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12 de julio de 1817 Escritor y filósofo estadounidense |
Walden o La Vida en los Bosques
Cuando
escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en
los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo
mismo había construido, a orillas de la laguna de Walden en Concord
(Massachusetts), y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. En
ella viví dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un morador en la vida
civilizada.
No
habría impuesto tanto mis cosas a la cortesía de mis lectores si no hubiera
sido por las muy concretas preguntas que muchos conciudadanos me hicieron con
relación a mi modo de vivir.
Me
han preguntado qué tenía yo como alimento, si no me sentía solo, si no tenía
miedo, y cosas parecidas. Pediré perdón a aquellos lectores no particularmente
interesados en mí si en este libro me propongo contestar algunas de estas
preguntas. En la mayoría de los libros, el yo o primera persona es omitido; en
este será conservado; esa es la principal diferencia con respecto al egotismo.
Generalmente no recordamos que, después de todo, es siempre la primera persona
la que habla. No hablaría tanto sobre mí mismo si hubiera alguien a quien
conociera tan bien como a mi persona. Desgraciadamente, estoy imitado a este tema
por la estrechez de mi experiencia. (...)
He
viajado bastante por Concord; y en todas partes, en tiendas, oficinas y campos,
los habitantes me han parecido estar haciendo penitencia en mil formas
extraordinarias. Los doce trabajos de Hércules eran insignificantes comparados
con los que mis vecinos se han empeñado en realizar; porque aquellos eran
solamente doce y tenían un fin, pero yo nunca he podido ver que estos hombres
hayan matado o capturado algún monstruo o terminado una labor. No tienen un
amigo como Yolas que queme la raíz de la cabeza de la hidra con un hierro
candente, sino que tan pronto como una cabeza es aplastada, dos más surgen.
Pero
los hombres trabajan bajo la influencia de un error. La parte mejor del hombre
muy pronto es arada para abono de la tierra. Por un aparente destino comúnmente
llamado necesidad, los hombres se dedican, según cuenta un viejo libro, a
acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los
ladrones entrarán a robar. Esta es la vida de un tonto, como comprenderán los
hombres cuando lleguen al final de ella, si no lo hacen antes.
Hasta
en este país relativamente libre, la mayoría de los hombres, por mera
ignorancia y error, están tan preocupados con los artificiales cuidados e
innecesarios trabajos rudos de la vida, que no pueden cobrar sus mejores
frutos. Sus dedos, de tanto trabajar, son demasiado torpes, y tiemblan
demasiado. Realmente el jornalero no tiene tiempo libre para vivir con
verdadera integridad todos los días; no le es permitido mantener las relaciones
más viriles con los hombres, porque su trabajo sería despreciado en el mercado.
No
tiene tiempo de ser otra cosa que una máquina. ¿Cómo va a recordar bien su
ignorancia —según requiere su crecimiento— quien tiene que usar sus
conocimientos tan a menudo? Algunas veces, deberíamos alimentarlo y vestirlo
gratuitamente y abastecerlo con nuestros licores antes de juzgarlo. Las mejores
cualidades de nuestra naturaleza, al igual que la lozanía de las frutas,
solamente pueden ser conservadas por las manipulaciones más delicadas. Sin
embargo, ni unos a otros, ni a nosotros mismos, nos tratamos con esa dulzura.
(...)
La
mayoría de los hombres viven una vida de tranquila desesperación. Lo que
llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperación. De la
ciudad desesperada pasamos al campo desesperado, y tenemos que consolarnos con
la magnificencia de los visones y ratas almizcleras. Hasta detrás de los llamados
juegos y diversiones de la humanidad se encuentra una desesperación
estereotípica, aunque inconsciente. No hay diversión en ellos, porque esta
viene sólo después del trabajo. Pero no hacer cosas desesperadas es una
característica de la sabiduría.
Desobediencia
Civil
Traducido
por Hernando Jiménez
Creo de todo corazón en el
lema “El mejor gobierno es el que tiene que gobernar menos”, y me gustaría
verlo hacerse efectivo más rápida y sistemáticamente. Bien llevado, finalmente
resulta en algo en lo que también creo: “El mejor gobierno es el que no tiene
que gobernar en absoluto”. Y cuando los pueblos estén preparados para ello, ése
será el tipo de gobierno que tengan. En el mejor de los casos, el gobierno no
es más que una conveniencia, pero en su mayoría los gobiernos son
inconvenientes y todos han resultado serlo en algún momento. Las objeciones que
se han hecho a la existencia de un ejército permanente, que son varias y de
peso, y que merecen mantenerse, pueden también por fin esgrimirse en contra del
gobierno. El ejército permanente es sólo el brazo del gobierno establecido. El
gobierno en sí, que es únicamente el modo escogido por el pueblo para
ejecutar su voluntad, está igualmente sujeto al abuso y la corrupción antes de
que el pueblo pueda actuar a través suyo. Somos testigos de la actual guerra
con Méjico, obra de unos pocos individuos comparativamente, que utilizan como
herramienta al gobierno actual; en principio, el pueblo no habría aprobado esta
medida. El gobierno de los Estados Unidos ¿qué es sino una tradición, bien
reciente por cierto, que lucha por proyectarse intacta hacia la posteridad,
pero perdiendo a cada instante algo de su integridad? No tiene la vitalidad y
fuerza de un solo hombre: porque un solo hombre puede doblegarlo a su antojo.
Es una especie de fusil de madera para el mismo pueblo, pero no es por ello
menos necesario para ese pueblo, que igualmente requiere de algún aparato
complicado que satisfaga su propia idea de gobierno. Los gobiernos demuestran,
entonces, cuán exitoso es imponérsele a los hombres y aún, hacerse ellos mismos
sus propias imposiciones para su beneficio. Es excelente, tenemos que
aceptarlo. Sin embargo, este gobierno nunca adelantó una empresa, excepto por
la algarabía con la que sacó el cuerpo. No mantiene al país libre. No deja al
Oeste establecido. No educa. El carácter inherente al pueblo americano es el
responsable de todo lo que se ha logrado, y hubiera hecho mucho más si el
gobierno no le hubiera puesto zancadilla, como ha ocurrido tantas veces. Porque
el gobierno es una estratagema por la cual los hombres intentan dejarse en paz
los unos a los otros y llega al máximo de conveniencia cuando los gobernados
son dejados en paz.
Si
el mercado y el comercio no estuvieran hechos de caucho, jamás lograrían salvar
los obstáculos que los legisladores les atraviesan en forma sistemática. Y si
uno fuera a juzgar a esos señores sólo por el efecto de sus acciones, y no en
parte por sus intenciones, merecerían ser castigados como a los
malhechores que atraviesan troncos sobre los rieles del ferrocarril.
Pero, para hablar en forma práctica y como
ciudadano, a diferencia de aquellos que se llaman “antigobiernistas”, yo
pido, no como “antigobiernista” sino como ciudadano, y de inmediato, un mejor
gobierno. Permítasele a cada individuo dar a conocer el tipo de gobierno que lo
impulsaría a respetarlo y eso ya sería un paso ganado para obtener ese
respeto. Después de todo, la razón práctica por la cual, una vez que el
poder está en manos del pueblo, se le permite a una mayoría, y por un período
largo de tiempo, regir, no es porque esa mayoría esté tal vez en lo correcto,
ni porque le parezca justo a la minoría, sino porque físicamente son los más
fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría rige en todos los casos no se
puede basar en la justicia, aún en cuanto ésta es entendida por los hombres.
¿No puede haber un gobierno en el que las mayorías no decidan de manera virtual
lo correcto y lo incorrecto – sino a conciencia?, ¿en el que las mayorías
decidan sólo los problemas para los cuales la regulación de la conveniencia sea
aplicable? ¿Tiene el ciudadano en algún momento, o en últimas, que entregarle
su conciencia al legislador? ¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo
que antes que súbditos tenemos que ser hombres. No es deseable cultivar respeto
por la ley más de por lo que es correcto. La única obligación a la que tengo
derecho de asumir es a la de hacer siempre lo que creo correcto. Se dice muchas
veces, y es cierto, que una corporación no tiene conciencia; pero una
corporación de personas conscientes es una corporación con conciencia. La ley
nunca hizo al hombre un ápice más justo, y a causa del respeto por ella, aún el
hombre bien dispuesto se convierte a diario en el agente de la injusticia.
Resultado corriente y natural de un indebido respeto por la ley es el ver filas
de soldados, coronel, capitán, sargento, polvoreros, etc., marchando en
formación admirable sobre colinas y cañadas rumbo a la guerra, contra su
voluntad, alás!, contra su sentido común y sus conciencias, lo que hace la
marcha más ardua y produce un pálpito en el corazón. No les cabe duda de
que la tarea por cumplir es infame; todos están inclinados hacia la paz. Pero,
qué son? Son hombres acaso? O pequeños fuertes y polvorines al servicio de
algún inescrupuloso que detenta el poder? Visiten un patio de la Armada y
observen un marino, el hombre que el gobierno americano puede hacer, o mejor en
lo que lo puede convertir con sus artes nigrománticas – una mera sombra y
reminiscencia de humanidad, un desarraigado puesto de lado y firmes, y, se
diría, enterrado ya bajo las armas con acompañamiento fúnebre...aunque puede
ser que
“No
se oyó ni un tambor,
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del héroe y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del héroe y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.
La masa de hombres sirve pues al Estado, no como hombres sino
como máquinas, con sus cuerpos. Son el ejército erguido, la milicia, los
carceleros, los alguaciles, posse comitatus, etc. En la mayoría de los casos no
hay ningún ejercicio libre en su juicio o en su sentido moral; ellos
mismos se ponen a voluntad al nivel de la madera, la tierra, las piedras; y los
hombres de madera pueden tal vez ser diseñados para que sirvan bien a un
propósito. Tales hombres no merecen más respeto que el hombre de paja o un
bulto de tierra. Valen lo mismo que los caballos y los perros. Aunque aún en
esta condición, por lo general son estimados como buenos ciudadanos. Otros –
como la mayoría de los legisladores, los políticos, abogados, clérigos y
oficinistas – sirven al Estado con la cabeza, y como rara vez hacen
distinciones morales, están dispuestos, sin proponérselo, a ponerle una vela a
Dios y otra al Diablo. Unos pocos, como héroes, patriotas, mártires,
reformadores en el gran sentido, y hombres – sirven al Estado a conciencia, y
en general le oponen resistencia. Casi siempre son tratados como enemigos. El
hombre sabio será útil sólo como hombre, y no aceptará ser “arcilla” o “abrir
un hueco para escapar del viento”, sino que dejará ese oficio a sus cenizas.
“Soy
nacido muy alto para ser convertido en propiedad,
para ser segundo en el control
o útil servidor e instrumento
de ningún Estado soberano del mundo”.
para ser segundo en el control
o útil servidor e instrumento
de ningún Estado soberano del mundo”.
El que se entrega por completo a sus congéneres les parece a
ellos inútil y egoísta; pero aquel que se les entrega parcialmente es
considerado benefactor y filántropo.
¿Cómo
le conviene a una persona comportarse frente al gobierno americano de hoy? Le
respondo que no puede, sin caer en desgracia, ser asociado con éste. Yo no
puedo, ni por un instante, reconocer una organización política que como
gobierno mío es tamb ién
gobierno de los esclavos. Todos los hombres reconocen el derecho a la
revolución; es decir, el derecho a negarse a la obediencia y poner resistencia
al gobierno cuando éste es tirano o su ineficiencia es mayor e insoportable.
Pero muchos dicen que ese no es el caso ahora. Pero era el caso, creo, en la
Revolución de 1775. Si alguien viene a decirme que aquel era un mal gobierno
porque gravaba ciertas mercancías extranjeras que llegaban a sus puertos,
seguramente no haría yo mucho caso del asunto, puesto que me basto sin ellas.
Toda máquina produce una fricción, y ésta probablemente no es suficiente para
contrarrestar el mal. En todo caso, es un gran mal hacer gran bulla al
respecto. Pero cuando la fricción se apodera de la máquina y la opresión y el
robo se organizan, les digo, no mantengamos tal máquina por más tiempo. En
otras palabras, cuando una sexta parte de la población de una nación que ha
tomado como propio ser el refugio de la libertad está esclavizada, y todo un
país está injustamente subyugado y conquistado por un ejército extranjero y sujeto
a la ley militar, no creo que sea demasiado pronto para que los honestos se rebelen y hagan revolución.
Lo que hace más urgente esta obligación es que el país así dominado no es el
nuestro y lo único que nos queda es el ejército invasor.
Paley, conocida autoridad con muchos otros
en asuntos morales, en su capítulo sobre “Obligación a la obediencia al
Gobierno Civil”, resuelve toda obligación moral a la conveniencia y continúa
diciendo que “en cuanto el interés de toda la sociedad lo requiera, es decir,
en cuanto al gobierno establecido no se pueda oponer resistencia o cambiar sin
inconveniencia pública, es la voluntad de Dios...que el gobierno establecido
sea obedecido...y no más. Al admitir este principio, la justicia de cada caso
específico de resistencia se reduce al computo de la cantidad de peligro y
afrenta, por un lado, y a la probabilidad y costo de remediarlo, por el otro”.
De esto, dice, cada persona juzgará por sí misma. Pero parece que Paley nunca
contempló aquellos casos en los que la ley de conveniencia no es aplicable, en
los que un pueblo, tanto como un individuo, debe ejercer justicia, cueste lo
que cueste. Si injustamente le he arrebatado una tabla a un hombre que se está
ahogando, debo devolvérsela aunque yo me ahogue. Esto, según Paley, no sería
conveniente. Pero aquel que salve su vida en tal forma, la perderá. Este pueblo
tiene que dejar de tener esclavos y de hacerle la guerra a Méjico, aunque le
cueste su propia existencia como pueblo.
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