Yo pasaba unos días en el campo. Me habían dicho que necesitaba
paz y el alimento nutritivo de las haciendas. Aún hoy recuerdo el guiso de los
peones, con carne, fideos y verduras, que con un cucharón me servía en un plato
a eso de las once, poco antes de que se lo llevaran de la cocina económica al
patio donde se congregaba la peonada. Como soy hombre de ciudad nunca me
gustaron los atardeceres en el campo. En
esta estancia había cosas incongruentes, como teléfono desde los años cuarenta,
pero la electricidad no era 220 sino más baja. Al anochecer se prendía el motor a nafta o keroseno, dando
una luz mortecina, tristísima. Eléctrico no había nada más, la cocina y el
calefón a leña, la heladera a keroseno y, gracias a Dios, como era a mediados
de los años cincuenta todos teníamos nuestra radio a transistores.
Así como no
me gustan los atardeceres campestres, me encanta el amanecer, con los trinos de
los pájaros, tan diferentes a los citadinos, el relinchar de los caballos
recién ensillados y esa quietud en el aire que me hace tanto bien para el
ánimo.
Al
principio la peonada me miraba de lejos, estudiándome; pero poco a poco, tal
vez por mi aire sencillo y mi no meterme en nada, se me acercaron.
“Buenos días, Don, ¿qué le parece esta mañana? Limpia y fresca, ¿verdad?”
“Como pocas, soy hombre de ciudad pero estoy aprendiendo a
apreciar el aire límpido, la quietud y el trabajo de ustedes. Escribo en un
diario, con seguridad que voy a relatar todo esto.” Tímidamente me invitaron “Si quiere arrimarse
al fogón una de estas noches, tenemos un contador de historias que le va a
gustar.”
La rueda era chica, cinco o seis personas y el amargo pegaba la
vuelta con parsimonia. Al principio el indio me ignoró, pero como yo me estaba
quieto y en silencio, al rato se dirigía a mí contando sus historias. Creo que
me quería asustar, hablaba de luces malas como si uno no supiera que son el
reflejo de de la luna sobre huesos de animales que abundan en las praderas;
pero el brujo me miraba fijo y me hacía sentir inquieto. Costaba soportar esa
mirada que a veces parecía muy honda y otras, vacía, casi muerta. Intuyó que no
me convencía y cambiando de tema, me preguntó si podía dormir bien por las
noches, “porque usted habita el cuarto del mirador”.
No supe por qué un escalofrío me estremeció la espalda. "¿Nunca
se preguntó por qué su amigo el dueño de la hacienda lo dejó solo
pretextando negocios? Allí donde usted
duerme estuvo encerrada mi tía abuela, india como yo, enamoriscada y
correspondida por el niño de la casa. La familia no puso el grito en el cielo,
en silencio mandó al chico para Europa y a la muchacha la encerró en la
habitación de arriba. En esa época los amos blancos eran los dueños de los
indios y a ninguno de los nuestros se le ocurrió reclamar. Eso sí, echaron mano
a todo tipo de sortilegios de hechizos. Mi abuelo adoró el sol durante días,
hasta casi quedarse ciego. Mataron gallos negros esparciendo su sangre por la
trilla, hasta llamaron al séptimo varón de la familia, apodado el bicho; pero
no resultó, la muchacha seguía presa. Parece que el dios de los blancos es más
poderoso que los nuestros. A los pocos
días murió, dijeron que se había ahorcado. Pero antes dijo a los gritos que
volvería a vengarse con el primer blanco que habitara el mirador, para después
descansar en paz. Usted lleva quince días aquí, es la fecha, se va a cumplir el
plazo. Se preguntará por qué le cuento todo esto; solo porque usted es un
hombre humilde y el patrón no".
Me despedí con prisa, corrí a aprontar los bártulos y esperé en
el patio a que amaneciera. Fui caminando hasta el pueblo, y temblando, tomé el
primer tren para Montevideo.
María Cristina Fuentes
Grupo ALAS
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