jueves, 11 de julio de 2013

“El trabajo del escritor es simplemente una clase de instrumento óptico que permite al lector discernir sobre algo propio que, sin el libro, quizá nunca hubiese advertido” - Marcel Proust



10 de julio


"Una imagen de Proust" por Walter Benjamín (Fragmento)

Traducción Dr. Jesús Aguirre O.1 - Universidad Pontificia de Comillas

Difícilmente ha habido en la literatura occidental, desde los Ejercicios Espirituales de Loyola, un intento más radical de autoinmersión. Esta tiene en su centro una soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos con la fuerza del Maelström. Y el parloteo más que ruidoso, huero de todo concepto, que brama hacia nosotros desde las novelas de Proust, no es más que el ruido con el que la sociedad se hunde en el abismo de esa soledad. Este es el lugar de las invectivas de Proust contra la amistad. La calma en el fondo de este vórtice —sus ojos son los más quietos y absorbentes— debe ser preservada. Lo que en tantas anécdotas se manifiesta irritante y caprichosamente es que la intensidad sin ejemplo de la conversación va unida a una insuperable lejanía de aquel con quien se habla. Jamás ha habido alguien que pudiera mostrarnos las cosas como él. El dedo con el que señala no tiene igual. Pero en la compañía amistosa, en la conversación se da otro gesto: el contacto. Dicho gesto a nadie le es más ajeno que a Proust. No es capaz de tocar a su lector y no lo es por nada del mundo.
Proust se acerca a la vivencia sin el más leve interés metafísico, sin la más leve proclividad constructivista, sin la más leve inclinación al consuelo." Nada es más verdad. Y así es también la figura fundamental de esta obra, de la cual Proust no se cansó nunca de afirmar nada menos que la construcción de un plan completo. Pero la plenitud de un plan es como el curso de las líneas de nuestras manos o como la disposición de los estambres en el cáliz. Proust, niño viejo, se recuesta, profundamente cansado, en los senos de la Naturaleza no para mamar de ella, sino para soñar junto a los latidos de su corazón. Así de débil hay que verle. Jacques Rivière ha acertado al entenderle por su debilidad, cuando dice: "Marcel Proust ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y porque no supo modificar las condiciones de su vida que terminaron por destruirle. Ha muerto por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana." Y desde luego a causa de su asma nerviosa.
Frente a esta dolencia los médicos son impotentes. No así el creador literario que la ha puesto planificadoramente a su servicio. Proust era, para comenzar por lo más externo, un consumado director de escena de su enfermedad. A lo largo de meses une con ironía destructora la imagen de un admirador, que le había enviado flores, con el insoportable perfume de éstas. Con los tempi de flujo y reflujo de su dolencia alarma a sus amigos, que temen y desean el instante en que el novelista aparece de pronto, muy entrada la medianoche, en el salón, roto de fatiga y anunciando que es sólo por unos minutos, aunque luego se quede hasta el albor de la mañana, demasiado cansado para levantarse, demasiado cansado para interrumpir su charla. Incluso escribiendo cartas no pone fin a ganarle a su mal los efectos más remotos. "E1 ruido de mi respiración se oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han dejado correr en el piso de abajo." Pero no es solamente esto. Tampoco es que la enfermedad le arrancase a la existencia mundana. Ese asma ha penetrado en su arte, si no es su arte quien lo ha creado. Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica, filosófica, didáctica, es todas las veces una respiración con la que su corazón se descarga de la pesadilla del recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que tiene incansablemente presente, sobre todo cuando escribe, es la crisis que amenaza, que ahoga, Mucho antes de que su padecimiento adoptase formas críticas, estaba ya frente a Proust. No desde luego como extravagancia hipocondríaca, sino en cuanto "realité nouvelle", en cuanto esa realidad nueva, desde la cual la reflexión sobre hombres y cosas es rasgo de envejecimiento. Un conocimiento fisiológico del estilo conduciría a lo más íntimo de esta creación. Nadie que conozca la tenacidad especial con la que se guardan recuerdos en el olfato (de ningún modo olores en los recuerdos) declarará que la sensibilidad de Proust para los olores es una casualidad. Cierto que la mayoría de los recuerdos que buscamos se nos aparecen como imágenes de rostros. Y en buena parte las figuras que ascienden libremente de la mémoire involontaire son imágenes de rostros aisladas, presentes sólo enigmáticamente. Por eso, para entregarse con conciencia a la vibración más íntima en esta obra literaria, hay que transponerse a un estrato especial y muy hondo de su rememorar nada caprichoso: a los momentos del recuerdo, que no ya como imágenes, sino sin imagen, sin forma, indeterminados e importantes, nos dan noticias de un todo igual que el peso de la red se la da al pescador respecto de su pesca. El olfato es el sentido para el peso de quien arroja sus redes en el mar del temps perdu. Y sus frases son el juego muscular del cuerpo inteligible; contienen el indecible esfuerzo por alzar esa pesca.
Por lo demás: la intimidad de la simbiosis de esa creación determinada y de ese determinado padecimiento se muestra muy claramente en que jamás en Proust irrumpe el heroico "sin embargo" con el que los hombres creadores se alzan contra su sufrimiento. Por ello podemos decir (desde el otro lado): sobre otra base, y no sobre una dolencia tan honda e ininterrumpida, la complicidad de existencia y curso del mundo, tan profunda como se dio en Proust, hubiese tenido que conducir infaliblemente a un contentarse con lo común y perezoso. Pero su dolencia estaba determinada a dejarse señalar, por un furor sin deseos ni remordimientos, su sitio en el proceso de la gran obra. Por segunda vez se alzó un andamiaje como el de Miguel Angel, en el que el artista, la cabeza sobre la nuca, pintaba la creación en el techo de la Sixtina: el lecho de enfermo en el que Marcel Proust dedicaba a la creación de su microcosmos las hojas incontadas que cubría como en el viento con su escritura.


1  Doctor en Teología por la Universidad de Múnich.


De:  Revista Observaciones Filosóficas - Nº 11 / 2010

No sólo su asma crónica le generó largas reclusiones;
también la hipocresía de una sociedad
que se complacía en señalarlo por una homosexualidad
que nunca escondió
y de la cual no tenían derecho alguno a opinar.
Pero como bien lo dijo, la inteligencia
puede abrirnos inusitados caminos,
caminos inimaginables para aquella sociedad,
meticulosamente retratada en su obra,
por los siglos de los siglos, tomo tras tomo.
 

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