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8 de agosto de 1952 - Oslo Profesor de Filosofía. Escritor del best-seller "El mundo de Sofía" |
Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la
nada...
Cuando
su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba sentada
en el balancín del jardín, meditando sobre la posible relación
entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no recibiría
ninguna felicitación de su padre en el día de su cumpleaños.
–¡Sofía!
–la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta para
ti!
El
corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo, de
modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía decir
a su madre?
Se
levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
–No
lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía
cogió la carta.
–¿No
la vas a abrir?
¿Que
podía decir?
–¿Has
visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante de
su madre?
Mejor
que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima vergüenza,
porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero le
daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un curso
completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo totalmente
desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era
uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía leyó
tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe
una materia primaria de la que todo lo demás está hecho?
¿El
agua puede convertirse en vino?
¿Cómo
pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A
Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las estuvo
dando vueltas durante toda la tarde. También al día siguiente,
en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.
¿Existiría
una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo demás?
Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el mundo,
¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en una
flor o, por que no, en un elefante? La
misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía convertirse
en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que
convirtió
el agua en vino, pero nunca lo había entendido literalmente.
Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del agua
se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera realmente
posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como casi
todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero aunque
un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener también
alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo
agua.
Luego
estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor de
filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de acuerdo
en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero la
tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.
Si
la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas, podría
evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas pudieran
convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua pasaran
por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque una
rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho esmero
que ponga el horticultor al regarla.
Al
volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre para
ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había hecho
los días anteriores.
El
destino
...
el adivino intenta interpretar algo que en realidad no está nada
claro...
Sofía
había estado vigilando la puerta de la verja del jardín, mientras
leía sobre Demócrito. Para asegurarse, decidió, no obstante,
darse una vuelta por la puerta.
Al
abrir la puerta exterior descubrió un sobrecito blanco fuera en la escalera.
Y en el sobre ponía “Sofía Amundsen”.
¡De
modo que la había engañado! Justo ese día, cuando con tanto celo
había vigilado el buzón, el filósofo misterioso se había acercado
a la casa a escondidas desde otro lado y simplemente había
puesto la carta sobre la escalera, antes de darse a la fuga otra
vez.
¡Demonios!
¿Cómo
podía saber que Sofía iba a estar vigilando el buzón justamente
ese día? ¿La habrían visto él, o ella, en la ventana? Al menos
se alegraba de haber salvado el sobre antes de que su madre llegara
a casa.
Sofía
volvió a su cuarto y abrió allí la carta. El sobre blanco estaba un
poco mojado por los bordes; además, tenía un par de profundos cortes.
¿Por qué? No había llovido en varios días.
En
la notita ponía:
¿Crees
en el destino?
¿Son
las enfermedades un castigo divino?
¿Cuáles
son las fuerzas que dirigen la marcha de la historia?
¿Que
si creía en el destino? No estaba muy segura. Pero conocía a mucha
gente que sí creía. Varias amigas de clase, por ejemplo, leían
sus horóscopos en las revistas. Si creían en la astrología, también
creerían en el destin0, ya que los astrólogos pensaban que la
situación de las estrellas en el firmamento podía decir algo sobre la
vida de las personas en la Tierra.
Si
se creía que un gato negro que cruzaba el camino significaba mala
suerte, entonces también se creería en el destino, pensaba Sofía.
Cuanto mas pensaba en ello, más ejemplos le salían de la fe en
el destino. ¿Por qué se decía «toca madera, por ejemplo y por qué
martes trece era una día de mala suerte; Sofía había oído decir que
muchos hoteles se saltaban el número trece para las habitaciones.
Se debería a que, a fin de cuentas, había muchas personas
supersticiosas.
–Superstición,
por cierto, ¿no era una palabra extraña? Si creías en el
cristianismo o en el islán se llamaba fe», pero si creías en astrología
o en martes y trece, entonces se convertía en seguida en superstición.
¿Quién
tenía derecho a llamar superstición, a la fe de otras personas?
Por
lo menos, Sofía estaba segura de una cosa: Demócrito no había creído
en el destino. Era materialista. Sólo había creído en los átomos
y en el espacio vacío. Sofía
intentó pensar en las otras preguntas de la notita.
¿Son
las enfermedades un castigo divino?» Nadie creería eso hoy en
día. Pero de repente se acordó de que mucha gente pensaba que rezar
a Dios ayudaba a curarse, así que creerían que Dios tenía algo que
ver en la cuestión de quién estaba sano y quién estaba enfermo.
La
última pregunta le resultaba mas difícil. :Sofía jamás había pensado
en qué era lo que dirigía el curso de la historia. ¿Serian las personas,
no? Si fuera Dios o el destino, las personas, no podrían tener
libre albedrío.
El
tema del libre albedrío le hizo pensar en otra cosa. ¿Porqué iba a tolerar
que ese misterioso filósofo jugara con ella al escondite? ¿Por
que no podía ella escribirle una carta al filósofo? Seguro que él,
o ella, dejaría un nuevo sobre grande en el buzón en el transcurso
de la noche, o en algún momento de la mañana siguiente.
Entonces, ella dejaría una carta para el profesor de filosofía.
Sofía
se puso en marcha. Le resultaba muy difícil escribir a alguien a
quien jamás había visto. Ni siquiera sabía si era un hombre o una mujer.
Tampoco si era joven o viejo. Por lo que sabía, incluso podría
tratarse de una persona a la que ella conocía.
En
poco tiempo había redactado una pequeña carta:
Muy
respetado filósofo:
En esta casa se aprecia con sumo agrado su
generoso curso de filosofía por correspondencia. Pero molesta no
saber quién es usted. Le rogamos por tanto presentarse con nombre
completo. A cambio será invitado a entrar a tomar una taza
de café con nosotros, pero si puede ser, cuando mi madre no esté
en casa. Ellas trabaja todos los días de 7, 30 a 17, 00 de lunes a
viernes. Yo soy estudiante, y tendré el mismo horario, pero, excepto
los jueves, siempre estoy e casa a partir de los dos y cuarto.
Además, el café me sale muy bueno. Le doy las gracias por anticipado.
Saludos de su atenta alumna. Sofía Amundsen, 14 años.
En
la parte inferior de la hoja escribió:«Se ruega contestación».
A
Sofía le pareció que la carta era demasiado formal. Pero no era fácil
elegir las palabras cuando se escribía a una persona sin rostro. Metió
la hoja en un sobre de color rosa y lo cerró. Por fuera escribió:
«Al filósofo»
El
problema era cómo sacarlo fuera sin que su madre lo viera. Al mismo
tiempo, tendría que mirar el buzón temprano a la mañana siguiente,
antes de que llegara el periódico. Si no llegaba ningún envío
durante la noche, tendría que volver a recoger el sobre de color
rosa.
¿Porqué
tenía que ser todo tan complicado?
Aquella
noche, Sofía subió pronto a su habitación a pesar de que era
viernes. Su madre intentó tentarla con una pizza y una película policíaca,
pero dijo que estaba cansada y que quería leer en la cama.
Mientras su madre estaba sentada mirando fijamente a la pantalla
del televisor; Sofía bajó a hurtadillas a llevar la carta al buzón.
Al
parecer, su madre estaba un poco preocupada. Desde que surgió aquello
del conejo grande y el sombrero de copa, hablaba con Sofía de
una manera completamente distinta a la de antes. Sofía no quería
preocuparla, pero ahora tenía que subir a la habitación para vigilar
el buzón.
Cuando
su madre subió, sobre las once, estaba sentada delante de la
ventana mirando a la calle.
–¿No
estarás sentada mirando al buzón? –pregunto.
–Miro
lo que me da la gana.
–Creo
que estás enamorada de verdad, Sofía. Pero si llega con una nueva
carta, no lo hará en medio de la noche.
–¡Qué
asco! Sofía no aguantaba esa tontería del enamoramiento.
Pero
habría que dejar que su madre creyera que su estado de ánimo se
debía a algo así.
Su
madre prosiguió: –¿Él fue el que dijo aquello del conejo y el sombrero
de copa?
Sofía
asintió con la cabeza.
–No
es... no consume droga, verdad?
Ahora
Sofía sentía verdadera lástima por su madre. No podía permitir
que se preocupara tanto por una cosa así. Por otra parte, era
bastante tonto pensar que las ideas divertidas tuvieran que ver con
las drogas. Los mayores son un poco tontos a veces.
Se
volvió y dijo:
–Mamá,
te prometo, aquí y ahora que jamás probaré algo así... y él tampoco
consume drogas. Pero le interesa bastante la filosofía.
–¿Es
mayor que tú?
Sofía
dijo que no con la cabeza.
–¿De
la misma edad?
Dijo
que sí.
–¿Y
le interesa la filosofía?
Volvió
a decir que si. –Seguro que es majísimo, cariño. Y ahora, creo
que debes dormir.
Pero
Sofía se quedó durante horas mirando al camino. Sobre la una,
tenía tanto sueño que los ojos se le iban cerrando. Estuvo a punto
de acostarse, pero de repente vislumbró sobre una sombra que
salía del bosque.
La
oscuridad era casi total, pero había luz suficiente para poder distinguir
la silueta de una persona. Era un hombre, y a Sofía le parecía
bastante mayor. ¡Por lo menos, no era de su misma edad!
En
la cabeza llevaba una boina o algo parecido. Miró
una vez hacia la casa, pero Sofía no tenía ninguna luz encendida.
El hombre se fue derecho al buzón y dejó caer dentro un
sobre grande. En el momento de soltar el sobre, descubrió la carta
de Sofía. Metió la mano en el buzón y sacó la carta. Al cabo de
un instante, estaba ya otra vez en el bosque. Se fue corriendo hacia
el sendero y desapareció.
Sofía
notaba cómo le latía el corazón. Lo que más hubiera deseado era
salir corriendo tras él. Aunque pensándolo bien, no podía hacer eso,
no se atrevía a ir corriendo tras una persona desconocida en plena
noche. Pero tenía que salir a recoger el sobre, eso sí que no lo dudaba.
Al
cabo de un rato, bajó la escalera a hurtadillas, abrió cuidadosamente
la puerta de la calle con la llave y se fue hasta el buzón.
Pronto estaba de vuelta en su habitación, con el gran sobre
en
la mano. Se sentó sobre la cama conteniendo el aliento. Pasaron un
par de minutos y no se oía ningún ruido en toda la casa. Entonces
abrió la carta y comenzó a leer. Era
evidente que no recibiría ninguna contestación a su carta hasta el
día siguiente.
De: www.LeerLibrosOnline
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Precioso material para deleite del lector. Recomendable también para trabajar en otras asignaturas porque... la Filosofía está presente en todas. |
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