miércoles, 7 de agosto de 2013

“Como una buceadora experta, Nion recoge monedas de oro del fondo del mar”- Lauro Marauda

EL MAL NACIDO



El viento frío de la mañana, burlonamente, golpeaba mi cara. Bajo mis pies, las hojas crujían suplicantes. Avanzaba en mi camino y me acercaba al fin. Yo era un asesino.
Me afirmé en la marcha y respiré profundamente.
Mis manos guardaban aún el calor de la pesada piedra  con la que había destrozado su cráneo. En mis ojos perduraba  la imagen del cuerpo tendido sobre el piso de ladrillos, que supo disimular la sangre. Los gritos de mi  madre se repetían sin piedad: « ¡Mal nacido! ¿Qué has  hecho? ¡Mataste a tu padre! ¡Asesino!».

Apuré el paso. Víctima de una espiral de recuerdos;  llegué así hasta los umbrales de mi infancia. Me vi sentado en el pequeño y único cuarto, moliendo hierbas en el  viejo mortero. Mamá, en otro extremo de la habitación,  tejía acompasadamente mientras esperaba la llegada de  mi padre. Escuché el chirrido de la pesada puerta que,  en vano, se empeñaba en impedirle la entrada. Grotesco  y maloliente aparecía, ajeno a nuestra presencia.

Comíamos en absoluto silencio, con la mirada caída sobre la mesa de hormigón. De a ratos, erguía mi cabeza para buscar la mueca de cariño que me ayudara a seguir viviendo. Nunca lo encontré. Mi padre engullía la comida, mientras mi madre se mantenía expectante a su señal, cuando su jarra de vino se volvía transparente.

Después de la cena, sólo había que esperar para saber a quién le tocaría recibir los brutales golpes. Ni mi madre ni yo ofrecíamos la menor resistencia. Dentro de mí, el odio crecía y empañaba mi razón.

Un día el cinto con el que acostumbraba a desgarrar nuestra piel, como un relámpago cruzó mi cara y dejó una huella que mamá creyó curar con barro y silencio.

Al cumplír quince años, conseguí trabajo en el pueblo como repartidor de pan. Parte de la paga la destinaba a crearme recursos para huir de casa. Pacientemente, durante tres años, fui ocultando las monedas en una lata;
luego la enterraba en el fondo y colocaba una gran piedra blanca para poder localizarla.

Una noche, al volver del trabajo, me dirigí, como solía, al pozo. Vi con horror que la piedra ya no estaba en su lugar, el escondite había sido descubierto. Enloquecido, corrí hacia la casa. Adentro, mi padre, chorreando vino, me miraba con sorna y entre risotadas, me mostraba la piedra que sostenía en su mano.

Me acerqué entre gritos de desesperación. Al llegar a su lado, con la mano vacía, comenzó a empujarme hacia uno de los rincones. Sentí que la locura me estallaba adentro.
Impulsado por el rencor acumulado le quité la piedra y la estrellé en su cabeza. Mi madre con sus maldiciones, me volvió a la realidad.

Camino, dispuesto a ser juzgado.                              


Diana Nión

                                                                                                 

De: La Otra Escena (2012)







No hay comentarios: