Leí Ariel y Motivos de Proteo
desde los doce años… ¡Bah! Decir “leer” es reconocer que me entrego
absolutamente a la atmósfera de candidez propia de ciertas evocaciones infantiles.
Se dormía siesta por aquel
entonces o, por lo menos, había que respetar el ritual del silencio hasta las
cuatro de la tarde, como mínimo. Y qué importaba. Mi caja de resonancia se
complacía en desobedecer el mandato social y allí fulguraban decenas de
imágenes impresionantes, como el viejo de la Pampa de Granito, y destellaban
sonidos increíbles, como el que suponía desprendía la copa de cristal después
de un tinguiñazo imaginario del niño en el jardín de la casa. Y había también un
montón de palabras y frases que no entendía, pero esos blancos me resultaban
inofensivos: el vocablo “utilitarismo” tenía el suficiente poder para
envolverlos en una bolsa negra y maloliente; en ella estaban contenidos todos
los males que mi inocencia proyectaba desterrar de los suburbios y de las más
urbanizadas avenidas del mundo. Ése fue mi primer contacto con la sensación
amenazante que el término “imperialismo” deslizó por mi columna vertebral
durante décadas.
Recién desde los dieciocho, ya
intentando asumir una actitud académica, la obra completa de Rodó se me
transformó en una meta quimérica, aleteando aún en este horizonte inabarcable del
conocimiento, nuestra versión prosaica y elemental de Sísifo.
A Rodó le debo, entonces, un
profundo agradecimiento, a pesar de las contrastantes emociones que, en estado
de “la más suave y persuasiva unción”, grabaron en mí sus palabras: le
agradezco la energía con que su voz dotó de exuberancia a mi imaginación; le
agradezco la severidad con que moldeó las primeras nervaduras para las hojas de
mi árbol latinoamericano, bajo cuya sombra ya sólo es posible permanecer
despiertos.
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