Matzule
Trama
basada en hechos reales
Se llamaba
Matzule, tenía unos ojos enormes, mirada triste y asustada. Fuimos amigos durante
tres años intensos que marcarían mi vida. Yo llevaba dos meses desplegado como médico
de un contingente ONU y disfrutaba de contemplar el atardecer junto al río que
cruzaba Dili, la capital de Timor Oriental. Se vivía una
muy difícil e inestable situación política y social, producto de la devastación
que toda guerra deja siempre como secuela. Matzule tenía apenas 10 años y llevaba
a cuestas el dolor de una infancia marcada por el hambre y el horror. Los
primeros días se sentaba en un muro cercano y me miraba sin devolver mi sonrisa
ni mi saludo. Hasta que un día, la curiosidad pudo más que su aprensión y se
acercó. Por primera vez lo vi sonreír, el contraste entre su piel oscura y la
blancura de sus dientes generaron en mí una cálida sensación de ternura. Allí
nació una amistad inevitablemente condenada a la separación. Nunca había ido a
una escuela y hablaba una mezcla de portugués con tetum, un dialecto local.
Compartíamos casi a diario esa grata hora de entreluces, donde yo intentaba
enseñarle palabras mientras él me contaba sobre sus costumbres. Le regalé una
de mis boinas azules y cada tanto le arrimaba nuevos pines que encantado
prendía en ese tesoro que mantenía envuelto y escondido. Él me regaló un cordón
con una pequeña cruz que había tallado a mano en sándalo, una madera oscura de
un árbol que sus ancestros consideraban sagrado. Con su carita seria Matzule me
dijo que esa cruz me protegería y siempre miraba mi cuello buscando confirmar
que su regalo seguía allí.
Un día en aquel
fatídico agosto lo vi particularmente nervioso. Me previno que algo grande se
estaba gestando. Y así fue. Los disturbios sociales estallaron. La pobreza, el
hambre, los familiares y amigos muertos que aún dolían, los campos rociados por
napalm que seguían sin producir, gente que había retornado de las colinas, los
bosques o los campos de refugiados para encontrarse con sus hogares destruidos,
todo confluía en un descontento social que tronaba. La gente enardecida iba
prendiendo fuego todo lo que pareciese oficial o del gobierno. Yo iba con mi vehículo
velozmente por calles laterales hacia Base, cuando recibí la llamada de Elleke,
la funcionaria holandesa de ONU que aseguraba tener una ascendencia noble como
la etimología de su nombre. Esta vez su voz lejos de noble, parecía desesperada:
sus gritos de ayuda emergían por entre un coro de llantos pues estaban
prendiendo fuego el Parlamento y el edificio de ONU donde estaban sitiados.
No lo dudé y
hacia allá fuimos. Al llegar el panorama era dantesco: ambos edificios,
emplazados juntos, empezaban a arder desde su planta baja. La guardia había
desaparecido. Paré por detrás, donde el tumulto era menor y le dije al conductor
que me esperara sin apagar el motor. Entré y corrí escaleras arriba, hasta
llegar al tercer piso donde estaba Elleke y la gente. No podía dar crédito a
mis ojos… Allí, en medio del desconcierto y el caos, estaban Mari Alkatiri, el
Primer Ministro de Timor Oriental cuya residencia privada había sido incendiada,
junto a otras autoridades y funcionarios. Un heterogéneo grupo de personas, la
mayoría aterrada y sin plan de evacuación. La situación era insostenible y
requería una acción inmediata. Con un poco de inglés, algo de portugués y muchos
gritos y ademanes, los organicé en una fila para bajar por la escalera trasera
hasta la puerta por donde había entrado minutos antes. Tomé al Primer Ministro
del brazo y encabecé el descenso mientras pensaba cómo haría para evacuar a
todos, primero bajando entre las llamas que ya cubrían los dos primeros pisos,
y luego, si llegábamos, cómo escapar tantos en un vehículo para seis personas.
Con decisión, llegamos a la puerta trasera. Allí pensé en
Dios, cuando vi llegar y parar junto a mi vehículo otro Land Rover de ONU.
Apiñé a las autoridades y a los funcionarios en los dos vehículos y los despaché
raudos hacia la protegida Base de ONU, distante a dos kilómetros. No hubo lugar
para mí. Los dos vehículos salieron disparados justo cuando la turba, dando la
vuelta al edificio, comenzó a rodearme. Me jugué a la boina azul y al brazalete
con la cruz roja. Paso a paso me fui abriendo camino, con brazos y puños, lentamente
al principio, más rápido luego. Hasta que llegué a Base, con cortes y heridas
varias pero vivo.
Mirando hacia
atrás siento que después, fue todo tan intenso como efímero. Con reconocimiento
especial del Primer Ministro estuve tres años más en Timor. El tiempo pasó y bajo
el servicio de Naciones Unidas fui destinado a misiones humanitarias en Iraq,
Kuwait, Arabia, Líbano, Haití y también a misiones especiales en Jordania,
Colombia, Dominicana, Argentina, Paraguay, Indonesia, Guyana y Surinam. Dejé de
medir el tiempo por hojas de almanaque y pasé a medirlo por calendarios
enteros.
Montevideo
muestra un colorido concierto de verdes y ocres en un otoño que se presenta
demasiado frío. El viento suave del Río de la Plata envuelve mis recuerdos.
Cierro con un suspiro el álbum que mi hija ha armado con fragmentos de esos
años; hay una historia inmersa en cada página, en cada foto. Sonriendo recuerdo
cuando en el 2001 me propusieron ir como médico a Timor. “Serán solo nueve meses”,
me dijeron… y fueron quince largos años. Aquel país devastado es hoy una
economía emergente en el sudeste asiático. Acabo de cerrar esa etapa donde dejé
pedazos de piel y de familia, aunque pude conservar intacto el amor de mis
hijos con quienes comparto ahora estas historias. Georges Villiers escribió: “Los recuerdos son los cabellos blancos del
corazón”. Miro el mar, miro el cielo y acaricio como tantas veces la cruz
de madera que pende de mi cuello. Pienso en Matzule y en sus ojos grandes, tan húmedos
como los míos el día en que nos despedimos. Nunca más volví a verlo.
Para #palabrasalviento
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