![]() |
10 de julio |
"Una imagen de
Proust" por Walter Benjamín (Fragmento)
Traducción
Dr. Jesús Aguirre O.1 - Universidad Pontificia de Comillas
Difícilmente
ha habido en la literatura occidental, desde los Ejercicios Espirituales de
Loyola, un intento más radical de autoinmersión. Esta tiene en su centro una
soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos con la fuerza del Maelström. Y
el parloteo más que ruidoso, huero de todo concepto, que brama hacia nosotros
desde las novelas de Proust, no es más que el ruido con el que la sociedad se
hunde en el abismo de esa soledad. Este es el lugar de las invectivas de Proust
contra la amistad. La calma en el fondo de este vórtice —sus ojos son los más
quietos y absorbentes— debe ser preservada. Lo que en tantas anécdotas se
manifiesta irritante y caprichosamente es que la intensidad sin ejemplo de la
conversación va unida a una insuperable lejanía de aquel con quien se habla.
Jamás ha habido alguien que pudiera mostrarnos las cosas como él. El dedo con
el que señala no tiene igual. Pero en la compañía amistosa, en la conversación
se da otro gesto: el contacto. Dicho gesto a nadie le es más ajeno que a
Proust. No es capaz de tocar a su lector y no lo es por nada del mundo.
Proust
se acerca a la vivencia sin el más leve interés metafísico, sin la más leve
proclividad constructivista, sin la más leve inclinación al consuelo."
Nada es más verdad. Y así es también la figura fundamental de esta obra, de la
cual Proust no se cansó nunca de afirmar nada menos que la construcción de un
plan completo. Pero la plenitud de un plan es como el curso de las líneas de
nuestras manos o como la disposición de los estambres en el cáliz. Proust, niño
viejo, se recuesta, profundamente cansado, en los senos de la Naturaleza no
para mamar de ella, sino para soñar junto a los latidos de su corazón. Así de
débil hay que verle. Jacques Rivière ha acertado al entenderle por su
debilidad, cuando dice: "Marcel Proust ha muerto de la misma inexperiencia
que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y
porque no supo modificar las condiciones de su vida que terminaron por
destruirle. Ha muerto por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una
ventana." Y desde luego a causa de su asma nerviosa.
Frente
a esta dolencia los médicos son impotentes. No así el creador literario que la
ha puesto planificadoramente a su servicio. Proust era, para comenzar por lo
más externo, un consumado director de escena de su enfermedad. A lo largo de
meses une con ironía destructora la imagen de un admirador, que le había
enviado flores, con el insoportable perfume de éstas. Con los tempi de flujo y
reflujo de su dolencia alarma a sus amigos, que temen y desean el instante en
que el novelista aparece de pronto, muy entrada la medianoche, en el salón,
roto de fatiga y anunciando que es sólo por unos minutos, aunque luego se quede
hasta el albor de la mañana, demasiado cansado para levantarse, demasiado
cansado para interrumpir su charla. Incluso escribiendo cartas no pone fin a
ganarle a su mal los efectos más remotos. "E1 ruido de mi respiración se
oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han dejado correr en el
piso de abajo." Pero no es solamente esto. Tampoco es que la enfermedad le
arrancase a la existencia mundana. Ese asma ha penetrado en su arte, si no es
su arte quien lo ha creado. Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su
miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica, filosófica, didáctica, es todas las
veces una respiración con la que su corazón se descarga de la pesadilla del
recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que tiene incansablemente presente,
sobre todo cuando escribe, es la crisis que amenaza, que ahoga, Mucho antes de
que su padecimiento adoptase formas críticas, estaba ya frente a Proust. No
desde luego como extravagancia hipocondríaca, sino en cuanto "realité
nouvelle", en cuanto esa realidad nueva, desde la cual la reflexión sobre
hombres y cosas es rasgo de envejecimiento. Un conocimiento fisiológico del
estilo conduciría a lo más íntimo de esta creación. Nadie que conozca la
tenacidad especial con la que se guardan recuerdos en el olfato (de ningún modo
olores en los recuerdos) declarará que la sensibilidad de Proust para los
olores es una casualidad. Cierto que la mayoría de los recuerdos que buscamos
se nos aparecen como imágenes de rostros. Y en buena parte las figuras que
ascienden libremente de la mémoire involontaire son imágenes de rostros
aisladas, presentes sólo enigmáticamente. Por eso, para entregarse con conciencia
a la vibración más íntima en esta obra literaria, hay que transponerse a un
estrato especial y muy hondo de su rememorar nada caprichoso: a los momentos
del recuerdo, que no ya como imágenes, sino sin imagen, sin forma,
indeterminados e importantes, nos dan noticias de un todo igual que el peso de
la red se la da al pescador respecto de su pesca. El olfato es el sentido para
el peso de quien arroja sus redes en el mar del temps perdu. Y sus frases son
el juego muscular del cuerpo inteligible; contienen el indecible esfuerzo por
alzar esa pesca.
Por
lo demás: la intimidad de la simbiosis de esa creación determinada y de ese
determinado padecimiento se muestra muy claramente en que jamás en Proust
irrumpe el heroico "sin embargo" con el que los hombres creadores se
alzan contra su sufrimiento. Por ello podemos decir (desde el otro lado): sobre
otra base, y no sobre una dolencia tan honda e ininterrumpida, la complicidad
de existencia y curso del mundo, tan profunda como se dio en Proust, hubiese
tenido que conducir infaliblemente a un contentarse con lo común y perezoso.
Pero su dolencia estaba determinada a dejarse señalar, por un furor sin deseos
ni remordimientos, su sitio en el proceso de la gran obra. Por segunda vez se
alzó un andamiaje como el de Miguel Angel, en el que el artista, la cabeza
sobre la nuca, pintaba la creación en el techo de la Sixtina: el lecho de
enfermo en el que Marcel Proust dedicaba a la creación de su microcosmos las
hojas incontadas que cubría como en el viento con su escritura.
1 Doctor en Teología por la Universidad de
Múnich.
De: Revista Observaciones Filosóficas - Nº 11 /
2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario