Turín- 31 de julio de 1919 |
Regreso a Auschwitz. Entrevista (inédita) a Primo Levi
por Marco Belpoliti (transcripción)
Letras Libres nº 48, septiembre 2005
Letras Libres nº 48, septiembre 2005
En: www.revistasculturales.com El portal de la Asociación de Revistas
Culturales de España arce.es
Primo
Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo internado de febrero de 1944 hasta la
liberación del campo en enero de 1945, dos veces en su vida: en 1965 y en 1982.
En la segunda oportunidad lo hizo acompañado por un grupo de estudiantes y
profesores de instituto, representantes de la comunidad judía y cargos electos
de la provincia de Florencia, organizadora de la visita. También viajó con él
un equipo de la rai , dirigido por Emanuele Ascarelli y Daniel Toaff.
El
texto de la entrevista, realizada ante las cámaras en junio de 1982, había
permanecido inédito hasta su transcripción por Marco Belpoliti y su edición en
1998 en un volumen colectivo a cargo de Francesco Monicelli y Carlo Saletti.
Forma parte Primo Levi , Info rme sobre Auschwitz .
Presentación de Philippe Mesnard, que Reverso Ediciones publicará en octubre de
2005.
Ya
estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?
Todo
es diferente, han pasado más de cuarenta años. Polonia salía entonces de cinco
años de una guerra espantosa, era el país de Europa que probablemente había
sufrido más por culpa de la guerra, que tenía el mayor número de víctimas, no
sólo judíos. Además, en estos últimos cuarenta años el mundo se ha renovado en
todas partes. Yo atravesé estos campos invernales y la diferencia es total,
porque el invierno polaco era, y sigue siendo, un invierno rudo, no como el
invierno al que estamos acostumbrados en Italia. Aquí la nieve se mantiene
durante tres, cuatro meses, y nosotros no podíamos, éramos incapaces de
resistir el invierno polaco, como prisioneros o después. Yo recorrí estos
campos como un ser a la deriva, como una persona desesperada y perdida, en
busca de un baricentro, de cualquiera que fuera capaz de acogerme. Era
verdaderamente la desolación hecha paisaje.
Estos
rieles y los trenes de mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al verlos?
Pues
resulta que precisamente los trenes de mercancía son el desencadenante, lo que
me causa mayor impresión, porque aún hoy cuando veo un vagón de mercancías, y
aún más si subo a uno de ellos, me produce una violenta impresión, los
recuerdos regresan, en fin, mucho más que al volver a ver paisajes y lugares,
incluso Auschwitz. Haber viajado cinco días seguidos en un vagón de mercancías
sellado es una experiencia que no se olvida.
Esta
mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua polaca.
Sí,
también es un reflejo condicionado, al menos, es decir, en mi caso. Yo soy un
hombre que habla y escucha; el lenguaje de los otros me afecta mucho, y suelo o
procuro utilizar correctamente mi lengua de italiano. El polaco era esa lengua
incomprensible que nos había recibido al final del viaje, pero no era ni mucho
menos el polaco de la población civil que escuchamos hoy en los hoteles o en
boca de nuestros acompañantes. Era un polaco zafio, vulgar, trufado de injurias
e imprecaciones, y nosotros no comprendíamos aquello; era realmente una lengua
infernal. El alemán lo era todavía más, desde luego; el alemán era la lengua de
los opresores, de las matanzas, pero mucho de los nuestros -yo, entre otros- lo
comprendíamos a retazos, no nos era desconocido, no era la lengua de la
aniquilación. El polaco sí era la lengua de la aniquilación. Sin ir más lejos,
ayer noche en el ascensor dos borrachos me produjeron una fuerte impresión:
hablaban como entonces, no como los que nos acompañan, hablaban soltando
injurias, hablaban esa lengua que parecía estar hecha sólo de consonantes,
verdaderamente la lengua del infierno.
Decía
usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el carbón, ¿no
es así?
¡Exactamente
la misma! Sin duda, también esto se lo debo al hecho de ser químico. El químico
es entrenado para identificar las substancias a través de su olor. En aquella
época y también hoy, la llegada a Polonia, al menos a las ciudades polacas,
está marcada por dos olores característicos que no existen en Italia: el olor
de malta torrefacta y el olor ácido del carbón ardiendo. Esta es una región
minera, en todas partes hay carbón y muchos aparatos de calefacción funcionan
con carbón. Entre estaciones y en invierno un olor se esparce por el aire: el
olor ácido del carbón. Pero para nosotros, o el menos para mí, es el olor del
Lager, el olor de Polonia y del Lager.
¿Y la
gente?
No,
la gente no es la misma de entonces. En aquella época no vimos a la gente.
Vimos a los verdugos del Lager y sus colaboradores. La mayoría eran polacos,
judíos y cristianos. Pero los polacos de la calle, los polacos que vivían en
las casas, a esos no los veíamos, los divisábamos a lo lejos, más allá de las
alambradas. Había un camino rural que se extendía a lo largo del Lager, pero
por ahí pasaba muy poca gente. Después supimos que habían alejado a todos los
habitantes del pueblo. Sí veíamos pasar los autocares que conducían al trabajo
a los obreros polacos, y recuerdo un anuncio en uno de estos vehículos, una
publicidad como las que veíamos en casa: "Beste Suppe, Knorr Suppe",
"La mejor sopa es la sopa Knorr". Ver aquel anuncio de sopa nos
producía un extraño efecto, como si nos fuera posible escoger entre una sopa
mejor y otra menos buena.
¿Qué
sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo esta vez de
un lujoso hotel turístico?
Sentí
una dislocación, casi me atrevería a decir un desmembramiento, algo imposible
que a pesar de todo sucede porque el contraste es demasiado fuerte. Se trata de
algo que en aquel entonces jamás hubiésemos podido imaginar que podría ocurrir:
regresar a este lugar, vestidos como turistas, a un hotel de lujo o casi. Y sin
embargo...
Y ese
contraste, ¿qué diría...?
Ese
contraste, como por lo demás todos los contrastes, tiene un lado gratificante y
otro alarmante; las cosas pueden volver a suceder. Lo peor habría sido lo
contrario: haber venido a un hotel de lujo y después, hoy, volver en plena
desesperación.
¿Sabían
adónde irían, cuál sería su destino?
No
sabíamos prácticamente nada. En la estación de Fossoli pudimos ver unos rótulos
en los vagones en los que habían garabateado una indicación:
"Auschwitz"; pero no sabíamos dónde quedaba, pensamos que se trataba
de Austerlitz. Supusimos que estaría en algún rincón de Bohemia. Creo que nadie
en Italia en aquella época, ni siquiera las personas mejor informadas, sabía lo
que significaba "Auschwitz".
¿Cómo
fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?
Era...
¿cómo decir? Era lunarmente diferente, era de noche; era el final de cinco días
de viaje calamitoso, durante el cual varias personas habían muerto en el vagón,
era la llegada a un lugar del que no comprendíamos la lengua y todavía menos su
razón de ser. Había unos letreros insensatos: una ducha, un lado limpio, un
lado sucio y un lado limpio. Nadie nos explicaba nada o bien nos hablaban en
yiddish o en polaco, y nosotros no comprendíamos nada. Es una experiencia
realmente alienadora. Teníamos la impresión de hallarnos en medio de un ataque
de locura, de estar..., de haber perdido la posibilidad misma de razonar. No,
ya no razonábamos.
¿Cómo
vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello?
-En
realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta y cinco
personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho podíamos
sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una joven madre que daba el pecho
a su bebé. Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero, estúpidamente, no
llevamos agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos lo había dicho y
pensábamos que conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar de que era invierno,
padecimos una sed aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia
de una tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que
estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía soplaba
sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca -llena del
óxido de los pernos-, raspabas aquello para conseguir recoger unas pocas gotas
de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la mañana a la noche y
durante toda la noche porque su madre se había quedado sin leche.
Y
qué fue de los niños, de la madre cuando...
Pues
bien, los mataron rápidamente. De los seiscientos cincuenta que íbamos en aquel
tren, las cuatro quintas partes perecieron aquella misma noche o la siguiente,
enviados directamente a las cámaras de gas. En aquel escenario siniestro, en
plena noche, bajo los focos, con toda esa gente que gritaba -gritaban como
nunca se ha oído gritar, gritaban órdenes que no comprendíamos-, bajamos de los
vagones y nos pusimos en fila, nos hicieron poner en fila. Delante de nosotros
había un suboficial y un oficial -después supe que era médico, pero al
principio no lo sabíamos-, y preguntaban a cada uno si podía trabajar o no. Me
dirigí a mi vecino, era un amigo, un muchacho de Padua mayor que yo y en mal
estado de salud, y le dije: yo pienso decir que puedo trabajar. Y él me
contestó: haz lo que quieras, a mí me da igual. Ya había abandonado toda
esperanza. De hecho, se declaró incapacitado y no entró en el campo. No volví a
verle nunca más, como a ninguno de los otros, por lo demás.
¿Cómo
era el trabajo allí, en Auschwitz?
He
de aclarar, como sin duda ya sabe, que en Auschwitz no había un solo campo sino
muchos, y algunos habían sido construidos siguiendo un proyecto, anexos a una
fábrica o una mina. El campo de Birkenau, por ejemplo, estaba dividido en gran
número de equipos que trabajaban en varias minas, incluso en fábricas de armas.
Mi campo, en el que había diez mil prisioneros, era Monowitz y formaba parte de
una fábrica que pertenecía a I.G. Farben Industrie, un enorme conglomerado
químico, posteriormente desmantelado. Teníamos que construir una nueva fábrica
de productos químicos, que tendría cerca de seis kilómetros cuadrados. La obra
estaba bastante avanzada y todos trabajábamos en ella; también trabajaban allí
prisioneros de guerra ingleses, presos franceses, rusos e incluso alemanes. Por
supuesto, también había polacos libres y voluntarios, hasta había voluntarios
italianos. En total, aproximadamente cuarenta mil individuos, de los que
nosotros, los diez mil, éramos el nivel más bajo, el último peldaño. El Lager
de Monowitz, formado casi exclusivamente por judíos, debía suministrar la mano
de obra no calificada. A pesar de todo, debido a que la mano de obra
especializada escaseaba en Alemania, y como los hombres se habían marchado al frente,
a partir de un determinado momento buscaron entre nosotros -los teóricamente no
calificados y esclavos- a especialistas, empezaron a buscar a quienes... desde
el primer día, desde el día de nuestro ingreso en el campo se produjo una
especie de búsqueda por analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos,
qué diplomas, qué oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya
que me presenté como químico, sin saber que sería enviado a una fábrica de
productos químicos; y mucho después aquello me valió un pequeño beneficio,
porque durante los dos últimos meses trabajé en un laboratorio.
¿Cómo
era la comida?
Pues
bien, la comida era el problema número uno. No estoy de acuerdo con quienes
describen la sopa y el pan de Auschwitz como infectos; en lo que a mí respecta,
tenía tanta hambre que los encontraba buenos y la comida nunca me pareció
asquerosa, ni siquiera el primer día. Era miserable, nos daban raciones
mínimas, el equivalente de 1.600-1.700 calorías por día; teóricamente, porque
en el trayecto había ladrones y, por tanto, las raciones que llegaban hasta
nosotros eran inferiores al umbral teórico; digamos que aquello era el
racionamiento oficial. Usted sabe que actualmente 1.600 calorías bastan para un
hombre poco corpulento y que con eso puede vivir, pero sin trabajar y si
permanece echado, mientras que nosotros debíamos trabajar y, además, hacerlo
con frío y realizar labores pesadas; en estas condiciones, la ración de 1.600
calorías era una muerte lenta por desnutrición. Después he leído los cálculos
que hacían los alemanes. Calculaban que a un prisionero sometido a estas
condiciones que sacara recursos del estado en que se hallaba antes de su
internamiento, este tipo de alimentación le permitiría resistir de dos a tres
meses.
¿Pero
era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?
Su
pregunta es extraña. El que se adapta a todo es el que sobrevive; pero la
mayoría no se adaptaba a todo y moría. Moría por no saber adaptarse incluso a
cosas que hoy nos resultan banales, al calzado, por ejemplo. Nos lanzaban un
par de zapatos, bueno, en realidad no era un par de zapatos, eran dos zapatos
desparejados, uno tenía tacón y el otro no; había que tener una constitución de
atleta para aprender a caminar de este modo. Un zapato era muy pequeño y el
otro muy grande. Había que dedicarse a hacer complicados intercambios, y si se
tenía suerte podía conseguirse un par casi a juego y había que conformarse. La
mayor parte del tiempo los zapatos hacían heridas en los pies, y quien tenía
pies delicados acababa contrayendo una infección. A mí también me toco vivirlo,
todavía tengo las cicatrices. Milagrosamente mis heridas sanaron por sí solas,
a pesar de que no falté un solo día al trabajo. Quien era sensible a las
infecciones moría debido a sus zapatos, por culpa de las llagas de los pies
infectadas que no sanaban. Los pies se hinchaban, y cuanto más hinchados
estaban más apretaban los zapatos, y la gente acababa teniendo que ir al
hospital, pero no los dejaban ingresar ya que los pies hinchados no eran una
enfermedad. Era un mal tan generalizado que quien tenía los pies hinchados iba
directamente a la cámara de gas.
Parece
que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.
Sí, es casi cómico.
¡Un restaurante en Auschwitz! No sé, la verdad, no creo que coma; para mí es
como una profanación, una cosa absurda. Por otra parte, hay que decirse que
Auschwitz -Oswiecim en polaco- era y es todavía una ciudad donde hay
restaurantes, cines y probablemente también un bar nocturno, como probablemente
en toda Polonia; hay escuelas, hay niños. Hoy como ayer, paralelamente a este
Auschwitz hay, cómo decir, un concepto: Auschwitz es el Lager. Pero en aquella
época también existía un Auschwitz civil.
Al
abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca...
La
gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra, de una
ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más primitiva, la de los
rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de nosotros. Éramos
extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían, llevábamos puesto un
uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los aterraba. Se
negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos, realmente muy pocos, se
apiadaron de nosotros; con ellos acabamos comprendiéndonos. Es muy importante
la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre
que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no.
También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental experiencia
de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El
problema, para los italianos, era la lengua?
Para
los italianos era una de las principales causas de mortalidad, comparado con
otros grupos. Para los italianos y los griegos. La mayoría de los italianos
como yo murieron en los primeros días por no poder comprender. No comprendían
las órdenes, y no había ninguna clase de tolerancia para quienes no las
comprendían; había que comprender la orden: nos gritaban, nos la repetían una
sola vez y ya está, después arreciaban los golpes. Ellos no comprendían cuando
nos anunciaban que podíamos cambiar de zapatos, no comprendían que una vez por
semana nos llamaban para afeitarnos la barba; siempre llegaban de últimos,
siempre tarde. Cuando necesitaban algo, algo que fuera posible expresar,
incluso algo que hubiesen podido obtener, no lograban expresarlo y se reían de
ellos; aquello era el hundimiento total, también desde un punto de vista moral.
A mi modo de ver, entre las primeras causas de tantos naufragios en el Campo,
la lengua, el lenguaje encabezaba la lista.
Hace
unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona en su libro
La tregua.
Trzebinia.
Sí, era una estación fronteriza, situada entre Katowice y Cracovia, y en ella
se detuvo el tren. Era un tren que se detenía todo el tiempo, nos costó tres o
cuatro días recorrer ciento cincuenta kilómetros. Se detuvo y yo me bajé. Por
primera vez me encontré cara a cara con un polaco, un civil; era un abogado, y
fue posible entendernos porque hablaba alemán y también francés. Yo no sabía
polaco y, la verdad, sigo sin saberlo. Así que me preguntó de dónde venía y le
conté que venía de Auschwitz, que por eso llevaba un uniforme, porque todavía
llevaba el uniforme a rayas. Me preguntó: ¿por qué? Le dije que yo era un judío
italiano. Él iba traduciendo mis respuestas a un grupo de curiosos que se había
congregado a su alrededor, eran campesinos polacos, obreros que iban de camino
al trabajo, era casi de día, si mal no recuerdo. Como decía, yo no sabía
polaco, pero sí lo suficiente para comprender lo que traducía... Había
transformado mi respuesta. Yo había dicho: "soy un judío italiano", y
él había traducido "es un prisionero político italiano". Entonces le
dije en francés, para corregirle: "no soy..., también soy un prisionero
político, pero fui deportado a Auschwitz por ser judío, no como prisionero
político". Pero él me contestó precipitadamente y en francés que, por mi
bien, mejor valía dejarlo de ese tamaño, porque Polonia es un triste país.
Estamos
a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué representó el
Holocausto para el pueblo judío?
No
fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre paréntesis, nunca me ha gustado la
palabra "Holocausto". No me parece un término apropiado, es retórico
y, sobre todo, erróneo. Representó un punto de no retorno en términos de
proporciones, sobre todo de recursos, porque por primera vez en tiempos
recientes el antisemitismo se convirtió en un proyecto planificado, organizado
a nivel de Estado, no por influjo de un consenso tácito, como había ocurrido en
la Rusia de los zares; esto, en cambio, era un acto de voluntad. No había
escapatoria posible, toda Europa se convirtió en una enorme trampa, esto fue lo
novedoso y lo que determinó para los judíos un profundo cambio, no solamente en
Europa sino también para la comunidad judía en Estados Unidos y para los judíos
del mundo entero.
¿Piensa
usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace cuarenta años,
es imposible que se vuelva a producir?
En
Europa no lo creo posible por razones, como decir, de inmunidad. Se ha
producido una especie de inmunización; esta es la razón por la que sería
difícil asistir al renacimiento de algo parecido por mucho tiempo... en algunas
décadas, pongamos, cincuenta o cien años, Alemania podría conocer un
resurgimiento del nazismo parecido al anterior, y en Italia aparecería un
fascismo como el de antes. Sin embargo, pienso que no será posible en Europa;
también pienso que en otros países se está gestando el deseo de un nuevo
Auschwitz, simplemente les faltan los recursos.
¿La
idea no ha muerto?
Ciertamente
no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente. Todo reaparece bajo
nuevas formas, pero nada muere por completo.
¿Pero
las formas sí cambian?
Las
formas cambian, sí; las formas son importantes.
¿Piensa
usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad del hombre?
¡Desde
luego que sí! ¡Y de qué manera! Me atrevería incluso a decir que lo
característico del Lager nazi -no sabría decir en el caso de los otros porque
no los conozco, quizás los campos rusos son distintos- es la reducción a la
nada de la personalidad del hombre, tanto interiormente como exteriormente, y
no sólo la del prisionero sino también la del guarda del Lager, él también
pierde su humanidad; sus rutas divergen, pero el resultado es el mismo. Pienso
que son pocos los que tuvieron la suerte de no perder su conciencia durante la
reclusión; algunos tomaron conciencia de su experiencia a posteriori, pero
mientras la vivían no eran conscientes. Muchos la olvidaron, no la registraron
en su mente, nada se imprimió en la cinta de su memoria, diría yo. Sí, todos
sufrían substancialmente una profunda modificación de su personalidad, sobre
todo una atenuación de la sensibilidad en lo relacionado con los recuerdos del
hogar, la memoria familiar; todo eso pasaba a un segundo plano ante las
necesidades imperiosas, el hambre, la necesidad de defenderse del frío,
defenderse de los golpes, resistir a la fatiga. Todo ello propiciaba condiciones
que pueden calificarse de animales, como las de bestias de carga. Es
interesante observar cómo esas condiciones animales se reflejaban en el
lenguaje. En alemán hay dos verbos para "comer": el primero es
"essen", que designa el acto de comer en el hombre, y está
"fressen", que designa el acto en el animal. Se dice de un caballo
que "frisst" y no que "isst"; un caballo zampa, en suma, un
gato también. En el Lager, sin que nadie lo decidiera, el verbo para comer era
"fressen" y no "essen", como si la percepción de una
regresión a la condición de animal se hubiera extendido entre todos nosotros.
Ha
concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le vienen a
la mente?
Muchas,
en realidad. Sobre todo una: me incomoda que los polacos, el gobierno polaco,
se hayan apoderado de Auschwitz, que lo hayan convertido en el lugar del
martirio de la nación polaca. En verdad eso fue cierto, al menos durante los
primeros años, en 1941 y 1942. Pero después de esa fecha, con la apertura del
Lager de Birkenau, y sobre todo cuando entraron en funcionamiento las cámaras
de gas y los hornos crematorios, se convirtió ante todo en el instrumento de la
destrucción del pueblo judío. Nadie puede negar esto. Hemos podido verlo: hay
también el bloque-museo de los judíos, los italianos, los franceses, los
holandeses, etc. Pero hay en Auschwitz este hecho capital: que la gran mayoría
de las víctimas fueron judíos, una parte sólo de las cuales eran judíos
polacos. No es que se niegue esta realidad, sino que apenas es evocada.
¿No
le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar Auschwitz
cuanto antes?
Hay
indicios que permiten pensar que quieren olvidar o algo peor: negar. Es muy
significativo: quien niega Auschwitz es precisamente quien estaría dispuesto a
volver a hacerlo.
Traducción
del italiano de Ana Nuño
Incógnitas
Por
Juan Gelman
Dos
libros de Primo Levi –Si esto es un hombre (1947) y Los hundidos y los salvados
(1986)– lo han convertido en referencia obligada de todo estudio sobre la Shoá.
En efecto, en ellos relata su experiencia como prisionero en Auschwitz, adonde
fuera deportado por los nazis en 1944 cuando él buscaba contacto con los
partigiani. Tenía 28 de edad cuando se publicó el primero y quién sabe si hay
otro escritor sobreviviente de los campos de la muerte que haya narrado lo
inenarrable con tanta lucidez, economía de medios y agudeza sostenidas a lo
largo de 40 años. Siempre se ha exaltado su visión del infierno
concentracionario por exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio,
y vertida en un estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la
técnica brechtiana del distanciamiento. Desconfiaba de quienes practican la
profecía y de quienes levantan el dedo en posición de víctima. "No soy
nada de eso", dijo alguna vez.
Esta
aparente objetividad es atribuida a su formación científica: Primo Levi era
químico y en 1961 se desempeñaba en Turín como gerente general de una fábrica
de pinturas, esmaltes y resinas sintéticas. Investigaba, sí, pero al ser
humano, ese "centauro, laberinto de carne y de mente, de aliento divino y
de polvo". Le gustaba sorprender conversaciones más que participar en
ellas, "espiar por un agujerito más que observar panoramas vastos y solemnes...
hacer girar entre mis dedos una sola pieza del mosaico más que mirar el mosaico
entero". Es puro esquema considerarlo un mero sobreviviente del nazismo
que testimonió con talento: su obra completa, publicada por Einaudi en 1998,
muestra a un grande y diverso escritor.
Es
curioso que se trate de la misma empresa que rechazó el manuscrito de Si esto
es un hombre. El libro apareció en una editorial pequeña y no tuvo mayor
resonancia. Sólo un joven escritor de entonces lo elogió con entusiasmo. Se
llamaba Italo Calvino. Cuando Einaudi lo reedita en 1958 se convierte en un
éxito de proporciones y Primo Levi gana respeto como hombre de letras, aunque
ciertos colegas lo califican de menor. Pero su obra –poemas, relatos históricos
y de ciencia ficción, ensayos, cuentos— desborda la etiqueta
"crónica" que la acompañó mucho tiempo, es más contradictoria y menos
sosegada de lo que se solía suponer. Por lo demás, revela la intensa labor de
traducción de Primo Levi –Heine, Kafka, Lévi-Strauss, entre otros– y su empeño
en la difusión de autores como Katzenelson, Poliakov y Bruck que padecieron la
Shoá.
Primo
Levi escribía y reescribía sin pausa, por lo general textos cortos
–"agujeritos"– que intercalaba a veces en otros posteriores
concretando libros incluso décadas después de su primera concepción. Si esto es
un hombre resultó una criatura en la que trabajó de manera constante, revisó la
reedición de Einaudi, supervisó su traducción al inglés y especialmente al
alemán (1961), la adaptación radial (1964) y la teatral (1966), le agregó notas
para la edición de lectura obligatoria en los colegios (1974) y un apéndice
motivado por las preguntas más frecuentes de los estudiantes (1976) que fue
además materia de muchas páginas de Los hundidos y los salvados. El crítico
Alberto Cavaglion juzgó que todo lo escrito por Primo Levi es una glosa de Si
esto es un hombre. En semejante apretujón no entraría, por ejemplo, El sistema
periódico (1975), 20 capítulos con el nombre de sendos elementos de la tabla de
Mendeleiev en que lo autobiográfico se mezcla con lo científico y lo científico
construye analogías de índole moral. Sostenida por un flujo de invención que no
decae, la escritura de Primo Levi no es la de un aficionado –como lo definían
algunos y él se definía–, sino la de un escritor original cuya penetración
sintáctica y emotiva parece dimanar de una oscura ansiedad del pensamiento.
Primo Levi no fue sólo el cronista del Infierno moderno: también indagó los
meandros del yo y del ser. En el prefacio de su libro más "infernal"
–Si esto es un hombre– advierte que lo escribió a fin de "proporcionar
documentos para un estudio desapasionado del alma humana". Cuarenta años
después la despasión se disipa en Los hundidos y los salvados: en vez de
distancia y ausencia de odio, hay furia. "Nadie –dice– podrá jamás
establecer con precisión cuántos del aparato nazi no podían no saber de las
atrocidades espantosas que se estaban cometiendo; cuántos sabían algo, pero
fingían ignorancia; cuántos tuvieron la posibilidad de saber todo, pero
eligieron el camino más prudente de tener ojos y oídos (y sobre todo la boca)
bien cerrados." Y por vez primera pasa del adjetivo "nazi" al
gentilicio "alemán": "... la falta de difusión de la verdad
sobre los campos de concentración es una de las mayores culpas colectivas del pueblo
alemán, es la demostración más manifiesta de la cobardía a la que lo había
reducido el terror hitleriano". Nunca se sabrá qué produjo esta implosión
en Primo Levi. ¿Una rabia latente que se quita la máscara? ¿El deseo de saber
que choca contra la imposibilidad de responderse preguntas terribles sobre la
condición humana?
Juan
Gelman
Si esto es un hombre
Por
Jack Fuchs, Escritor y pedagogo. Sobreviviente de Auschwitz.
Presentación
Tuve
la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, y después de que el
gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente de mano de
obra, prolongar la media de vida de los prisioneros que iba a eliminar
concediéndoles mejoras notables en el tenor de vida y suspendiendo
temporalmente las matanzas dejadas a merced de particulares.
Por
ello, este libro mío, por lo que se refiere a detalles atroces, no añade nada a
lo ya sabido por los lectores de todo el mundo sobre el inquietante asunto de
los campos de destrucción. No lo he escrito con la intención de formular nuevos
cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de
algunos aspectos del alma humana. Habrá muchos, individuos o pueblos, que
piensen más o menos conscientemente, que “todo extranjero es un enemigo”. En la
mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una
infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e incoordinados, y
no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero cuando éste llega,
cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa mayor de un silogismo,
entonces, al final de la cadena está el Lager: Él es producto de un concepto de
mundo llevado a sus últimas consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras
el concepto subsiste las consecuencias nos amenazan. La historia de los campos
de destrucción debería ser entendida por todos como una siniestra señal de
peligro.
Me
doy cuenta, y pido indulgencia por ellos, de los defectos estructurales del
libro. Si no en acto, sí en la intención y en su concepción, nació en los días
del Lager. La necesidad de hablar a “los demás”, de hacer que “los demás”
supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación y después
de ella, el carácter de un impulso inmediato y violento, hasta el punto de que
rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales; este libro lo
escribí para satisfacer esta necesidad, en primer lugar, por lo tanto, como una
liberación interior. De aquí su carácter fragmentario: sus capítulos han sido
escritos no en una sucesión lógica sino por su orden de urgencia. El trabajo de
empalmarlos y de fundirlos lo he hecho según un plan posterior.
Me
parece superfluo añadir que ninguno de los datos ha sido inventado.
PRIMO
LEVI
Si
esto es un hombre
Los
que vivís seguros
En
vuestras casas caldeadas
Los
que os encontráis, al volver por la tarde,
La
comida caliente y los rostros amigos:
Considerad
si es un hombre
Quien
trabaja en el fango
Quien
no conoce la paz
Quien
lucha por la mitad de un panecillo
Quien
muere por un sí o por un no.
Considerad
si es una mujer
Quien
no tiene cabellos ni nombre
Ni
fuerzas para recordarlo
Vacía
la mirada y frío el regazo
Como
una rana invernal.
Pensad
que esto ha sucedido:
Os
encomiendo estas palabras.
Grabadlas
en vuestros corazones
Al
estar en casa, al ir por la calle,
Al
acostaros, al levantaros;
Repetídselas
a vuestros hijos.
O
que vuestra casa se derrumbe,
La
enfermedad os imposibilite,
Vuestros
descendientes os vuelvan el rostro.
(Primo
Levi, Si esto es un hombre, 1947)
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El
tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla veíamos
desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los últimos nombres de
las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce del segundo día y todos se
pusieron en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en el corazón el
pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente cuál debería ser la
sobrehumana alegría de pasar por allí otra vez, con unas puertas abiertas por donde
ninguno desearía huir, y los primeros nombres italianos... y mirando a mi
alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel triste polvo humano, podrían estar
señalados por el destino.
Entre
las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su
hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.
Sufríamos
de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces, o por lo menos
un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de
la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes
madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían noche y día pidiendo
agua. Menos terrible era para todos el hambre, el cansancio y el insomnio que
la tensión y los nervios hacían menos penosos: pero las noches eran una
pesadilla interminable.
Pocos
son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no
aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar
el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente por
riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a
ciegas para defenderse contra cualquier contacto molesto e inevitable. Entonces
alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido
en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe y
dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas súbitamente
sofocadas por el cansancio.
Desde
la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas, Salzburgo,
Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo
intenso: el tren recorría interminables pinares negros, subiendo de modo
perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las estaciones
eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas,
de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos ya "del otro
lado". Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después continuó
la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche
cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.
Se
veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que se perdían
a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos los lugares
habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el ritmo de las
ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo.
Junto
a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y
otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había
golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en
aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos,
y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos
miedo.
Nos
soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad resonó con
órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes cuando mandan,
que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por
reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego, todo quedó de
nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo
junto al tren. En un momento el andén estuvo hormigueante de sombras: pero
teníamos miedo de romper el silencio, todos se agitaban en torno a los
equipajes, se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente, a media
voz.
Una
decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas abiertas.
En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en voz baja, con
rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal
italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. "¿Cuántos años? ¿sano o
enfermo?" y según la respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes.
Todo
estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de los sueños.
Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias. Era
desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las
maletas: contestaron: "maletas después"; otro no quería separarse de
su mujer: dijeron "después otra vez juntos"; muchas madres no querían
separarse de sus hijos: dijeron "bien, bien, quedarse con hijo".
Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos
los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de
Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo
tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.
En
menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en
un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos,
no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y
simplemente. Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria se había
decidido de todos y cada uno de nosotros si podía o no trabajar útilmente para
el Reich; sabemos que en los campos de Buna–Monowitz y Birkenau no entraron, de
nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de
todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más
tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este
sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde se
adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones de los
vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados. Entraban en el
campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las
cámaras de gas.
Así
murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía clara la
necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos. Emilia,
hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa,
alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre
y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el
degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos
arrastraba a todos a la muerte.
Desaparecieron
así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros
hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un poco de tiempo como
una masa oscura en el otro extremo del andén, uego ya no vimos nada.
Emergieron,
en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños individuos.
Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza
inclinada hacia adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la cabeza una gorra
cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que aun de noche y de
lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor
de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros
equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.
Nosotros
nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos
comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo
seríamos nosotros una cosa así.
Sin
saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el autocar
arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía ver nada
afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía muchas curvas y
cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera? Demasiado tarde, demasiado
tarde, todos vamos hacia "abajo". Por otra parte, nos habíamos dado
cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos una extraña escolta. Era un
soldado alemán erizado de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad total,
pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del vehículo nos
arroja a todos en un montón a la derecha o a la izquierda. Enciende una
linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos "Ay de vosotras, almas
depravadas" nos pregunta cortésmente a uno por uno, en alemán y en lengua
franca, si tenemos dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer
falta para nada. No es una orden, esto no está en el reglamento: bien se ve que
es una pequeña iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos suscita
cólera y risa, y una extraña sensación de alivio.
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LA
INICIACIÓN
Después
de los primeros días de traslados caprichosos de un bloque a otro y de Kommando
a Kommando, me asignaron, ya de noche, al Block 30 y me indicaron una litera donde
estaba durmiendo Diena. Diena se despierta y, aunque muerto de cansancio, me
hace sitio y me recibe amistosamente.
Yo
no tengo sueño o, mejor dicho, el sueño me lo disimula el estado de tensión y
de ansiedad de que no he podido librarme todavía, y por eso hablo y hablo.
Tengo
demasiadas preguntas que hacer. Tengo hambre, y cuando mañana repartan el
potaje cómo voy a arreglármelas para comerlo sin cuchara? ¿Y cómo se puede uno
hacer una cuchara? ¿Y dónde van a mandarme a trabajar? Diena sabe tanto como yo,
naturalmente, y me contesta con otras preguntas. Pero de arriba, de abajo, de
al lado, desde lejos, desde todos los rincones del barracón ya a oscuras, voces
sonoras e iracundas me gritan:
–Ruhe,
Ruhe!
Entiendo
que me imponen silencio, pero la palabra es nueva para mí, y como no conozco su
sentido y sus complicaciones, mi inquietud aumenta. La confusión de las lenguas
es un componente fundamental del modo de vivir aquí abajo; se está rodeado por
una perpetua Babel en la que todos gritan órdenes y amenazas en lenguas que
nunca se han oído, y ¡ay de quien no las coge al vuelo! Aquí nadie tiene
tiempo, nadie tiene paciencia, nadie te escucha; los que hemos llegado últimos
nos reunimos instintivamente en los rincones, contra las paredes, para
sentirnos con la espalda materialmente resguardada.
Renuncio,
pues, a hacer preguntas y en breve me hundo en un sueño amargo y tenso. Pero no
es un descanso: me siento amenazado, hostigado, a cada instante estoy a punto
de contraerme con un espasmo de defensa. Sueño y me parece que estoy durmiendo
en mitad de una calle, de un puente, atravesado en una puerta por la que pasa
mucha gente. Y aquí llega, ¡qué rápidamente!, el despertar. El barracón se
sacude desde los cimientos, las luces se encienden, todos se agitan a mi alrededor
en una actividad frenética repentina: sacuden las mantas levantando nubes de
polvo fétido, se visten con prisa febril, corren afuera al hielo del aire
exterior a medio vestir, se precipitan a las letrinas y los lavabos; muchos,
como animales, orinan mientras corren para ganar tiempo porque dentro de cinco
minutos empieza la distribución del pan, del
pan–Brot–Broit–chleb–pain–lechem–kenyér, del sagrado pedacito gris que parece
gigantesco en manos de tu vecino y pequeño hasta echarse a llorar en las tuyas.
Es una alucinación cotidiana a la que uno termina por acostumbrarse: pero en
los primeros tiempos es tan irresistible que muchos de nosotros, luego de
discutir por parejas sobre la propia evidente y constante mala suerte y la
escandalosa buena suerte del otro, acabamos por intercambiar nuestras raciones,
con lo que la ilusión se reproduce de manera inversa dejando a todos contentos
y frustrados.
El
pan es también nuestra única moneda: entre los pocos minutos que transcurren
entre su distribución y su consumición, el Block resuena con reclamaciones,
peleas y fugas. Son los acreedores del día anterior que quieren ser pagados en
los breves instantes en que el deudor es solvente. Después de lo cual se
instala una relativa calma que muchos aprovechan para volver a las letrinas a
fumar medio cigarrillo, o al lavabo para lavarse de verdad.
El
lavabo es un sitio poco atractivo. Está mal iluminado, lleno de corrientes de
aire, y el piso de ladrillos está cubierto por una capa de lodo; el agua no es
potable, huele mal y muchas veces falta durante mucho tiempo. Las paredes están
decoradas por curiosos frescos didascálicos: por ejemplo se ve al Häftling
bueno, representado desnudo hasta la cintura, en acto de enjabonarse el cráneo
sonrosado y rapado, y al Häftling malo, de nariz acusadamente semítica y
colorido verdoso, que, enfundado en su ropa llena de manchas y con el gorro
puesto, mete cautelosamente un dedo en el agua del lavabo. Debajo del primero
está escrito: So bist du rein (así te quedarás limpio), y debajo del segundo:
So gehst du ein (así te buscas la ruina); y más abajo, en un francés dudoso
pero en caracteres góticos: La propreté, c'est la santé.
En
la red opuesta campea un enorme piojo blanco, rojo y negro, con la frase: Eine
Laus, dein Tod (un piojo es tu muerte), y el inspirado dístico:
Nach dem Abort, vor dem Essen
Hände
waschen, nicht vergessen
(después
de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo olvides).
Durante
semanas he considerado estas amonestaciones sobre la higiene como puros rasgos
de humor teutónico, en el estilo del diálogo sobre el cinturón herniario con
que se nos había recibido a nuestro ingreso en el Lager. Pero después he
comprendido que sus desconocidos autores, puede que subconscientemente, no
estaban lejos de algunas verdades fundamentales. En este lugar, lavarse todos
los días en el agua turbia del inmundo lavabo es prácticamente inútil a fines
de limpieza y de salud; pero es importantísimo como síntoma de un resto de
vitalidad, y necesario como instrumento de supervivencia moral.
Tengo
que confesarlo: después de una única semana en prisión noto que el instinto de
la limpieza ha desaparecido en mí. Voy dando vueltas bamboleándome por los lavabos
y aquí está Steinlauf, mi amigo de casi cincuenta años, a torso desnudo,
restregándose el cuello y la espalda con escaso fruto (no tiene jabón) pero con
extrema energía. Steinlauf me ve y me saluda, y sin ambages me pregunta con
severidad por qué no me lavo. ¿Por qué voy a lavarme? ¿Voy a estar mejor de lo
que estoy? ¿Voy a gustarle más a alguien? ¿Voy a vivir un día, una hora más?
Incluso viviré menos, porque lavarse es un trabajo, un desperdicio de energía y
calor. ¿No sabe Steinlauf que después de media hora cargando sacos de carbón
habrá desaparecido cualquier diferencia entre él y yo? Cuanto más lo pienso más
me parece que lavarse la cara en nuestra situación es un acto insulso, y hasta
frívolo: una costumbre mecánica, o peor, una lúgubre repetición de un rito
extinguido. Vamos a morir todos, estamos a punto de morir: si me sobran diez
minutos entre diana y el trabajo quiero dedicarlos a otra cosa, a encerrarme en
mí mismo, a echar cuentas o tal vez a mirar el reloj y a pensar que puede que
lo esté viendo por última vez; o también a dejarme vivir, a darme el lujo de un
ocio minúsculo.
Pero
Steinlauf me hace callar. Ha terminado de lavarse, ahora se está secando con la
chaqueta de tela que antes tenía enroscada entre las piernas y que luego va a
ponerse, y sin interrumpir la operación me da una lección en toda regla.
He
olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, las palabras del que
fue el sargento Steinlauf del Ejército austro–húngaro, cruz de hierro en la
guerra de 1914–1918. Lo siento porque tendré que traducir su italiano inseguro
y su razonamiento sencillo de buen soldado a mi lenguaje de incrédulo. Pero
éste era el sentido, que no he olvidado después ni olvidé entonces: que
precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales,
nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede
sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar
testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto,
la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún
derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que
nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque
es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por
consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la
chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino
por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos,
no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no
empezar a morir.
Estas
cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas para mi oído
desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y mitigadas por una
doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace siglos que se respira más acá
de los Alpes y según la cual, entre otras cosas, no hay vanidad mayor que
esforzarse en tragarse enteros los sistemas morales elaborados por los demás,
bajo otros cielos. No, la prudencia y la virtud de Steinlauf, ciertamente
buenas para él, no me bastan. Frente a este complicado mundo inferior mis ideas
están confusas: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo?
¿No será más saludable tomar conciencia de no tener sistema?
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PRIMO
LEVI
El
sistema periódico
Traducción
de Carmen Martín Gaite
Alianza Tres
HIERRO
Por fuera de las paredes del Instituto Químico
era de noche, la noche de Europa. Chamberlain había vuelto engañado de Munich,
Hitler había entrado en Praga sin disparar un tiro, Franco había tomado
Barcelona y se asentaba en Madrid. La Italia fascista, pirata menor, había
ocupado Albania, y la premonición de la catástrofe inminente se condensaba como
una rociada viscosa en las casas y por la calle, en las conversaciones
cautelosas y en las conciencias adormecidas.
Pero dentro de aquellas gruesas paredes la noche
no penetraba. La misma censura fascista, obra maestra del régimen, nos mantenía
separados del mundo, en un blanco limbo de anestesia. Una treintena de alumnos
habíamos superado la dura barrera de los primeros exámenes y habíamos sido
admitidos en el laboratorio de Análisis cualitativo de segundo curso. Habíamos
entrado en la amplia sala ahumada y oscura como quien, al entrar en la Casa de
Dios, va reflexionando sobre cada uno de sus pasos. El laboratorio anterior, el
del zinc, nos parecía ahora un ejercicio infantil, como cuando de niño juega
uno a las cocinitas; siempre, mal que bien, se sacaba algo en limpio, tal vez
de pobre rendimiento, o en estado poco puro, pero había que ser un chapucero o
un tío muy negado para no lograr sacar sulfato de magnesio de la magnesita o
bromuro de potasio del bromo.
Ahora no, ahora el asunto se ponía serio; la
confrontación con la Materia-Madre, con la madre enemiga, era más dura y más
cercana. A las dos de la tarde, el profesor D., de aire distraído y ascético,
nos entregaba a cada uno un gramo exacto de determinado polvillo; para el día
siguiente teníamos que tener completo el análisis cualitativo, es decir hacer
un informe de los metales y no-metales que contenía. Informar de ello por
escrito, en forma de atestado, de sí o no, porque las dudas y las vacilaciones
no se admitían. Se trataba en cada caso de una alternativa, de una
deliberación; era una empresa madura y responsable para la cual el fascismo no
nos había preparado y que exhalaba un buen olor, limpio y seco.
Había elementos fáciles y francos, incapaces de
esconderse, como el hierro y el cobre, otros insidiosos y fugitivos como el
bismuto y el cadmio. Existía un método, un plan trabajoso y anticuado de
investigación sistemática, una especie de peine o de rodillo apisonador al que
nadie, en teoría, podía escapar; pero yo prefería inventarme cada vez el camino
a seguir, a base de rápidas y extemporáneas incursiones de guerrillero, en vez
de la extenuante rutina de una guerra organizada: sublimar el mercurio en
gotitas, transformar el sodio en cloruro y reconocerlo en tabletas hojaldradas
bajo el microscopio. De una manera o de otra, aquí las relaciones con la
Materia cambiaban y se volvían dialécticas; era un combate de esgrima, una
partida a jugar entre
dos. Dos adversarios desiguales; de una parte, para formular preguntas, el
químico desplumado e inerme, con el libro de texto de Autenrieth como único
aliado (porque D., cuyo socorro se reclamaba con frecuencia en los casos
difíciles, mantenía una escrupulosa neutralidad, o sea que se negaba a
pronunciarse; actitud muy sabia, ya que todo aquel que se pronuncia puede
equivocarse, y un profesor no debe equivocarse); de otra parte, para responder
a base de enigmas, la Materia con su pasividad socarrona, vieja como el Todo y
portentosamente rica en trucos, solemne y sutil como la Esfinge. Estaba
empezando yo por entonces a deletrear el alemán, y me encantaba la palabra
Urstoff (que significa Elemento: literalmente Sustancia primigenia) y el
prefijo Ur que aparecía en ella y que expresa precisamente origen antiguo,
lejanía remota en el espacio y en el tiempo.
Tampoco aquí había gastado nadie mucha saliva
para enseñarnos a defendernos de los ácidos, de los cáusticos, de los incendios
ni de las explosiones; era como si, de acuerdo con la ruda moral del Instituto,
se contase con el proceso de la selección natural para elegir entre nosotros
los más adecuados a la supervivencia física y profesional. Campanas de humos
había pocas, así que cada cual en el curso del análisis sistemático y siguiendo
las prescripciones del texto, dejaba evaporar concienzudamente por el aire una
buena dosis de ácido clorhídrico y de amoniaco, por cuya razón en el
laboratorio se estancaba permanentemente una densa niebla blanquecina de
cloruro amónico, que se depositaba sobre los cristales de las ventanas en
minúsculos cristalitos brillantes. A la habitación del ácido sulfhídrico, de
atmósfera letal, se retiraban las parejas deseosas de intimidad y algún
solitario a comerse su merienda.
A través de la neblina y en el atareado silencio,
se oyó una voz con acento piamontés que decía: «Nuntio vobis gaudium magnum.
Habemus ferrum». Corría el mes de marzo de 1939, y pocos días antes, con un
anuncio de idéntica solemnidad («Habemus Papam») se había disuelto el cónclave
que entronizaba en la Sede de San Pedro al cardenal Eugenio Pacelli, en el cual
muchos confiaban, porque en algo o en alguien había que confiar, después de
todo. Quien había pronunciado la sacrílega frase era Sandro, el taciturno.
En nuestro grupo, Sandro era un solitario. Era un
chico de mediana estatura, delgado pero musculoso, que no llevaba nunca abrigo,
ni siquiera en los días más fríos. Venía a clase con unos pantalones de pana
muy gastados, medias de sport de lana tosca, y a veces una esclavina negra que
me recordaba a Renato Fucini. Tenía unas manos grandes y callosas, un perfil
huesudo y áspero, la cara curtida por el sol y una frente estrecha bajo la
franja del pelo, que llevaba cortado a cepillo; caminaba con el paso largo y
lento de los campesinos.
Hacía pocos meses que se habían proclamado las
leyes racistas, y también yo estaba empezando a volverme muy solitario. Los
compañeros cristianos eran gente educada, ninguno entre ellos ni entre los
profesores me había dirigido una
palabra o un gesto hostil, pero los sentía alejarse y, siguiendo un antiguo
modelo de comportamiento, yo también me alejaba. Cada mirada cambiada entre
ellos y yo iba acompañada de un relámpago, minúsculo pero perceptible, de
desconfianza y recelo. ¿Qué piensas de mí? ¿Qué soy para ti yo? ¿El mismo de
hace seis meses, un semejante tuyo que no va a misa, o el judío que «no se ha
de reír de vosotros entre vosotros»?
Había observado, con estupor y alegría, que entre
Sandro y yo estaba naciendo algo. No era en absoluto la amistad entre dos seres
afines. Al contrario, la diversidad de nuestros orígenes nos hacía ricos en
«mercancía de intercambio», como dos comerciantes que se encuentran, llegando
de comarcas remotas y mutuamente desconocidas. No se trataba ni siquiera de la
intimidad portentosa y a la vez normal que se da entre gente de veinte años; a
ésa con Sandro no llegué nunca. Me di cuenta pronto de que era generoso, sutil,
tenaz y valiente, incluso con una punta de insolencia; pero tenía un talante
reservado y agreste, por lo cual, a pesar de que estábamos en esa edad en que
se siente la necesidad, el instinto y el impudor de soltarse unos a otros todo
cuanto hormiguea en la cabeza y en otros sitios (y es una edad que puede durar
bastante, pero que termina con el primer compromiso), nada se dejaba traslucir
por fuera de su envoltura de comedimiento, nada de su mundo interior, que se
adivinaba sin embargo denso y fértil, a no ser alguna rara alusión
dramáticamente truncada. Era de la condición de los gatos, con los cuales se
puede convivir durante decenios sin que nunca le dejen a uno penetrar dentro de
su piel sagrada.
Teníamos muchas cosas que cedernos uno a otro. Le
dije que éramos como un catión y un anión, pero Sandro no pareció recibir bien
aquella comparación. Había nacido en la Sierra de Ivrea, tierra hermosa y
sobria; era hijo de un albañil, y en los veranos andaba de pastor. No pastor de
almas, pastor de ovejas. Y no llevado por una retórica de Arcadia ni por afán
de extravagancia, sino a gusto, por amor a la tierra y a la hierba, y por
abundancia de corazón. Tenía un especial talento mímico, y cuando hablaba de
vacas, de gallinas, de ovejas y de perros, se transfiguraba, se ponía a imitar
sus miradas, sus movimientos y sus voces, se volvía alegre y parecía
animalizarse, como por brujería. Me aleccionaba sobre plantas y animales, pero
de su familia hablaba poco. Su padre había muerto siendo él un niño, eran gente
sencilla y pobre, y habían decidido, ya que el chico parecía despierto, ponerlo
a estudiar para que trajese algún dinero a casa. Él había aceptado con la
seriedad de los piamonteses, pero sin entusiasmo. Había recorrido el largo
camino de la enseñanza primaria y el bachillerato sacando el máximo resultado
con el mínimo esfuerzo. Catulo y Descartes le traían sin cuidado, lo que le
importaba era sacar buenas notas y pasarse el domingo esquiando o trepando a la
montaña. Había elegido Química porque le parecía mejor que otros estudios: era
un oficio que trataba de cosas que se ven y se tocan, una forma de ganarse la
vida menos trabajosa que hacer de carpintero o de campesino.
Empezamos a
estudiar Física juntos, y Sandro se quedó estupefacto cuando traté de
explicarle alguna de las ideas que confusamente cultivaba yo por aquella época.
Que la nobleza del Hombre, adquirida tras cien siglos de tentativas y errores,
consistía en hacerse dueño de la materia, y que yo me había matriculado en
Química porque me quería mantener fiel a esta nobleza. Que dominar la materia
es comprenderla, y comprender la materia es preciso para conocer el Universo y
conocernos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, el Sistema Periódico de
Mendeleev, que precisamente por aquellas semanas estábamos aprendiendo a
desentrañar, era un poema, más elevado y solemne que todos los poemas que nos
hacían tragar en clase; pensándolo bien hasta rima tenía. Que si buscaba el
puente, el eslabón que faltaba, entre el mundo de los papeles y el mundo de las
cosas, no tenía necesidad de ir muy lejos a buscarlo: estaba allí, en el
Autenrieth, en aquellos laboratorios nuestros llenos de humo, y en nuestro
futuro oficio.
Y por fin, y sobre todo, él, como un chico
honrado y abierto que era, ¿no sentía, apestando el cielo, el hedor de las
verdades fascistas, no percibía como una ignominia el hecho de que a un ser
pensante le exigieran que creyera sin pensar? ¿No sentía desprecio por todos
los dogmas, por todos los asertos no demostrados, por todos los imperativos?
Sí, lo sentía. Y entonces ¿cómo podía dejar de sentir en nuestro estudio una
dignidad y una majestad nuevas, cómo podía ignorar que la Química y la Física
de las que nos nutríamos, además de alimentos vitales por sí mismos, eran el
antídoto contra el fascismo que él y yo estábamos buscando, porque eran claras,
distintas, verificables a cada paso, en lugar de un amasijo de mentiras y de
vanidad, como la radio y los periódicos?
Sandro me escuchaba con una atención irónica, siempre
dispuesto a desarmarme con un par de palabras secas y educadas cuando me
propasaba en la retórica. Pero algo estaba madurando en él (y el mérito, por
supuesto, no era sólo mío; eran meses llenos de acontecimientos fatales), algo
que le perturbaba porque era al mismo tiempo nuevo y antiguo. Él, que hasta
entonces no había leído más que a Salgari, London y Kipling, se convirtió de
repente en un lector furibundo; todo lo digería y lo recordaba, y todo en él se
ordenaba espontáneamente como sistema de vida; además, empezó a estudiar, y su
nota media subió de aprobado a sobresaliente. Al mismo tiempo, por inconsciente
gratitud o tal vez también por deseo de revancha, le dio a su vez por ocuparse
de mi educación, y me hizo comprender que tenía muchas lagunas. Podía incluso
tener razón yo, podía ser que la Materia fuese nuestra maestra y quién sabe si
también, a falta de cosa mejor, nuestra escuela política; pero él tenía otra
materia hacia la que conducirme, otra profesora: no los polvitos del
laboratorio de Análisis Cualitativo, sino la verdadera, la auténtica e
intemporal Urstoff, las rocas y el hielo de las montañas vecinas. Me demostró
sin gran dificultad que yo era un indocumentado para ponerme a hablar de la
materia. ¿Qué comercio, qué intimidad había tenido yo hasta entonces con los
cuatro elementos de Empédocles?
¿Sabía encender una estufa? ¿Vadear un torrente? ¿Conocía la tormenta en la
cima de una montaña? ¿El germinar de las semillas? No. Por lo tanto también él
tenía algo vital que enseñarme.
Nació una asociación, y empezó para mí una
temporada frenética. Sandro parecía hecho de hierro, y estaba vinculado al
hierro por un parentesco antiguo. Me contó que los padres de sus padres habían
sido caldereros («magnín») y herreros («fré») en los valles canaveses.
Fabricaban clavos en la forja de carbón, le ponían cerco a las ruedas de los
carros con un aro al rojo vivo, golpeaban la chapa de hierro hasta ensordecer;
y a él mismo, cuando descubría en la roca la veta roja del hierro, le parecía
reencontrar a un amigo. Cuando el invierno se le echaba encima, ataba los
esquís a la bicicleta oxidada, salía muy temprano y pedaleaba hasta llegar a la
nieve, sin dinero, con una alcachofa en un bolsillo y el otro lleno de lechuga;
volvía de noche o a veces al día siguiente, durmiendo en los pajares, y cuanta
más hambre y más tormentas había padecido, más contento estaba y con mejor
salud.
En verano, cuando salía solo, muchas veces se
llevaba consigo al perro para que le hiciese compañía. Era un perrucho
callejero amarillento y de aire encogido. De hecho, según me contó Sandro,
haciendo a su manera la imitación de episodio canino, cuando era cachorro había
tenido una aventura desgraciada con una gata. Se había acercado demasiado a la
carnada de gatitos recién nacidos, la gata se había enfadado, había empezado a
resoplar y se había erizado toda; pero el cachorro, que todavía no había
aprendido el significado de estos síntomas, se había quedado allí como un
tonto. La gata se había echado a él, lo había perseguido, dado alcance y
arañado en el hocico. Al perro aquello le había acarreado un trauma permanente.
Se sentía deshonrado, así que Sandro le había hecho una pelota de trapo, le
había dicho que era un gato, y todas las mañanas se la ponía delante para que
se vengase en ella de la afrenta y reivindicase su honra canina. Por los mismos
motivos terapéuticos, Sandro se lo llevaba a la montaña para que se desahogase.
Lo ataba a un extremo de la cuerda, se ataba él mismo al otro, dejaba al perro
bien tumbado en un saliente de la roca y se ponía a escalar. Cuando la cuerda
se acababa, lo subía con cuidadito, y el perro había aprendido aquello, y
avanzaba con el hocico para arriba y las cuatro patas contra la pared casi
vertical, aullando bajito, como en sueños.
Sandro escalaba la montaña más a base de instinto
que de técnica, confiando en la fuerza de sus manos, y saludando burlonamente,
en los trozos de roca a que se agarraba, el silicio, el calcio y el magnesio
que había aprendido a reconocer en el curso de mineralogía. Le parecía haber
perdido el día si no había agotado de alguna manera sus reservas de energía, y
entonces hasta su mirada era más viva. Me explicó que, haciendo vida
sedentaria, se le forma a uno un depósito de grasa por detrás de los ojos,
que no es sano;
cansándose, la grasa se disuelve, los ojos retroceden al fondo de las órbitas,
y se vuelven más penetrantes.
De sus impresiones hablaba con suma parquedad. No
era de la raza de esos que hacen las cosas para poderlas contar (como me pasaba
a mí); no le gustaban las grandes palabras, ni siquiera las palabras. Parecía
que tampoco de dialéctica, como de alpinismo, hubiera recibido lecciones de
nadie; hablaba de una forma que no es corriente; decía sólo el meollo de las
cosas.
Se llevaba por si acaso treinta kilos de saco,
pero en general iba sin nada; le bastaba con los bolsillos y la verdura que,
como he dicho, llevaba en ellos, con un trozo de pan, un cuchillito, a veces la
guía alpina, muy manoseada, y siempre una madeja de alambre para reparaciones
de emergencia. La guía, por otra parte, no la llevaba porque tuviese fe en
ella, todo lo contrario. La rechazaba por considerarla una atadura, es más,
como una criatura bastarda, un híbrido detestable de papel, nieve y roca. La
llevaba de excursión para vilipendiarla, feliz cuando podía pillarla en un
error, ya fuera a sus propias expensas o a las de sus compañeros de ascenso.
Podía estar andando dos días sin comer, o meterse en el cuerpo tres comidas
juntas y luego salir. Para él todas las estaciones eran buenas. El invierno
para esquiar, pero no en las estaciones lujosas y mundanas, de las que huía con
lacónico desprecio. Demasiado pobres para poder comprarnos las pieles de foca
para la subida, Sandro me había enseñado a coser telas de cáñamo tosco,
materiales espartanos que absorben el agua y luego se congelan como merluzas, y
en las bajadas hay que atárselos a la cintura. Me arrastraba a caminatas
agotadoras sobre la nieve reciente, lejos de cualquier rastro humano, siguiendo
itinerarios que parecía intuir como un salvaje. Y en verano, de refugio en
refugio, emborrachándonos de sol, de cansancio y de viento, limándonos las
yemas de los dedos contra rocas jamás tocadas por la mano del hombre. Pero no
por subir a las cimas famosas ni en busca de empresas memorables; a él de todo
eso no le importaba nada. Le importaba conocer sus propios límites, tomarse la
medida y mejorar. Más oscuramente sentía la necesidad de prepararse (y
prepararme a mí) para un porvenir de hierro, que se iba acercando por meses.
Ver a Sandro en la montaña le reconciliaba a uno
con el mundo y le hacía olvidar la pesadilla que gravitaba sobre Europa. Era su
sitio, aquel para el que estaba hecho, como las marmotas cuya expresión y
silbido imitaba. La montaña le hacía feliz, con una felicidad muda y
contagiosa, como una luz que se encendiera. Suscitaba en mí una comunión nueva
con el cielo y la tierra, en la cual confluían mi necesidad de libertad, la
plenitud de mis fuerzas y el hambre de entender las cosas, todo lo que me había
empujado hacia la química. Salíamos con el alba, frotándonos los ojos, por el
portillo del campamento Martinotti, y allí alrededor estaban, apenas tocadas
aún por el sol, las montañas cándidas y oscuras, nuevas como recién creadas por
la noche apenas desvanecida, y al mismo tiempo incalculablemente antiguas. Eran
una isla, un más allá.
Por otra parte,
no siempre hacía falta subir muy alto ni ir muy lejos. En las estaciones de
transición, el reino de Sandro eran los gimnasios de montaña. Hay varios, a dos
o tres horas de bicicleta de Turín, y sería interesante saber si siguen siendo
frecuentados: los Picos del Pagliaio con el Torreón Wolkmann, los Dientes de
Cumiana, Roca Patanüa (que quiere decir Roca Desnuda), el Plô, el Sbarüa, y
alguno más, todos de nombre casero y modesto. El último, el Sbarüa, creo que
fue descubierto por el propio Sandro o por un mítico hermano suyo, a quien
Sandro no me presentó nunca pero que, a juzgar por sus escasas alusiones, debía
relacionarse con él como él se relacionaba con el común de los mortales. Sbarüa
es un derivado de «sbarüé», que significa «atemorizar». El Sbarüa es un prisma
de granito que sobresale como unos cien metros de una modesta colina hirsuta de
zarzas y de árboles para leña. Igual que el Viejo de Creta, está de la base a
la cumbre rajado por una hendidura que a medida que asciende se va haciendo
cada vez más estrecha, hasta obligar al alpinista a salir a la pared de la
roca, donde se asusta, claro, y donde existía en esa época un único clavo,
dejado allí caritativamente por el hermano de Sandro.
Eran aquellos unos lugares curiosos, frecuentados
por unas pocas decenas de aficionados de nuestro estilo, y a todos los cuales
conocía Sandro de nombre o de vista. Se ascendía, no sin problemas técnicos, en
medio de un molesto zumbar de moscardas atraídas por nuestro sudor,
encaramándose por muros de piedra firme interrumpidos por rellanos cubiertos de
hierba donde crecían helechos, fresas o en otoño moras. No era raro aprovechar
como apoyo los troncos de algún arbolillo precario arraigado en las grietas; y
se llegaba después de unas horas a la cima, que no era propiamente una cima,
sino casi siempre un plácido pastizal donde las vacas nos miraban con ojos
indiferentes. Luego se bajaba a prisa y corriendo, en pocos minutos, por senderos
plagados de estiércol vacuno y reciente, a recoger nuestras bicicletas.
Otras veces eran empresas más comprometidas;
nunca tranquilas evasiones, porque Sandro decía que para mirar el paisaje ya
tendríamos tiempo a los cuarenta años. «Dôma, neh?» —me dijo un día de
febrero—. En su idioma, quería decir que si hacía bueno, aquella tarde
podríamos emprender la ascensión invernal del Diente de M., que teníamos
programada desde hacía varias semanas. Dormimos en una posada y salimos al día
siguiente, no demasiado temprano, a una hora imprecisa (a Sandro no le gustaban
los relojes, sentía su tácita y continua amonestación como una intrusión
arbitraria); nos internamos altaneramente en la niebla, y salimos de ella hacia
la una, con un sol espléndido, a la enorme cresta de una cima, que resultó no
ser la buena.
Entonces yo dije que podíamos volver a bajar unos
cien metros, cruzar a mitad de la cuesta y volver a subir por la próxima
pendiente; o mejor todavía, ya que estábamos allí, seguir subiendo y contentarnos
con la cima equivocada, que después de todo solamente era cuarenta metros más
baja que la otra.
Pero Sandro, con maravillosa mala fe, dijo en pocas pero densas palabras que no
le parecía mal mi última proposición, pero que luego, «por la fácil cresta
noroeste» (era ésta una cita sarcástica de la ya citada guía alpina)
llegaríamos lo mismo, en media hora, al Diente de M.; y que no valía la pena
tener veinte años si no se podía uno permitir el lujo de equivocarse de camino.
La fácil cresta puede que fuera fácil o incluso
elemental en verano, pero nosotros la encontramos en malas condiciones. La roca
estaba mojada por la vertiente que daba al sol y cubierta por una negra capa de
hielo en la vertiente de sombra. Entre un saliente de piedra y otro había montones
de nieve sucia en la que se hundía uno hasta la cintura. Llegamos a lo alto a
las cinco, yo tirando del cuerpo que daba pena y Sandro presa de una siniestra
hilaridad que a mí me pareció irritante.
—¿Y para bajar?
—Para bajar ya veremos —contestó.
Y añadió misteriosamente:
—Lo peor que nos puede ocurrir es que tengamos
que probar la carne de oso.
Pues la probamos, sí señor, la carne de oso, a lo
largo de aquella noche que se nos hizo interminable. Bajamos en dos horas,
ayudados malamente por la cuerda, que se había helado; se había convertido en
un maligno enredijo tieso que se enganchaba en todos los salientes y hacía
ruido contra la roca como el cable de un funicular. A las siete estábamos a
orillas de un pequeño lago helado, y estaba oscuro. Comimos lo poco que nos
había sobrado, construimos un inconsistente murito contra la parte del viento y
nos echamos a dormir en el suelo, apretados el uno contra el otro. Era como si
también el tiempo se hubiera congelado. Nos poníamos de pie de cuando en cuando
para reactivar la circulación, y seguía siendo la misma hora, y el viento
seguía soplando, y seguía viéndose un espectro de luna, siempre en el mismo
punto del cielo y, delante de la luna un cortejo fantástico de nubes en
jirones, siempre las mismas. Nos habíamos quitado los zapatos, como aconsejan
los libros de Lammer, tan queridos por Sandro, y teníamos los pies metidos en
sacos. Al primer resplandor fúnebre, que parecía venir de la nieve y no del
cielo, nos levantamos con los miembros anquilosados y la mirada desorbitada por
la falta de sueño, el hambre y la dureza del lecho; y encontramos los zapatos
tan sumamente helados que sonaban como campanas y para ponérnoslos tuvimos que
incubarlos igual que hacen las gallinas.
Pero volvimos al valle por nuestros propios
medios, y al posadero, que nos preguntaba riendo que cómo lo habíamos pasado
mientras miraba de reojo nuestras caras de loco, le contestamos descaradamente
que habíamos hecho una excursión preciosa, pagamos la cuenta y nos fuimos con
toda dignidad. Aquella era la carne del oso. Y ahora que han pasado tantos
años, me arrepiento de haber comido poca, porque entre todo lo que la vida me ha concedido de
bueno, nada ha tenido ni de lejos el sabor de aquella carne, que es el sabor de
sentirse fuertes y libres, libres incluso de equivocarse, y dueños del propio
destino. Por eso le estoy agradecido a Sandro, por haberme metido
deliberadamente en apuros, tanto en aquella ocasión como en otras empresas
solamente insensatas en apariencia, y sé con toda seguridad que más tarde me
han servido de mucho.
En cambio a él no le han servido, o no por mucho
tiempo. Sandro era Sandro Delmastro, el primer caído del Comando Militar
Piamontés del Partido de Acción. Después de unos pocos meses de extrema
tensión, en abril de 1944 fue hecho prisionero por los fascistas, no se rindió
e intentó fugarse de la Casa Littoria de Cuneo. Murió de una descarga de
metralleta en la nuca, disparada por un monstruoso niño-carnicero, uno de
aquellos desgraciados esbirros de quince años que la República de Salò había
reclutado en los reformatorios. Su cuerpo permaneció mucho tiempo abandonado en
medio del camino, porque los fascistas habían prohibido a la población darle
sepultura.
Hoy sé que es una empresa sin esperanza recubrir a un hombre de
palabras, hacerlo revivir en una página escrita, y particularmente a un hombre
como Sandro. No era de esas personas de las que se pueden contar cosas o a las
que se pueden levantar monumentos, con lo que él se reía de los monumentos.
Vivía por entero en sus acciones, y una vez terminadas éstas, de él ya no queda
nada. Nada más que las palabras, precisamente.
La Química, otro de los ejes en la escritura de Primo Levi. |
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