1o. de febrero de 1917- Barcelona Escritor, economista, catedrático, político. |
Por eso el viejo abre los ojos mucho antes que otras
madrugadas. Siempre supo despertar a la hora deseada: en la guerra como en las
cacerías, en el contrabando como para el amor.
Las campanas del Duomo le confirman que son las tres.
La última nevada despejó la atmósfera y se oyen mejor. El viejo mira por la
ventana: la opuesta pared del patio es de plata lunar.
«Mala claridad para una emboscada de aquéllas, pero
buena para esta guerra... ¡Qué pronto comprendiste que soy tu compañero, niño
mío!»
Se calza lentamente los gruesos calcetines y coge su
manta. No hace frío en el piso calentado, pero sin ella se sentiría vulnerable.
Siempre le acompañó en los grandes empeños y éste es otro: salvar al niño de la
soledad.
Avanza por el pasillo con felina pisada y se detiene
ante la entrecerrada puerta de la alcobita. Por la rendija escapa la luz rojiza
de la mariposa eléctrica puesta en el enchufe.
Con la mano en el pestillo se pregunta si chirriarán
las bisagras: al girar silenciosas ellas le demuestran unirse al pacto. El
viejo entra y cierra en silencio.
La ventana es toda luna; el suelo un lago plateado; la
cuna y su sombra una isla de roca. En la almohada hecha espejo se refleja
serena la copia de la luna, esa carita dormida y tibia cuyo aliento acaricia la
vieja faz que se ha inclinado a olerla, a sentirla, a calentar junto a ella los
viejos pómulos.
«¿Lo ves? -susurra el viejo-. Aquí tienes a Bruno. Se
acabó el avanzar solo y perdido. ¡Avante, compañero, conozco los terrenos!»
Desde la cuna, el niño llena la noche con su aliento y
con el palpitar de su corazoncito; en el suelo, espalda contra la pared, el
viejo se abre a esa presencia como un árbol a las primeras lluvias: con ellas
germina su larga memoria de hombre, se despliega su pasado como una semilla
vertiginosa y una fronda de recuerdos y vivencias extiende un invisible dosel
protector sobre la cuna.
Los minutos, como toc-toc de lanzadera, entretejen al
viejo con el niño en el telar de la vida. El recinto es un planeta de luna y
sombra para ellos solos: el niño lo acotó en el baño, con sus deditos ungidos,
igual que los jabalíes delimitan sus territorios -el viejo les ha visto hacerlo
en primavera- sembrando efluvios genesíacos en piedras o jarales.
¿Qué ocurre, qué se forja, qué cristaliza en esos
minutos? El viejo ni lo sabe ni lo piensa, pero lo vive en sus entrañas. Oye
las dos respiraciones, la vieja y la nueva: confluyen como ríos, se entrelazan
como serpientes enamoradas, susurran como en la brisa dos hojas hermanas. Así
lo sintió días atrás, pero ahora un ritual instintivo lo hace sagrado. Acaricia
sus amuletos entre el vello de su pecho y recuerda, para explicarse su emoción,
el olmo ya seco de la ermita: debe su único verdor a la hiedra que le abraza,
pero ella a su vez sólo gracias al viejo tronco logra crecer hacia el sol.
La madera y el verdor, la raíz y la sangre, el viejo y
el niño avanzan compañeros, como sobre un camino, por ese tiempo que les está
uniendo. Ambos hombro con hombro, en extremos opuestos de la vida, mientras la
luna se mueve acariciándoles, entre el remoto girar de las estrellas.
De:
La sonrisa etrusca
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