domingo, 19 de enero de 2014

Rubén Darío, un escritor de registro completo


Félix Rubén García
18 de enero de 1867 - Nicaragua
La larva


Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:
-No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.

En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.

Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes.

Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus deseos.

Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?

La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia...

Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas... Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.

¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventurera anhelada.

Los de la serenata se alejaban.

La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:

-¡Kgggggg!...

Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.

Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.

Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.


El caso de la señorita Amelia



Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta:
-¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

-¡Doctor!

-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.

-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!

El doctor continuó:

-¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mí:

-¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...

Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

-Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo...

-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:

Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor...

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:

-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil... diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules... o negros!

-¿Y el fin del cuento? - gimió dulcemente la señorita.

-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla... Y buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y Josefina:

-¡Oh amigo mío, oh amigo mío!

Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a preguntar nada... Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra... en esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:

-¿Y mis bombones?

Yo no hallé qué decir.

Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente...

Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!

El doctor Z era en este momento todo calvo...


 De: CiudadSeVa.com






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sábado, 18 de enero de 2014

"Mirándote mirarme...

... ganas me dan de quedarme"...
17 de enero de 1989












Dice la Profa. Mónica Salinas en su tan minucioso estudio "Poesía y Mito" (plenamente recomendable) que si un eje fusiona las distintas vetas en la creación de Alfredo, ése es el ético-estético: es el compromiso con la Vida el que promueve su arte... 

Ninguna duda, desde tus orígenes, querido Alfredo.

viernes, 17 de enero de 2014

“El antropos enamorado” de la Literatura nunca se refugió en un estuche

Antón Pavlóvich Chéjov-
17 de enero de 1860 - Taganrog, Rusia
"La literatura es mi amante"

Para conmemorar un nuevo aniversario del nacimiento de Antón Chéjov -uno de los escritores preferidos de esta Casa, y no sólo por su calidad de paradigma del cuento- podríamos compartir la lectura de muchos textos de elevado valor y difusión continua; por ejemplo, Iván Matveich, La novia, La tristeza,...

Sin embargo, la opción es otra, motivada quizá en la necesidad de mostrar otras facetas no tan divulgadas aunque sustentadoras cabales del respeto del autor por la naturaleza humana, respeto que se trasunta, obviamente, en el tratamiento artístico de sus criaturas a las que nunca osa juzgar.

En principio, evoquemos los inicios del escritor como narrador humorístico.

En http://spanish.ruvr.ru leemos la siguiente información: “El fino sentido del humor propio de Chéjov lo revelan sus cuentos parodias publicados en revistas humorísticas de los años 1880. Todos ellos están firmados con seudónimos inventados por el propio autor: “Médico sin pacientes”, “Persona iracunda”, “Hermano de mi hermano”, “Hombre sin bazo”. El más conocido de ellos es “Antosha Chejonté”: así llamó a Antón Chéjov en Taganrog, donde pasó su infancia, el arcipreste local”.
Era la época en que resolvía así los apremios económicos de la familia, vicisitudes que la habían condicionado desde generaciones anteriores, pues no se debe olvidar que su abuelo fue un siervo que logró comprar la libertad propia y familiar veinte años antes de haber sido concedida oficialmente.

Una acotación extraída de frontera d-Revista Digital: “El humor expansivo de Nikolai (hermano de Antón) determinó un poco el estilo de las primeras narraciones de Chejov. Fueron bastantes los cuentos que recogían historias escuchadas a su hermano y que el propio Nikolai iluminaba con alguna caricatura. Estos primeros cuentos, de acento humorístico y calidad discutible, fueron los que permitieron a Chejov asomarse a las esquinas literarias de la prensa moscovita en los primeros años ochenta del siglo XIX. Chejov recuerda cuando llegó a Moscú con diecinueve años para comenzar la carrera de medicina. Su familia vivía allí desde hacía unos años, en una miseria casi absoluta. A su llegada, con lo poco que sacaba de sus cuentos y, más tarde, de su práctica profesional, Anton se hizo cargo del alojamiento y la manutención de todos.


En segundo lugar, y basándonos en la misma fuente, su atracción por la música, un aspecto casi cercenado por los estudios tradicionales sobre el escritor: “Entre las colecciones de novelas cortas y cuentos editados en vida del escritor atrae la atención el libro “Personas hurañas” con la dedicatoria: “A Piotr Chaikovski del futuro libretista”. Resulta que estos dos genios adoraban la creación uno de otro. Chaikovski incluso pidió a Chéjov que escribiera el libreto de su futura ópera “Bela”. Por desventura, esta idea no fue realizada. En cambio, los compositores del siglo XX crearon sobre los motivos de varias obras de Chéjov obras de diverso género, mencionemos, al menos, la romanza de Serguey Rajmáninov “Descansemos” sobre el monólogo de la protagonista de la pieza “El tío Vania” o los ballets de Rodión Schedrín “La dama del perrito” y “La gaviota”.



Por último, su arista de investigador social, documentada en la obra “La isla de Sajalín”.

De rumoresetéreos.blogspot.com extractamos: “Cuando el 26 de enero de 1890 el periódico Novedades de Moscú anunció la partida de Chéjov a Sajalín para estudiar la vida de los exiliados, se añadió, no sin cierto sarcasmo: “El caso del señor Chéjov es de todo punto  excepcional: se trata del primer escritor ruso que va a Siberia y vuelve”. El resultado de tres meses de intenso trabajo de campo fue ‘La isla de Sajalín’, un ensayo científico en que se distingue la atención a los detalles de la mirada honda y perspicaz del Chéjov escritor. Pero Sajalín ya no es hoy una colonia penitenciaria. Es una zona estratégica en la extracción de oro negro que rivaliza en cifras con la producción conjunta de Estados Unidos y Europa.
Si por algo ha quedado grabada en el imaginario colectivo la isla de Sajalín, es sobre todo por la visita de Antón Chéjov y su libro. Hasta entonces era una remota lengua de tierra en eterna liza con Japón. Para los rusos, sin embargo, también era una de las estaciones de llegada de los deportados dentro del sistema penal zarista. Esa sombra siniestra se percibía en cada detalle de la isla. Cuando Chéjov pregunta por qué atan los animales domésticos e inofensivos como cerdos y gallos, recibe por respuesta: “en Sajalín todos estamos encadenados”.
Antes del viaje, Chéjov ya era un renombrado escritor que podía permitirse el lujo de colgar la bata de médico para consagrarse a la literatura. A causa de su delicada salud, desconcertó a familiares y amigos cuando les anunció su intención de viajar a Sajalín, con las maletas preparadas ya en la puerta. Fuera cual fuese la verdadera causa de su viaje, realizar el ‘proyecto Sajalín’ le supuso una ingente investigación bibliográfica previa, tres meses de viaje en pésimas condiciones a través de siete zonas horarias, otros tres meses de trabajo de campo en la isla entrevistando a toda alma viviente y un viaje de vuelta que le llevó por Hong Kong y Ceilán antes de volver a pisar Moscú. La escritura del libro no fue una travesía menos ardua: cuatro años de continua reescritura y de trabajo obsesivo que él mismo había diagnosticado, en tono de broma, como ‘manía sajaliniana’.

Otra fuente importante para ilustrar este periplo de Chéjov -a falta del texto original- es la Revista Digital Alétheia-MuiP y el artículo de María Jesús Casals “La isla de Sajalín: la mirada como relato” del cual seleccionamos los siguientes fragmentos: 


Antón Paulovich Chéjov (1860-1904) tenía 30 años y una tuberculosis pulmonar, era médico y ya un escritor cuando emprendió el viaje a la isla de Sajalín, un lugar situado en el extremo de Siberia, entre la península de Kamchatka y el archipiélago de Japón, en el mar de Ojotsk. Guarda la entrada de la desembocadura del río Amur. El fin del mundo. Uno de los infiernos gélidos e indomables de este planeta. Y por eso allí había un penal donde se deportaba a presos políticos y a los criminales reincidentes del imperio ruso.
Chéjov tardó casi tres meses en llegar a Sajalín cruzando toda Siberia. Y pasó en la isla otros tres meses y tres días visitando las cárceles, las colonias de los penados y de los carceleros, hablando con los seres humanos que fueron allí arrojados, explorando todo su territorio, y observando con una empatía lejana a ningún sentimiento de superioridad a las poblaciones nativas de ainos y guiliacos. Se detuvo también en las bellezas de la isla y en su tundra inhabitable, en su historia, en la flora y la fauna, en la orografía y en el clima. La isla de Sajalín no fue pensada como una obra literaria sino científica, analítica, de observación rigurosa, objetiva. Quiso ser la tesis doctoral para la culminación de los estudios de Medicina, algo que Chéjov no logró porque fue rechazada. Pero La isla de Sajalín ha sido mucho más que una tesis: ante todo es el gran testimonio con voluntad objetivista sobre una realidad que había que contar. Es decir, un gran reportaje. (Es magnífica la edición de esta obra por la editorial Alba y es exquisita la traducción de Víctor Gallego, así como su breve introducción y las excelentes notas).
La isla de Sajalín es la obra a la que Chéjov dedicó más tiempo y esfuerzo. Y puede ser quemarcara de forma definitiva su carácter y alimentara su escepticismo (aunque yo preferiría hablar en el caso de Chéjov de auténtico estoicismo) y su compromiso con los más débiles. Puede ser que Sajalín fuera el germen de sus maravillosos relatos, el principio de su interés por observar al ser humano con buscada distancia, sin juzgarlo, mostrándolo.
La crítica que contiene La isla de Sajalín al sistema represivo del zarismo es la más efectiva que pudiera haberse realizado: por la técnica de la “mostración”, es decir, ese modo periodístico de hacer que el lector se olvide de quién le cuenta porque lo que importa es hacerle ver una realidad. El lector viaja virtualmente allí, a Sajalín, y escucha y ve a los condenados al infierno. Siente el frío y la desolación más inimaginables, la impiedad y la crueldad, la impotencia por las fugas fallidas, la tundra inhóspita, el martirio de los mosquitos, las enfermedades. Siente qué es la privación de alimento y la privación del calor y del afecto; comprende qué es eso de la capacidad de adaptación y supervivencia de los seres humanos, también la capacidad infinita de esperanza y de desesperanza. Comprende que las grandes palabras que alimentan lo que llamamos moral, ética o estética (verdad, belleza, amor, fraternidad, libertad…) no son más que construcciones culturales que se han podido realizar en óptimas condiciones; y que tienen escaso sentido cuando sólo queda la lucha por sobrevivir como sea.
Mi maestro Chéjov me recuerda que es inútil pontificar, teorizar en exceso. Muéstralo. Muestra el rigor: describe bien. Muestra lo que pasa: crea la escena. Muestra cómo son estos hombres y mujeres: obsérvalos, escúchalos. Explica contextos, brevemente, lo necesario, lo justo. Un detalle bien observado y descrito evita y suple cualquier clase de juicio, cualquier dosis sobrante de sentimentalismo. Evita el moralismo barato.

Por ejemplo, en Sajalín hay niños, pocos, porque Sajalín es la definición de lo evitable, de la vida como un imposible, es la obligación de la huida. Y Chéjov tiene que hablar de esos niños que viven en la desgracia más cruel. Elijo estos fragmentos precisamente porque la cuestión infantil es siempre una realidad sobrada de juicios de valor y de lamentaciones en muchos escritores y periodistas que tienen que abordarla. Son tres extractos del mismo capítulo, el XVII, titulado “Composición de la población por edad. La situación familiar de los exiliados. Matrimonios. Natalidad. Los niños de Sajalín”. Tres fragmentos diferentes para contar la realidad de estos niños de la isla de Sajalín:

“Cada nuevo nacimiento es recibido con frialdad en la familia. Junto a la cuna no se cantan canciones, sólo se oyen amargos lamentos. Padres y madres dicen que no tienen con qué alimentar a sus hijos, que éstos no aprenderán nada bueno en Sajalín y que “lo mejor será que dios misericordioso se los llevara lo antes posible”. Si el niño llora o hace alguna travesura, se le grita con rabia: “¡Cállate o te mato!”. (P. 284)

“Al recorrer las isbas de Verjni Armudán, entré en una en la que no había ningún adulto. Sólo encontré a un niño de diez años, de cabellos rubios, cargado de espaldas, descalzo; su pálido rostro, cubierto de grandes pecas, parecía de mármol.

-¿Cuál es el patronímico de tu padre?

-No lo sé- me respondió.

-¿Cómo es posible? ¿Vives con tu padre y no sabes cómo se llama? Debería darte vergüenza.

-No es mi verdadero padre.

-¿Cómo que no es tu verdadero padre?

-Es el cohabitante de mi madre.

-¿Tu madre está casada o es viuda?

-Viuda. Vino aquí por su marido.

-¿A qué te refieres?

-Ella lo mató.

-¿Te acuerdas de tu padre?

-No. Soy ilegítimo. Mi madre me dio a luz en Kara (pp.285-286)

“Los niños de Sajalín son pálidos, delgados, indolentes. Van vestidos con harapos y siempre están hambrientos. Como el lector verá más adelante, mueren casi siempre de enfermedades intestinales. Viven acosados por el hambre; a veces, durante meses enteros sólo se alimentan de nabos o, en las familias más acomodadas, de pescado salado. Las bajas temperaturas y la humedad destruyen el organismo infantil, llevándolo a la extenuación, a una degeneración lenta de todos los tejidos” (p 286).

La objetividad. Aquí la tenemos no como disfraz sino como necesidad. Es objetivo todo lo que relata Chéjov: ofrece datos, detalles significativos, secuencias, descripciones. Ofrece un trabajo comprometido con la realidad. No juzga, no valora, el relato de lo que encuentra es suficiente. Y precisamente porque la realidad con la que se topa es demasiado áspera, Chéjov opta por desaparecer como sujeto narratario. Su trabajo es hacer ver, hacer comprender por las palabras que muestran, desnudas, como renunciando al estilo, pero logrando el estilo sublime de la mirada que relata fielmente lo que ve.

Chéjov no consideró su isla de Sajalín como obra literaria, sino como una investigación social. Al llegar a Sajalín llevaba una acreditación de periodista que le permitía hablar con los presos, excepto con los políticos. Aún así, se las arregló para visitarlos. Elaboró unas fichas con preguntas e hizo imprimir 10.000 copias. Visitó las cárceles y colonias de la isla y elaboró un censo de población. Investigó las condiciones de vida en la colonia penitenciaria: alimentación, la inhumanidad de las celdas, los trabajos de los colonos y presos, el estado de los hospitales, la actuación de carceleros y autoridades. Dedicó una atención muy especial a la situación de las mujeres, tanto de las presas como de las que llegaron a Sajalín siguiendo el destino de sus maridos condenados. Describió la descomposición de la vida familiar en las situaciones límites de la isla. Esta isla que explora, cuenta su historia y su realidad: se detiene allí para mirar también la dura existencia de los oriundos isleños, guiliacos y ainos, sin asomo alguno de superioridad.


Presos en Sajalin

Chéjov escribió la más valiente y dura acusación contra la tiranía brutal del gobierno zarista. Relata Víctor Gallego en la Introducción que las consecuencias de todo este empeño del escritor ruso de relatar (solo relatar) los hechos escandalosos (incluso para la moral de la época) “motivaron la apertura de una investigación oficial, probablemente de escasas consecuencias prácticas; no obstante, Chéjov había conseguido su objetivo: lograr que la opinión pública fijara su atención en la isla de Sajalín y en las condiciones de vida de los presos. Poco a poco, muchos aspectos siniestros de la vida de los exiliados fueron mejorando y algunas prácticas especialmente odiosas se erradicaron para siempre. Así, en 1893 se prohibieron los castigos corporales a mujeres; en 1895 el Estado asignó una suma para el mantenimiento de los orfanatos; en 1899 desaparecieron el exilio de por vida y las condenas a cadena perpetua; en 1903 se suprimieron los latigazos y las cabezas afeitadas”.

Con todo ello, no es entendible que esta obra de Chéjov no figure como la más importante precursora de lo que mucho más tarde se ha venido en llamar periodismo de investigación. Este gran reportaje debería leerse y analizarse en todas las facultades donde se enseñe periodismo. Por todo: por el método, por el rigor, por el lenguaje, por la objetividad como procedimiento de verosimilitud y el objetivismo literario como retórica persuasiva; por su honradez, por su dignidad humana y profesional, por su compromiso absoluto con una verdad que no se quería ver ni saber. Por su exquisita escritura que logra el interés humano sin hurgar morbosamente en tanto sufrimiento y tanto mal. Logra la empatía. El libro, además, contiene impresionantes fotografías de las cárceles, de los presos, de los nativos. Hay una que conmueve por su composición, por la dignidad de su movimiento y por su desolada realidad: la llegada a Sajalín de una mujer condenada al exilio por motivos políticos (p. 268):


Por su parte, http://cierzo.blogia.com aporta el siguiente nuevo dato: 
Tras su viaje a la isla de Sajalín, a donde había ido para documentar su libro, escribió:
"Lamento no ser un sentimental, de otro modo diría que deberíamos ir en peregrinación a lugares como Sajalín, como los turcos van a La Meca. [...] De los libros que he leído y estoy leyendo se desprende que hemos hecho que millones de hombres se pudran en prisión; hemos dejado que se pudran sin razón alguna, sin criterio, de un modo bárbaro; les hemos obligado a recorrer miles de verstas en medio del frío, encadenados; les hemos contagiado la sífilis, los hemos corrompido, hemos multiplicado la delincuencia, y toda la culpa se la echamos a los carceleros borrachos de nariz roja. En la actualidad toda Europa culta sabe que la culpa no es de los carceleros, sino de cada uno de nosotros; no obstante, nada de eso nos importa ni nos interesa".

Frontera d-Revista Digital vuelve a ilustrarnos en el artículo “A Sajalín” de Alberto Ruano, Fotografías cortesía de Alba Editorial:

“En un enigmático viaje fluvial por el río Amur, el doctor Anton Chejov observa desde la cubierta del vapor ambas orillas. El pasado salta caprichoso en su memoria. La isla de Sajalín se acerca.
La mirada de Chejov se obnubila en la orilla derecha del río. Un incendio está arrasando un abetal. El bosque es de mediano tamaño: el fuego no va a dejar nada. El viento sopla del Norte, de manera que las llamas siguen el sentido contrario al del barco. Aún, algunas diminutas láminas de ceniza son capaces de alcanzar la cubierta. El humo es mucho más blanco de lo que pensaba, casi tanto como el del vapor, como el del cielo... El brillo salvaje del fuego en el fondo blanco del aire. Como un infierno en mitad del cielo. Chejov se acuerda entonces de su segundo hermano mayor, Nikolai. Nikolai murió de tuberculosis hace pocos meses. Chejov tose. Del bolsillo saca un pañuelo y se tapa la boca. Poco bien le hace todo este humo a sus pulmones tísicos. El pañuelo queda impregnado de pequeñas gotas de saliva anaranjadas. Sin darse cuenta, en un gesto automático, Chejov se quita los anteojos y los limpia con la punta del pañuelo. Al ponérselos de nuevo, le llama la atención una isba en la orilla contraria del río. Es pequeña, tendrá dos habitaciones como mucho. Se nota no obstante que sus inquilinos son trabajadores. Sus paredes blancas están impolutas, las tejas parecen nuevas. Un modesto corral contiene un caballo tordo y desnutrido.
            La soledad y estrechez de esta isba evocan a Chejov su casa natal de Taganrog, en el mar Azov. Allí tenía su padre un colmado, donde los vecinos venían iban a por arroz y azúcar, por sus paquetes de té, sus arenques, su jabón y sus velas para la casa. El puerto cercano llevaba a su tienda a personas de variado catadura. Mujiks rusos, marinos griegos, labradores armenios, comerciantes judíos, menestrales ucranios, modestos forajidos de todos los países. Por lo general, tipos alegres y algo escandalosos. Su padre servía vino y vodka en la propia tienda, lo que permitía a sus clientes volver a sus respectivos barcos, palacios o agujeros, con la compra en la mano, la sonrisa en los labios y algo de la infinita melancolía rusa en los ojos. Estos personajes, a los que Anton y sus hermanos atendían en el almacén, son los que luego poblarían las páginas de sus cuentos.
            Chejov se sienta en una de las bancadas de cubierta. Le duele el pecho. Respira hondo. Mapa de la isla de SajalínEl asiento es incómodo, no tiene respaldo, está helado. Le recuerda al banquito en el que él y sus hermanos se sentaban en la iglesia a la que su padre les arrastraba a diario. Chejov piensa en su padre, Pavel Chejov. Padecía culpas y remordimientos atávicos, heredados de una larga genealogía de esclavos.
La tarde se acaba y Chejov siente fresco. De todas formas, piensa mientras regresa al interior del barco, la malnutrición, el frío y la pobreza de su infancia les han dejado a él y a sus hermanos señalados para una muerte temprana. Sabe que la misma enfermedad que acaba de matar a Nikolai se le llevará a él en poco tiempo. Sólo espera que sus costumbres más temperadas le concedan unos años más que a su hermano.
            Pocos días después de la muerte de Nikolai, Chejov decidió hacer este viaje. Imagen antigua de SajalínConcienzudo y paciente, ha estudiado en las semanas previas a su partida todo lo que se puede saber de Sajalín. En el mapa, Sajalín es una isla casi del tamaño de Inglaterra que se estira de Sur a Norte en el extremo oriental de Rusia, justo encima de Japón. Chejov, partiendo de Moscú, ha recorrido en dos meses seis mil verstas de estepa, alternando coches de caballos, barcos de vapor y algún tramo a pie.
           Pero Sajalín es algo más que una isla. En Sajalín se encuentra la colonia penitenciaria más importante de Rusia. Es la cloaca que absorbe el detritus social del imperio del zar. Allí pagan sus culpas desde los asesinos más sanguinarios hasta los presos políticos más cándidos. El precio es el hielo, el azote, el aislamiento, la enfermedad y la muerte.
           Chejov mismo no consigue entender las razones de este viaje. Sus familiares y amigos le han tenido por loco. Del sutil silogismo a la palabra grosera, no hay argumento que no hayan empleado para intentar disuadirle. Chejov se ríe. Espera que Kolia le esté viendo. Fija sus ojos en el portillo de la amura. El incendio ha quedado atrás. Ya sólo queda la taiga ciega, inmensa.
Se consume el camino. El barco avanza. Sajalín se acerca.


De asociacion.foroporlamemoria@yahoo.es, algunos fragmentos de: “¿Chejov escribe "lo mejor posible"? por Ramón Pedregal Casanova / UCR     

¡Qué empeño en desvirtuar a Chejov señalando algo que él no dijo nunca! ¿No tenía posiciones ideológicas? ¿Nabokov que era anticomunista y explicaba las novelas bajo tal perspectiva no tenía tampoco posiciones ideológicas? Ideología etimológicamente viene de idea, que en filosofía indica la visión que se tiene del mundo, ¿y Chejov no tenía una idea sobre el mundo? Por ejemplo, cuando dimite de la Academia rusa por la expulsión de Gorki ¿no tomó posición ante un hecho de trascendencia política?, porque Gorki no era un escritor ajeno a lo que ocurría en Rusia.
Otro ejemplo, traigo aquí lo que dice Nabokov de Chejov: "era un individualista y un artista". Nabokov, además de verter una idea reaccionaria de lo que es ser artista, en su ideario es colocarse al margen de lo que ocurre en el mundo, creyentes de esa falsificación hay muchos, además, falsifica la actitud nada individualista de Chejov ante la vida, Chejov, nieto de un esclavo que compró su libertad, escribía a su editor Suvorin en 1894: "...He creído en el progreso desde la infancia, como no podía ser de otro modo, porque la diferencia entre la época en que me azotaban y aquella en que dejaron de hacerlo era enorme. ...la filosofía tolstoiana me ha afectado profundamente y me ha dominado durante seis o siete años; lo que más influía en mí no eran las tesis fundamentales de Tolstoi, que ya conocía de antaño, sino su modo de exponerlas, sus razonamientos, y, probablemente, una especie de imnotismo. Pero ahora algo protesta en mi interior; un razonamiento imparcial me dice que hay más amor por la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en la castidad y en la abstención de comer carne". Ni "liberalismo", ni individualismo, ni artista por encima o al margen del mundo.
Los cuentos de Chejov, sus obras de teatro son bien conocidos, pero veamos un libro menos conocido por los lectores, "La isla de Sajalin", libro escrito como consecuencia de su viaje a la isla-prisión para conocer lo que allí ocurría, ¿artista individualista, sin compromiso?, su palabra forzó al régimen zarista a mejorar las condiciones de vida de los presos. La isla de Sajalin, en el último extremo de Siberia, próxima a Japón, ofrecía una historia oscura y amenazante para los conciudadanos de Chejov. Escribe a Suvorin, su editor, que como él, se refiere a Suvorin, hay mucha gente a la que parece no interesarle lo que en esa lejana isla ha ocurrido y se lo critica: "Sajalin sólo puede carecer de interés a una sociedad que no haya deportado allí a miles de hombres y no gaste en ellos millones de rublos. A excepción de Cayena en la actualidad y de Australia en el pasado, Sajalin es el único lugar donde se puede estudiar la colonización por parte de delincuentes". Y continua hablando sobre la necesidad de resolver los problemas sociales y llama a considerar Sajalin como un problema moral y ver en Sajalin "un asunto de tanta importancia como para los militares es la principal plaza militar". Por sus lecturas, dice, conoce cómo se han podrido millones de personas en aquella prisión y cómo se sigue haciendo, cómo se les hace cruzar Siberia cargados de cadenas, cómo se contagian de enfermedades, cómo se corrompe a los presos, como se degenera al ser humano, y señala que la culpa es de todos y cada uno de los que consienten la situación de los detenidos: "el problema carcelario no ofrece ningún interés para nuestros juristas".
Chejov, que empezaba a manifestar síntomas de tuberculosis, cruzó Siberia a caballo, en barco, andando, en coche de postas, viajó de todas las formas posibles por un espacio peligroso. Tardó 2 meses y 20 días en llegar a la isla-prisión y permaneció en ella algo más de 3 meses, el 13 de Octubre de 1890 se embarcó de vuelta.
Una vez en Sajalin, Chejov despliega todas sus energías en pos del conocimiento de la realidad, para detallar en sus escritos todos y cada uno de sus pormenores entra en cada una de las celdas y habla con los presos, en cada colonia y en cada casa de aquellos a quienes se permite vivir fuera de la prisión, y lo que descubre está mucho más allá de todo lo que había leído antes de partir. Aún así queda sin registrar en sus fichas y cuadernos las condiciones en que se encuentran los presos políticos, se le prohibió expresamente. Visitarlos. Lleva una acreditación como periodista facilitada por su editor, y eso influye en el comandante que gobierna la prisión y le entrega un visado para hacer su trabajo, con la prohibición ya mencionada de hablar con los presos políticos. Para asegurarse, el comandante envió un documento secreto a los diferentes responsables con el fin de que por allí por donde pasase Chejov le impidiesen toda relación con esos presos. ¿Cómo sería la vida de éstos si la contemplación de la existencia del resto de los presos y el trato a que se les sometía hizo que Chejov escribiese al terminar que había hecho "un viaje al infierno"? La exposición de las condiciones de vida, hambre, frío, castigos, tratos degradantes, deshumanización total, aún lleva a Chejov a poner el acento en los más débiles de todos aquellos desgraciados: las mujeres y los niños, ellas repartidas como ganado entre los guardianes y presos empleados para colonizar, y los niños que, sin protección ninguna, pasan por todas las vicisitudes y sufrimientos para morir antes o después. Los niños, las niñas, llegaban acompañando al padre o la madre. Permítanme un ejemplo, hay muchos más en el libro: "El 8 de Julio, antes del almuerzo, el Baikal levó anclas. Con nosotros iban unos trescientos soldados al mando de un oficial, y varios presos, a uno de los cuales lo acompañaba una niña de cinco años, su hija, que se aferró a sus grilletes en el momento en que el padre se disponía a subir por la escalerilla. También atraía la atención una presa a la que su marido seguía voluntariamente al penal". Y junto a escenas como ésta Chejov contempla el incendio de un bosque que al tiempo que el fuego lo consume a nadie parece preocuparle. Toda una visión chejoviana de la sociedad adormecida o deshumanizada. Chejov, recordando sus lecturas sobre Sajalin nos dice: "Un periodista que al principio tenía miedo de cada arbusto y que, cada vez que se encontraba con un preso en la carretera o en un sendero, palpaba el revólver que guardaba debajo del abrigo, hasta que se tranquilizó y llegó a la conclusión de que los presos, en su conjunto, son un rebaño de borregos cobardes, perezosos, muertos de hambre y serviciales". En cualquier caso, -continua Chejov- para pensar que los presos rusos respetan la vida y la bolsa del prójimo sólo porque son perezosos y cobardes, hay que tener muy mala opinión de los hombres en general o no conocerlos en absoluto". Esa "muy mala opinión" es fruto de la división social y de la negación al conocimiento de la sociedad en la que se está.
Chejov observa cómo la violencia ejercida contra los presos los ha llevado a un estado de sumisión tal que no se reconoce en ellos al ser humano: solicitan al gobernador, al que tienen que llamar "el más cortés de los gobernantes", algo que no le cuesta el más mínimo esfuerzo. De la misma manera conoce sus historias terribles, tras contarle su desgracia, algo verdaderamente trágico que llena de espanto, una anciana, como transformándose en otra persona que sorprende más allá de la emoción causada, le pide que les compre un poco de chucrut; otra de las veces un hombre le cuenta como cargado de cadenas recorrió las cárceles de Siberia mientras era seguido por la mujer y la hija hasta llegar a Sajalin. Tardó 3 años en cruzar Siberia a pie, y el hijo, que iba en barco a encontrarse con ellos, llegó 3 años antes. En el camino murió la hija y el sufrimiento dejó en los otros una herida incurable. Después de tanto infortunio el padre aceptaba resignadamente su vida como la voluntad divina, era el único refugio.
El relato que Chejov hizo de lo que ocurría en Sajalín fue una bomba de despertar social, fue una explosión que, si ya se sabía, rebeló a los ojos de la población lo instituido, lo que forzó al tirano a emprender una serie de cambios en la isla-prisión con lo que mejoró la vida de los presos.
El libro se publicó en 1893. ¿Era Chejov "un artista y un individualista"? ¿Debía oponerse a mejorar la sociedad y "escribir lo mejor posible"?