21 de diciembre de 1821 - Francia |
(…) Y cuando quedó libre de
Carlos, Emma subió a encerrarse en su habitación. Al principio sintió como un
mareo; veía los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y se sentía
todavía estrechada entre sus brazos, mientras que se estremecía el follaje y
silbaban los juncos. Pero al verse en el espejo se asustó de su cara. Nunca
había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo sutil
esparcido sobre su persona la transfiguraba. Se repetía: “¡Tengo un amante!,
¡un amante!”, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra
pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad
que tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión,
éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento
resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a
to lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión
lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de
hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de
aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud,
contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma
experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora
triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos
borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación
alguna.
(…)
- ¡Oh!, ¡es que te quiero!
–replicaba ella–, te quiero tanto que no puedo pasar sin ti, ¿lo sabes bien? A
veces tengo ganas de volver a verte y todas las cóleras del amor me desgarran.
Me pregunto: ¿Dónde está? ¿Acaso está hablando con otras mujeres? Ellas le
sonríen, él se acerca. ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Las hay más
bonitas; ¡pero yo sé amar mejor! ¡Soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi
rey, mi ídolo! ¡Eres bueno! ¡Eres guapo! ¡Eres inteligente! ¡Eres fuerte!
Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad
para él. Emma se parecía a todas las amantes; y el encanto de la novedad,
cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de
la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre
con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la
igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían
murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las
mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos
mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las
metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus
necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es
como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los
osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
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