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15 de setiembre de 1914 - Argentina |
Margarita o el poder de la farmacopea
No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el
mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas
traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del
asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho
-contestaba.
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar.
Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda
para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme.
En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido
entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis
triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que
podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo
casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron
bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias
de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos.
Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la
enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la
fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y
empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina,
óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la
gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día
llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El
resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era
inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su
debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la
inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y
ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la
típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse
muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada
por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el
tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias
bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de
buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad
satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la
comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la
hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no
olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una
medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración
demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la
familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del
cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas
palabras.
-Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba
conmigo.
De: CiudadSEVA
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Con su esposa, la escritora Silvina Ocampo. |
POSTRIMERÍAS
Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para
subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le
contestaban: “No hay.” Otros le daban la espalda. Acababa siempre por
encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las
escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso
había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche.
Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente.
Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía
quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo
llevó a otro piso. Éste era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y
modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más
pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares,
hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo
miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo.
Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una
arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y
hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un
altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de
abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró
de un caño, para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le
rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me
quemaré.” Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería
descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no
fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio
donde uno se cree fuera de lugar.
Guirnalda con amores (1959)
La invención y la trama. Una antología, México, FCE, 1988,
págs. 547-548
De: NarrativaBreve.com
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Muy amigo de J.L.Borges, crearon juntos varias obras. |
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