21 de junio de 1905 |
“Transformo para mí la frase imbécil y
criminal del profeta de ustedes, ese “pienso, luego existo” que tanto me hizo
sufrir, pues “mientras más pensaba menos me parecía ser”, y digo: “me ven,
luego soy”. Ya no tengo que soportar la responsabilidad de mi transcurrir
pastoso: “el que me ve me hace ser, soy como él me ve. Vuelvo hacia la noche mi
faz nocturna y eterna, me erijo como un desafío y digo a Dios: aquí estoy. Aquí
estoy tal y como tú me ves, tal como soy. ¿Qué puedo hacer yo? “Tú me conoces y
yo no me conozco.” ¿Qué puedo hacer sino soportarme? Y tú, “cuya mirada me crea
eternamente”, sopórtame. ¡Mateo, qué dicha y qué suplicio! Por fin me he
transformado en mí mismo. Me odian, me desprecian, me soportan, “una presencia
me sostiene en el ser para siempre”. Soy infinito e infinitamente culpable.
Pero “yo soy”. Mateo “soy”. Ante Dios y ante los hombres, soy.”
“Los caminos de la libertad”, II
Mi queridísima Françoise:
Mira
que me llega a gustar tu libro Buenos días, tristeza (qué título), tu primer
libro, que fue uno de los raros milagros del siglo pasado. Recuerdo que en 1954
eras una niña de papá de dieciocho años (hoy se dice pija), en Carjarc, en el
departamento del Lot. Cogiste un bolígrafo y escribiste en un cuaderno: "A
este sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en
darle el nombre el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento total,
tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha
parecido horrorosa. No la conocía, tan solo el tedio, el pesar, más raramente
el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce,
separándome de los demás." En efecto, toda la música, el encanto y la
melancolía que irradian en ti ya están contenidos en este primer párrafo de tu
primer libro. Durante el resto de tu vida, no has hecho más que ir declinando
la suavidad de tu tristeza, el egoísmo del hastío, el temor a la soledad. Ay,
amiga mía, la vida es una cosa ambigua, una nube flotante, algo que no es
blanco ni negro, sino eternamente gris.
En realidad, te llamas
Françoise Quoirez, pero tomaste prestado como seudónimo el nombre de un personaje
de Albertine desaparecida, de Marcel Proust, porque a los dieciocho años ya te
sentías horrorizada por el paso del tiempo. Tuyas son estas palabras: "Mi
pensamiento favorito es dejar pasar el tiempo, tener tiempo, tomarme mi tiempo,
perder el tiempo, vivir a contratiempo." Tú sí que sabes, estimada
Françoise. Yo no puede decir lo mismo. El tiempo, si podemos intuir esa
identidad, es una desilusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento
de su aparente ayer y otro su aparente hoy, basta para desintegrarlo. ¿Será ésa
la razón por lo que has vivido tan deprisa? Tampoco es casualidad que robaras
el título de tu novela de un verso del poema de Paul Eluard titulado La vida
inmediata.
¿Y qué cuentas en Buenos días,
tristeza? La historia de Cécile, una infeliz niña bien (hoy se dice pija, o
sea) que pasa sus vacaciones con su padre viudo y la amante de éste en la Costa
Azul. Todo transcurre a las mil maravillas hasta que, un día decide casarse con
su amante, Anne, una mujer bastante seria y equilibrada que corre el riesgo de
quebrantar esa indolente existencia. Entonces Cécile trama un complot en el más
puro estilo Pierre Choderlos de Laclos para que el proyecto fracase. Se sale
con la suya, pero el vodevil acaba en tragedia porque la fiesta ya no podrá
disimular la desesperación, las risas no harán olvidar que el amor es
imposible, la felicidad espantosa, el placer vano, y la frivolidad grave...
"Mi padre era frívolo, de una irremediable frivolidad." Una vez
dijiste: "Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender." El
amor, querida Françoise, es todo lo que no se tiene.
En treinta y tres días, tú
captaste tu época. Raramente en el siglo pasado habríamos tenido la certeza tan
instantánea de un estado de gracia semejante. "Sabía muy poco del amor:
citas, besos, hastíos." Y eso que sabías poco, hija; citas, besos,
hastíos. Hoy las escritoras para llegar a esto necesitan cientos de páginas.
Aunque la hayas pifiado en algunas de tus novelas posteriores, seguiré siendo
eternamente fiel a Cécile, la narradora de esa maravilla que es Buenos días,
tristeza: esa loca frívola y sin remedio, una Zelda Fitgerald francesa, que
ganó su finca normanda en el casino de Deauvulle y estuvo a punto de morir como
Nimier en un accidente de Austin Martin, una niña mimada (o sea, pija), una
mujer tan generosa que acaba totalmente arruinada y enferma, atrapada por el
fisco, enganchada a la coca, y abandonada por su corte.
Buenos días, tristeza
constituyó primero un escándalo, ¿lo recuerdas? y luego un fenómeno social, pero
hoy el estruendo ya está olvidado, como tantas cosas, ¿qué queda de todo
aquello? Una breve novela perfecta, rebosante de una frágil emoción, un libro
de esos que uno lee muy pocas veces a lo largo de su vida, una misteriosa obra
maestra, imposible de analizar, que te hace sentirte menos solo y más solo al
mismo tiempo. Mauriac tenía razón, querida Françoise, al calificarte de
"monstruo encantador." Hay que ser un monstruo para tener la humildad
de fingir ser una juerguista toda tu vida cuando en realidad eras un genio.
Solo me queda decirte, querida
Françoise, que la extensión de la soledad hace apenas visible la presa que
huye, porque las cosas nunca desertan: estar solo, como hoy, como siempre, es
estar solo de ti mismo y el tiempo nos trata despiadadamente, no le importa
nuestra tristeza.
Besos y un fuerte abrazo
Jean-Paul Sastre
DE: fmaesteban.blogspot.com
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