Debo de ser la única leonina
a quien no le gusta hablar de sí misma, pero aquí vamos:
Vine a este mundo en una soleada y fría mañana, era 27 de
julio. Mi madre no podía saber que tenía entre sus brazos a una artista (no sé
si de la talla de Kafka o de Chejov... ja ja... pero artista al fin).
Pero fue ella quien me acercó a las letras desde pequeña:
todas las noches me leía libros de cuentos e historietas, heredados de mi
hermana mayor, y yo me los aprendía de memoria; mi hermana se alió de todas
maneras a esa tierna campaña de mi madre, porque hasta cuando nos sentábamos a
comer había un libro en la mesa.
Empecé a escribir a raíz de una circunstancia graciosa:
con mis amigos, jugábamos a quién dibujaba “peor” (tenía diez años, pero
todavía hoy lo practico, y en ese sentido, claro que no me interesa mejorar);
entonces a mí se me ocurrió inventar relatos sobre los diversos dibujos y
cuando se los mostré a mamá, quedó encantada y afirmó que yo tenía talento.
Escribo de noche porque ella destila cierta magia y una
gran paz; el día es muy mundano y no me gusta ser interrumpida por llamadas
telefónicas, ruidos, posibles
mandados...
Comencé en el Taller de Pasiones Literarias (del CFH
Perras Negras) el 7 de abril del 2011. (En 2009 había concurrido a otro, que a
fines del 2010 se disolvió).
La publicación del libro fue un enorme paso para mí. Soy
muy tímida y mostrarme no fue fácil: primero, en cada encuentro, y luego en el
libro. Además -y como mucho más difícil es desoír el
clamor de la sangre (mis abuelos y tíos paternos eran judíos y emigraron con
toda la familia desde Polonia a este país; mi padre fue el único hijo nacido
aquí)- uno de mis temas recurrentes es “el Holocausto” o, como lo llaman los
israelitas “Shoá”.
Pero todos mis
temores se han desvanecido porque en el Taller encontré una sostenida actitud
de excelencia ética; como dijo Mahatma Gandhi :
“No me gusta la palabra
tolerancia, pero no encuentro otra mejor. El amor empuja a tener, hacia la fe
de los demás, el mismo respeto que se tiene por la propia”.
Daniela Rostkier
Esperanza
_ Hija mía, eres una persona realmente
virtuosa; ya lo sabía, pero aquí he tomado conciencia de cuánto. No te rindas;
defiende así la posibilidad de tener muchos hijos para que puedas ser tan feliz
como yo he sido junto a ti. Cuéntales, aunque te cause un gran dolor, esta
parte tan trágica de nuestra historia; así ayudarás a evitar que esto se
repita. ¿Sabes por qué estoy tan tranquila? Porque sé que mi madre está
esperándome. Tal vez estén también mi padre y el tuyo -me encantaría- pero es suficiente
para mi paz con esta seguridad de mi corazón en ella. La misma que debes sentir
tú aunque ahora nos separen.
Y me abrazó para siempre con la fuerza de sus
grandes ojos azules calados de lágrimas, mientras susurraba en mi oído una
oración judía: Yebarejeja A-do-nai
veishmereja. Yaher A-don-nai panav eleja vijuneka. Ysa A-do-nai panav eleja veyaasem
leja shalom. (Te bendiga el Eterno y te proteja. D's te ilumine y
te agracie. El Eterno se torne hacia ti y te conceda paz.) Y ambas susurramos “Amén”.
Durante varios días, a
pesar de golpes y gritos, no logré concentrarme en las tareas que tenía
asignadas; estaba obsesionada memorizando sus palabras: temía perderlas en el hueco que venían socavando en mi mente. La
eficiencia
era un lema general allí: ellos
debían laborar denodadamente para reducirnos a bestias, y nosotros, para
asegurarles las mejores condiciones de trabajo. Por eso también me aferraba con
desesperación a mis recuerdos; eran mi manta de abrigo, la única, porque muchas
noches debía prestar la frazada a alguna anciana consumida por la fiebre, a
alguna niña que pudiera jugar segura en sus sueños, a alguna madre para evitar
que engrosara la fila izquierda de cada jornada.
“Más rápido; más
rápido”, le gritaba entre risas a mi padre, que empujaba mi trineo como un niño
de mi edad cada vez que había nevado mucho. Tenía cinco años cuando vivíamos en
Polonia. ¡Ah! ¡Esas tardes fueron deliciosas, tanto como el chocolate caliente
con que mamá nos esperaba! Recién ahora me doy cuenta de lo significativa que
ha sido la nieve en mi breve vida... Una noche, en Hanuká, el piso estaba tan
resbaloso que me caí; Isaac corrió a ayudarme y los dos sentimos que Dios había
preparado esa situación especialmente para conectarnos. “¿También habrá
dispuesto este precipicio? ¿Cuándo saltaste, amor mío! ¿Nos encontraremos?
¿Cuánto nos falta para llegar al fondo?”, me preguntaba a menudo, para
distraerme de la angustia de saber que aquella felicidad pertenecía al pasado,
pasado, pasado...
Durante varias noches,
me propuse fotografiar la organización de las estrellas desde mi camastro;
aquella perfecta serenidad me dotaba de un extraño efecto de superior
protección, y hasta me convencí de que en cada una se habían posado las almas
escupidas por las bocas siniestras de las chimeneas del campo; si mi mirada
lograba retener el espectáculo y proyectarlo sobre el cielo del interminable
día, podría seguir honrando la última petición de mi madre.
“¡Resistir! ¡Resistir! ¿Cómo ascender, desde
el fondo insondable, por la cuerda de la esperanza? Una cuerda que hay que ir
tejiendo con las fibras arrancadas a
otros - a los comunistas, a los negros, a los homosexuales, a los romas, a los
enfermos, a los disidentes alemanes, a los otros judíos; una cuerda que se teje
de a milímetro, porque no se es gitano, porque seleccionaron al 1757, porque un
viejo cadavérico me regaló su ración de pan para que pudiera avanzar todo un
centímetro. ¿Para qué avanzar tanto, madre, si esos hijos tampoco serán de
Isaac?”- así la conminé cada vez que el agotamiento me vencía, porque de alguna
manera debía mantener funcionando el canal de comunicación con mi mundo, mío
aunque desaparecido, mío aunque estuviera sola, sola y extraviada.
De tanto invocarla
quizá, un día se manifestó. Ya me lo había dicho antes de despedirse,
vislumbrando tal vez la cercana fatalidad: “Si de albedrío se tratara, querría
que todos pasáramos por esa puerta hacia la libertad, porque todos somos
inocentes. Pero la barbarie siempre ha inventado instrumentos perversos: el sarcófago
de hierro, la toca, el potro, la jaula, sillas eléctricas, y quién sabe cuál
otro a descubrir por la mayoría de nosotros en esas edificaciones que aún no
hemos visitado. Tú, hija mía, sin embargo, saldrás por ese portón; lo intuye mi
corazón y lo anuncia hasta el texto sostenido sobre las rejas (¿No recuerdas
que leímos "Jedem das
Seine"?). Bien, si cada cual recibe lo que merece, tú, por pura,
respetuosa y digna, estás destinada a la vida plena.”
Fue un día extraño,
impresionante, inimaginable para todos, que nos desmoronábamos célula a célula.
Serían las once de la mañana y de pronto aparecieron todos los guardias y nos
ordenaron volver a las barracas. En cuestión de minutos no quedó un alma al
aire libre. Al rato, empezó a ingresar por las ventanas un penetrante olor a
quemado. (¿Papel? ¿Cabello? No podíamos desentrañarlo). Hubo que improvisar
cortinas y aún así muchos quedaron afectados; intentamos ayudarnos,
contenernos. Sin duda estábamos todos pensando en que era nuestro final, lento
y malévolo, tal cual había sido el tratamiento desde el principio. Un jovencito
casi gritó, solicitando calma. “Escuchen cuánto silencio”, dijo, y todos,
lánguidamente, fuimos aceptando. Hasta que alguien se atrevió a derribar la
puerta. Y salió al exterior. Y de la barraca contigua salió otro. Y otro de la
de enfrente. Así, nos fuimos reuniendo a la intemperie; la noche estaba por
apoyar sus plantas macizas y frías. Varias hogueras enormes crepitaban todavía;
miles de hojas apenas pellizcadas por el fuego danzaban cansadas al son del
suave viento primaveral. Ni perros ni botas a la vista; el resto del inusitado
suceso fue testimoniado en diarios, revistas, libros, películas, programas de
televisión, ferias, universidades, salones de peluquería, cárceles, cabinas de
aviones, palacios de justicia, templos,
hospitales, cementerios, recuerdos, en fin...
Todavía no he contado
cómo crucé la entrada. En realidad tampoco importa mucho ya; mi madre nos lo
había augurado. Yo estaba atónita frente a aquel paisaje ambiguo: tanta alegría
desde el mismo centro de tanta destrucción. Y me estremecí. Hasta que un súbito
cosquilleo en uno de mis pies descalzos marcó un contraste extraño y me obligó
a mirar: un trozo amarillento de papel mordisqueado por las llamas; lo levanté;
la foto de Isaac todavía estaba reconocible.
Exploré el cielo y a la más resplandeciente de las estrellas dije: “Tu
hija ya ascendió hasta el borde del abismo; ahora necesita toda tu luz para
andar el camino que le aguarda.”
“Encontrarás
a la Divinidad en el último lugar que busques, porque una vez que lo
encuentres, no seguirás buscando." - Sri Sri Ravi Shankar
El ángel
El
reloj marcaba las cinco de la tarde, ¿o serían las seis? No podía saber a
ciencia cierta por la gran distancia a la que se encontraba.
Todos
caminaban ligero, como queriendo llegar a algún lugar a tiempo, ensimismados en
sus propios problemas. Nadie notaba aquella presencia, hasta que una niñita de
unos cinco años, que iba del brazo de su madre, empezó a mirarlo fijamente, seria,
sin emitir sonido alguno. Ambas se detuvieron de pronto. ¿Esperarían algo o a
alguien?
Aprovechando
la distracción de la madre, la nena caminó entre aquel mar de gente hasta llegar a
él que, asustado, le preguntó dónde se encontraba. Ella sonrió y extendiéndole
la mano, le explicó:
-Estás en una estación de trenes, acabas de
morir, tu cuerpo está sobre las vías. Vete en paz.
Un
leve revoloteo inundó el lugar.
Se
miró y vio que eran suyas aquellas
blancas y sedosas plumas en plena disposición a aletear. Comprendió que era un
ángel. Entonces ascendió, mientras la niña, sonriente, lo despedía con la
pequeña ala de su mano.
A Emiliano,
Facundo, Matías, “Nacho”, Thiago -los niños de mi vida-, y a Dayna, mi única sobrina.
Tobías
Tobías,
un niño de ocho años, adoraba jugar a la pelota en la calle con sus amigos.
Pero un día una epidemia de varicela enfermó a todos los niños excepto a él que
ya la había padecido cuando era apenas un bebé.
Todas
las tardes, se sentaba en la puerta de su casa con la pelota en sus manos,
esperando que alguien saliera a jugar, pero nada. Pasaban por la acera de
enfrente las niñas con sus muñecas de trapo, los carritos de juguete y los
bolsos transparentes, llenos de accesorios para bebé, pulseras y anillos de
juguete y maquillajes de todos los tocadores femeninos. Al verlo tan triste y
aburrido lo invitaban a jugar a las mamás, pero él ponía cara de asco y decía:
¡Puaj!, ese es un juego de niñas, ¡no, gracias! Ellas seguían su camino algo
enojadas.
Un
día, molesto por su soledad, decidió ir a la plaza a jugar a la pelota con
otros niños y así hacer nuevas amistades.
De
pronto, vio una cerca de madera e imaginó que era un arco de fútbol y empezó a
patear la pelota una y otra vez contra ella, causando un fuertísimo ruido que
hizo asomarse por la ventana al dueño de la casa, quien empezó a gritarle se
detuviera.
Tobías
estaba tan compenetrado en su juego, que ni vio ni escuchó, lo que finalmente
causó que el hombre saliera y agarrándolo de una oreja, lo llevara a su casa.
Tocó el timbre y la madre atendió. Muy enojado, el vecino le contó lo ocurrido,
mientras ella miraba seria a su pequeño.
Después, el hombre se fue, con la promesa de que no volvería a suceder.
Al
cerrar, la madre lo mandó al cuarto sin cenar, a pensar sobre lo que había
hecho, y a esperar a su padre, que cuando llegara del trabajo hablaría con él.
Triste y rabioso, Tobías se tiró en la cama, gruñía entre dientes y maldecía al
vecino “buchón”, pues él no había hecho “nada malo”.
Unos
golpecitos se oyeron en la puerta y luego se abrió; apareció su papá:
- No te voy a rezongar, pues ya has tenido
suficiente. Entiendo cómo te sientes: tus amigos enfermos y estabas aburrido.
Te propongo algo: vamos a fabricar una cometa, así gastas esas energías
acumuladas y no te metes en más problemas con los vecinos- dijo su padre, en
tanto que le mostraba una bolsa llena de todos los elementos para la faena.
Pasaron horas divirtiéndose mientras la armaban, sin darse cuenta de que ya el
reloj marcaba casi las diez de la noche.
-Mañana veremos si vuela, ahora ve a
lavarte los dientes, ponte el piyama y dale el beso de buenas noches a mamá.
Tobías casi no pudo dormir; la ansiedad lo
carcomía. Amaneció; se vistió y bajó a desayunar. Antes de irse al trabajo su
padre ofreció ayudarlo a remontar la cometa
pero su madre le recordó que primero había que ofrecer una disculpa al
vecino ofendido.Tobías bajó la cabeza y aceptó.
Subió a la bici, papá sostenía la cometa;
ató el hilo al manubrio y comenzó a pedalear. En unos instantes la cometa
surcaba los cielos, entre los víctores de padre e hijo.
Al pasar frente a la casa del vecino, éste
lo observaba con bronca desde la ventana. El niño se detuvo, se miraron un
rato, Tobías le sacó la lengua, el vecino quedó sorprendido, pero antes de que
este pudiera reaccionar puso el pie en el pedal y se dirigió a la plaza lo más rápido que pudo mientras la
cometa ondeaba victoriosa en el
cielo.
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DANIELA los invita a escuchar "Va, pensiero "el coro del tercer
acto de Nabucco, una ópera de 1842 de Giuseppe Verdi, con letra de Temistocle Solera, inspirada en el Salmo 137 Super flumina Babylonis. (Imagen extraída de Wikipedia) |
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