jueves, 20 de agosto de 2015

Escucharnos: nuestro íntimo festival (2)
























Wiston Barneche
Integrante del Taller de Poesía
de PERRAS NEGRAS.
De su mano llegó Juana,
una Juana de Ibarbourou que no conocíamos y 
que aquí se quedó
a través de los vívidos comentarios 
de sus experiencias juveniles.









Alejandro Rienzo

"Qué azul me queda?" preguntabas, Juana.
Y nunca pude decirte.
Cualquier azul te sienta bien
con esa mirada triste.
Cualquier azul te queda bien.
Combina con tus palabras.
Pero ahora, que estás entre tierra y madera, Juana,

sólo flores azules puedo obsequiarte.


De: Alejandro Rienzo




Adriana Riotorto

Graciela Vargas

ENTRE TU ESPACIO Y EL MÍO


“¿Qué azul me queda?” preguntabas, Juana.
 Y es mía también tu interrogante:
¿Cuánto azul me queda de ese inconmensurable infinito
entre mi espacio y la tierra, 
para la quietud de ésa, la morada  de árboles inhiestos,
guardianes sempiternos del triste silencio?
¿Para la brisa acariciante y cálida de los verdes campos?
¿Para el perfume de los paraísos en las noches primaverales?
¿Para la tersura de mis jazmines perfumados que me indican la llegada del verano?
¿Cuánto de ese azul cobalto cubierto de enigmáticas estrellas,
que a mi mirada embelesa?
A ti, Juana, te acompañaba la fidelidad de un perro;
a mí me custodian los gatos, cuya mirada protegen mi lecho.
Hoy,
también llueve , como aquel día en que tú mojabas tu falda.
Contemplo cómo desliza su llanto irregular la lluvia en los vidrios.
Veo la su mansedumbre, su entrega.
Su lacónica música acompaña la ausencia
del buscado azul que tú agotaste primero.
Mis preguntas son cautelosas…
Y me aferro al hálito que estiro
entre tu espacio y el mío.-


Nicolás Cestau
deleitándonos con sus canciones,
especialmente la dedicada a su prima María Emilia,
hermosa jovencita que lucha desde pequeña
contra las barreras impuestas por la sociedad
a las personas con capacidades diferentes.
María Emilia carece del sentido de la audición.
Dice Nicolás que, desde que lee a los poetas del Taller,
se ha modificado y amplificado su capacidad
como compositor y cantautor.


Alexa Urrestarasú

Homenaje a Juana de Ibarbourou



“¿Qué azul me queda?”
preguntabas, Juana,
mientras me mirabas desnuda
cortando el aire con tus ojos de amanecer.
¿Qué azul te queda, Juana?
Te queda el azul del mar que golpea fuerte
para probar tu entereza.
Te queda el azul de la noche oscura sin estrellas
para que sientas la duda morderte la lengua.
Te queda el azul de la sombra de tu ausencia y
el azul de la piedra que se roe
con la gota de pensamientos de tristeza.
¿Qué azul te queda, Juana?
Te queda el azul de la paciencia
que se cuela entre tus dedos y pide espera.
Te queda el azul del placer que te encontró desnuda
la otra noche, mientras sudabas en ese cuerpo
ajeno, ajeno y azul.
¿Qué azul te queda, Juana?
Te queda el azul de la locura que se esfuerza
en despeinarte de razones que tanto atesoras.
Te queda el azul de la fortuna del amor
que tiñe de azul el delirio de la soledad.
¿Qué azul te queda,  Juana?
Te queda el azul de los ojos curiosos y
la boca con memoria del azul que te besa.
Y de tanto azul que nos queda
nos vamos destiñendo a gota de lágrima
soñando, Juana,
soñando en azul.





Sin embargo, quedó su imagen última, cuando la dictadura la condecoró.

Esa imagen corresponde a cuando el gobierno de facto le dio la medalla Protector de los Pueblos Libres. Esa es la imagen última, pero no es la imagen total ni la que tuvo en toda su vida. Juana no fue de izquierda. Cuando vino Fidel, fue a la casa de Juana de Ibarbourou en la avenida 8 de Octubre, a llevarle un regalo que le enviaba su amiga cubana, Mariblanca Sabas Alomá. Esta poeta fue íntima amiga de Juana y era absolutamente fiel al régimen de Castro. Juana era una librepensadora y antitotalitaria. Le dice a Mariblanca que piensa que Fidel es un héroe y manifiesta una gran admiración por él, pero añade que tiene su temor de que se incline hacia el lado del sovietismo. Eso lo decía en 1959, a poco del triunfo de la revolución. Creo que tuvo un ojo avizor muy importante. Hagamos entonces un balance: en un país totalmente laico, colorado y batllista, ella se manifiesta blanca y católica. ¿Qué se le echa en cara? La imagen final. Pero, pregunto: para una mujer de 85 años, enferma, vieja, pobre, que no tiene donde vivir, dominada por un hijo psicópata que terminó suicidándose en una pensión de mala muerte, a quien le ofrecen una casa donde vivir, ¿estamos todos tan bien pertrechados para negarnos, ante un gobierno militar, de fuerza? Además de la seguridad y la comodidad, ¿no pudo haber tenido miedo?

Jorge Arbeleche


De: La poesía compromete al lector de manera absoluta

En: Caras y Caretas


Yo grité entonces:
- ¿Quién me ayuda al ancla?
Respondieron los ecos:
- ¿Quién me ayuda al ancla?

   Y sentí que ya era, en el silencio,
Un grito desolado mi llamada.


De El Grito
En: “Perdida”




martes, 18 de agosto de 2015

El recuperador de historias suprimidas: V. S. Naipaul


17 de agosto de 1932- Isla Trinidad
Hijo de inmigrantes del norte de India.
Nacionalizado como británico

(...)  ya había empezado a tener mi propia idea de lo que era escribir. Era una idea privada, y curiosamente dignificante, separada de la escuela y separada de la vida desordenada y desintegrada de nuestra familia extendida hindú. Esa idea de escritura -que me daría la ambición de ser escritor- se había desarrollado a partir de las cositas que mi padre me leía de vez en cuando.

Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista. Leía a su modo. En esa época tenía poco más de treinta años; y seguía aprendiendo. Leía muchos libros al mismo tiempo, no terminaba ninguno, no buscaba la historia o el argumento en ningún libro sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Allí encontraba el placer, y podía saborear a los escritores sólo en pequeños fragmentos. A veces me llamaba para que escuchara dos o tres o cuatro páginas, rara vez más, de escritura, que disfrutaba especialmente. Leía y explicaba con entusiasmo y era fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta manera insólita -considerando los antecedentes: la escuela colonial racialmente mixta, la introversión asiática en la casa- yo había empezado a reunir mi propia antología de literatura inglesa.

Mi antología privada y las enseñanzas de mi padre me habían dado una idea elevada de la escritura. Y aunque había empezado desde una esquina bastante diferente, y estaba a años de distancia de entender por qué sentía lo que sentía, mi actitud (como luego descubriría) era como la de Joseph Conrad -que en esa época acababa de empezar a publicar- cuando le enviaron la novela de un amigo. La novela claramente era una de mucha trama: Conrad la vio no como una revelación de corazones humanos sino como una invención de "sucesos que, propiamente hablando, son sólo accidentes". Al amigo le escribió: "Todo el encanto, toda la verdad, quedan eliminados por los... mecanismos (por así decir) de la historia que la hace parecer falsa."
Para Conrad, así como para el narrador de Bajo la mirada occidental, el descubrimiento de cada relato era moral. Para mí también lo era, sin saberlo. Ahí me habían llevado el Ramayana y Esopo y Andersen y mi antología privada (incluso Maupassant y O. Henry). Cuando Conrad conoció a H.G. Wells, a quien consideraba demasiado verboso, y que no contaba directamente la historia, Conrad dijo: "Mi querido Wells, ¿de qué se trata El amor y el señor Lewisham? ¿Qué es todo esto sobre Jane Austen? ¿De qué se trata todo esto?"
Así me había sentido yo en la escuela secundaria y también durante muchos años después; pero no se me había ocurrido decirlo, no sentía que tenía el derecho de hacerlo, no me sentí competente como lector hasta los veinticinco años de edad. Para ese entonces ya había pasado siete años en Inglaterra, cuatro de ellos en Oxford, y tenía un poco del conocimiento social que era necesario para comprender la ficción inglesa y la europea. También me había hecho escritor y, por lo tanto, podía ver la escritura desde el otro lado. Hasta entonces había leído ciegamente, sin criterio, sin saber realmente cómo valorar las historias inventadas.
Sin embargo, algunas cosas innegables se habían añadido a mi antología durante mi época en la escuela secundaria. Los más cercanos a mí eran los relatos de mi padre acerca de la vida de nuestra comunidad. Me encantaban como escritura, así como por el trabajo que se necesitaba para hacerlos. También me anclaban en el mundo; sin ellos no habría sabido nada de nuestros ancestros. Y, mediante el entusiasmo de un maestro, hubo tres experiencias literarias en el último año de preparatoria: Tartufo que era como un cuento de hadas que daba miedo, Cyrano de Bergerac, que evocaba la emoción más profunda, y Lazarillo de Tormes, la picaresca española de mediados del siglo XVI, primera de su tipo, animada e irónica, que me introdujo en un mundo como el que yo conocía.
Eso fue todo. Esa era mi provisión de lecturas al final de mi educación isleña. No podía considerarme un lector de verdad. Nunca había tenido la capacidad de perderme en un libro; al igual que mi padre, podía leer sólo pequeños fragmentos. Mis ensayos para la escuela no eran excepcionales; sólo eran el resultado de un estudio amontonado. A pesar del ejemplo de mi padre con sus relatos, no había empezado a reflexionar de manera concreta sobre qué podría escribir. Pero seguía pensando que yo era escritor.

De: Leer y escribir

En: Fractal n° 21



lunes, 17 de agosto de 2015

"Le escribo porque estoy sufriendo como un perro"- Una forma de vida

Autora nacida en Japón
el 13 de agosto de 1967;
ciudadana belga
que escribe en francés.


























Aquella mañana, recibí una carta distinta a todas las demás:

Querida Amélie Nothomb:

Soy soldado de segunda clase del ejército norteamericano, mi nombre es Melvin Mapple, pero puede llamarme Mel. Llevo más de seis años destinado en Bagdad, desde el principio de esta jodida guerra. Le escribo porque estoy sufriendo como
un perro. Necesito un poco de comprensión y sé que usted me comprenderá.
Respóndame. Espero que me escriba pronto.

Melvin Mapple
Bagdad, 18/12/2008

Primero pensé que se trataba de una broma.
Aun suponiendo que existiera el tal Melvin Mapple, ¿tenía derecho a escribirme aquellas cosas?
¿Acaso no existía una censura militar que nunca debería haber dejado pasar el «fucking» delante del «war»?
Examiné el sobre. Si era falso, la ejecución resultaba admirable. Una máquina americana de sellar había realizado el franqueo, estampado con un sello iraquí. Pero lo que le daba más autenticidad era la caligrafía: esa letra americana básica, simple y estereotipada, que tantas veces había visto en el transcurso de mis estancias en los Estados Unidos. Y aquel tono directo, de una irrefutable
legitimidad.
Cuando dejé de dudar sobre la autenticidad de la misiva, me impactó la increíble dimensión de aquel mensaje: si bien no era nada sorprendente que un soldado norteamericano que vivía aquella guerra desde el principio y desde dentro estuviera sufriendo «como un perro», sí resultaba alucinante que me lo contara a mí.
¿Cómo había oído hablar de mí? Cinco años antes, se habían traducido algunas de mis novelas al inglés y en los Estados Unidos habían gozado de una acogida más bien confidencial. Sin sorprenderme, ya había recibido otras cartas de militares
belgas o franceses que casi siempre me pedían una fotografía dedicada. Pero un soldado de segunda clase del ejército norteamericano destinado en Irak, eso me superaba.

¿Sabía quién era yo? Aparte de la dirección de mi editor, correctamente escrita en el sobre, nada dejaba entrever que así fuera. «Necesito un poco de comprensión y sé que usted me comprenderá.»
¿Cómo podía saber que yo le comprendería? Suponiendo que hubiera leído mis libros, ¿acaso eran el ejemplo más evidente de la comprensión y la compasión humanas? Puestos a convertirme en madrina de guerra, la elección de Melvin Mapple me dejaba perpleja.
Por otro lado, ¿me apetecían aquellas confidencias?
Ya eran muchos los que me escribían para contarme sus penas con todo lujo de detalles. Mi capacidad para soportar el dolor ajeno se hallaba al límite de su resistencia. Además, el sufrimiento de un soldado norteamericano, eso tenía que
ocupar mucho sitio. ¿Podría abarcar semejante volumen?
No.
Probablemente, Melvin Mapple necesitaba un psicólogo. Y ése no era mi oficio. Ponerme a disposición de sus confidencias sería hacerle un flaco favor, ya que se consideraría liberado de la necesidad de terapia que seis años de guerra habían
tenido que engendrar.
No responder nada me habría parecido un poco malvado. Opté por una solución intermedia: le dediqué al soldado mis libros traducidos al inglés, los empaqueté y los envié por correo.

De ese modo me parecía haber hecho un gesto para aquel subalterno del ejército norteamericano y apacigüé mi conciencia.
Más tarde, pensé que la ausencia de censura militar se explicaba, sin duda, por la reciente elección de Barack Obama como presidente; es cierto que no sería presidente en funciones hasta un mes más tarde, pero aquella conmoción ya había tenido sus efectos. Obama no había dejado de manifestarse contra aquella guerra y de declarar que, en caso de victoria demócrata, ordenaría el regreso de las tropas. Me imaginaba la vuelta inminente de Melvin Mapple a su Norteamérica natal: en mis fantasías, le veía llegando a una granja confortable, rodeada de campos de maíz, con sus padres recibiéndole con los brazos abiertos. Aquella idea acabó de tranquilizarme. Como seguro que se habría llevado mis libros dedicados, indirectamente yo habría contribuido a la práctica de la lectura en la
región del Corn Belt.

Aún no habían transcurrido ni dos semanas cuando recibí la respuesta del soldado de segunda:

Querida Amélie Nothomb:
Gracias por sus novelas. ¿Qué quiere que haga con ellas?
Happy new year,
Melvin Mapple
Bagdad, 1/01/2009

Me pareció un poco envarado. Algo nerviosa, le escribí inmediatamente la siguiente carta:

Querido Melvin Mapple:
No lo sé. Quizá calzar un mueble o subir la altura de una silla. U ofrecérselos a un amigo que haya aprendido a leer.
Gracias por sus deseos de año nuevo. Los mismos para usted.
Amélie Nothomb
París, 6/01/2009

Envié la nota revolviéndome contra mi propia estupidez. ¿Cómo había podido esperar una reacción distinta por parte de un militar?



De: www.elboomeran.com


martes, 11 de agosto de 2015

"Se debería decir Afrolatinoamérica"- Jorge Amado

10 de agosto de 1912- Brasil















Latinoamérica es un espacio geográfico que abarca México, la América Central y la América del Sur. Es una designación. Pero la designación en sí misma, para ciertos países como Cuba y Brasil, sobre todo, me parece falsa. Se debería decir Afrolatinoamérica, porque tenemos un componente africano que desconoces cuando dices Latinoamérica. Yo no soy latino, soy medio latino. Mi abuela materna era india. Un bisabuelo era negro. ¿Comprende? ¿Cómo que yo soy latino? Soy latino y soy indígena y soy negro. Sobre todo culturalmente, soy más negro que cualquier otra cosa. Más negro que latino.

De: Entrevista realizada en La Habana y publicada en el Magazín Dominical de El Espectador, Nº 199, del 18 de enero de 1987.

En: https://elaladearriba.wordpress.com



lunes, 10 de agosto de 2015

Marta Brunet y su mirada sobre la condición femenina.

9 de agosto de 1897- Chile
Agregada Cultural en la embajada de Uruguay en 1963.
Integrante de la Academia Nacional de Letras.

















Tía María Mercedes es la hermana mayor de María Soledad. Un año mayor. Pero que parece la hermana mayor de Solita, prodigiosamente joven, increíblemente bella, infinitamente seductora. Casó un año antes que María Soledad, con un muchacho que fue su amor desde la infancia, uno de esos amores que parecen determinarse por misteriosas afinidades capaces de soportarlo todo: incomprensión familiar, dificultades económicas, diferencia de clases sociales, separaciones impuestas por circunstancias adversas; todo, hasta la muerte. Porque esta frágil criatura resplandeciente que contra viento y marea logró imponer a su familia el hombre por ella elegido, la misma que fue la más hermosa novia, sobrellevó bravamente el momento en que --en el fundo sureño-- le trajeron el cuerpo del marido, ahogado al vadear un río desbordante por las lluvias de un invierno tozudo. Endureció los músculos, apretó los dientes, echó la cabeza atrás y como si fuera un hombre --como los hombres creen que se comportan ante las catástrofes-- hizo cuanto había que hacer: llevar el cadáver hasta la cercana estación de ferrocarril, avisar a la familia de él, a la suya, conseguir un vagón para trasladarlo a la ciudad. Todo: sacarle la ropa, que destilaba agua viscosa. Limpiarlo. Acomodarlo en el sudario. Velar junto a él entre el dolido musitar de los demás. Asistir a la misa. Acompañarlo al cementerio. Ver cómo el ataúd desaparecía por la boca del nicho.

Todos esperaban la trizadura súbita. Volvió a la casa con la misma entereza. Y siguió viviendo sumada a la vida familiar. Si algo se decía para compadecerla, el iris de sus ojos, que era como el de María Soledad, gris veteado de verde, parecía anublarse. No contestaba. Cada vez más ajena a lo circundante. Tan ausente que quien decía las palabras conmiseratorias terminaba por callar con la penosa certeza de no haber sido escuchado.

--Déjenla tranquila --exigía el padre.

--¡Pobrecita! ¿Para qué hurgarle más en sus espinas? --añadía la madre.

Y la dejaron. Su existencia continuó aparentemente igual que antes. Porque si antes fue la niña que tuvo un amor desde pequeña y logró casarse con ese novio, elegido en un tiempo que ni ella misma podía precisar, tal vez cuando lo vio por vez primera y puso su manecita en la de él para llevarlo al jardín y mostrarle la pompa de la rosa amarilla abierta esa mañana, cuando ese novio, ya marido, murió, la niña regresó a la vieja casa señorial. Pero era ahora un mundo con propia atmósfera, visible su territorio, mas inexplorable.

Esto pasó hace años, antes que naciera Solita. Pero la historia ha llegado hasta ella en pedacitos con los cuales, a su manera, ha hecho un muestrario de prodigios.

Solita la ha visto infinidad de veces; ha sentido su mano larga, tan blanca, tan parecida a la de María Soledad, acariciarle el pelo, pasar una yema suave por el contorno de su mejilla; ha oído su voz diciéndole el ritornelo sin sentido pero delicioso con que se regalonea a los pequeños. Pero nunca, como ahora, ha tenido la oportunidad de convivir con ella días de días.


Fragmento de: Tía María Mercedes


En: uchile.cl