representaba el tapón (Nuevo diseño, mayor comodidad) y unos delgados
dedos e mujer, con las uñas muy largas. El texto decía: PARA ABRIR EL TAPÓN
APRIETE EN LAS ZONAS RAYADAS. Miró el reloj en su muñeca. Faltaba poco para las
siete. Nerviosamente, pensó que no tenía tiempo para buscar las zonas rayadas
del tapón, como ninguno de sus amantes había tenido tiempo para buscar sus
zonas erógenas. La vida se había vuelto muy urgente: el tiempo escaseaba. Aún
así, alcanzó a descubrir unas muescas, que era lo máximo que sus amantes habían
descubierto en ella. Según las instrucciones de la botella, ahora debía
presionar con los dedos para desenroscar el tapón. Alguno de sus estúpidos ex─amantes
también había creído que todo era cuestión de presionar. Efectuó el movimiento
indicado por el dibujo, pero la rosca no se movió. AHORA, LEVANTE LA TAPA
SUPERIOR, decía el texto. ¿Cuándo era «ahora»? Uno de sus amantes había
pretendido, también, que ella dijera «ahora», un poco antes del momento
culminante. Le pareció completamente ridículo. Como a un niño que se le enseña
a cruzar la calle, o a un perrito cuando debe orinar. Sin embargo, los asesores
de publicidad de la empresa donde ella trabajaba solían decir que había que
tratar a los consumidores como si fueran niños: explicarles hasta lo más obvio.
¿Ella era una niña? ¿Qué el tapón de la maldita botella no se abriera
significaba que algo había fracasado en su sistema de aprendizaje? ¿Los empresarios
de la marca de lejía habían diseñado un nuevo tapón para mujeres-niñas que
criaban hijos-niños, que a su vez engendrarían nuevos consumidores-niños hasta
el fin de los siglos? Algo había fallado en el diseño. O era ella. Porque la
tapa no se había abierto. Y se estaba haciendo demasiado tarde. «Serénate»,
pensó. Los nervios no conducían a ninguna parte. Desde que Andrés había nacido
(hacía dos años), su vida estaba rigurosamente programada. Se levantaba a las
seis de la mañana, se duchaba, tomaba su desayuno con cereales y vitamina C, se
vestía (el aspecto era muy importante en un trabajo como el suyo) y, luego,
llevaba a Andrés a la guardería. De allí, lo más rápidamente posible, hasta su
trabajo. En el trabajo, hasta las cinco de la tarde, volvía a ser una mujer
independiente y sola, una mujer sin hijo, una empleada eficiente y responsable.
A la empresa no le interesaban los problemas domésticos que pudiera tener. Es
más: Patricia tenía la impresión de que, para lo jefes de la empresa, la vida
doméstica no existía. O creían que sólo la gente que fracasaba tenía vida
doméstica.
A la salida de la oficina, iba a
buscar a Andrés. Lo encontraba siempre cansado y medio dormido, de modo que
conducía de vuelta a su casa, a la misma hora que, en la ciudad, miles y miles
de hombres y de mujeres que habían carecido de vida doméstica hasta las seis de
la tarde también conducían sus autos de regreso, formando grandes atascos.
Después, tenía que dar de comer al niño, bañarlo, acostarlo y ordenar un poco
la casa. Le quedaba muy poco tiempo para las relaciones personales. (Bajo este
acápite, Patricia englobaba las conversaciones telefónicas con el padre de
Andrés, o con la ginecóloga que controlaba sus menstruaciones y hormonas.
Alguna vez, también, llamaba por teléfono a un ex─amigo o ex─amante:
no siempre se acordaba de si alguna vez fueron lo uno o lo otro, y a las once
de la noche, luego de una jornada dura de trabajo, la cosa no revestía
mayor importancia.) los sábados iba a un gran supermercado y hacía las compras
para toda la semana. Los domingos llevaba a Andrés al parque o al zoo. Pero el
único parque de la ciudad estaba muy contaminado, y en cuanto al zoológico, el
ayuntamiento había puesto en venta o en alquiler a muchos de sus animales, ante
la imposibilidad de mantenerlos con el escaso presupuesto del que disponía. Si
el tiempo no era bueno, Patricia iba a visitar a alguna amiga que también
tuviera hijos pequeños: Patricia había comprendido que las mujeres con hijos y
las mujeres sin hijos constituían dos clases perfectamente diferenciadas,
incomunicables y separadas entre sí. Hasta los treinta y dos años, ella había
pertenecido a la segunda, pero desde que había puesto a Andrés en el mundo (con
premeditación, todo sea dicho), pertenecía a la primera clase, mujeres con
hijos, subcategoría de madres solteras. En este riguroso plan de vida, no
cabían los fallos ni la improvisación. No cabía, por ejemplo, un maldito tapón
que no pudiera abrirse.
«Serénate», volvió a decirse
Patricia. Podía prescindir de la lejía, pero, al hacerlo, se sentía insegura,
humillada. Si no podía abrir un simple tapón de lejía, ¿cómo iba a hacer otras
cosas? Los fabricantes, antes de lanzar el nuevo envase al mercado, debían
haber realizado todas las pruebas pertinentes. Un elemento doméstico de uso tan
extendido está dirigido a un público general e indiferenciado; los fabricantes
optan por sistemas fáciles y sencillos, de comprensión elemental, al alcance de
cualquiera, aun de las personas más ignorantes. Pero ella, Patricia Suárez,
treinta y tres años, licenciada en Ciencias Empresariales y empleada en Gálvez
y Mautone, Importación y Exportación, madre soltera, mujer atractiva, eficiente
y autónoma, no era capaz de abrir el tapón. Tuvo deseos de llorar. Por culpa
del tapón se estaba retrasando; además, estaba nerviosa, no sabía qué ropa
ponerse y seguramente llegaría tarde al trabajo. Y tendría un aspecto
horroroso. En su trabajo la apariencia era muy importante. La apariencia: qué
concepto más confuso. No había tiempo para conocer nada, ni a nadie: había que
guiarse por las apariencias, todo era cuestión de imagen. Iba a contarle a su
psicoanalista el incidente del tapón. Cuando no se tiene un buen amante, es
necesario tener un buen psicoanalista: igual que un buen abogado, o un buen
dentista. Por cuestiones de higiene, como la limpieza del cutis, del cabello o
de la mente. Iba al psicoanalista antes de que naciera Andrés. En realidad, la
decisión de tener un hijo la discutió consigo misma ante el oído ecuánime o
indiferente ─Patricia no lo sabía─ del psicoanalista. «Sea cual sea
su decisión ─había dicho él─,
yo estaré de acuerdo con usted.» Patricia pensó que le hubiera gustado que un
hombre ─no el psicoanalista─ le hubiera ducho lo mismo. Pero no
lo había tenido. El padre de Andrés no quería tener hijos, y cuando se enteró
del embarazo de Patricia, se consideró engañado, de modo que aceptó ─a
regañadientes─ que su paternidad se limitaría a
la inscripción del niño en el Registro Civil. Él no quería hijos y
Patricia no quería un marido: a veces es más fácil saber lo que no se quiere.
Mientras intentaba abrir el tapón, Patricia pensó que la relación más estable
de su vida era con el psicoanalista. Se le ocurrió que los psicoanalistas
varones eran como machos cabríos: les gustaba tener una manada de mujeres
dependientes, sumisas, frustradas, que trabajaban para él y lo consultaban
acerca de todas las cosas, como si él fuera el gran macho Alfa, el patriarca,
la autoridad suprema, Dios. Seguramente, si le contaba al psicoanalista la resistencia
del tapón de lejía, él le iba a pedir que analizara los posibles significados
de la palabra tapón. Ella diría que, cuando veía un tapón de botella
(especialmente si se trataba del corcho de una botella de vino o de champán),
pensaba en Antonio, el padre de Andrés, por su aspecto retacón. Enseguida,
agregaría que siempre le gustaban los hombres feos, quizás porque con ellos se
sentía más segura: por lo menos, era superior en belleza.
La lejía no se abría. Eran las
siete y media, aún no había despertado a Andrés y no había decidido qué ropa
iba a ponerse. Se le ocurrió que podía salir al rellano y, con la botella de
lejía en la mano, golpear la puerta de un vecino, para que la abriera. A esa
hora temprana, la mayoría de los hombres del edificio estarían afeitándose para
ir al trabajo, y, aunque la vida moderna impide que los vecinos de una planta
se conozcan y se hagan pequeños favores, como prestarse un poco de harina, una
taza de leche o el descorchador, la visión de una débil y desprotegida mujer,
desconcertada ante un envase de imposible tapón, halagaría la venidad de
cualquier macho del mundo. El vecino, en pantalón de pijama y con la cara a
medio afeitar, saldría a la puerta, y con un solo gesto, firme, seco, viril
(como el tajo de una espada), desvirgaría la botella, la degollaría. Le
devolvería la botella desvirgada con una sonrisa de suficiencia en los labios,
y le diría alguna frase galante como: «Sólo se necesitaba un poco de fuerza» o
«Llámeme cada vez que tenga un problema»: una frase ambigua y autocomplaciente,
que reforzara su superioridad masculina. Ella lo aceptaría con humildad, porque
era demasiado tarde y porque su madre siempre le había dicho lo difícil que
era, para una mujer, vivir sola, sin un hombre al lado. Después de escucharla
muchas veces (su madre enviudó muy joven), Patricia tuvo la sensación de que la
dificultad (esa sobre la que su madre insistía repetidamente) era una confusa
mezcla de enchufes rotos, puertas encalladas, reparaciones domésticas, miedo
nocturno, soledad e impotencia. Sintió que la dificultad tenía que ver
oscuramente con el tapón. En ausencia de un hombre que arreglara los enchufes y
abriera los tapones rebeldes, Patricia había considerado la posibilidad de
tener una empleada doméstica. Pero no ganaba siquiera lo suficiente como para
pagar el alquiler del apartamento, la guardería del niño, la gasolina, la ropa
adecuada para su trabajo, muy exigente, la peluquería y la sesión semanal con
el psicoanalista. El psicoanalista era mucho más caro que una empleada de
servicio, aunque en ambos casos se trataba de limpiar. El psicoanalista no sólo
era el macho Alfa de la manada: también era un deshollinador. Entonces,
mientras lidiaba con el tapón, recordó que al mediodía tenía un almuerzo de
negocios con el director de una fábrica de lencería femenina. La lencería
femenina se había puesto de moda, en los últimos años, y, en lugar de un coito
a pelo seco, muchas personas preferían deleitarse con una gama de ligueros,
bragas, sujetadores y arneses que excitaban la imaginación. No podía perder más
tiempo. Tenía que despertar a Andrés, lavarlo, darle el biberón y vestirlo.
Miró con hostilidad la botella de lejía, impoluta, de envase amarillo y tapón
azul, que se erguía, incólume, a pesar de todos sus esfuerzos. No, no era que
ella no pudiera: seguramente, se trataba de un error de la fabricación. El que
diseñó el tapón debía de ser un hombre. Un macho engreído, autosuficiente,
seguro de sí mismo. Diseñó un tapón fallido, un tapón que las manos de una
mujer no podían abrir, porque él, con toda probabilidad, jamás se había fijado
en las manos de una mujer, en su fragilidad, en su delicadeza. El artilugio
nuevo había sustituido al anterior, y ahora, en este mismo momento, en
Barcelona, en Nueva York, en Los Ángeles y en Buenos Aires (la lejía era de una
importante multinacional), miles de mujeres luchaban para desenroscar el tapón,
mientras Andrés empezaba a llorar, seguramente se había despertado hambriento e
inquieto, su reloj biológico tenía requerimientos imperiosos, le indicaba que
algo no iba bien, había ocurrido un accidente, un desperfecto, mamá la dadora,
mamá el pecho bueno no venía a alimentarlo, no lo mecía, no lo besaba, no lo
limpiaba, no lo vestía. Andrés empezaba a llorar como estaba a punto de llorar
ella. Se hacía tarde, el niño tenía hambre, ella se retrasaba y el jefe no
admitía explicaciones, carecía de vida doméstica, como todos los jefes, por lo
cual no tenía lejía, ni tapones: el jefe era un tipo soberbio sin ropa que
lavar, ni trajes que limpiar, los calcetines usados los tiraba a la basura,
comía en el restaurante y no tenía hijos. A la mañana, Andrés sólo bebía la
leche si se la administraba con el biberón. Debía de ser un resabio su etapa de
lactante. «Cuando nos despertamos ─pensó Patricia─,
casi todos somos bebés.» Biberón sí, taza no. Cereales con miel sí, son azúcar
no. Era así: los niños estaban atravesados por el deseo, algo que los adultos
no se podían permitir. ¿El deseo de la botella de lejía era permanecer
cerrada? «No seas tonta, Patricia ─se dijo─,
los objetos no tienen deseos.» Bien, si no era el caso de la botella, debía ser
el deseo del que inventó el tapón. A ninguna mujer se le ocurriría que para
abrir una botella de lejía era necesario emplear la fuerza. En el fondo,
el inventor había diseñado el tapón perfecto: mudo y silencioso en su opresión,
incapaz de abrirse, de soltar su tesoro, como algunos virgos queratinosos. (No
recordaba dónde había leído eso. Seguramente en alguna revista, en el dentista
o en la peluquería. Era el único tiempo del que disponía para leer.) El
inventor debía de ser un tipo al que no
le gustaba que las cosas se salieran de madre; pensaba que las cosas tenían que
estar siempre contenidas. Atrapadas. Posiblemente, para él, la botella de lejía
era un símbolo fálico. Guardar el semen, no perderlo ni malgastarlo, no
derrocharlo inútilmente. Como Antonio, que hacía el amor siempre con
preservativos, para evitar la paternidad. Ella hubiera jurado que, sin embargo,
Antonio miraba con cierta nostalgia el líquido seminal que expulsaba el
inodoro: quizás lamentaba el desperdicio. El semen siempre olía un poco a
lejía. Y Andrés estaba llorando. Patricia iba a tomar una decisión: abandonaría
el frasco de lejía con su tapón hermético, indestructible. Lo dejaría sobre la
mesa, luciendo su virginidad impenetrable y olvidaría el incidente. La última
vez que había llorado por algo semejante fue cuando las tuberías se atascaron.
Nadie la había enseñado nunca el funcionamiento de las tuberías: ni en la
escuela, ni en la Universidad de Ciencias Empresariales. Y las tuberías del
edificio donde vivía se atascaron en su ausencia, a traición, mientras estaba
en la oficina. Ella había regresado ingenuamente a su hogar, como todos los
días, sin saber que, al abrir el grifo, las tuberías iban a estallar. Sin
previo aviso. De pronto, de las entrañas del edificio empezaron a salir
líquidos extraños, malolientes, turbulentos y de colores sórdidos. Ella no
entendía qué estaba pasando. Había alquilado el apartamento recientemente, y
por un precio que de ninguna manera se podía considerar una ganga. Y ahora, de
pronto, parecía que el apartamento se desgonzaba, que se licuaba en sustancias
repugnantes, como ese cuadro, Europa después de la lluvia, que había visto en
una exposición. Quiso pedir ayuda por teléfono, pero la voz automática de un
contestador le contestó que, por un desperfecto de las líneas de la zona, lo
lamentamos mucho, las comunicaciones telefónicas están interrumpidas. Y el agua
avanzaba por los suelos. Se echó a llorar, sin saber qué hacer. Entonces,
aunque nadie lo esperaba, apareció Antonio, el padre de su hijo. Aparecía y
desaparecía sin aviso, era una forma de dominación, pero ella no se lo había
reprochado nunca. «Todo no se puede decir», observó el psicoanalista, en una
ocasión, pero Patricia penaba que, con Antonio, nada se podía decir. Era muy
susceptible. Antonio entró con su llave (que nunca le había querido devolver:
insistía en que debía poseer la llave de la casa donde vivía su hijo) y la vio
llorando, en medio de la sala, mientras un agua oscura, pegajosa, corría por el
suelo y amenazaba con mojarle los zapatos. Era un hombre pulcro, muy obsesivo
con la ropa, y no pudo evitar un gesto de disgusto. Este gesto recrudeció el
llanto de Patricia. En realidad, no tenía que importarle lo más mínimo que
Antonio se ensuciara los zapatos y el bajo de los pantalones, pero se sintió
inexplicablemente culpable e insegura, tuvo lástima de sí misma y continuó
llorando. Él no dijo nada (echó una mirada atenta y abarcadora que comprendió toda
la situación: las tuberías repletas, el suelo inundado, el llanto de Patricia,
su culpabilidad e impotencia) y, luego de estudiar el panorama, se dirigió
rápidamente a la cocina, a un panel oculto entre el zócalo y la pared, dentro
de un cajón, y con un par de pases enérgicos, inconfundiblemente masculinos,
suspendió el chorro de agua. Patricia dejó de llorar, sorprendida. El empleado
que hizo las instalaciones, cuando se mudó a ese piso, le había dicho que por
ningún motivo del mundo tocara esas llaves, y ella había acatado la orden tan
estrictamente que las olvidó por completo.
Una vez cortado el chorro de
agua, Antonio llamó al portero por el intercomunicador del edificio (que ahora
funcionaba) y le pagó para que secara el agua que inundaba el apartamento. Así
eran los hombres de eficaces. Satisfecho de sí mismo, se sintió generoso y la
invitó a tomar un refresco, con el niño, en el bar de la esquina, mientras el
portero secaba el agua del suelo. No hablaron de nada, pero él le dio un
consejo. Le dijo: «No debes llorar porque una tubería se ha roto». Entonces
Patricia, con mucha tranquilidad, de una manera muy serena, le arrojó el
refresco a la cara, con su contenido de líquido y pequeñas burbujas de naranja.
El líquido manchó la solapa del traje claro, nuevo, que él acababa de estrenar.
Ahora estaba llorando otra vez,
pero no tenía a quien arrojarle la botella de lejía. Gimoteando, comenzó a
vestir al niño.
─No creas que estoy llorando
sólo porque el tapón de la botella de lejía no quiere abrirse ─le
explicó, como en un soliloquio─, sino por la sospecha que eso ha
introducido en mí. Al principio, es verdad, pensé que se trataba de un fallo
personal. Pensé que era yo, que no podía. Pero no se trata de mí, sino
del tapón. Han fabricado un nuevo envase con fallos, han puesto las botellas en
las estanterías y las hemos comprado con inocencia. Por culpa de eso se me ha
hecho tarde, llegaremos con retraso a la guardería y a mi trabajo. No podré
decirle a mi jefe una cosa tan simple como que el tapón de la lejía no se
abría. Es un hombre muy eficaz, muy importante: carece de vida doméstica. Sólo
le conciernen las cotizaciones de la Bolsa, las guerras de mercados, las
especulaciones con divisas y las campañas publicitarias. Podré decir, a lo
sumo, que me retrasé por un atasco. Los atascos, hijo mío, son muy respetables.
Son más respetables que un dolor de cabeza, la enfermedad de un pariente o la
rotura de una tubería. Y tú ─continuó Patricia, dirigiéndose
al niño, pero como hablando para sí misma─ no has llorado sólo porque tenías
hambre. Has llorado porque el tapón de lejía no se abría, yo estaba nerviosa y
dudé de mí misma.
Esa tarde, mientras conducía
hasta el consultorio del psicoanalista, (todo había salido relativamente bien,
a pesar del retraso), pensó que las lágrimas de las mujeres, esparcidas por la
ciudad, eran un río blanco, ardiente, un río de lava, un río insospechable que
circulaba por las entrañas oscuras, un río sin nombre, que no aparecía en los
mapas.
─El tapón de lejía no se abrió ─le
dijo Patricia al psicoanalista, en cuanto comenzó la sesión─
y no estoy dispuesta a perder tiempo con interpretaciones. Es un hecho: el
nuevo sistema de rosca de esa marca no funciona. Llamé a la distribuidora
del producto. Había recibido numerosas quejas. El nuevo tapón fue diseñado por
un ingeniero industrial ávido de éxito, supongo, fuerte, seguro de sí mismo,
pero ha sido un fracaso. Van a retirar los envases de circulación. En cuanto a
mí ─afirmó Patricia con decisión─, voy a pedir
una indemnización.
─¿A la fábrica del producto? ─preguntó
el psicoanalista, sorprendido.
─Al padre de Andrés, por supuesto ─respondió
Patricia─. No se hace cargo de ningún gasto. Como si el niño no le
concerniera.
Cuando llegó a su casa, Patricia
se dirigió directamente a la cocina. Buscó un cuchillo de punta afilada, y, sin
titubeos, agujereó el tapón. Lo perforó por el centro con una herida limpia y
perfecta. La botella perdió toda su virilidad.
Cristina Peri Rosi
Por fin solos
Barcelona, Editorial Lumen, 2004,
pp. 137-153
De: otrosmundos.blogspot.com
Crianzas
Siempre imagino que mi madre
tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de
ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser, pensar
como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido
arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa
lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por
lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi
conciencia, de manera que en seguida recupera sus veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente
como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto
en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha
estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco
años y ella de veinticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de
ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.
Cristina Peri Rossi
Por favor sea breve. Ed. Páginas
de espuma, 2001
De: Un cuento al día.com
Entre la espada y la pared
El espacio que queda entre la
espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared,
el frío del muro me congela; si huyendo de la pared, trato de avanzar en
sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa,
pues, que pretenda establecerse entre ellas, es falsa, y como tal, la denuncio.
Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo
cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la
pared, menos lacerante que el filo de aquella, cabría la posibilidad de
decidirse, pero cualquiera que las observe -la espada, la pared- comprenderán
enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible
dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la
pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de
partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes (que yo
disimulo por pudor) y el frío de la pared congestiona mis pulmones, aunque yo
toso con discreción. Si consiguiera escurrirme (imposible salvación), la espada
y el muro quedarían enfrentados, pero su poder, faltando yo entre ambos, habría
disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada
enmoheciera. Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando
consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared,
la espada avanza.
He procurado distraer la atención
de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar
a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es
verdad que a veces me olvido que se trata de una pared de hielo, y, cansado,
busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su
naturaleza.
He vivido así los últimos meses.
No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada
vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si
moriré de una congestión pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto
no me preocupa. Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no
existe un lugar donde vivir.
De: La loca de la casa.com
EL UMBRAL
Aquella mujer no soñaba nunca y
eso la hacía intensamente desgraciada. Pensaba que por no soñar ignoraba cosas
acerca de sí misma que seguramente los sueños le hubieran proporcionado. Le
faltaba la puerta de los sueños que se abre cada noche para poner en duda las
certidumbres del día. Y la puerta de los sueños por la cual entramos al pasado
de la especie, allí donde alguna vez fuimos dinosaurios entre el follaje o
piedra en el torrente. Ella se quedaba en el umbral y la puerta estaba siempre
cerrada, negándole el acceso. Le dije que eso mismo constituía un sueño, una
pesadilla: estar ante la puerta que no se abre, aunque empujemos el picaporte o
hagamos sonar la aldaba. Pero en realidad la puerta de esa pesadilla no tiene
ni picaporte ni aldaba: es una superficie entera, marrón, alta y lisa como un
muro. Nuestros golpes se estrellan en un cuerpo sin eco.
- No hay puerta sin llave – me
dice ella, con la tenaz resistencia de la gente que no sueña.
- En los sueños sí – le digo- En
los sueños las puertas no se abren, los ríos están secos, las montañas giran,
los teléfonos son de piedra y nunca llegamos a tiempo para la cita. En los
sueños nos falta la prenda íntima que cubre nuestra desnudez, los ascensores se
interrumpen entre dos pisos, o se estrellan contra el techo y, al entrar al
cine, los asientos de la sala están de espaldas a la pantalla. En los sueños,
los objetos han perdido su funcionalidad para convertirse en impedimento; o
tienen leyes propias que no conocemos.
Ella cree que la mujer que no
sueña es la enemiga de la mujer despierta, porque le roba partes de sí misma,
le sustrae la emoción palpitante de las revelaciones, cuando creemos descubrir
algo que no sabíamos o habíamos olvidado.
- El sueño es una escritura –
dice ella, con pesar- una escritura que no sé escribir y que me diferencia de
los demás, de los hombres y los animales que sueñan.
Ella es como una viajera que,
cansada, se detiene en el umbral y queda fija allí, como una planta.
Yo, para consolarla, le digo que
quizás tiene demasiado sueño para cruzar la puerta, a lo mejor estuvo tanto
tiempo buscando el sueño, antes de dormirse, que cuando las imágenes llegan a
ella no las ve, porque el cansancio le hizo cerrar los ojos que están adentro
de los ojos. Cuando dormimos, tenemos dos pares de ojos; los ojos más
superficiales, aquellos que están acostumbrados a ver sólo la apariencia de las
cosas y a tratar con la luz, v los ojos del sueño: cuando los primeros se cierran,
éstos se abren. Ella es la viajera de un largo viaje que cuando llega al umbral
se detiene, muerta de cansancio y ya no puede seguir hacia adentro, ni
atravesar el río, ni cruzar la frontera, porque ha cerrado los dos pares de
ojos.
- Quisiera poder abrirlos – dice,
con sencillez.
A veces, ella me pide que yo le
cuente mis sueños, y sé que luego, en la soledad de su cuarto, con la luz
apagada, escondida, como una niña que está a punto de hacer una travesura,
intenta soñar mi sueño. Pero soñar un sueño de otro es más difícil que escribir
un cuento ajeno, y sus fracasos la llenan de irritación. Cree que yo tengo un
poder que ella no tiene; eso le produce envidia y malhumor. Le gustaría que mi
frente fuera como una pantalla de cine y mientras duermo, poder ver reflejada
en ella las imágenes de mi sueño. Si sonrío o hago un gesto de contrariedad,
durante la noche, me despierta Y Me pregunta – insatisfecha- qué ha ocurrido de
alegre o de triste. Yo no siempre puedo contestarle con certeza; los sueños son
de un material tan frágil que muchas veces desaparecen en cuanto despertamos,
huyen en las telas de los ojos, en las arañas de los dedos. Ella piensa que el
mundo de los sueños es una vida suplementaria que algunos poseemos y su
curiosidad se satisface sólo a medias cuando termino de contarle el último.
(Contar sueños es uno de los artes más difíciles; acaso sólo Kafka lo logró sin
estropear su misterio, banalizar sus símbolos o volverlos racionales.)
Como los niños, que no toleran
las modificaciones y se deleitan con la repetición, insiste en que le cuente
dos o tres veces el mismo sueño, lleno de personajes que no conozco, de formas
raras, de accidentes irreales en el camino, y se fastidia si en la segunda
versión hay elementos que no aparecían en la primera.
El que prefiere es mi sueño
amniótico, el sueño del agua. Camino bajo una línea recta, sobre mi cabeza, y
todo lo que está por debajo de ella es agua transparente, que no moja ni tiene
peso, que no se ve ni se palpa, pero se conoce. Voy sobre el suelo de arena
húmeda, vestido de camisa blanca y pantalón oscuro y los peces pasan a mi
alrededor. Como y bebo bajo el agua, pero nunca nado ni floto, porque el agua
es igual que el aire y respiro en ella con total naturalidad. La línea, encima
de mi cabeza, es el límite que jamás atravieso ni me interesa trasponer.
- Probablemente es un sueño
antiguo – le digo- Un sueño del pasado, de nuestros orígenes, cuando estábamos
indecisos entre ser peces u hombres.
A ella, en cambio, le gustaría
soñar con volar, con deslizarse de árbol en árbol, por encima de los tejados.
Mientras duerme, a veces yo
ejerzo una pequeña presión sobre su frente, con la yema de mis dedos, para
inducirle el sueño. No se despierta, pero tampoco sueña. Le cuento el último
sueño que tuve: un prisionero en una breve celda de castigo, aislado de la luz,
del tiempo, del espacio, de las voces humanas, en una infinitud de silencio y
oscuridad. Hay un guardián, al lado de la puerta, y el hombre consigue inyectar
– a través de las paredes del túnel, como la membrana del útero- sus sueños al
guardián, que no logra descansar, acosado por las pesadillas del prisionero. El
guardián le promete liberarlo, si el hombre consigue ahuyentar al león que lo
acosa, cada vez que se duerme.
- Tú eres el prisionero – dice
ella, vengativa.
Los sueños son como cajas, y en
ellos hay otros sueños. A veces conseguimos despertar en el segundo, pero no en
el primero, y eso nos inquieta. En el segundo, trato de llamarla, pero ella no
responde, no me oye; entonces despierto y vuelvo a llamarla, extiendo mis
brazos hacia ella, sin saber que estoy en el primero de los sueños y que esta
vez tampoco responderá.
Le propuse que, antes de
dormirnos, hiciéramos la experiencia de inventar una historia complementaria,
los dos juntos. Seguramente algunos restos, desechos, residuos de esa historia
elaborada por los dos pasarían imperceptiblemente al interior de nuestros ojos
(a los que se abren cuando los superficiales se cierran) y así, ella
conseguiría por fin soñar.
- Nos conduciremos mutuamente
hasta el umbral – le dije- y una vez allí, dándonos un beso en la frente, nos
separaremos, y cada uno atravesará la puerta – su puerta- y nos reencontraremos
a la otra mañana, luego de un camino diferente. Me hablarás de los árboles que
viste, y yo de la nave que me conduce a la ciudad adonde no quiero regresar.
Esa noche nos acostamos a la hora
de costumbre, y yo fui el encargado de empezar la historia que nos conduciría
imperceptiblemente – pero en común- hasta el venturoso umbral.
- Hay un hombre en una habitación
desnuda- comencé.
- La cortina es muy suave – dijo
ella- , de terciopelo rojo, pero está anudada en un extremo. – El hombre está
echado en la cama – continué yo- aunque todavía conserva la camisa blanca y el
pantalón oscuro.
- Creo que ese hombre tiene miedo
de algo siguió ella- por eso conserva las ropas.
- A su lado hay una mujer – dije-
de cabellos cortos y rubios. Los ojos son azules.
- No – corrigió ella- son verdes,
con reflejos azules.
- Sí – acepté- Es hermosa, pero
tiene la piel fría de aquellos que no sueñan.
- La mujer tiene un vestido rosa.
¿No te parece algo anacrónico un vestido de ese color, en medio de la cama?
- No, querida – dije yo- te queda
muy bien. – Él está a punto de dormirse – observó ella. – Sí – confesé yo-
Tengo mucho sueño. Camino lentamente hacia una puerta, que se dibuja más
adelante.
- Caminas despacio, con las
mangas de la camisa subidas y los ojos entrecerrados.
- Es que tengo mucho sueño.
- Ella te sigue, pero cada vez
queda más atrás. Sus pasos son más cortos que los tuyos, y además, tiene miedo
de perderse. ¿Por qué él no vuelve los ojos hacia atrás, para ayudarla?
- Está muy cansado y el sendero
lo guía, lo empuja, como un imán.
- Es el imán de los sueños – dice
ella.
- La mujer ha quedado muy atrás.
Ya no se ve. Yo, en cambio, estoy en el umbral.
- Ha vuelto a perderse. El
corredor es oscuro y las paredes estrechas. Ella tiene miedo. Le aterra la
soledad.
- He visto otras veces ese
umbral.
- En cambio, yo no lo veo.
- Si regresas, si das marcha
atrás, no lo hallarás nunca.
- Tengo miedo.
- ¡Ah! ¡Qué umbral tan venturoso
Una luz se adivina al trasponerlo.
- No me dejes sola.
- No hay mucho lugar.
- No me abandones.
- Debo seguir. Estoy al fin del
camino, mis ojos se cierran, ya no puedo hablar…
- Entonces – continúa- ella se
precipita hacia adelante, hacia el aura vaga y oscura que dejaron los pasos de
él, por el corredor sombrío, y antes de que trasponga el umbral, le hunde un
puñal en la espalda.
Vacilo, en el umbral, caigo como
herido lentamente en el sueño, es curioso, resbalo, me hundo, tengo ya un pie
más allá del umbral, pero el otro se ha quedado atrás, no avanza, seguramente
estoy en el segundo sueño, aunque el dolor en la espalda es quizás del primero,
me gustaría llamarla pero sé por experiencia que no responderá, se habrá ido,
mientras yo intento vanamente despertar y resbalo en un charco de sangre.
De: Puro Cuento.com
Los desarraigados
A menudo se ven, caminando por
las calles de las grandes ciudades, a hombres y mujeres que flotan en el aire,
en un tiempo y espacio suspendidos. Carecen de raíces en los pies, y a veces
hasta carecen de pies. No les brotan raíces de los cabellos ni suaves lianas
atan su tronco a alguna clase de suelo. Son como algas impulsadas por las
corrientes marinas, y cuando se fijan a alguna superficie es por casualidad y
dura sólo un momento. En seguida vuelven a flotar y hay cierta nostalgia en
ello.
La ausencia de raíces les
confiere un aire particular, impreciso; por eso resultan incómodos en todas
partes y no se los invita a las fiestas ni a las casas, porque resultan
sospechosos. Es cierto que en apariencia realizan los mismos actos que el resto
de los seres humanos: comen, duermen, caminan y hasta mueren, pero quizás el
observador atento podría descubrir que en su manera de comer, de dormir,
caminar y morir hay una leve y casi imperceptible diferencia. Comen
hamburguesas Mac Donald o emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín,
Barcelona o Montevideo. Y lo que es mucho peor todavía: encargan un menú
estrafalario, compuesto por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la
noche, como todo el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una
miserable habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no recuerdan
dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven.
Carecer de raíces otorga a sus
miradas un rasgo característico: una tonalidad celeste y acuosa, huidiza, la de
alguien que en lugar de sustentarse firmemente en raíces adheridas al pasado y
al territorio, flota en un espacio vago e impreciso.
Aunque algunos al nacer poseían
unos filamentos nudosos que sin duda con el tiempo se convertirían en sólidas
raíces, por alguna razón u otra las perdieron, les fueron sustraídas o amputadas,
y este desgraciado hecho los convierte en una especie de apestados. Pero, en
lugar de suscitar la conmiseración ajena, suelen despertar animadversión: se
sospecha que son culpables de alguna oscura falta, el despojo (si lo hubo,
porque podría tratarse de una carencia de nacimiento) los vuelve culpables.
Una vez que se han perdido, las
raíces son irrecuperables. En vano el desarraigado permanece varias horas
parado en una esquina, junto a un árbol, contemplando de soslayo esos largos
apéndices que unen la planta con la tierra: las raíces no son contagiosas ni se
adhieren a un cuerpo extraño. Otros piensan que permaneciendo mucho tiempo en
la misma ciudad o país es posible que alguna vez les sean concedidas unas
raíces postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero ninguna ciudad es
tan generosa.
Sin embargo, hay desarraigados
optimistas. Son los que procuran ver el lado bueno de las cosas y afirman que
carecer de raíces proporciona gran libertad de movimientos, evita las
dependencias incómodas y favorece los desplazamientos. En medio de su discurso,
sopla un viento fuerte y desaparecen, tragados por el aire.
De La ciudad de Luzbel, 1992
De: Leereluniverso.blogspot.com
Yo no soy Simone de Beauvoir
Esta fue la irritada respuesta
que le dio Doris Lessing a un periodista, en Barcelona, en 1999, cuando recibió
el Premio Internacional de Cataluña. El periodista la había llamado “la Simone
de Beauvoir anglosajona”. Ambas estuvieron intensamente comprometidas con los
problemas políticos, sociales, sexuales y de género del siglo XX, pero Simone
de Beauvoir fue, fundamentalmente, una gran ensayista (su libro, El segundo
sexo tuvo una influencia decisiva en la revolución feminista) y Doris Lessing,
en cambio, es una gran novelista. Allí donde Simone analiza, piensa, explica,
Doris Lessing narra: lo que tiene que decir (muchísimo) lo dice a través de sus
personajes, de sus peripecias vitales. El cuaderno dorado, de 1962, considerada
por muchos su mejor novela, fue una especie de Biblia del feminismo anglosajón,
sin que haya una línea de teoría; narración ambiciosa, abarca desde el
psicoanálisis al estalinismo, las relaciones entre la ficción y la realidad, la
sexualidad, la neurosis, la cultura moderna, la liberación femenina, la
situación del colonialismo en África y el racismo, todo a través de la vida de
personajes de psicología compleja. De esta novela, Mario Vargas Llosa dijo: “No
creo que haya en la literatura inglesa moderna una novela más comprometida,
según la definición de Sartre”. Porque Doris Lessing ha estado siempre
comprometida con la realidad, desde su adolescencia en Rodesia hasta hoy, a los
89 años. Su biografía ha sido la fuente de su amplia obra (más de cincuenta
libros). Conoció los horrores de la guerra a través de su padre, herido en la
Primera Guerra Mundial, y las injusticias del imperialismo europeo en África;
se casó muy joven, tuvo dos hijos, y huyó del matrimonio y de la maternidad que
la condenaban a la frustración, “a la locura o al alcoholismo” eligiendo
Londres y la literatura. Rebelde, inconformista, nadie ha conseguido hacerla
callar, ni tampoco, han conseguido comprarla: vivió pobremente porque nunca le
ha importado ser pobre, y tuvo varias aventuras amorosas que ha contado en sus
novelas porque ama la libertad. Toda su obra podría resumirse como “las
ilusiones perdidas de mi generación”. Porque ha creído en las grandes
ideologías del siglo XX (estuvo afiliada al Partido Comunista y luego, renegó
de él) y ha dejado de creer cuando la realidad le demostró que fracasaban.
Jamás ha tenido pelos en la
lengua. Zanja esas desilusiones considerando que cualquier idealismo es un
error, pero al mismo tiempo, se preocupa por la falta de compromiso de las
nuevas generaciones.
Ha sido la gran narradora de la
contemporaneidad, siempre crítica, distanciada, como si su misión fuera
describir el mundo en el que le ha tocado vivir para dejar testimonio.
El cuaderno dorado la convirtió
en una de las escritoras más famosas del mundo, pero una novela posterior, La
buena terrorista fue implacable con las ilusiones revolucionarias. La
protagonista, Alice, es una buena chica dispuesta a cambiar el mundo a fuerza
de bombazos, aunque ama a su gato. “Hitler escuchaba a Beethoven y era tierno
con los niños”, declaró la novelista.
Hay una anécdota que la define de
manera clara. En l981, cuando tenía 61 años y era la escritora anglosajona más
leída, entregó el manuscrito de una novela, Diario de una buena vecina a su
agente, con el seudónimo de Jane Somers. Fue rechazada por todas. Quiso
demostrar que la maquinaria de las editoriales no se guía por los méritos
literarios, sino por el éxito. El éxito genera el éxito, dijo. En cuanto al estilo,
sabe cambiar el realismo de la gran tradición inglesa del XIX con incursiones
en lo fantástico como en Shikkasta (1986). Ha vivido los suficientes años como
para que por fin, la Academia del Nobel le conceda el premio. En casa, habíamos
sido más justos: obtuvo el Príncipe de Asturias en el 2001.
Cristina Peri Rossi
El Mundo,11 de octubre de 2007
Gentileza de
http://www.cristinaperirossi.es/
Autorizado por la autora el día
24 de mayo de 2008
De: EspacioLatino.com
¡Feliz cumpleaños, Cristina! 12 de noviembre de 1941 La energía de tu creación tiene un nido pequeño, pero seguro y tibio, en esta Casa. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario