Llegué ante la casa
donde vivía Franco con su mamá. Había un jardín de bellas rosas y perfumados
jazmines al frente. Al contemplarlos pensé: “Ésta pronto será mi casa, el lugar
donde voy a vivir y a formar mi familia”. Me encantaba aquel
jardín. En mi ilusión de mujer joven veía el día en que allí empezaría a pasar
mi vida. Con mi compañero formábamos una pareja que tenía todo lo que se necesita para ser feliz: amor, comprensión, amistad, aunque...
Su padre murió unos
meses antes de nuestra unión. Franco cambió desde ese día: se fue poniendo más
lejano, dando excusas, postergando nuestro amor, nos citábamos menos; en fin,
todo fue distinto. Yo no me daba cuenta de que en nuestras conversaciones estaba
ausente, de que en sus ojos ya no veía el fondo de su alma, de que poco a poco
su amigo había ido ocupando el lugar que yo tenía. Comencé a sentir la
ausencia, la falta de su mano en la mía; pensaba que era por el dolor reciente
de la falta de su padre.
Un día, el gran
escándalo: Franco fue encontrado en una situación muy comprometedora con su
gran amigo, aquel que él decía que protegía como a un hermano.
¿Qué sentí en ese
momento? Lo que todos quienes lo queríamos: mi familia, los amigos, su madre...Ella
siempre lo defendió: “A un hijo no se le abandona”. Pero yo, que era su novia,
que había vivido para ese amor, ¿qué podía hacer? Sentí que mi corazón se
partía, que nunca más podría creer un el amor.
Después, la suerte
quiso que nos mudáramos a un lugar distinto, lo que me apartó de la gente que
conocía y juzgaba los hechos sin mucha razón.
Al tiempo conocí a
un hombre que, no siendo tan
espectacular, era bueno, tranquilo, y se
enamoró apasionadamente de mí.
La vida me
recompensaba de la crueldad del pasado.
Nos casamos,
tuvimos tres hijos maravillosos. Pero una vez más la vida no me dejó gozar de
las rosas: él se enfermó, y después de años de lucha, se
fue apagando, como el perfume obstinado de los jazmines.
Reina Piazza
Grupo ALAS
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