jueves, 16 de mayo de 2013

16 de mayo de 1918- Juan Rulfo: una tristeza que se fue bajando* hacia la escritura (* De: Es que somos muy pobres)


Damián Domingo


…pues lo que le decía, don Juan, yo que usted no subiría a ese poblacho ni para hacer fotos ni inspirar la pluma. Aquello ya parecen los negativos, todo luce como recién chamuscado y embadurnado de ceniza, igualito que si los americanos les hubieran tirado la bomba esa. No más se lo digo porque yo llegué para un ratito, en suplencia del padre Morales en lo que tardara en venir el nuevo párroco, y me quedé allá como amojamado los tres peores años de mi vida. Ahorita que usted puede hacer lo que quiera, menos decir luego que no se lo advertí.

Recuerdo que el arriero que me subió culebreando por las escarpas, mucho antes de coronar me dijo que se volvía. Más abajo habían quedado el maíz flamígero y el fríjol, y ya clareaban los tamarindos. Me señaló arriba un racimo de casas que espejeaba al sol como una calavera con corona de espinas y me dijo que aquello era la aldea. No quiso ni subir a abrevar las dos mulas, ni me valieron súplicas ni amenazas, que más que al infierno de ultratumba dijo temer al de este mundo. Me arrojó la maleta a la vereda y me advirtió que si me retardaba caería el viento y me aplastaría la lápida del sol. Cuesta arriba y entre el rosario que hilaban las chicharras, me guiaron los zopilotes. Volaban hacia la torre de la iglesia como invitados a un convite de bodas con hambres retrasadas.

A malas penas y derrengado entré en el poblado de casuchas de adobe que más parecía camposanto, y que por no tener no tenía ni nombre. En los papeles aparecía como Espejo de Luna, el rancho de Damián Domingo. El nombrecito se refiere a los cráteres y barrancos que cicatrizan la tierra entre las grietas de la sequía. Pero el rancho se ubica, con perdón de usted, en el pezón de la otra teta del terreno, y no se tarda menos de dos horitas en alcanzarlo por una trocha de espinas y matojos, y eso si la mula está bien sudada. En aquellas alturas se me anudaba el aliento de angosto que estaba el aire. Me recibieron aullidos de perros y lamentos de plañideras que desgarraban el aire como chillidos de murciélago. En la iglesia estaban celebrando el velorio de Damián Domingo.

“Bien a punto llega, padre”, me dijo una vieja reseca como manojo de paja, con una voz sofocada de bozos y rebozos, y envuelta en tanto fajo y refajo que parecía momificada de vendas negras. A usted, don Juan, si se empecina en subir, no lo van a recibir ni las iguanas, y eso ganará respecto a mí, porque por allí no quedarán sino los puritos fantasmas de quienes murieron o tuvieron la suerte de no haber nacido. Pero allá usted. ¿Le entra otro mezcalito? ¿Dizque no? Mire que va a necesitar arrestos para escalar allí. ¡Rosario, otro par de mezcales!... Gracias, hija… ¿Qué le ha parecido mi viejuca? No hay nada como tener hembrita para los que somos propensos a las tercianas. Lo único que consuela de la fiebre, destierra los escalofríos y espanta las visiones es abrigarse en pieles de mujer… Sí, en cuanto bajé de aquellos vértigos lo primerito que hice fue colgar los hábitos. No sabe usted lo que pasé en esos andurriales. Tan cerca del cielo pero también del infierno.

Pues eso, que entre unos y otros me enteraron de que la víspera el administrador había encontrado a don Domingo en el suelo de su despacho, los ojos desvelados y todito ceñido por la falda carmesí de su propia sangre, donde parecía haber chapaleado antes de expirar. Una daga cerca de su mano sugería que quizá no toda aquella sangre fuera suya. En seguida los hijos mandaron envenenar a toda la jauría del padre para que la agonía los hiciera proclamar a los cuatro vientos la muerte del amo.

A mí me extrañaba lo regular del número de deudos tratándose de personaje tan principal, y que solo hacían pucheros como por cumplir. Luego supe que al viejo nadie lo quería, porque en corriendo los lienzos había doblado el rancho sin que nadie se atreviera a reclamar, y oí a un compadre murmurar que ahorita estaría embelecando al mismo Todopoderoso.

Y no había yo sino bendecido a don Damián, como si su rostro aún tuviera ánimos y no estuviera ya entablado, igual que si aquella frente de marfil aún guardara recuerdos y pudiera arrepentirse de sus fechorías, cuando alguien me engarfió el hombro. Me llevé el susto de enfrentarme al muerto cuarenta años atrás antes de caer en la cuenta de que era uno de los hijos del victimado. Era Remigio, el mayor, recio y con cara de chamaco a pesar de tener bien cumplidos los cuarenta. Tenía las mismas cejas, unidas en un ceño fatal, los pómulos estirándole la piel como boniatos y la mandíbula voluntariosa. Quería confesarse. Pero empezamos con mal pie, nunca mejor hablado, porque hasta entonces nadie se había atrevido a decirle que en el velorio del padre de uno cuadra quitarse las espuelas.

En el confesionario casi me da un vahído al oírlo acusarse de haber madrugado a su padre a tajos de machete. Dijo haberlo visto al claror del alba saliendo del dormitorio de su hija Lucrecia. Remigio se refugió en las sombras para no ser visto. Supo que el abuelo la había desgraciado: la niña llevaba meses cambiando las lunas. Tal y como tenía pensado, Remigio bajó en mula a Tiquilpán a mandar que subieran a repararle la segadora. Todo el tiempo estuvo moliendo sus dudas y de vuelta decidió que su obligación de padre primaba sobre la de hijo. La Naturaleza propende a lo nuevo.

Lo absolví a condición de que fuera a entregarse después del entierro. Volví cabe el catafalco. Con el calor y la pudrición de las rosas, un par de zancudos revoloteaban sobre el ataúd y prescribí clavarlo a los pocos que quedaban. Afuera el viento le daba voz al alma del difunto. Y no tardó en volverme el susto de ver redivivo al muerto de joven. Se había llegado a mí Zoilo, el otro vástago, también para solicitarme confesión…

Don Juan, cómo se nota lo avezado que está usted en las historias. Ha acertado de plano y pleno. Por su parte también Zoilo se confesó parricida. Dijo haberlo ultimado también a machetazos porque Lupita, su mujer, le había confesado que la semana anterior había dejado que le entrara el suegro al dormitorio y mucho más adentro, después de llamar a la puerta con la excusa de que le contara un cuento porque no le venía el sueño. Y de todas formas bien poco que durmió, le dijo ella a su esposo, aún resentida de que aquella noche él se hubiera ido de parranda a lo de Eduarda Cisneros, la inquilina de la casa de amores.

A éste le dije lo que al hermano, que fuera al cuartelillo más cercano a inculparse y que mientras no rindiera cuentas civiles me negaba a imponerle penitencia alguna, porque no estaba yo para contaminar el sacramento de la Confesión absolviendo a aquella familia de tarados.

Arrebujado en una frazada me acurruqué en un rincón de la capilla. Después del viaje estaba desfondado. En las sombras del ábside revoloteaba un murciélago. Abrí los ojos y vi que me habían dejado solo con el muerto. Las sombras de las velas temblaban en los muros cuarteados y aquí y allá las llamas alumbraban instantáneas lagartijas. Ya lamía la noche las vidrieras como los coyotes a los perros agonizantes. Entonces caí en lo mareado que anda el tiempo en aquellas alturas. El eco de unos golpes me levantó como un resorte, igualito que si me hubieran engrasado los goznes del cuerpo. ¿Habían cerrado el portón y alguien quería entrar? ¿Qué cree usted, don Juan? No está bebiendo, así no acertará. Largo rato me quedé escuchando el miedo al silencio, porque eso era lo que sentía hasta en la punta de los pelos, pero mucho más temía que se repitieran los golpecitos. ¡Rosarito, haz el favor! Esta vez nos dejas la botella… Fíjese usted que a la condenada todavía le gusta la bulla. Pensar lo que sufrí allí arriba y lo que me estaba perdiendo aquí abajo…

Pues lo que le decía, que usted no habrá adivinado que las llamaditas venían del ataúd por dentro. Eso sí, al principio sonaban muy cautelosas, como alguien que le da vergüenza importunar a un vecino, pero a poco se iban haciendo más perentorias, al estilo de un acreedor impaciente. Sí, era el mismito difunto el que llamaba a la puerta de la vida para contarme lo que de verdad había pasado. Y no, no era que me hubieran atenazado las tercianas, que lo veo venir, don Juan. Ni que lo estuviera soñando. Y por entonces todavía no había empezado a beber, así que no me venga con macanas. Se lo digo porque era lo que todos me decían cuando empecé a contar la historia, mucho después de casado. Lo que sí admito es que a base de repetir un suceso uno va cambiando detalles para no aburrirse y luego tiene que ir desmontándolo todo como un tablado cuando ha pasado la fiesta, si quiere ajustarse a la verdad.

Lo cierto es que a la mañana siguiente, cuando me despertaron, no recordaba mucho más que el frío que me congeló el corazón al ver caer la tapa a los pies del catafalco y lo más importante de lo que me dijo el muerto. Como en la vejez me ha dado por agotar libros profanos, he leído que eso del olvido se debe a un viento muy negro que viene a despejarnos de los recuerdos más malos como hace el temporal limpiando los miasmas de la ciénaga. Lo único peregrino que recordaba es que cuando escapé de la parálisis gritando que aquello no podía ser, el difunto me respondió que yo tenía razón: salvo en casos especiales, las ánimas no salen las noches de viento porque entonces se desvían de su destino como las hojas al vuelo.

No obstante, él había tenido que hacerlo con tal de delatar a su asesino: Remigio. Lo de la nieta también era verdad. Lo sé porque lo que en verdad hice fue confesar al muerto. Y a éste no pude negarle la absolución hasta que fuera al cuartelillo a acusarse de estupro e incesto. Un milagro. No podía quejarme para ser mi primera noche en la aldea sin nombre. Luego volví a dormirme.

Salimos a enterrarlo, cada uno con el peso del muerto en la conciencia, por mucho que los hubiera tiranizado a todos y hubiera de ser él quien se avergonzara de haber vivido tantito. Me embozó la arena; un aire parduzco me amordazó como un sudario de tristeza. Cerca de las bardas del camposanto resonaron los ecos de unos cascos, como cuando el granizo se acerca a inseminar la tierra. Era la autoridad, que retrasó otro día el entierro. Los zopilotes parecieron aplaudir con las alas. Nada más descabalgar el teniente de su bayo, Remigio se adelantó a entregarse, los puños extendidos para que lo amarraran. Vi que también Zoilo daba un paso adelante, pero no tardó en desandarlo.

A Remigio lo encerraron en la cuadra de las mulas. Las mismas gallinas regaron la aldea de rumores. Al otro día lo dejaron libre. De las pesquisas se concluyó que la grieta que había destazado la barriga de don Damián no era tajo de machete, sino de daga. Y debió acertar aquel teniente tan escuchimizado y blanquito, aunque nada más llegar, por culpa del sol empezaron a salirle aquellas ronchas que le supuraban una peste nauseabunda.

El pobrecito teniente murió antes de que destriparan a Zoilo. Remigio volvió donde las mulas. Debieron caerle en gracia. Se supo que los hermanos habían pactado acusarse para desconcertar a la autoridad y que no se supiese que su padre se había suicidado. A los que se matan les niegan tierra sagrada, no les dicen misas y los deudos tienen prohibido guardarles pena. Se trataba de proteger la honra de la familia. Lo malo fue que Zoilo se echó atrás viendo que prendían a Remigio y que se quedaba de patrón único del “Espejo de la Luna”. Y Remigio no quiso tolerarle la cobardía… Vaya, don Juan, por su culpa voy a terminarme la botella enterita… Sí, lo de la nieta era verdad. Por eso se mató el viejo, porque estaba abarrotado de remordimientos. Pero luego se arrepintió al ver del otro lado las puertas que aquello le cerraba. Por eso vino a engañarme acusando a su hijo. Engañarme y a través de mí a quien yo representaba…

Lo que le digo, estaba acostumbrado a mover los lienzos, así dobló el rancho, y ahora quería embelecar al mismo Dios…


Juan Rulfo
"El Tiempo es más pesado que la más pesada carga
que puede soportar el hombre".
























Carta de Juan Rulfo a Clara 

Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye.
Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.
Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.
Clara: corazón, rosa, amor...
Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña.
Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.
Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida.
Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara.
No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba.
Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada.
¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?
He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.
Lo han aprendido ya el árbol y la tarde...
y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río...
Clara:
Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.















Juan Rulfo: el fotógrafo





miércoles, 15 de mayo de 2013

Katherine Anne Porter- 15 de mayo de 1890

Su propia historia de vida parece una novela
escrita por un dios empeñado en
comprobar la resistencia de los menos afortunados.
Quizás por eso fueron el centro de su creación.




ÉL

La vida de los Whipples era dura. Resultaba difícil alimentar tantas bocas hambrientas; difícil vestir a los niños con ropas abrigadas durante el invierno, aunque éste durara poco. “Dios sabe lo que hubiéramos sido de habernos quedado en el norte”, pensaban frecuentemente. En verdad, era complicado matener a los muchachos decentes y limpios.

—Parece que la suerte nunca nos favorece— decía el señor Whipple, pero la señora Whipple recordaba la estoica idea de aceptar como bueno lo que se les presentara, al menos cuando los vecinos escuchaban.

—No permitamos que nadie nos oiga quejarnos —pedía a su marido, detestando pensar que alguien le tuviera lástima—. No, ni aunque tuviéramos que vivir en un vagón recogiendo algodón por todo el país, nadie tendría oportunidad de mirarnos feo.

La señora Whipple amaba a su segundo hijo, el retardado, mucho más que a los otros dos hijos juntos. Lo comentaba siempre, y al hablar con sus vecinos comparaba el amor por su hijo con el que sentía por su marido y por su madre.

—No necesitas decírselo a todo el mundo —repetía el señor Whipple—. Parece que sólo tú lo quieres.

—Es algo natural en una madre —recordaba la señora Whipple—. Sabes que este tipo de cariño es más propio de la madre. La gente no espera tanto de los padres.

Ello no evitaba que entre sí los vecinos no hablaran claramente. Sería una bendición del Señor si él muriera —comentaban—. Es culpa de los padres —agregaban—. Puede apostarse que por ahí hay algún pecado y alguna tara. Por supuesto, todo a espaldas de los Whipples. De frente les decían: —No está tan mal. Se mejorará ¡Miren que bien se desarrolla!

La señora Whipple odiaba tocar el asunto; intentaba pensar en otra cosa, pero cada vez que alguien ponía un pie en la casa lo sacaba a relucir y hablaba de Él antes que de nada. Parecía alivarse.

—Ni por todo el oro del mundo permitiría que nada le pasara; pero no logro mantenerlo quieto. Él es tan fuerte y activo. Siempre está en todo y fue así desde que empezó a caminar. Algunas veces me parece graciosa la manera como actúa. Me divierte verlo hacer sus travesuras. Emily se accidenta más; a cada rato le vendo sus raspones, y Adna se rompe un hueso cada vez que se cae. Pero Él hace de todo sin sufrir ni un rasguño. En una ocasión en que estuvo aquí, el sacerdote dijo algo tan agradable que lo recordaré hasta el día de mi muerte. Dijo: “Los inocentes caminan con Dios, por eso Él no se lastima.” Cuando la señora Whipple repetía esas palabras, sentía que algo tibio le inundaba el pecho, las lágrimas llenaban sus ojos, y sólo entonces lograba pasar a otro tema de conversación.

Creció y jamás se lastimó. Un tablón del gallinero cayó golpeándole la cabeza y Él pareció no advertirlo. Había aprendido algunas palabras y después del golpe las olvidó. Nunca lloriqueaba pidiendo comida como lo hacen otros chicos, sino que esperaba hasta que se la dieran; comía acuclillado en un rincón del cuarto saboreando y mascullando. Como si fuera un abrigo tenía lonjas de grasa en la espalda, y podía acarrear dos veces más leña y agua que Adna. Emily estaba la mayor parte del tiempo resfriada: “lo hereda de mí”, comentaba la señora Whipple. Por eso cuando hacía mal tiempo le pasaba un cobertor extra que le quitaba al catre de Él, quien jamás parecía sentir frío.

Sin embargo, la señora Whipple se atormentaba la vida temiendo que a Él algo le pasara. Se trepaba a los duraznos mejor que Adna e imitaba a un mono de rama en rama; sí, realmente, parecía un mono.

—Señora Whipple, usted no debería permitírselo. Puede perder el equilibrio. No comprende bien lo que hace. La señora Whipple casi corrió a su vecino.

—¡Él sabe lo que está haciendo! Es tan capaz como cualquier otro niño. ¡Bájate de allí, tú!

Cuando al fin llegó al suelo, ella casi no controlaba las manos, quería pegarle por portarse así delante de la gente.

Él sonreía con una sonrisa amplia mientras que la preocupaba constantemente.

—La culpa la tienen los vecinos —exclamó la señora Whipple dirigiéndose a su marido—. ¡Cómo me gustaría que se ocuparan de sus asuntos en vez de los nuestros! No le permito casi que se mueva, por miedo a que se metan en lo que no les importa. Mira las abejas. Adna no las toca porque lo pican y ahora temo pedirle a Él que lo haga. Aunque no le importa si lo pican.

—Debido a que no tiene suficiente sentido común para asustarse por nada— dijo el señor Whipple.

—Deberías avergonzarte de ti mismo— respondió la seño ra Whipple—. Hablar así de tu propio hijo. ¿Me gustaría saber quién cuidaría de Él si nosotros no lo hiciéramos? Observa cuanto sucede. Escucha todo y obedece lo que le ordeno. No permitas que nadie te oiga decir tales palabras. Pensarán que prefieres a los otros chicos.

—Pues no es cierto ¿pero qué ganamos con volver al mismo tema? Siempre ves el peor lado de las cosas. Déjalo tranquilo, saldrá adelante de cualquier forma. Tiene que comer y ropa que ponerse ¿no? —de pronto el señor Whipple se sintió cansado y añadió: —De todas maneras ya no podemos hacer nada.

También la señora Whipple se sintió cansada y completó con voz de tedio:

—Lo que está hecho no puede ser deshecho, lo sé mejor que nadie. Sin embargo Él es mi hijo y no permitiré que nadie diga una sola palabra en contra suya. Me enferma que la gente venga a chismear a cada rato.

Hacia los primeros días de otoño la señora Whipple recibió una carta de su hermano diciéndole que el domingo siguiente la visitaría con su mujer y sus dos hijos. “Coloca la olla grande en lugar de la pequeña”, acotaba al terminar. La señora Whipple leyó dos veces esta parte en voz alta, porque la complacía. Su hermano poseía el don especial de decir cosas chistosas.

—Le mostraremos que no se trata de una broma —comentó—; mataremos uno de nuestros lechoncitos.

—Es un derroche, y no puedo brindarme ese lujo tal como están nuestras finanzas —estipuló el señor Whipple—. Ese lechón valdrá bastante dinero para Navidad.

—Me parece penoso no ofrecer una comida decente a mi propia familia cuando viene a visitarnos —dijo la señora Whipple—. Me daría mucha rabia que mi cuñada regresara a su casa diciendo que aquí no hay nada de comer. ¡Dios mío! es mejor aprovechar lo que se tiene en vez de dirigirse a la ciudad para comprar un buen pedazo de carne. ¡Allí sí que se gasta el dinero!

—Muy bien, hazlo entonces —respondió el señor Whipple— ¡Por Cristo todopoderoso! ¡Con razón no logramos salir adelante!

Las complicaciones se presentaron ante la perspectiva de separar al cerdito de su recia mamá dueña de un carácter peor que el de una vaca Jersey. Adna no quiso intentarlo. 

—Bueno don miedoso— exclamó la señora Whipple—. Él no tiene miedo. Fíjate cómo lo hace.

Se rió como si fuera una broma, al tiempo que le daba un empujoncito hacia la pocilga. Él caminó furtivamente, agarró de golpe al lechoncito que mamaba, y volvió al galope con la puerca enfurecida casi pisándole los talones. El animalito negro se retorcía, chillaba como un bebé en crisis nerviosa, ponía rígido el lomo y abría la boca de oreja a oreja. La señora Whipple lo tomó con ademán enérgico y le abrió la garganta de un solo tajo. Cuando Él vio la sangre lanzó un relincho y escapó.

—Pero se olvidará y comerá a mandíbula batiente —pensó la señora Whipple, quien al ensimismarse movía los la bios murmurando.

—Se lo comería todo si yo no lo impidiera. Si lo dejáramos, se comería cada bocado de los otros dos.

Sintió tristeza pensándolo. Él tenía diez años y era tan grande como Adna que cumpliría catorce. Es una vergüenza, una vergüenza —repetía para sus adentros— ¡Y Adna es tanto más inteligente!

Continuó sintiéndose mal por muchas otras causas. En primer lugar correspondía al hombre matar a los animales, la vista del lechón despellejado, rosa y desnudo, la hizo descomponerse. Resultaba muy gordo, suave, con un aspecto que movía a compasión. Simplemente era vergonzosa la forma como suceden las cosas. Cuando terminó su obra, casi deseó que su hermano permaneciera en casa.

El domingo temprano por la mañana la señora Whipple dejó a un lado todo para lavarlo bien. Una hora después Él estaba sucio nuevamente; se había arrastrado debajo de las cercas correteando a una lagartija y se encaramó sobre las vigas del granero en busca de huevos en el pajar.

—¡Dios mío! ¡Mira cómo te has puesto a pesar de que te arreglé tan bien! En cambio, Adna y Emily están muy quietos. Me canso todo el día tratando de mantenerte decente. Quítate esa camisa y ponte otra. La gente dirá que no te he vestido—, y lo jaló fuertemente de las orejas. Él parpadeó y se restregó la cabeza, y la cara que puso hirió los sentimientos de la señora Whipple. Las rodillas comenzaron a temblarle y tuvo que sentarse mientras se abotonaba la blusa.

—Estoy agotada antes de empezar.

El hermano llegó con su saludable y regordeta mujer y dos muchachotes gritones y hambrientos. Tuvieron una gran cena con el cerdo asado, bien tostadito, repleto de aderezos y encurtidos en la boca, y gran cantidad de salsa para las papas. Todo en el centro de la mesa.

—Esto demuestra prosperidad —comentó el hermano—. Cuando termine, tendrán que rodarme hasta mi casa como si fuera un tonel.

Todos rieron en voz alta; resultaba agradable oírles reír a coro alrededor de la mesa. La señora Whipple se sintió confortada y exclamó:

—Tenemos seis más como éste; pienso que es lo menos que podemos hacer, pues ustedes vienen tan poco a visitar nos.

Él no quiso entrar al comedor y la señora Whipple lo excusó hábilmente.

—Es más tímido que los otros dos —dijo—. Necesita acostumbrarse a ustedes. No se confía con facilidad; ya saben cómo son los niños, incluso entre primos.

Nadie dijo nada fuera de tono.

—Igual que mi Alfy —agregó la cuñada—. Algunas veces tengo que pegarle para que dé la mano a su abuelita.

Quedó terminado el asunto y la señora Whipple preparó un plato bien repleto para Él, antes que para los otros.

—Siempre digo que no debe ser desatendido, aunque alguien se quede sin comer —comentó y llevó el plato ella misma.

—Él es tan fuerte que podría colgarse del marco de la puerta y levantarse por encima gracias a sus músculos —dijo Emily como excusando la abundancia de comida. 

—Está bien, está bien —comentó el hermano.

Partieron después de comer. La señora Whipple juntó los platos y dijo a los chicos que se acostaran. Sentada, se desató los zapatos.

—¿Ves? —comentó con el señor Whipple—. Así es mi familia, encantadora y considerada en cualquier momento. Sin observaciones fuera de lugar... Son refinados. Abomino los comentarios de la gente. ¿Verdad que estaba exquisito el cerdo?

El señor Whipple contestó.

—Sí, hemos perdido como ciento cincuenta kilos de carne, eso es todo. Cuando uno viene a comer, por lo regular se porta amable. ¿Quién sabe lo que piensan realmente?

—Sí, igual que tú —completó la señora Whipple—. No espero nada de ti. Me dirás luego que mi propio hermano andará comentando que lo hicimos comer en la cocina ¡Dios mío!— Se cogió la cabeza con las manos porque sintió que un dolor comenzaba a molestarle a la altura de la frente.— Ahora todo se arruinó ¡y había sido tan agradable y tan fácil! Muy bien, a ti no te simpatizan y nunca te simpatizaron, muy bien, no vendrán de nuevo ¡no te preocupes! Pero no podrán decir que Él no estaba tan bien arreglado como Adna. De veras ¡algunas veces quisiera morirme!

—Y yo quisiera que dejaras las cosas tranquilas. Ya es bastante malo como están.

Fue un invierno duro. A la señora Whipple le pareció que sólo tuvieron problemas y ahora debían capotear un invierno como aquel. La cosecha fue la mitad de lo esperado; el algodón no alcanzó sino para pagar la cuenta del almacén. Cambiaron uno de los caballos del arado y resultaron estafados; el nuevo murió de vómitos. La señora Whipple pensaba todo el tiempo en lo terrible que era tener a un hombre del que sólo dependía para ser engañada. Ahorraron muchísimo, pero la señora Whipple creía que algunas cosas debían comprarse aunque costaran dinero. Se requirió ropa de lana para Adna y Emily, quienes caminaban diez kilómetros para llegar a la escuela durante los tres meses de invierno.

—La mayor parte del tiempo, Él se sienta junto al fuego; no necesitará mucha ropa— opinó el señor Whipple.

—Por supuesto —repuso la señora Whipple— y cuando salga a trabajar se pondrá tu abrigo impermeable. No podemos hacer más por Él, ni modo.

Cayó enfermo en febrero y permaneció enroscado bajo su cobija con el rostro muy azul y respirando como si se ahogara. El señor y la señora Whipple hicieron cuanto pudieron por Él durante dos días, y cuando se asustaron demasiado llamaron al doctor. El médico dijo que debían mantenerlo caliente y darle muchos huevos y leche.

—Me temo que no es tan fuerte como parece —dijo—. Necesitan vigilarlo para ver cómo sigue. Y además añadirle cobijas en la cama.

—Acabo de quitarle su colcha gruesa para lavarla —profirió la señora Whipple avergonzada. — No soporta la suciedad.

—Entonces, póngasela de nuevo en cuanto esté seca —agregó el doctor—, de otra manera le dará neumonía.

Los señores Whipple sacaron una frazada de su propia cama y le arrimaron el catre cerca del fuego.

—Nadie dirá que no hacemos por Él cuanto está en nuestras manos —dijo la señora Whipple—. Hasta dormimos con frío.

Al terminar el invierno, pareció reponerse pero caminaba como si los pies le dolieran. Durante la estación veraniega, había sido capaz de correr junto a un bracero de algodón.

—Hice un trato con Jim Ferguson para alimentar a la vaca, la próxima vez —remarcó el señor Whipple—. Haré pastorear al toro este verano y le daré a Jim algún forraje en el otoño. Es mejor así que estar pagando con nuestro propio dinero, sobre todo cuando no lo tenemos.

—Espero que no hayas dicho tal cosa delante de Jim Ferguson —respondió la señora—. No debes enterarlo de que andamos mal.

—¡Dios todopoderoso! eso no es decir que andamos mal. Un hombre debe cuidar su futuro. Él puede conducir el toro hoy; necesito que Adna se quede.

Al principio la señora Whipple estuvo conforme de enviarlo por el toro. Adna era demasiado inquieto y no podía confiársele. Hay que ser tranquilo para permanecer cerca de los animales. Después de que Él se fue, comenzó a intranquilizarse y al rato no soportaba la situación. Se paró en el sendero para esperarlo. Había que recorrer casi ocho kilómetros y hacía mucho calor, pero Él no tardaría tanto. La señora se colocó la mano sobre los ojos y miró fijamente has ta que unas manchas de color flotaron en sus pupilas. Suce día lo mismo en todas las cosas de su vida; se preocupaba continuamente y desconocía un momento de paz. Al cabo, lo vio dando vuelta por el sendero, renqueando. Venía muy despacio, guiaba la tremenda montaña animal por el anillo del hocico, movía una varita en la mano, sin mirar hacia atrás o hacia los lados, pero se acercaba como un sonámbulo, con los ojos semicerrados.

La señora Whipple sentía un miedo enfermizo a los toros; había escuchado historias terribles que se contaban de que caminaban muy tranquilos y de pronto pateaban bramando, y pisaban y corneaban el cuerpo de quien los guiaba, hasta convertirlo en pedazos. Instantáneamente el monstruo negro podía atacarlo ¿mi Dios! Él nunca tendrá suficiente sentido común para correr.

No debía hacer ruidos ni moverse; no debía asustar al toro. Éste levantó la cabeza y corneó en el aire a una mosca. La voz de ella estalló y le gritó que corriera, por lo más sagrado. Él pareció no escuchar los gritos, y continuó meneando su vara y renqueando. El toro se movía pesadamente de trás de Él, dulce como un ternerito. La señora Whipple silenciosa, corrió hacia la casa rezando en su interior: “Dios no permitas que nada le pase. Dios, la gente diría que no sabemos cuidarlo. ¡Tráelo a casa sano y salvo y lo cuidaré mejor! Amén.”

Miró al través de la ventana mientras Él guiaba la bestia y la ataba al granero. Era inútil desentenderse. La señora Whipple no soportaba más. Se sentó y comenzó a llorar con el delantal sobre su cabeza.

Año con año los Whipple eran más y más pobres. Pese a lo mucho que trabajaban, la casa estaba a punto de caerse.

—Perdemos nuestro sostén —dijo la señora—. ¿Por qué no aprovechamos las oportunidades como otras gentes? Pronto nos considerarán como unas “pobres gentuzas”.

—Me iré al cumplir dieciséis años —externó Adna—. Trabajaré en el almacén de Powell. Allí hay dinero. Ya tuve bastante del campo.

—Yo seré maestra —dijo Emily—, pero necesito terminar el octavo grado. Entonces podré vivir en la ciudad. Aquí no veo oportunidad de progresar.

—Emily salió a la familia —apuntó la señora Whipple—. Tan ambiciosa como ellos, que nunca se conforman con un segundo puesto en ningún lado.

A la llegada del otoño, Emily aprovechó la ocasión de emplearse como camarera en el restaurante de los ferrocarriles en el pueblo cercano; hubiera sido una lástima no aceptar un salario bueno y comida segura. La señora Whipple se lo permitió, sin preocuparse por la escuela hasta el próximo año.

—Tendrás tiempo de sobra —aseguró—. Eres joven y rápida como un látigo.

Cuando Adna también se fue, el señor Whipple quiso realizar el trabajo de la granja ayudado por Él. Hacía su trabajo y parte del trabajo de Adna sin notarlo siquiera. Todo marchó bien hasta Navidad. Saliendo del granero se resbaló en el hielo una mañana. En lugar de levantarse, se revolcaba y el señor Whipple lo encontró con una especie de ataque.

Desde entonces se quedó en cama. Las piernas se le hincharon al doble de su tamaño normal y los ataques se repitieron. A los cuatro meses el doctor opinó:

—Es inútil. Creo que deben llevarlo al hospital del Estado para un tratamiento inmediato. Haré los trámites indispensables. Allí lo atenderán bien y Él estará lejos.

—Nunca lo privamos de cuidados, no lo dejaré ir —repuso la señora Whipple—. Dirán que dejé entre extraños a mi hijo enfermo.

—Sé lo que siente —comentó el doctor—. No tiene que explicármelo señora Whipple. Tengo un hijo. Pero será me jor que me escuchen. Yo no puedo ayudarlo.

Cuando se acostaron el señor y la señora Whipple hablaron sobre el particular largo tiempo.

—No es otra cosa que una institución de caridad —apuntó ella—. ¡A lo que hemos llegado, a la caridad! No pensé que nos sucedería.

—Pagamos nuestros impuestos igual que todo el mundo —dijo el señor Whipple—, y no lo considero caridad... Creo que lo más conveniente es mandarlo a un lugar donde le den lo mejor de todo... y además no me encuentro en situación de pagar honorarios médicos.

—Tal vez por eso el doctor quiere mandarlo; teme que no le paguemos —agregó la señora Whipple.

—No pienses así —respondió el señor Whipple sintiéndose bastante cansado—, porque no seremos capaces de enviarlo.

—Pero no lo dejaremos allá mucho tiempo —completó la señora Whipple—. Tan pronto mejore, lo traeremos de inmediato.

—El doctor explicó y volvió a explicar que él no mejorará y lo mejor es que te calles —dijo el señor Whipple.

—Los doctores no son sabios —objetó la señora Whipple casi con felicidad—. En el verano, Emily vendrá a casa para pasar las vacaciones y Adna nos visitará los domingos. Trabajaremos juntos y nos enderezaremos otra vez y los chicos sabrán que cuentan con un lugar donde vivir.

Se imaginó de pronto en el verano con el jardín lleno de flores, persianas nuevas en toda la casa y Adna y Emily de vuelta y todos contentos al encontrarse. ¡Sería posible! ¡Tal vez en el futuro las cosas se presentarían más dichosas!

No hablaron mucho delante de Él, pero nunca supieron realmente cuánto había entendido. Al fin el doctor fijó la fecha y un vecino, dueño de un carricoche de doble asiento, se ofreció a conducirlos. El hospital hubiera enviado una ambulancia, pero la señora Whipple no soportaba verlo irse como un enfermo grave. Lo envolvieron en cobijas y el vecino y el señor Whipple lo cargaron hasta el asiento trasero, junto a la señora Whipple que se había vestido con su blusa negra fina. No le gustaba aparentar pobreza.

—Estarás bien... creo que permaneceré en casa —dijo el señor Whipple—. No creo conveniente irnos todos y dejar esto vacío.

—Además, no se quedará para siempre —explicó la señora Whipple a su vecino—. Sólo una temporada.

Salieron. La señora Whipple sostenía los bordes de la cobija evitando que se resbalara hacia un costado. Él permanecía derecho, parpadeando y parpadeando. Sacó los dedos fuera y comenzó a restregarse la nariz con los nudillos y luego con la manta. La señora Whipple no lograba creer lo que veía: Él estaba secándose unos lagrimones que rodaban por sus mejillas. Gimoteaba y hacía ruidos entrecortados. La señora Whipple le preguntaba:

— ¿No te sientes mal, verdad, querido? —porque Él parecía acusarla de algo. Quizá recordaba aquella vez que le jaló las orejas, quizá se había asustado con el toro, quizá sentía frío por las noches y no podía decírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de casa para siempre y todo porque eran demasiado pobres para mantenerlo. Fuera lo que fuera, la señora Whipple no lo resistió. Comenzó a llorar desesperada y lo apretó en sus brazos y apoyó la cabeza contra el hombro de Él. Lo había querido cuanto puede quererse. Había que pensar también en Adna y Emily; no podía hacer nada más. ¡Cuán doloroso que Él hubiera nacido!

Llegaron al hospital; el vecino condujo muy rápido, sin atreverse a voltear.

Katherine Anne Porter
También fue periodista, ensayista
y activista por los derechos humanos.
Junto a otros/as intelectuales de la época
se movilizó en contra de la ejecución
de los anarquistas Sacco y Vanzetti,
"un error irreparable"
tal cual lo consignó en un artículo 
que nadie debería ignorar.

”Parece haber algún tipo de orden en el universo. En el movimiento de las estrellas y el giro de la Tierra y el cambio de estaciones. Pero la vida de los humanos es casi un puro caos. Cada uno toma su postura, afirma su verdad y sus sentimientos, equivocando los motivos de los otros y el suyo propio.”

domingo, 12 de mayo de 2013

La Diosa Madre, el mito más antiguo de la humanidad















La Loba


Hay una vieja que vive en un escondrijo del alma que todos conocen pero muy pocos han visto. Como en los cuentos de hadas de la Europa del este, la vieja espera que los que se han extraviado, los caminantes y los buscadores acudan a verla.
Es circunspecta, a menudo peluda y siempre gorda, y, por encima de todo, desea evitar cualquier clase de compañía. Cacarea como las gallinas, canta como las aves y por regla general emite más sonidos animales que humanos.
Podría decir que vive entre las desgastadas laderas de granito del territorio indio de Tarahumara. O que está enterrada en las afueras de Phoenix en las inmediaciones de un pozo. Quizá la podríamos ver viajando al sur hacia Monte Albán en un viejo cacharro con el cristal trasero roto por un disparo. O esperando al borde de la autovía cerca de El Paso o desplazándose con unos camioneros a Morella, México, o dirigiéndose al mercado de Oaxaca, cargada con unos haces de leña integrados por ramas de extrañas formas. Se la conoce con distintos nombres: La Huesera, La Trapera y La Loba.

La única tarea de La Loba consiste en recoger huesos. Recoge y conserva sobre todo lo que corre peligro de perderse. Su cueva está llena de huesos de todas las criaturas del desierto: venados, serpientes de cascabel, cuervos. Pero su especialidad son los lobos. Se arrastra, trepa y recorre las montañas y los arroyos en busca de  huesos de lobo y, cuando ha juntado un esqueleto entero, cuando el último hueso está en su sitio y tiene ante sus ojos la hermosa escultura blanca de la criatura, se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar.

Cuando ya lo ha decidido, se sitúa al lado de la criatura, levanta los  brazos sobre ella y se pone a cantar. Entonces los huesos de las costillas y los huesos de las patas del lobo se cubren de carne y a la criatura le crece el pelo. La Loba canta un poco más y la criatura cobra vida y su fuerte y peluda cola se curva hacia arriba. La Loba sigue cantando y la criatura lobuna empieza a respirar.
La Loba canta con tal intensidad que el suelo del desierto se estremece  y, mientras ella canta, el lobo abre los ojos, pega un brinco y escapa corriendo cañón abajo.
En algún momento de su carrera, debido a la velocidad o a su chapoteo en el agua del arroyo que está cruzando, a un rayo de sol o a un rayo de luna que le ilumina directamente el costado, el lobo se transforma de repente en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas.
Recuerda que, si te adentras en el desierto y está a punto de ponerse el sol y quizá te has extraviado un poquito y te sientes cansada, estás de suerte, pues bien pudiera ser que le cayeras en gracia a La Loba y ella te enseñará una cosa... una cosa del alma.



Del Capítulo 1 de Mujeres que corren con lobos de Clarissa Pínkola Estés



MATERNIDAD- Tamara Lempicka


"Lo esencial es invisible a los ojos"


















“El amor es invisible 
y entra y sale
por donde quiere, sin que nadie
 le pida cuenta de sus hechos.”

Miguel de Cervantes





Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS

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sábado, 11 de mayo de 2013

Eros está en todos lados


JUSTAMENTE


  “Doctor Shalom, habla Justa. Necesito verlo a la brevedad. Es una urgencia.”
  “Usted  sabe, Justa, que no doy cita fuera de su horario habitual. Pero  la noto muy nerviosa, veo mi agenda y la llamo.”

A la mañana siguiente entré apresuradamente al consultorio. Lo de siempre: no llamar si es temprano, no entrar sin ser anunciada etc. etc. ... Bueno, la misma paparruchada del “encuadre”, que es su excusa para cobrar más caro. No podía esperar para contarle lo sucedido. La muy perra, mi madre claro, por fin se sacó la máscara. Desde hace  mucho se lo digo, pero él parece no oírme. No toma en cuenta los ocho años de terapia que llevamos.

Tiene puesto el saco a cuadros, aburrido y muy usado. En realidad le queda muy bien, resalta sus ojos claros. No hay nada ostentoso en su escritorio ni en su vestir. Claro que su barrio es de los más caros de Londres y atrás del consultorio parece haber una residencia suntuosa. Y sí, ¡con lo que me cobra!!
Me dejo caer sobre el sillón, que de paso no es muy cómodo, me observa con sus ojos inquisidores… ¿o será con interés?  Quisiera preguntarle, ahora mismo, si mira así a sus otras pacientes mujeres. Eso me resulta insoportable, en cualquier momento hago un ataque de pánico. Yo soy más interesante que esas viejas pintarrajeadas que de seguro lo visitan. Sin duda a ellas les cobrará una tarifa superior. Después de todo no es tantooo tanto lo que me cobra. De a ratos tengo la sospecha de que no me escucha, lo  siento  como perdido en sus reflexiones. ¡Ah, eso sí que no se lo permito! Estos son mis escasos 50 minutos en los que me pertenece. ¿Será que algún día se decidirá a contarme que tiene fantasías sexuales conmigo? Las mujeres somos muy perceptivas para eso. Él se separó, según rumores, al poco tiempo de conocerme. ¿JUSTAMENTE?  Puede que lo que más lo atraiga sea el hecho de que aún no he tenido relaciones con hombres. Sin contar, claro, las caricias con los muchachos de mi adolescencia. No sé  si yo estoy pronta aún para una relación como la que él, seguramente, querría mantener conmigo. Parece muy pasional. Espero que me tenga paciencia y pueda contenerse y esperarme. A mis 58 años no quiero apurar las cosas. Todo será a su debido tiempo.

Su voz me sobresaltó: “Hoy está más callada que de costumbre, llevamos 35 minutos de consulta y aún no abrió la boca para contarme la urgencia por la que está acá.”
Continúo callada, no es mi marido aún. Ni pienso hablar sólo porque él lo diga. ¡Ja! ¡¡¡JUSTAMENTE!!!

Olga
GRUPO ALAS




Poe, una escritura siempre motivadora







EL APARECIDO


- ¡¡¡Papá!!!! ¿¿¿ Papá???
Mi pobre hijo se refregaba los ojos, no creía lo que veía: yo, su padre, sentado en la sala, tomando un mate medio lavado que alguien había olvidado allí. La mesa estaba prolijamente cubierta con una carpeta hecha a crochet que, con mucho esmero, una tía soltera había tejido para hacer pasar las horas. Todo era humildemente decoroso y pulcro, tan chato como la vida misma en ese pueblo minero.

- Vení, mijo, sentate, vine para hablar con vos. Volví para sacarme este dolor que me oprime y asfixia el corazón. Pensar que los abandoné cuando lloraban mi muerte, después del sismo que derrumbó la entrada de la mina…

-  Pero, papá, no entiendo, ¡entonces...!

- No interrumpas, necesito contarte todo y no tengo tanto tiempo- le dije-. Vine no sin esfuerzo. En la situación angustiosa en que me encontré, en medio del silencio y la oscuridad sepulcral, repasé mi vida. Nunca me había dado cuenta, hasta ese momento, que podía tener un sueño. Se nacía para ser minero, era la única manera de subsistir que conocía. Así lo marcaban los otros hombres de la familia, tus abuelos, tus tíos… Pasados no tantos años, una enfermedad respiratoria haría viuda a tu mujer. ¿Y eso era todo? No me quise resignar y juré que buscaría una salida como fuera y cumpliría mi sueño.

-  ¿Tu sueño, papá? ¿Cuál sueño? ¿Y nosotros?

-  No interrumpas- dije- y retomé mi historia. Salí antes de la segunda réplica, apenas vi la luz de la luna que cubría como una aparición el glorioso y árido entorno de la mina, corrí y corrí hasta derrumbarme. Sentí la Libertad y huí como un cobarde sin haber siquiera hablado con tu madre. ¿Mi sueño?  Recorrer el mundo, ver La Ciudad, vivir esa vida que imaginé cuando escuchaba la radio del capataz, conocer mujeres como las que él tenía en las revistas, tener mi propio camión. Gané, perdí, amé, desamé, ahora necesito paz y descanso. No podía irme sin contarte mi aventura.

-  ¿Te volvés ya a la ciudad, papá?  No pasa el ómnibus hasta el martes, quedate también unos días, mis hermanos querrán verte y escuchar tu historia. Estoy un poco mareado...será la emoción: se me desdibuja tu figura por momentos.

-   Esta vez no voy a la ciudad, hijo mío- y me fui. 


Olga
GRUPO ALAS









FOTOS Y EMOCIONES


“Solo recuerdo la emoción de las cosas” escribía Antonio Machado y, reflexionado sobre mi pasado, pienso que tenía razón.
Mi vida ha sido, quizás, demasiado extensa. Soy longeva y dispongo de tiempo para calibrar mis emociones. Ellas me conducen hacia una felicidad plenamente vivida durante largos años inolvidables.
Mis hijos pequeños, mi marido, mis padres, me hicieron sentir la alegría de integrar ese mundo del “nosotros”.

Pero las emociones también me llevan a llorar por una pena que el tiempo no ha logrado mitigar y que ahora, en esta frontera de la vida a la que he llegado, vuelve con más fuerza que nunca.
Miro las fotos familiares y ahí está, para siempre, mi hijo… un hijo que persiguió la utopía de salvar al mundo…
En una foto hermosa se ve a Mariano, está feliz, es el día en que se recibía de médico.

Su vida transcurría sin mayores problemas pero no podía dejar de sentir que sus conocimientos y su energía debían estar dirigidos hacia una entrega mayor…
Y, en pos de ese llamado, viajó un día en busca de horizontes complejos, conflictivos,  llenos de peligros latentes… Durante mucho tiempo y pese a todo, siempre mantuvo comunicación con su familia haciéndola partícipe de sus experiencias y de su absoluto compromiso con la vida.
Cuando sus mensajes dejaron de llegar, la familia se negó a aceptar lo inevitable,  encontraron mil y una razones para explicar la ausencia de los mismos… hasta que un día llegó la fría notificación, escueta, concisa…
Mariano ya no volvería nunca más… la utopía seguiría siendo eso… una utopía.

Graciela Cantón
Grupo ALAS


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Una leyenda rural

 Me lo dijo un indio viejo y medio brujo, que se santiguaba y adoraba al sol. El cura del caserío vecino había tratado de cristianizarlo, pero el hombre, taimado, a todo le decía que sí para después exorcizarse con sus amuletos.

Yo pasaba unos días en el campo. Me habían dicho que necesitaba paz y el alimento nutritivo de las haciendas. Aún hoy recuerdo el guiso de los peones, con carne, fideos y verduras, que con un cucharón me servía en un plato a eso de las once, poco antes de que se lo llevaran de la cocina económica al patio donde se congregaba la peonada. Como soy hombre de ciudad nunca me gustaron  los atardeceres en el campo. En esta estancia había cosas incongruentes, como teléfono desde los años cuarenta, pero la electricidad no era 220 sino más baja. Al anochecer se  prendía el motor a nafta o keroseno, dando una luz mortecina, tristísima. Eléctrico no había nada más, la cocina y el calefón a leña, la heladera a keroseno y, gracias a Dios, como era a mediados de los años cincuenta todos teníamos nuestra radio a transistores. 
Así como no me gustan los atardeceres campestres, me encanta el amanecer, con los trinos de los pájaros, tan diferentes a los citadinos, el relinchar de los caballos recién ensillados y esa quietud en el aire que me hace tanto bien para el ánimo.
Al principio la peonada me miraba de lejos, estudiándome; pero poco a poco, tal vez por mi aire sencillo y mi no meterme en nada, se me acercaron.
“Buenos días, Don, ¿qué le parece esta mañana? Limpia y fresca, ¿verdad?”
“Como pocas, soy hombre de ciudad pero estoy aprendiendo a apreciar el aire límpido, la quietud y el trabajo de ustedes. Escribo en un diario, con seguridad que voy a relatar todo esto.”  Tímidamente me invitaron “Si quiere arrimarse al fogón una de estas noches, tenemos un contador de historias que le va a gustar.”
La rueda era chica, cinco o seis personas y el amargo pegaba la vuelta con parsimonia. Al principio el indio me ignoró, pero como yo me estaba quieto y en silencio, al rato se dirigía a mí contando sus historias. Creo que me quería asustar, hablaba de luces malas como si uno no supiera que son el reflejo de de la luna sobre huesos de animales que abundan en las praderas; pero el brujo me miraba fijo y me hacía sentir inquieto. Costaba soportar esa mirada que a veces parecía muy honda y otras, vacía, casi muerta. Intuyó que no me convencía y cambiando de tema, me preguntó si podía dormir bien por las noches, “porque usted habita el cuarto del mirador”.
No supe por qué un escalofrío me estremeció la espalda. "¿Nunca se preguntó por qué su amigo el dueño de la hacienda lo dejó solo pretextando negocios?   Allí donde usted duerme estuvo encerrada mi tía abuela, india como yo, enamoriscada y correspondida por el niño de la casa. La familia no puso el grito en el cielo, en silencio mandó al chico para Europa y a la muchacha la encerró en la habitación de arriba. En esa época los amos blancos eran los dueños de los indios y a ninguno de los nuestros se le ocurrió reclamar. Eso sí, echaron mano a todo tipo de sortilegios de hechizos. Mi abuelo adoró el sol durante días, hasta casi quedarse ciego. Mataron gallos negros esparciendo su sangre por la trilla, hasta llamaron al séptimo varón de la familia, apodado el bicho; pero no resultó, la muchacha seguía presa. Parece que el dios de los blancos es más poderoso que  los nuestros. A los pocos días murió, dijeron que se había ahorcado. Pero antes dijo a los gritos que volvería a vengarse con el primer blanco que habitara el mirador, para después descansar en paz. Usted lleva quince días aquí, es la fecha, se va a cumplir el plazo. Se preguntará por qué le cuento todo esto; solo porque usted es un hombre humilde y el patrón no".
Me despedí con prisa, corrí a aprontar los bártulos y esperé en el patio a que amaneciera. Fui caminando hasta el pueblo, y temblando, tomé el primer tren para Montevideo.



María Cristina Fuentes
Grupo ALAS

Medito



He quedado en paz conmigo,
fumo un cigarro y bebo,
(aprovecho) el aire sucio,
lo respiro,
abrazo el silencio gris
del humo
y me esfumo en el olvido.



Raúl Trindade