martes, 17 de septiembre de 2013

“Romper deseo el cielo a gritos”- Francisco de Quevedo y Villegas

17 de setiembre de 1580 - España




Amor constante más allá de la muerte


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido:

su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.








Miré los muros de la patria mía


Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.



Un nuevo corazón, un hombre nuevo


Un nuevo corazón, un hombre nuevo
ha menester, Señor, la ánima mía,
desnúdame de mí, que ser podría
que a tu piedad pagase lo que debo.

Dudosos pies por ciega noche llevo,
que ya he llegado a aborrecer el día,
y temo que hallaré la muerte fría
envuelta en (bien que dulce) mortal cebo.

Tu hacienda soy, tu imagen, Padre, he sido,
y si no es tu interés, en mí no creo,
que otra cosa defiende mi partido.

Haz lo que pide verme cual me veo;
no lo que pido yo, pues de perdido,
recato mi salud de mi deseo.








Historia de la vida del Buscón
llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños


Libro primero

Capítulo I
En que cuenta quién es el Buscón

Yo, señora, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era descendiente de la gloria. Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos enemigos, porque hasta los tres del alma no los tuvo por tales; persona de valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mi madre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba a la brida en bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba, etcétera, que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle doscientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció muy bien; divirtióse algo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado.

Mi madre, pues, ¡no tuvo calamidades! Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía, no sin sentimiento:

-En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles, unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y puestos.

Hubo fama que reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo canas, empreñaba piernas con pantorrillas postizas. Y con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las calvas se la cubría, porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos, otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes y por mal nombre alcahueta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios.

Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre:

-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal.

Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía de manos:

-Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan..., no lo puedo decir sin lágrimas (lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las que le habían batanado las costillas). Porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso estuve por pedigüeño en caminos y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar todos mis negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido.

-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárceles con industria y mantenídoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado.

Metílos en paz diciendo que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que para esto me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía hacer nada. Parecióles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre se entró adentro y mi padre fue a rapar a uno (así lo dijo él) no sé si la barba o la bolsa; lo más ordinario era uno y otro. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien.



 EL SUEÑO DEL JUICIO FINAL

AL CONDE DE LEMOS, PRESIDENTE DE INDIAS.

A manos de v. Excelencia van estas desnudas verdades que buscan no quien las vista, sino quien las consienta, que a tal tiempo hemos venido que, con ser tan sumo bien, hemos de rogar con él. Prométese siguridad en ellas solas. Viva vuestra Excelencia para honra de nuestra edad.

Don Francis[co] Quevedo Villegas.

Discurso

Los sueños dice Homero que son de Júpiter y que él los envía, y en otro lugar que se han de creer. Es así cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propertio en estos versos:

Nec tu sperne piis venientia somnia portis:
cum pia venerunt somnia, pondus habent

Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo uno que yo tuve en estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del Beato Hipólito de la fin del mundo y segunda venida de Cristo, lo cual fue causa de soñar que veía el Juicio Final. Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya juicio aunque por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudiano en la prefación al libro 2 del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche como sombras de lo que trataron de día; y Petronio Arbitro dice:

Et canis in somnis leporis vestigia latrat

y hablando de los jueces:

Et pauidi cernunt inclusum chorte tribunal

Parecióme, pues, que veía un mancebo que discurriendo por el aire daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza en parte su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oído en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los güesos, que andaban ya unos en busca de otros; y pasando tiempo, aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos con ansias y congojas, celando algún rebato; y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los semblantes de cada uno y no vi que llegase el ruido de la trompa a oreja que se persuadiese que era cosa de juicio. Después noté de la manera que algunas almas venían con asco, y otras con miedo huían de sus antiguos cuerpos. A cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo, y diome risa ver la diversidad de figuras y admiróme la providencia de Dios en que estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Solo en un cementerio me pareció que andaban destrocando cabezas y que vía un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya por descartarse della.

Después ya que a noticia de todos llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos por no llevar al tribunal testigos contra sí, los maldicientes las lenguas, los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado vi a un avariento que estaba preguntando a uno, que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no habían llegado, si habían de resuscitar aquel día todos los enterrados, si resuscitarían unos bolsones suyos. Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oír lo que esperaban, mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones, que por descuido no fueron todos. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían calzado las almas al revés y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha.

Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, al punto que oigo dar voces a mis pies que me apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las damas, que aun en el infierno están las tales sin perder esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas y que tanta gente las viese, aunque luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente de cuenta aun en aquel día.

Divertióme desto un gran ruido, que por la orilla de un río adelante venía gente en cantidad tras un médico (que después supe lo que era en la sentencia). Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo, por lo cual se habían condenado, y venían por hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi a un juez que lo había sido, que estaba en medio del arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Lleguéme a preguntarle por qué se lavaba tanto y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de ver una legión de demonios con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, libreros y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y aunque habían resuscitado no querían salir de la sepultura. En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntóles que a dónde iban, y respondiéronle, al justo juicio de Dios, que era llegado; a lo cual, metiéndose más ahondo, dijo:

-Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.

Iba sudando un tabernero de congoja tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un demonio:

-Harto es que sudéis el agua; no nos la vendáis por vino.

Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:

-¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?

Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio. Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los diablos cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena deste día. Pusiéronse a un lado, donde estaban los sayones, judíos y filósofos, y decían juntos, viendo a los sumos pontífices en sillas de gloria:

-Diferentemente se aprovechan los Papas de las narices que nosotros, pues con diez varas dellas no vimos lo que traíamos entre las manos.

Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían y espantábanse que les sobrasen tantas habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.

El trono era donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Dios estaba vestido de sí mismo, hermoso para los santos y enojado para los perdidos, el sol y las estrellas colgando de la boca, el viento quedo y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra temerosa en sus hijos; y cuál amenazaba al que le enseñó con su mal ejemplo peores costumbres. Todos en general pensativos: los justos en qué gracias darían a Dios, cómo rogarían por sí, y los malos en dar disculpas. Andaban los ángeles custodios mostrando en sus pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los demonios repasando sus tachas y procesos; al fin todos los defensores estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban los Diez Mandamientos por guarda a una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos aún tenían algo que dejar en la estrechura. A un lado estaban juntas las Desgracias, Peste y Pesadumbres dando voces contra los médicos. Decía la Peste que ella había herídolos, pero que ellos los habían despachado; las Pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las Desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos. Con eso los médicos quedaron con carga de dar cuenta de los difuntos, y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta en un alto, con su arancel, y en nombrando la gente luego salía uno dellos y en alta voz decía:

-Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.

Comenzóse por Adán la cuenta, y para que se vea si iba estrecha, hasta de una manzana se la pidieron tan rigurosa que le oía decir a Judas:

-¿Qué tal la daré yo, que le vendí al mismo dueño un cordero?

Pasaron los primeros padres, vino el Testamento Nuevo, pusiéronse en sus sillas al lado de Dios los Apóstoles todos con el santo pescador. Luego llegó un diablo y dijo:

-Este es el que señaló con la mano al que san Juan con el dedo-; y fue el que dio la bofetada a Cristo. Juzgó él mismo su causa y dieron con él en los entresuelos del mundo.

Era de ver cómo se entraban algunos pobres entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse. Asomaron las cabezas Herodes y Pilatos, y cada uno conociendo en el juez, aunque glorioso, sus iras, decía Pilatos:

-Esto se merece quien quiso ser gobernador de judigüelos-; y Herodes:

-Yo no puedo ir al cielo; pues al limbo no se querrán fiar más de mí los innocentes con las nuevas que tienen de los otros que despaché; ello es fuerza de ir al infierno, que al fin es posada conocida.

Llegó en esto un hombre desaforado de ceño y alargando la mano dijo:

-Esta es la carta de examen.

Admiráronse todos y dijeron los porteros que quién era, y él en altas voces respondió:

-Maestro de esgrima examinado, y de los más diestros del mundo-, y sacando otros papeles de un lado, dijo que aquellos eran los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo por descuido los testimonios y fueron a un tiempo a levantarlos dos diablos y un alguacil y él los levantó primero que los diablos. Llegó un ángel y alargó el brazo para asille y metelle dentro, y él, retirándose, alargó el suyo y dando un salto dijo:

-Esta de puño es irreparable, y si me queréis probar yo daré buena cuenta.

Riéronse todos, y un oficial algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma; pidiéronle no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos della. Mandáronle que se fuese por línea recta al infierno, a lo cual replicó diciendo que debían de tenerlo por diestro del libro matemático, que él no sabía qué era línea recta; hiciéronselo aprender y diciendo: "Entre otro", se arrojó.

Y llegaron unos dispenseros a cuentas (y no rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:

-Despenseros son-. Y otros dijeron:

-No son-. Y otros:

-Sí son-, y dioles tanta pesadumbre la palabra "sisón", que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un diablo:

-Ahí está Judas, que es apóstol descartado.

Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otro diablo que no se daba manos a señalar ojospara leer, dijeron:

-Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de purgatorio.

El diablo, como buen jugador, dijo:

-¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tantos de güesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanta de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejólos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas, y Virgilio andaba con sus Sicelides musae diciendo que era el nacimiento de Cristo. Mas saltó un diablo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen.

Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fue preguntado qué quería, diciéndole que los Diez mandamientos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese peccado. Leyó el primero, "Amar a Dios sobre todas las cosas", y dijo que él solo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. "No jurar su nombre en vano", dijo que aun jurándole falsamente siempre había sido por muy grande interés, y que así no había sido en vano. "Guardar las fiestas", éstas y aun los días de trabajo guardaba y escondía. "Honrar padre y madre": -Siempre les quité el sombrero-. "No matar": -Por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. "No fornicarás": -En cosas que cuestan dinero ya está dicho. "No levantar falso testimonio".

-Aquí -dijo un diablo- es el negocio, avariento; que si confiesas haberle levantado te condenas, y si no, delante del juez te le levantarás a ti mismo.

Enfadóse el avariento y dijo:

-Si no he de entrar no gastemos tiempo-, que hasta aquello rehusó de gastar. Convencióse con su vida y fue llevado a donde merecía.

Entraron en esto muchos ladrones y salváronse dellos algunos ahorcados; y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos, que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los diablos muy gran risa de ver eso.

Los ángeles de la guarda comenzaron a esforzarse y a llamar por abogados los Evangelistas. Dieron principio a la acusación los demonios, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:

-Estos, Señor, la mayor culpa suya es ser escribanos-; y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que no eran sino secretarios. Los ángeles abogados comenzaron a dar descargo. Uno decía:

-Es bautizado y miembro de la Iglesia-; y no tuvieron muchos dellos que decir otra cosa. Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los demonios:

-Ya entienden.

Hiciéronles del ojo diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente, y viendo que por ser cristianos daban más pena que los gentiles, alegaron que el serlo no era por su culpa, que los bautizaron cuando niños, y así, que los padrinos la tenían.

Digo verdad que vi a Judas tan cerca de atreverse a entrar en juicio, y a Mahoma y a Lutero, animados de ver salvar a un escribano, que me espanté que no lo hiciesen. Solo se lo estorbó aquel médico que dije, que forzado de los que le habían traído, parecieron él y un boticario y un barbero, a los cuales dijo un diablo que tenía las copias:

-Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda deste boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte deste día. Alegó un ángel por el boticario que daba de balde a los pobres, pero dijo un diablo que hallaba por su cuenta que habían sido más dañosos dos botes de su tienda que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y había destruido dos lugares. El médico se disculpaba con él, y al fin el boticario fue condenado, y el médico y el barbero, intercediendo san Cosme y san Damián, se salvaron.

Fue condenado un abogado porque tenía todos los derechos con corcovas, cuando, descubierto un hombre que estaba detrás deste a gatas, porque no le viesen, y preguntado quién era, dijo que cómico; pero un diablo, muy enfadado, replicó:

-¡Farandulero!; y pudiera haber ahorrado aquesta venida, sabiendo lo que hay.

Juró de irse y fuese al infierno sobre su palabra.

En esto dieron con muchos taberneros en el puesto y fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición vendiendo agua por vino. Estos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre vino puro para las misas, pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido niños Jesuses. Y ansí, todos fueron despachados como siempre se esperaba.

Llegaron tres o cuatro ginoveses ricos pidiendo asientos, y dijo un diablo:

-¿Piensan ganar ellos? Pues esto es lo que les mata. Esta vez han dado mala cuenta y no hay donde se asienten, porque han quebrado el banco de su crédito.

Y volviéndose a Dios, dijo un diablo:

-Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta de lo que es suyo, mas estos de lo ajeno y todo.

Pronuncióse la sentencia contra ellos; yo no la oí bien, pero ellos desaparecieron.

Vino un caballero tan derecho que, al parecer, quería competir con la misma justicia que le aguardaba. Hizo muchas reverencias a todos y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco. Traía un cuello tan grande que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntóle un portero, de parte de Dios, si era hombre, y él respondió con grandes cortesías que sí, y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero. Rióse un diablo y dijo:

-De cudicia es el mancebo para el infierno.

Preguntáronle qué pretendía, y respondió:

-Ser salvado-, y fue remitido a los diablos para que le moliesen, y él sólo reparó en que le ajarían el cuello.

Entró tras él un hombre dando voces, diciendo:

-Aunque las doy no tengo mal pleito, que a cuantos santos hay en el cielo, o a los más, he sacudido el polvo.

Todos esperaban ver un Diocleciano o Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos. Y se había ya con esto puesto en salvo, sino que dijo un diablo que se bebía el aceite de las lámparas y echaba la culpa a una lechuza, por lo cual habían muerto sin ella; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse; que heredaba en vida las vinajeras y que tomaba alforjas a los oficios. No sé qué descargo se dio, que le enseñaron el camino de la mano izquierda, dando lugar unas damas alcorzadas que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los demonios. Dijo un ángel a Nuestra Señora que habían sido devotas de su nombre aquellas, que las amparase, y replicó un diablo que también fueron enemigas de su castidad.

-Sí por cierto-, dijo una que había sido adúltera. Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos, que se había casado de por junto en uno para mil. Condenóse esta sola, y iba diciendo:

-¡Ojalá supiera que me había de condenar, que no hubiera oído misa los días de fiesta!

En esto, que era todo acabado, quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero, y preguntando un ministro cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma dijeron cada uno que él, y corrióse Judas tanto, que dijo en altas voces:

-Señor, yo soy Judas; y bien conocéis vos que soy mucho mejor que estos, porque si os vendí remedié al mundo, y estos, vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.

Fueron mandados quitar delante. Y un ángel que tenía la copia halló que faltaban por juzgar alguaciles y corchetes. Llamáronlos y fue de ver que asomaron al puesto muy tristes y dijeron:

-Aquí lo damos por condenado; no es menester nada.

No bien lo dijeron cuando, cargado de astrolabios y globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del Juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos ni el de trepidación el suyo. Volvióse un diablo y viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:

-Ya os traéis la leña con vos como si supiérades que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que por la falta de uno solo en muerte, os iréis al infierno.

-Eso no iré yo- dijo él.

-Pues llevaros han-. Y así se hizo.

Con esto se acabó la residencia y tribunal; huyeron las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floreció la tierra, rióse el cielo. Y Cristo subió consigo a descansar en sí los dichosos por su Pasión, y yo me quedé en el valle, y discurriendo por él oí mucho ruido y quejas en la tierra. Lleguéme por ver lo que había y vi en una cueva honda (garganta del infierno) penar muchos, y entre otros un letrado revolviendo no tanto leyes como caldos; un escribano comiendo solo letras que no había querido solo leer en esta vida; todos ajuares del infierno, las ropas y tocados de los condenados, estaban prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles; un avariento contando más duelos que dineros; un médico penando en un orinal y un boticario en una melecina. Diome tanta risa ver esto que me despertaron las carcajadas, y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado.

Sueños son estos que si se duerme V. Excelencia sobre ellos, verá que por ver las cosas como las veo las esperará como las digo.

Fin del Juicio final.

Edición de Ignacio Arellano. Los sueños. Madrid: Cátedra, 1995
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 De: www.ensayistas.org



De la Casa-Museo de Quevedo




Viaje a la celda de Quevedo
San Marcos esconde en el trascoro de su iglesia y tras un pasadizo casi secreto una de las estancias en la que Francisco de Quevedo pudo pasar su cautiverio

J.C. / @Javi_Calvo       17/06/2013


 "A 7 de diciembre, víspera de la Concepción de Nuestra Señora, a las diez y media de la noche fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin camisa, de sesenta y un años, a este convento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos a todos ha espantado".

De este modo, de puño y letra, con tinta y pergamino, Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, narraba su cautiverio en lo que hoy es el Hostal de San Marcos.

Los recuerdos de aquella estancia, que le marcaron de por vida, deja en el aire un buen número de interrogantes sobre la ubicación en la que se encontraba su celda.

Existe constancia escrita de que el ilustre literato pudo pasar por dos estancias durante el tiempo en el que estuvo preso en el mismo lugar donde hoy se encuentra el 'buque insignia' de la cadena Paradores.

Quevedo, cautivo desde diciembre de 1639 hasta junio de 1643, narra en uno de sus textos recogidos en 'La torre y la cárcel de Quevedo en San Marcos de León. Apuntes histórico-descriptivos, por F. Fita, S.J.' su permanencia en una estancia casi bajo tierra. Aquella situación, sin embargo, pudo ser circunstancial, ya que del mismo modo existe constancia de que salvadas las primeras semanas de encarcelamiento su estancia fue menos rigurosa que en un primer momento.

Para Miguel García, responsable del personal de atención al público en el Hostal de San Marcos durante más de tres décadas e inagotable estudioso de la historia del edificio y de la vida de Quevedo, no hay duda de que Quevedo pasó una gran parte de su cautiverio en lo que hoy es el trascoro de la iglesia de San Marcos.

Este inmueble (datado en 1544) y más en concreto su torre norte, se mantuvo en pie durante el proceso de construcción de San Marcos, para el que se precisó tirar abajo el edificio entonces principal.

Miguel García defiende con vehemencia que la estacia 'principal' de Quevedo durante su periodo de prisión es la que en contadas ocasiones y sólo a privilegiados clientes ha mostrado durante su etapa como trabajador de Paradores.

"A 20 peldaños de donde cantan los monjes y con un río por cabecera", decía Quevedo. "Estudiando la vida de Quevedo uno percibe que él era muy dado a las exageraciones y un personaje como él no pudo estar cautivo en unas condiciones tan extremas como las que se ha dicho", sentencia Miguel García.

A esos 20 peldaños y con el río por cabecera se llega a una estancia que parece casi secreta y a la que es necesario acceder sorteando dos puertas que chirrían con escándalo cuando son abiertas.

"Muy pocos han venido hasta aquí, aunque yo siempre he defendido que esta estancia debería abrirse al público", argumenta. Un pasillo de diez metros, encajonado entre el muro del trascoro y el muro exterior de la iglesia de San Marcos, da acceso a una escalera "única por su elaboración, de una sola pieza".

En medio se puede encontrar una celda utilizada durante la Guerra Civil, y en la que se pueden leer algunas inscripciones dejadas por quienes la ocuparon. Es el paso previo a un encuentro que al propio personal de Paradores "pone la carne de gallina".

A medida que avanza Miguel García argumenta la certeza de que Quevedo pasó allí parte de su cautiverio. Lo hace advirtiendo de que "Quevedo cuando estuvo aquí y con el paso del tiempo gozaba de un cierto grado de libertad que le permitía incluso recibir la visita de algún noble o del mismo obispo", sentencia.

Casi escondida, disimulada por el coro de la iglesia, permanece la estancia donde Quevedo habría visto pasar una buena parte de su cautiverio, con una diminuta ventana que permitía la entrada de aire fresco y desde la que en un mismo día -según dejó escrito- se podía perdibir "el paso de las cuatro estaciones del año".

La celda de Quevedo pasa por ser uno de los secretos mejor guardados de este emblemático Hostal de San Marcos. Para Miguel García la certeza de que este lugar es el punto exacto en el que Quevedo pasó un buen número de meses de su cautiverio no ofrece duda. "Un estudioso vino al Hostal en una ocasión argumentando lo contrario y por prudencia nada le dije, pero sus argumentos eran mucho más débiles que los que yo conocía", comenta ahora.

Reconoce que, con un poso de admiración, en un buen número de ocasiones ha mostrado la celda de Quevedo a los "clientes más inquietos" e insiste en que siguiendo los escritos de quien era considerado noble y sabio no hay duda de que el el cautiverio de Quevedo tuvo lugar en buena medida entre unos muros que aún a fecha de hoy se pueden tocar.


De: Leonoticias.com









Puerta lateral del coro, que acceso a un pasadizo casi secreto en San Marcos.











Pasadizo que permite llegar hasta la escalera de acceso y en el que se entrecruzan otras celdas.








Escalera que permite llegar a una de las celdas que habría ocupado Quevedo en su cautiverio.



Miguel García abre la estancia que habría ocupado Quevedo en su cautiverio.



















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