EL MAL NACIDO
El viento frío de
la mañana, burlonamente, golpeaba mi cara. Bajo mis pies, las hojas crujían
suplicantes. Avanzaba en mi camino y me acercaba al fin. Yo era un asesino.
Me afirmé en la
marcha y respiré profundamente.
Mis manos guardaban
aún el calor de la pesada piedra con la
que había destrozado su cráneo. En mis ojos perduraba la imagen del cuerpo tendido sobre el piso de ladrillos,
que supo disimular la sangre. Los gritos de mi madre se repetían sin piedad: « ¡Mal nacido!
¿Qué has hecho? ¡Mataste a tu padre!
¡Asesino!».
Apuré el paso.
Víctima de una espiral de recuerdos; llegué
así hasta los umbrales de mi infancia. Me vi sentado en el pequeño y único
cuarto, moliendo hierbas en el viejo
mortero. Mamá, en otro extremo de la habitación, tejía acompasadamente mientras esperaba la
llegada de mi padre. Escuché el chirrido
de la pesada puerta que, en vano, se empeñaba
en impedirle la entrada. Grotesco y
maloliente aparecía, ajeno a nuestra presencia.
Comíamos en
absoluto silencio, con la mirada caída sobre la mesa de hormigón. De a ratos,
erguía mi cabeza para buscar la mueca de cariño que me ayudara a seguir viviendo.
Nunca lo encontré. Mi padre engullía la comida, mientras mi madre se mantenía
expectante a su señal, cuando su jarra de vino se volvía transparente.
Después de la cena,
sólo había que esperar para saber a quién le tocaría recibir los brutales
golpes. Ni mi madre ni yo ofrecíamos la menor resistencia. Dentro de mí, el
odio crecía y empañaba mi razón.
Un día el cinto con
el que acostumbraba a desgarrar nuestra piel, como un relámpago cruzó mi cara y
dejó una huella que mamá creyó curar con barro y silencio.
Al cumplír quince
años, conseguí trabajo en el pueblo como repartidor de pan. Parte de la paga la
destinaba a crearme recursos para huir de casa. Pacientemente, durante tres
años, fui ocultando las monedas en una lata;
luego la enterraba
en el fondo y colocaba una gran piedra blanca para poder localizarla.
Una noche, al
volver del trabajo, me dirigí, como solía, al pozo. Vi con horror que la piedra
ya no estaba en su lugar, el escondite había sido descubierto. Enloquecido, corrí
hacia la casa. Adentro, mi padre, chorreando vino, me miraba con sorna y entre
risotadas, me mostraba la piedra que sostenía en su mano.
Me acerqué entre
gritos de desesperación. Al llegar a su lado, con la mano vacía, comenzó a
empujarme hacia uno de los rincones. Sentí que la locura me estallaba adentro.
Impulsado por el
rencor acumulado le quité la piedra y la estrellé en su cabeza. Mi madre con
sus maldiciones, me volvió a la realidad.
Camino, dispuesto a
ser juzgado.
Diana Nión
De: La Otra Escena (2012)
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