El hombre de la flor en la boca
Luiggi Pirandello
De: TijeretazosLITERARIA
Fragmento
HOMBRE:
¿No ve usted la relación? Ni yo tampoco. (Pausa) Pero es que ciertas
asociaciones de imágenes lejanas entre sí, son tan particulares en cada uno de
nosotros, y determinadas por razones y experiencias tan singulares... que no
podríamos entendernos unos a otros, si, al hablar, no las suprimiéramos. Nada
más ilógico, a veces, que esa analogía. (Pausa) Pero, mire usted: la
relación, quizá pueda ser ésta: Sienten placer aquellas sillas, imaginándose
quién será el cliente que viene a sentarse en ellas, en espera de consulta, qué
enfermedad llevará dentro, adónde irá, qué hará después de la consulta? Ningún
placer. Pues eso me pasa a mí: ¡ninguno! Las sillas están allí sólo para servir
de asiento a tantos clientes como lleguen. Pues algo así es mi ocupación. Tan pronto me ocupo de una cosa
como de otra. En este momento me ocupo de usted, y, créame, no experimento
ningún placer por el tren que ha perdido, por la familia que le espera donde
veranea, por todo el fastidio que puedo suponer en usted.
PARROQUIANO:
¡Y tanto! ¿Sabe?
HOMBRE:
Dé usted gracias a Dios, si sólo es fastidio. (Pausa) Hay cosas peores,
caballero. (Pausa) Yo le digo que necesito agarrarme con la imaginación
a la vida de los demás; pero así, sin placer, sin interesarme siquiera... Más
bien... para sentir un fastidio para juzgarla tonta y vana, la vida, de manera
que a ninguno pueda importarle acabar. (Taciturno, con rabia) Y esto es
fácil de demostrar, ¿sabe?, con pruebas y ejemplos continuos, en nosotros
mismos, implacablemente. Porque, caballero, el deseo de vivir no sabemos de qué
está hecho; pero..., ahí está, ahí está; lo sentimos todos aquí, como una
angustia en la garganta; y no se satisface nunca; no puede satisfacer nunca,
porque la vida, en el mismo acto en que la vivimos, es siempre tan voraz de sí
misma, que no se deja saborear. El sabor está en el pasado que nos queda vivo
dentro. El deseo de vivir nos viene de eso: de los recuerdos, que nos tienen
atados. Pero, ¿atados a qué?: a esta tontería..., a este disgusto..., a tantas
ilusiones estúpidas..., ocupaciones insulsas... Sí, sí. Esto que ahora, aquí,
es una tontería; esto que ahora, aquí, es un aburrimiento; y llego hasta a
decir: esto que ahora parece una desventura, una verdadera desventura... sí,
señor..., a la distancia de cuatro, cinco, diez años, ¡quién sabe qué sabor adquirirá...,
qué gusto tendrán las lágrimas de ahora! Y la vida, ¡Dios mío!, al solo
pensamiento de perderla..., especialmente cuando se sabe que es cuestión de
días... (En este momento por la esquina de la izquierda, asoma la
cabeza, para espiar, la mujer vestida de negro) ¡Mire...! ¿Ve usted allí?
Allí, en aquella esquina.... ¿ve usted aquella sombra de mujer? ¡Mire! ¡Ya se
escondió!
PARROQUIANO:
¿Cómo? ¿Quién..., quién era?
HOMBRE: ¿No la ha visto? Se ha escondido.
PARROQUIANO: ¿Una mujer?
HOMBRE: Mi mujer, sí.
PARROQUIANO: ¡Ah! ¿Su señora?
HOMBRE: (Después de una pausa) Me vigila desde
lejos. Iría a echarla de allí a patadas; pero sería inútil. Es como uno de esos
perros perdidos, obstinados, que, cuanto más patadas se les da, más se nos
pegan a los talones. (Pausa) Lo que esa mujer está sufriendo por mí..., usted
no puede imaginárselo. Ya ni come, ni duerme. Viene siempre detrás de mí, día y
noche, así, a distancia. Y..., si al menos se preocupara de cepillarse ese
andrajo que lleva en la cabeza, ese vestido... Ya no parece una mujer; parece
el trapo de limpiar. Se le han empolvado para siempre los cabellos, aquí, en
las sienes; y apenas si tiene treinta y cuatro años. (Pausa) Me da una rabia,
que no puede usted figurárselo. A veces la cojo por los hombros y le grito en
la cara: «¡Estúpida!», zarandeándola. Se aguanta con todo. Se queda allí,
mirándome, con unos ojos... Con unos ojos que, se lo juro, me hacen venir a los
dedos un deseo salvaje de ahogarla. Nada. Espera a que me aleje para ponerse otra vez a
seguirme a distancia. (La mujer se asoma de nuevo) ¡Mire! ¡Otra vez asoma la
cabeza en la esquina!
PARROQUIANO: ¡Pobre señora!
HOMBRE: ¡Qué pobre señora! Ella querría,
¿comprende?, que yo me estuviera quieto en casa, tranquilo, acurrucado en medio de todos sus
amorosos y apasionados cuidados; gozando del orden perfecto que reina en todas
las habitaciones, de la lindeza de todos los muebles; de aquel silencio de
espejo que había antes en mi casa, medido por el tictac del reloj de péndulo
del comedor. ¡Eso querría ella! Ahora, yo le pregunto a
usted, para hacerle comprender lo absurdo..., ¡qué digo, absurdo...! la macabra
ferocidad de esa pretensión; le pregunto si cree posible que las casas de Avezzano, las casas de
Messina, sabiendo que un terremoto iba a destrozarlas dentro de poco, habrían podido estarse
allí tranquilamente, a la luz de la luna, ordenadas fila a lo largo de calles y plazas,
obedientes al plano regulador de la comisión edilicia municipal. ¡Hasta las casas de piedras y vigas se
habrían escapado! ¿Se imagina usted a los ciudadanos de Avezzano, a los de Messina,
desnudándose tranquilamente para acostarse, doblando sus ropas, colocando los
zapatos a la puerta de la habitación, tapándose bajo las mantas y gozando la
suavidad de las sábanas bordadas, sabiendo que dentro de unas horas estarían
todos muertos? ¿Le parece posible?
PARROQUIANO: Pero..., ¿acaso su señora...?
HOMBRE: ¡Déjeme hablar! Si la muerte, señor fuera
como uno de esos insectos extraños, repugnantes, que a veces descubre uno
encima de sí... Va usted por la calle; un transeúnte lo
para de improviso, y, con cautela, con los dedos
extendidos, le dice: «¿Me permite, caballero? Lleva usted la muerte encima.» Y, con aquellos dos
dedos extendidos, la pilla y la arroja... ¡Sería magnífico! Pero la muerte no es como esos
insectos repugnantes. ¡Cuántos que están paseándose, tan alegres y confiados, quizá la
llevan encima! Nadie la ve; y ellos están tranquilamente haciendo proyectos para mañana o
pasado mañana. Ahora, yo ... (Se levanta)
¡Mire, caballero!, venga usted aquí ... (Lo hace
levantarse y lo lleva junto a la farola encendida),
aquí, junto a esta luz..., venga... Voy a enseñarle
una cosa... Mire aquí, debajo de mi bigote...
¿Ve usted esta acerola violácea? ¿Sabe cómo se
llama esto? ¡Ah! Tiene un nombre dulcísimo..., más dulce que un caramelo:
epitelioma, se llama. Pronuncie la palabra, y sentirá su dulzura: epitelioma...; la muerte, ¿comprende?, ha pasado.
Me ha puesto esta flor en la boca, y me ha dicho: «Tenla, querido: volveré a
pasar dentro de ocho o diez meses.» (Pausa) Ahora, dígame usted si con esta flor en la boca, puedo estarme en
casa tranquilo y quieto, como quisiera aquella desgraciada. (Pausa) Le grito:
«¿Ah, sí? ¿Quieres que te dé un beso?» «¡Sí, bésame!» Pero, ¿no sabe usted lo
que hizo la semana pasada? Con un alfiler se arañó aquí, en el labio; luego me
agarró la cabeza y quería besarme... besarme en la boca.... porque dice que
quiere morirse conmigo. (Pausa) Está loca. (Luego, con ira) ¡Yo no me estoy en
casa! ¡Quiero estar detrás de los escaparates de las tiendas, yo, para admirar
la habilidad de los dependientes! Porque..., usted comprenderá..., si en un momento
siento el vacío dentro de mí... Puedo también matar, como el que no hace nada,
toda la vida de uno que no conozco... ; sacar el revólver y matar a uno que,
como usted, haya tenido la desgracia perder el tren... (Se ríe) No, no; no
tenga miedo caballero: ¡es una broma! (Pausa) Me voy. (Pausa) Me mataré yo, si acaso...
(Pausa) Pero..., ¡en esta época hay unos albaricoques tan ricos...! ¿Cómo los
come usted? Con toda la boca, ¿verdad? Se abren por la mitad; se oprimen con
los dedos..., como labios jugosos..., ¡ah, qué delicia! (Se ríe. Pausa) Mis
respetos a su distinguida esposa y a sus hijas, que están de veraneo. (Pausa)
Me las imagino vestidas de blanco o de azul celeste, en un hermoso prado, a la
sombra... (Pausa) Y mañana, al llegar, me hará usted un pequeño favor: me figuro
que el pueblo estará cerquita de la estación; al amanecer, puede usted hacer el
caminito a pie. La primera mata de hierba que vea usted en el borde... Cuente
usted por mí los tallos que tiene. Tantos tallos tenga.... tantos días me
quedan de vida. (Pausa) Pero elija usted una mata muy espesa, por favor. (Se
ríe; luego:) Buenas noches caballero. (Y se va canturreando, con la boca
cerrada, el motivo de la «Mandolina lejana», hacia la esquina de la derecha;
pero luego se acuerda de que la mujer está allí esperándolo; se vuelve y va
hacia la otra esquina, mientras el PARROQUIANO PACÍFICO, casi desmayado, lo
sigue con la mirada)
TELÓN
[Traducción de Idelfonso Grande, Miguel Bosch
Barret para Plaza & Janés]
Pirandello entre otros intelectuales fascistas. |
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