Autora nacida en Japón el 13 de agosto de 1967; ciudadana belga que escribe en francés. |
Aquella
mañana, recibí una carta distinta a todas las demás:
Querida
Amélie Nothomb:
Soy
soldado de segunda clase del ejército norteamericano, mi nombre es Melvin
Mapple, pero puede llamarme Mel. Llevo más de seis años destinado en Bagdad,
desde el principio de esta jodida guerra. Le escribo porque estoy sufriendo
como
un
perro. Necesito un poco de comprensión y sé que usted me comprenderá.
Respóndame.
Espero que me escriba pronto.
Melvin
Mapple
Bagdad,
18/12/2008
Primero
pensé que se trataba de una broma.
Aun
suponiendo que existiera el tal Melvin Mapple, ¿tenía derecho a escribirme
aquellas cosas?
¿Acaso
no existía una censura militar que nunca debería haber dejado pasar el «fucking» delante del «war»?
Examiné
el sobre. Si era falso, la ejecución resultaba admirable. Una máquina americana
de sellar había realizado el franqueo, estampado con un sello iraquí. Pero lo
que le daba más autenticidad era la caligrafía: esa letra americana básica, simple
y estereotipada, que tantas veces había visto en el transcurso de mis estancias
en los Estados Unidos. Y aquel tono directo, de una irrefutable
legitimidad.
Cuando
dejé de dudar sobre la autenticidad de la misiva, me impactó la increíble
dimensión de aquel mensaje: si bien no era nada sorprendente que un soldado
norteamericano que vivía aquella guerra desde el principio y desde dentro
estuviera sufriendo «como un perro», sí resultaba alucinante que me lo contara
a mí.
¿Cómo
había oído hablar de mí? Cinco años antes, se habían traducido algunas de mis
novelas al inglés y en los Estados Unidos habían gozado de una acogida más bien
confidencial. Sin sorprenderme, ya había recibido otras cartas de militares
belgas
o franceses que casi siempre me pedían una fotografía dedicada. Pero un soldado
de segunda clase del ejército norteamericano destinado en Irak, eso me
superaba.
¿Sabía
quién era yo? Aparte de la dirección de mi editor, correctamente escrita en el
sobre, nada dejaba entrever que así fuera. «Necesito un poco de comprensión y
sé que usted me comprenderá.»
¿Cómo
podía saber que yo le comprendería? Suponiendo que hubiera leído mis libros,
¿acaso eran el ejemplo más evidente de la comprensión y la compasión humanas?
Puestos a convertirme en madrina de guerra, la elección de Melvin Mapple me
dejaba perpleja.
Por
otro lado, ¿me apetecían aquellas confidencias?
Ya
eran muchos los que me escribían para contarme sus penas con todo lujo de
detalles. Mi capacidad para soportar el dolor ajeno se hallaba al límite de su
resistencia. Además, el sufrimiento de un soldado norteamericano, eso tenía que
ocupar
mucho sitio. ¿Podría abarcar semejante volumen?
No.
Probablemente,
Melvin Mapple necesitaba un psicólogo. Y ése no era mi oficio. Ponerme a
disposición de sus confidencias sería hacerle un flaco favor, ya que se
consideraría liberado de la necesidad de terapia que seis años de guerra habían
tenido
que engendrar.
No
responder nada me habría parecido un poco malvado. Opté por una solución
intermedia: le dediqué al soldado mis libros traducidos al inglés, los
empaqueté y los envié por correo.
De
ese modo me parecía haber hecho un gesto para aquel subalterno del ejército
norteamericano y apacigüé mi conciencia.
Más
tarde, pensé que la ausencia de censura militar se explicaba, sin duda, por la
reciente elección de Barack Obama como presidente; es cierto que no sería
presidente en funciones hasta un mes más tarde, pero aquella conmoción ya había
tenido sus efectos. Obama no había dejado de manifestarse contra aquella guerra
y de declarar que, en caso de victoria demócrata, ordenaría el regreso de las tropas.
Me imaginaba la vuelta inminente de Melvin Mapple a su Norteamérica natal: en
mis fantasías, le veía llegando a una granja confortable, rodeada de campos de
maíz, con sus padres recibiéndole con los brazos abiertos. Aquella idea acabó de
tranquilizarme. Como seguro que se habría llevado mis libros dedicados,
indirectamente yo habría contribuido a la práctica de la lectura en la
región
del Corn Belt.
Aún
no habían transcurrido ni dos semanas cuando recibí la respuesta del soldado de
segunda:
Querida
Amélie Nothomb:
Gracias
por sus novelas. ¿Qué quiere que haga con ellas?
Happy new year,
Melvin Mapple
Me
pareció un poco envarado. Algo nerviosa, le escribí inmediatamente la siguiente
carta:
Querido
Melvin Mapple:
No
lo sé. Quizá calzar un mueble o subir la altura de una silla. U ofrecérselos a
un amigo que haya aprendido a leer.
Gracias
por sus deseos de año nuevo. Los mismos para usted.
Amélie
Nothomb
París,
6/01/2009
Envié
la nota revolviéndome contra mi propia estupidez. ¿Cómo había podido esperar
una reacción distinta por parte de un militar?
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