Antoine de Saint-Exupéry 29 de junio de 1900 |
“-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-,
pero
tú no debes olvidarla.
Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.
Eres responsable de tu rosa”...
El Principito
|
Su último viaje fue para la Misión Dragoon: iba a recoger información sobre los movimientos de las tropas nazis. |
Fragmento
del Capítulo XIV de
VUELO NOCTURNO
Un ingeniero había dicho un día a
Rivière, cuando se inclinaba sobre un herido, junto a
un puente en construcción: «Ese
puente, ¿vale el precio de un rostro aplastado?» Ningún
labrador, para quienes aquella carretera
se abría, hubiera aceptado, para ahorrarse un rodeo, mutilar ese rostro espantoso. Y,
sin embargo, se construían puentes. El ingeniero había añadido: «El interés general está
formado por los intereses particulares: no justifica nada
más.» «Y, no obstante −le había
respondido más tarde Rivière−, si la vida humana no tiene
precio, nosotros obramos siempre
como si alguna cosa sobrepasase, en valor, a la vida
humana... Pero ¿qué?»
Y a Rivière, pensando en la
tripulación, se le encogió el corazón. La acción, incluso la
de construir un puente, destruye
felicidades; Rivière no podía dejar de preguntarse: «¿En
nombre de qué?»
«Esos hombres −pensaba− que van
tal vez a desaparecer, habrían podido vivir
dichosos.» Veía rostros inclinados
en el santuario de oro de esas lámparas nocturnas. «¿En
nombre de qué los ha sacado de
ahí?» ¿En nombre de qué los ha arrancado de la felicidad
individual? La primera ley, ¿no es
precisamente la de defender esas dichas? Pero él las
destroza. Y no obstante, un día,
fatalmente, los santuarios de oro se desvanecen como
espejismo. La vejez y la muerte,
más implacables que él mismo, los destruyen. ¿Tal vez existe
alguna otra cosa, más duradera,
para salvar? ¿Tal vez hay que salvar esa parte del hombre que Rivière trabaja? Si no es así, la
acción no se justifica.
«Amar, amar únicamente, ¡qué
callejón sin salida!» Rivière tuvo la oscura conciencia
de un deber más grande que el de
amar. O se trataba también de una ternura, ¡pero tan
diferente de las otras! Evocó una
frase: «Se trata de hacerlos eternos ...» ¿Dónde lo había
leído? «Lo que vos perseguís en
vos mismo muere.» Imaginó un templo al dios Sol de los
antiguos incas del Perú. Aquellas
piedras erguidas sobre la montaña. ¿Qué quedaría, sin ellas, de una civilización poderosa que
gravitaba con el peso de sus piedras, sobre el hombre actual, como un remordimiento? «¿En nombre
de qué rigor o de qué extraño amor, el conductor de pueblos antaño, constriñendo a sus
muchedumbres a construir ese templo sobre la montaña, les impuso la obligación de
erguir, su eternidad?» Rivière se imaginó' aún a los habitantes de las pequeñas ciudades que, en el
crepúsculo, dan vueltas alrededor de sus quioscos de música: «Esa especie de felicidad, ese
arnés...», pensó. El conductor de pueblos de antaño, tal vez no tuvo piedad por el dolor del
hombre; pero tuvo una inmensa piedad por su muerte. No por su muerte individual, sino piedad por
la especie que el mar de arena borraría. Y él conducía a su pueblo a levantar, por lo menos,
algunas piedras que el desierto no había de sepultar.
Entrevista imaginaria planificada por niños/as argentinos/as. |
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