La sonrisa
El diario estaba abierto en la
página de avisos necrológicos No había ningún lugar a dudas. Es más, en la
portada del periódico se daba cuenta de su dudosa muerte. ¿Dudosa? me pregunté
interiormente.
-¿Ustedes eran muy amigos, no?-
La pregunta de Sofía me sacó de
la abstracción en la que me encontraba.
-¿Por qué te sonreís?- me
preguntó nuevamente Sofía.
Inconscientemente y sin
responder, en mis labios se había
dibujado un rictus que Sofi interpretó como una sonrisa. A sus 24 años, Sofía mi
sobrina, era un tanto infantil.
-Si éramos muy amigos, pero hace
tiempo. No, no me reía-, agregué rápidamente. Volví una vez más a la lectura
del diario donde aquella foto me miraba casi acusándome.
Julio era mayor que yo, mucho más
inteligente y por eso había llegado a la posición que hoy ostentaba, en la que
no le faltaba dinero ni amistades, mujeres, viajes ni relacionamiento con las
cúpulas del poder. Desde hacía tiempo se había comprometido mucho con una
investigación que amenazaba con socavar algunos de los beneficios que había
obtenido a lo largo de aquellos años. No le importaba. Nunca había sentido
miedo por nada y nadie podría detenerlo hasta lograr sus objetivos.
Habíamos dejado de vernos
últimamente. Julio viajaba en forma permanente, o estaba inaccesible para
quienes nos considerábamos sus amigos. Nosotros lo éramos desde la infancia,
cuando solíamos correr tras una pelota en la calle empedrada del barrio, donde
la mayoría eran inmigrantes, de diferente origen, aunque a todos conocíamos como
los rusos o judíos. Julio era hijo de una de aquellas familias llegadas desde
la lejana Polonia época en que el nazismo invadió su nación. Sus padres
lograron embarcarse en un carguero, que con destino desconocido, terminó por
depositarlos en una próspera ciudad sudamericana. Se instalaron en el barrio,
donde ya vivían mis padres y donde también habían vivido mis abuelos. Pese a
nuestras marcadas diferencias religiosas, pudimos compartir una infancia común.
Julio se había mudado años atrás
a un apartamento céntrico. Su profesión lo había empujado a abandonar la vieja
casa paterna.
Los fuertes golpes en el aldabón
me sobresaltaron. Sofía recorrió los escasos metros que la separaban de la
puerta de calle. Dos personas con uniforme policial y otro de civil preguntaron
por mí. Escuché la conversación que mantenían con Sofía y me acerqué.
-¿Usted es Roberto
Laguna?-preguntó con tono autoritario y serio uno de los uniformados.
-Sí, ese soy yo-.
-Señor, debe acompañarnos hasta
la jefatura. Si quiere antes puede llamar a un abogado.-
-¿Cuál es la razón para esto?-
balbuceé, entre sorprendido y asustado.
-Usted es sospechoso de un
asesinato-, respondió tajantemente el que estaba vestido de civil
-¿Acusado de qué?
- Del asesinato del juez Julio
Moverman.
Mariana era una mujer bonita. Muy
bonita. Yo me enamoré perdidamente de ella desde el momento que la vi. La
atracción fue mutua y comenzamos a frecuentarnos. En poco más de dos años
habíamos conformado una feliz pareja que muchos envidiaban. Pasaron cuatro años
de nuestro matrimonio, todo iba muy bien salvo que Mariana no quedaba
embarazada, algo que ella deseaba, igual que yo. Julio nos visitaba con
frecuencia especialmente desde que se había separado de su mujer. Seguramente
la soledad lo había aproximado a nosotros. No me extrañaba en absoluto que
Julio estuviera en casa cuando yo llegaba de mi trabajo. Era mi
amigo, un buen amigo y estaba en una encrucijada difícil luego de su fracaso
matrimonial. Generalmente compartíamos una cena y en ocasiones, si se prolongaban
en la noche nuestras tertulias, se quedaba a pernoctar. Tan así era nuestra
amistad. En ningún momento esa relación tuvo fisuras.
Aunque hubo algunos indicios, que
yo no capté. Recuerdo que la madre de Sofía me preguntó reiteradas veces por
esa relación con Julio y nuestra amistad. Pero no le di importancia.
Martina era muy posesiva conmigo por ser
su hermano mayor; además nunca había hecho buenas migas con Julio. Yo siempre
creí que lo suyo eran celos ya que Julio, muy conquistador y mujeriego, jamás
le había prestado atención como ella quizás esperaba.
Ingresé a la jefatura de policía flanqueado
por los dos uniformados. Me sentía casi un delincuente. En una habitación en la
que solo había una mesa y dos sillas, una de cada lado del mueble, un hombre de
casi dos metros de altura, camisa blanca y manos gruesas, estaba parado del
otro lado. Apenas podía ver su cara; el amplio ventanal de fondo proyectaba
fuertes rayos de sol: su cara, a contraluz, era una mancha oscura para mis
retinas.
-Tome asiento- me dijo, -vea
amigo, no voy a andar con vueltas, si confiesa la cosa se facilita para usted y
para mí, lo mismo que para el juez. Tenga en cuenta que mató a otro juez, y
quienes lo juzguen, le van a dar con un caño, además tenemos el arma- agregó lacónico.
-¿Qué arma?- atiné a preguntar.
-La suya... no se haga el
tonto... está registrada... usted tiene una 22 corta a su nombre y ¡oh!
casualidad, coincide que balística determinó que desde ella se disparó la bala
asesina, alojada en la sien del juez Moverman- agregó.
-Yo hace años que no tengo armas…
aunque es cierto… sí, tuve una y creo se la llevó mi ex mujer cuando nos
separamos…es raro- agregué.
-Laguna, no enrede más la cosa,
sabemos que su ex tenía o tiene aún una relación sentimental con el juez
Moverman-, dijo quien supuse era jefe de la investigación.
-No tenemos sus huellas en el
arma pero…, seguramente las pruebas de laboratorio darán que fue usted quien
efectuó el disparo, de una u otra forma lo probaremos, así que ahorrémonos
tiempo, casos como el suyo, que matan a un ex amigo por asuntos de polleras son
frecuentes y fáciles de descubrir-.
-¡Yo no maté a nadie!- grité y
repetí varias veces.
Martina, mi hermana, me llamó por
teléfono y me pidió que fuera a su casa, quería hablar conmigo con urgencia.
Supuse que se trataba de algún problema con Sofía quien en su adolescencia y
sin la presencia de una figura paterna, abusaba de su rebeldía y sólo conmigo
parecía conocer los límites. Desde que mi hermana había enviudado, yo fui su
sostén emocional y la contención.
La cara de mi hermana no auguraba
nada bueno.
-¿Que hizo esta vez la Sofi?
pregunté con una sonrisa.
-Nada, con Sofía nada-dijo
-Vos no te das cuenta … o no
querés darte cuenta. No podés seguir con los ojos cerrados. Ella te tiene tan…no
te lo mereces Roberto, no te lo mereces…- dijo mi hermana entre sollozos.
- No entiendo nada, Martina, te
juro que no entiendo, se más clara por favor, no tengo la menor idea de lo que
me estás hablando- respondí.
-Estas tan ciego,¿ es posible que
no sepas nada? Hizo un largo silencio.
Sofía entró como un torbellino y se abrazó a mi muy fuerte.
Estuve un tiempo detenido. Solo
mi hermana y Sofi me visitaban y me buscaban consuelo. Durante largas charlas en la prisión Martina
me puso al tanto de aquellas cosas que
yo nunca había sospechado. Después que Mariana se fue con Julio, hubo hechos
que yo desconocía, pero que mi hermana, se encargó de esclarecerme. Pensé mucho
en ese tiempo, amaba a mi ex esposa y no entendía cuál había sido mi error. Fui
cariñoso y fiel. La antítesis de Julio, sin embargo… Hasta mi liberación, mi
nombre circuló en boca de todo el mundo. En horas era el culpable de un
asesinato, en otras era quien había entregado el arma para que alguien matara
al juez Julio Moverman. Cuando salí del encierro carcelario, en la puerta,
esperándome, estaban Martina y la dulce Sofía.
A lo lejos, en la acera de enfrente, con una amplia sonrisa y en
avanzado estado de gravidez, volví a ver a mi ex esposa Mariana.
Jorge Borlido
IMPUNIDAD
La mujer golpeó la puerta con
todas sus fuerzas. Varias veces. Nadie la abrió. Se apretó la cabeza con las
dos manos: quería ahogar aquellas palabras que la aturdían. No pudo y,
resignada, cuando iba a volver sobre sus pasos, observó la hilera de
granos. El rastro de semillas la guió
hacia el galpón. El pestillo, oxidado, la detuvo, como si la estuviera
obligando a encender la linternita que siempre llevaba consigo. Con su mano
temblorosa iluminaba los fragmentos del caos que yacían muertos en ese viejo
depósito pero nada explicaba la necesidad de estar visitándolo a esas horas.
Hasta que vio, tieso en el aire, un zapato de Fany. El que tanto le gustaba.
Rojo. De taco alfiler. Y más arriba, su pierna derecha, la de la cicatriz, y la
otra pierna. Y el vientre. Y el tronco. Y aquellos ojos que la miraban desde un
lugar adonde ya no podría ir a buscarla.
La madre sintió un dolor agudo en
las entrañas, un dolor que ninguna frase podía expresar. Aulló. Las precarias
paredes temblaron pero el musgo se tragó las vibraciones.
En su cabeza, cada vez más fuerte
latían las amenazas que no había podido asfixiar: “¡De ninguno vas a ser, Fany!
¡Mía o de ninguno! ¡Me escuchás!” Cuántas veces la había prevenido. Cuántas.
Desde el principio... Pero vos creías que yo estaba celosa, hija mía; pensabas
que le inventaba defectos para retenerte egoístamente... Sí, fui egoísta
contigo: nunca quise asesinar tu inocencia contándote los desgraciados
episodios que había vivido con tu padre; ¡total! ya estaba muerto...
Amarrada al pie descalzo, la
madre se hamacaba. De vez en cuando extendía un brazo para acariciar el ruedo
de la falda inmóvil.
¡Por qué no te encerré o resolví
mudarnos cuando tus amigas me insinuaron que estabas fascinada con la
persecución del recién llegado! ¡Por qué no
impedí que te marcharas de casa!... ¡Por qué! ¡Por qué! Porque me
pareció que actuaría como mi madre; porque supuse que te darías cuenta de que
un forastero debe actuar de otra manera si quiere ser aceptado en un pueblo
ajeno; porque me olvidé del poder del miedo... ¡Y no pudiste, hija, no
pudiste... fue una tentación imposible de eludir! Te cegó, hija de mi alma, te
cegó; recién ahora tenés bien abiertos los ojos... ¡Ay, Dios, ahora para qué!
Con las primeras luces del día,
el espectáculo fue insoportable para Mariela. Como siempre, había pasado por la
casa de la madre de su mejor amiga y se preocupó al no hallar a nadie; en medio
de su insomnio, y con cierto resquemor, había resuelto dirigirse a la vivienda
de la pareja. Temía que su presencia, sin previo aviso, molestara a César;
temía que, por su culpa, Fany apareciera magullada en la oficina, como en otras
ocasiones. Tampoco estaba dispuesta esta vez a tolerar las conocidas
intimidaciones de “Sólo mía; de nadie más.”Pero no le respondieron; estaba por
irse cuando observó entreabierta la portezuela del galpón, y se atrevió.
Al rato, el lugar estuvo lleno de
curiosos; entre ellos, el Comisario. Pocos días atrás, desparramada su obesidad
en una silla desvencijada de la oficina, con natural indolencia había
contestado: “No puedo hacer nada, señora. No interesa que usted sea la madre.
Sólo la víctima puede hacer la denuncia, así es la Ley. ¿No está convencida? Se
lo dije muchas veces ya, ¿no lo recuerda?”
No estaba en condiciones la madre
de volver a espetarle que era un inútil ni de acusar de insensibles a los
vecinos que murmuraban acerca de los múltiples episodios vistos o escuchados en
los meses recientes.
Hundida en el prolijo lecho
blanco de una nívea sala, la mamá de Fany pasa ensimismada en la imagen de dos
valijas que alguien ubicó muy cerca de ella, allí, en el techo.
Y al atravesar el pasillo, todo
el personal del hospital habrá podido escuchar, en algún momento, la misma
letanía: “Ya no te irás con César, hija; las valijas están muy bien
escondidas”.
LAS
NEGRAS
Al oír la campana supe que no
podía dormir. Y no necesariamente por la tormenta.
La estancia descansa, sólo se
escucha los ronquidos de los muebles estilo Luis xv. Subiendo las escaleras
revivo la escena de veinte años atrás. Creo aún escuchar el grito desgarrado
apretando el bulto sobre su pecho, la pequeña que se aferra a su falda y su
padre arrodillado, llorando. Y a ella ¡Ay, pobre ama!
-¿No puede dormir, Doñita?
-No, y esta lluvia que no para. Alcánzame
la silla, quiero estar frente a la ventana.
-¡Pero es media noche!
Haciendo oídos sordos a las
palabras de la vieja, dice:
- Hoy vi a mi nieta con tu...con
el hijo de... Hablá con él, quiero que se vaya antes de que sea demasiado
tarde.
La negra se persigna murmurando
´´ Señor Jesús ´´. Con voz quebrada le contesta:
-¡No puede hacer eso, sabe bien
lo que se quieren!
-Por eso mismo te lo pido, eres
la indicada.
-Me saca la vida, Doña.
-Y a mí se me arruina. Mañana
temprano llamá al abogado, necesito hablar con él. Llevame a la cama.
Antes de dormirse mira la foto
del hombre montado a caballo. Con una sonrisa pasa sus dedos alhajados por el
rostro y, mientras la guarda, susurra ¨Maldito cretino¨.
Aún con café en sus bigotes sube
el abogado, sin saber a qué se va a enfrentar.
-¡Buenos días, Doña Eloísa! ¿Cómo
amaneció usted?
-Voy a andar sin rodeos, ofrecele
dinero al muchacho para que se vaya
lejos.
-¿De quién me habla?
-¡Del hijo del capataz! ¿De quién
va a ser?
-¿Y si no
acepta?
-Todo tiene su precio- le
contesta desafiante.
-La situación es delicada; veré
qué puedo hacer.
-¡No es si se puede! ¡Hacelo!
-¿Hablo con Rosa?
-Sí, pero ella no va a hacer
nada.
-A propósito, señora, Don Vicente
me pidió regularizar unos documentos sobre unas propiedades que le
corresponderían a... bueno, usted sabe.
-Mi yerno está en un congreso. En
un par de días regresa. Entonces hablaré con él.
-También quiero comentarle,
llamaron de la institución donde está...
-¡No la nombres!
-Para saber si siguen con el
tratamiento- continúo diciendo.
-Por supuesto que sí, responde.
-Permiso- pide Rosa-. Llamó el sacerdote. Quiere saber si se hace la misa
como todos los años.
Y los mira a los dos. Sin verlos.
Recordando quizá aquella noche negra.
Margot López
Elbio Martínez
El Hospital “Dr. Elbio Martínez”
se levanta en un amplio predio ubicado en la verde y vasta llanura de Cerros de
Clara, un pueblo ganadero alejado de la gran ciudad.
Es una antigua edificación
central utilizada antes como parada de carretas, de diligencias y de tropas que
llegaban allí para pernoctar o tomar algún brebaje fuerte y así quitar el hielo
de las venas y, por qué no, también las
penas.
Es como un gran corazón de piedra
del que se desprenden, cual venas envejecidas, pabellones de mujeres y hombres,
estibados en estrechas cuchetas de a dos. Los ventanales dan permiso a la luz
del día, aunque no puede despojar de la oscuridad ni del frío aliento su
interior.
A los pies de la torre del campanario, el
cementerio libera las almas de los lugareños; con cada campanada se despiden,
aliviadas, de sus miserables vidas. La cerca de púas sobre el infinito muro es
el horizonte para los permanentes habitantes. El inmenso portón de hierro
forjado se alza y se abre para dejar entrar pero nunca para salir. Un eucalipto
ocre, petrificado y terco al mismo tiempo abre, solitario, el camino de ida al
nosocomio.
- ¿Cómo es su nombre?
- Noel
Márquez.
- Hola, Noel, me llamo Graciela. Soy
periodista del diario “El Día”, y quiero tener una entrevista con vos.
Noel pregunta con júbilo:
- ¡¿A mí, una entrevista?!
- Sí – responde Graciela.
– ¿A qué te dedicás?
- Soy enfermera de este Hospital,
hace como veinte... no... no, dieciocho
años, 4 meses y 2 días.
- Contame cómo llegaste a este
lugar tan aislado.
- Estudié y me recibí en la
Escuela de Enfermería de la ciudad. Como soy de Cerros de Clara, volví al
pueblo con mis padres y hermana. En el pueblo hay un dicho: “O trabaja en el
campo con los bichos o en el Elbio con los locos”.
- ¿Te gusta trabajar aquí?
- Bueno…, tenés que ser fuerte
porque a diario te encontrás con cosas difíciles. Yo trabajo en el
pabellón de mujeres; las locas de
blanco, empastilladas, con resaca de los choques eléctricos y cicatrices en sus
cabezas... que caminan como perdidas en los pasillos; hablan, golpean, gritan,
y se mean…-. Y luego de una pausa agrega, en tono confidente:
- Solo estas paredes y yo sabemos
lo que aquí ocurre, solo que no soy como ellas, soy de carne y hueso.
Graciela anota y cambia de rumbo:
- ¿Ves a tu familia alguna vez?
- Antes los veía todos los días
porque yo vivía en la casa del pueblo con ellos.
Noel se cubre la cara con ambas
manos y mirando hacia abajo, con voz como arrancada de la conciencia, susurra:
- Te voy a contar en confianza:
hace unos años tuve un ataque de amnesia; estuve muchos meses así; cuando
empecé a recordar el doctor me dijo que mis padres y mi hermana se habían ido
del pueblo... No sé por qué me abandonaron... No sé por qué no me vienen a
ver...No sé por qué... ¡Por qué, por qué! – se toma la cabeza con las manos y
se bambolea como queriendo deshacerse de ese por qué.
Entonces suena la alarma del
pabellón femenino y una enfermera les recuerda:
- Graciela y Noel, apaguen la
lámpara, tomen las pastillas y a las cuchetas. ¡A dormir y no despierten a las
demás!
Antes de tomar su medicación, Graciela le dice a Noel:
- Mañana vos me haces las
preguntas, ¿ta?
- Sí -contesta Noel, y la
oscuridad las arropa-.
Nicolás Rodríguez
REVANCHA
- ¿Tomamos un café? Así se nos
acorta la noche.
- ¿Cuándo lo supiste? Yo por poco
ni me entero a tiempo. No tenía muchos amigos el viejo, ¿no?
- No, era muy… parco. Me llamó una vecina. “¿Usted es el pariente”?
dijo- y agregó: “Algo no andaba bien en
esa casa”. Fui hasta allá de apuro, pensé que le había pasado algo a ella...
Conociendo al viejo, no sería nada bueno.
La encontré sentada afuera tranquila, ensimismada. No dijo gran cosa,
solo repetía sin aparente sentido que estaba cansada. Y señaló con la cabeza
para el fondo. Seguí su mirada y lo vi, del otro lado del cerco, no me animé a
acercarme, estaba tirado entre los pastos y muy quieto.
- ¿Pero cómo ocurrió?
- Nadie sabe seguro, solo
conjeturas, pero tiene la cabeza rota.
- ¿Rota?
- Sí, partida, roto el cráneo,
hundido. Fueron el forense y la policía. Podés acercarte al cajón y si mirás
con atención, se le nota el golpe en un costado.
- Pero entre los yuyos, qué
hacía. ¿Estarán investigando?
- Espero que no. Quién lo conoce
al viejo. ¿Quién es? Nadie. ¿A quién le importa? - La historia es larga. Ella
por mucho tiempo lo había visto rumbear en silencio por el fondo de la casa
hacia la otra cuadra y perderse en la oscuridad de la noche. El le decía que
iba a jugar unos trucos. Para ella fue un alivio, ya ni la molestaba para
satisfacer sus instintos de bestia. La pobre estaba muy cansada, había criado 6
hijos. Todos se fueron, por causa de él, era… cómo decirlo… no muy amable con
ninguno, ¿se entiende? Ella solo sabía soportar en silencio lo que dios le
había mandado, tal vez por eso estaba viva. Un día él se apareció con el niño.
Quería que ella lo conociera.
- ¿Ese que está sentado al lado
del cajón?
- Sí, no se quiere mover de allí,
es muy chico para entender ciertas cosas. Solo quiere estar al lado de su
padre.
- ¿Su padre?
- Sí. Fueron muchas noches de
truco, en casa de una viuda, -mitad de su edad, dicen- y…esas cosas… pasan… Con
el tiempo él quiso llevar al niño a su casa todos los días un rato, así se lo
comunicó a ella, solo eso, lo empezó a traer y punto.
Ella se encariñó con la criatura.
Volvió a sonreír sin darse cuenta, no era que
el viejo fuera diferente con ella, no, igual no tenía ni voz ni voto,
pero a eso estaba acostumbrada, podía soportarlo. Fue la
llegada del niño, le llenó de luz su alma vieja y gastada. Un día pasé
por la casa y el chico estaba en la falda de su padre. Un mal pensamiento me
sorprendió al instante, al tiempo que me cruzaba con los ojos aterrorizados de
ella, enseguida bajó la vista pero ya
era tarde, nuestras mentes ya se habían comunicado, intercambiando esa horrenda
idea. “Solo pasaba a saludar”, dije, temiendo que él leyera también nuestros
pensamientos. Pero la sensación de impotencia era tremenda. ¿Qué pruebas había?
¿Cómo comprobar qué? ¿Qué fue lo que vi? ¿Qué me dijo ella? Hacer frente a…
qué. Irónicamente, al otro día pasó lo que pasó.
- Volvamos al cajón un rato,
dije.
Las sillas estaban vacías, nos
sentamos frente al niño, la vieja estaba a su lado. Nos cruzamos las miradas,
sus ojos me hablaron y un esbozo de sonrisa iluminó su cara vieja y cansada,
confirmándome lo que sospechaba.
Marta Maldonado
El oficio
Apronté el mate, apenas lo vi entrar,
aunque me parece que el patrón anda con “el chiripá revirao”; y bue, no es mi
culpa, pero por las dudas me quedo mansito, conozco bien esa mirada de “rabo de
ojo” cuando anda caliente; y no es pa’ menos…
-Sírvase don Fuentes, está recién
empezado -me dejó con la mano estirada, como midiéndome-.
-Dame -dijo de pronto, secamente-.
En ese momento entró Helvecio y el “tipo
ése”, el que mandó a buscar. Don Fuentes lo miró un instante, mientras me
devolvía el mate vacío, creo que no le impresionó la figura “del hombre”, tal
vez esperaba otro tipo.
-Adelante, tome asiento -dijo Don Fuentes-
está en su casa. Helvecio, sirva un trago al hombre.
-No, gracias, no lo tome a mal patrón, pero
no tomo cuando trabajo y menos cuando hago negocios, ya habrá tiempo después -dijo “el hombre”-.
-Como guste, me agrada la gente seria, más
para un asunto como éste.
-¿Tiene fotos de la mujer?, porque del
hombre…
Pude en ese instante ver el cambio de su
cara, el gesto adusto pasó a ser furia mal contenida, teñida de bordó con
aureola de luz amarilla de la única lámpara del recinto.
-Fotos tengo, aunque no lo crea; si éramos
como hermanos, más que amigos…
-Enseguida le traigo la caja don Fuentes -dije, solícito,
mientras le alcazaba un mate “al hombre”-.
Volví al instante, la caja ya estaba
esperando, preparada para la ocasión, así me lo habían pedido.
-Vea, don, ahí tiene como para tomar
conocimiento, si quiere llévese alguna de las últimas, pa’ que no haya
equivocación posible -dijo Don Fuentes-.
-Bueno, con este material es más fácil,
pero como antes le dije, en mi oficio, no se “trabaja a ciegas”, en eso soy
delicado -dijo “el hombre”-.
-Sí, recuerdo sus condiciones, yo le puse
las mías… -dijo Don Fuentes, mirando a Helvecio que era quien se había hecho
cargo de los contactos previos-
-Hay que saber de qué se trata -dijo “el hombre-
hay que tener un plan, saber el por qué, cuál es el beneficio, la cuenta que se
cobra o el ajuste que se ordenó honrar, así es lo mío, si no, busque a otro, sin
resentimientos.
-Estoy de acuerdo, los detalles ya se los
habrá dado Helvecio, es hombre de confianza y me basta su recomendación -dijo Don Fuentes-.
“El hombre” miró a Helvecio, hizo una mueca
tosca, sin destino casi.
-Sí, efectivamente, mi viejo compadre
Helvecio me adelantó algunos detalles, queda claro lo del hombre; en cuanto a
la mujer, me gustaría saber más del asunto…
-No entiendo para qué?, qué importancia
tiene? -preguntó Don Fuentes, a la defensiva-.
-Tiene, no vaya a creer; matar, mata cualquiera,
pero trabajar bien es otra cosa, antes hay que aprender, hay que
estudiar “cada asunto”, la mano debe saber cuándo, debe saber cómo, y debe
saber por qué. Y luego están “las marcas”, sí, porque cada muerto tiene lo
suyo; pueden ser “algunos agujeros de más”, o algo más fino como un “puntazo”
que le dibuje una flor roja y exacta en el corazón. También están las más
corrientes: un dedo (sobre todo el de gatillar), una oreja, o un pedazo de
lengua; ni qué hablar de “otras partes”, si el caso lo amerita. En fin, son
marcas que solo los entendidos pueden descifrar.
-Siempre fuiste un poeta, Florencio.
-¿Vio, don Fuentes?- le dije- el hombre es
un profesional -terció el Helvecio entusiasta-.
-Capítulo aparte es el tiro en el culo
-perdonando la expresión- esa sí que es una marca, dice muchas cosas; habla
sobre el occiso y también sobre el que lo quemó. A mí me gusta el miedo que les
genera y además es una de las “mejores lecciones”; sí, me parece que es por el
miedo que me gusta tanto, lástima que sea de uso limitado, no por nada en
especial, pero no se puede abusar -agregó Florencio, como quien explica el
funcionamiento de una cosa inútil-.
No pude evitar un escalofrío, como si fuera
yo el destinatario “del asunto”, traté de pensar en otra cosa y continué cebando
y repartiendo mates, pero otra vez mi cabeza voló al mismo tema... Es que era
tan linda ella…
-A la mujer, no quiero que le pase nada, el
tiempo y la miseria se encargarán de ella -sentenció Don Fuentes-.
De mala gana, como escarbando en sus
tripas, Don Fuentes le fue desgranando la historia de la mujer, que era su
historia, que era su vida. Luego la traición, la puñalada enguantada en el amor
y la amistad, cosas jodidas.
Florencio –siempre ceñudo y ceremonioso- se
despidió con un apretón de manos que también me incluyó; Helvecio lo acompañó
hasta la puerta, de pronto se dio vuelta, como recordando algo importante –y
agregó, en tono casi magistral-.
-Ah, Don Fuentes, tiene mucho que ver
también el arma; y ni qué hablar del lugar y la hora elegidos; son “señas
mayores”; elegir con qué hacerlo, la forma de ejecutarlo, son cosas que hablan
de la importancia del asunto. A mí, me importa todo, pero más que nada el
trabajo bien hecho, sin obviedades -como le dije antes- matar, mata cualquiera,
pero la “caracterización del evento” es lo que da la importancia real, deja la
marca imborrable para que no sea simplemente un hecho de sangre.
Se entiende ¿no? Son cosas del oficio.
Francisco Castillo
Ulises
Ahí esta el indigente de nuevo.
Esta acostado en la calle con sus pocas pertenencias. Parece que habla solo. Le
tengo miedo. Me mira fijamente como si supiese todo sobre mí. Con todo, me
atrae.
¿Tengo la culpa de lo que le pasó
a mi hermano? Tal vez sí. No lo sé. Quizás de tanto que me lo dicen terminé por
creerlo. Pero no. No tuve nada que ver. Sé muy bien que nunca fui el hijo
favorito de mi madre. Siempre hubo diferencias. Eso te marca para siempre. Como
por ejemplo cuando hubo poco dinero yo fui a parar a la escuela pública
mientras mi hermano siguió yendo al colegio privado. Jamás heredó mi ropa
cuando yo siempre heredé la de mis primos. Aún así, lo quise.
Soy yo quien ahora cuida de mi
anciana madre. Pero la situación es cada
vez más insoportable. Se enoja por cualquier cosa y no pierde ocasión para
decirme que soy un fracasado. Que mi hermano estudió abogacía y yo después de vivir veinte años en el
extranjero vuelvo sin nada y soy un simple limpiavidrios. Que ni siquiera supe retener a mi mujer. Hasta una vez tuvo
el coraje de decirme que ni un hijo supe hacer bien. ¡Mi pobre Laertes! ¿Y si
la meto en un asilo? No. No tengo dinero y la culpa no me dejaría. Ya me basta
con las impuestas como para cargar con
una propia.
Yendo a casa, ese indigente de
nuevo. Apuro el paso.
Una vez allí, los escucho. Hacía
un rato que no sentía sus voces. Me
susurran cosas. Al principio los escuchaba solo de madrugada. Me despertaban.
Llegué a pensar que eran los vecinos. Pero no lo eran. ¿Estoy loco? ¿Poseído?
- ¿Cerraste
la puerta con llave? – me pregunta la rubia
- ¿Tenés
la fórmula matemática que te pedí? Tengo
que terminar el informe – me urge un hombre que lleva lentes redondos.
- Sí,
lo hice – contesto yo.
- Tenés
que aprender a cocinar mejor. Te vas a morir de hambre- me dice la rubia
mientras se ríe a carcajadas.
- Apenas
sé sumar.
- ¿Con
quien estas hablando? - Grita mi madre.
- Es
tarde para aprender. Me las arreglo.
- Con
nadie mamá. Con nadie. Todo está bien – le contesto mientras me tapo los oídos
para que me dejen concentrar en la tarea.
- Lo
único que te falta es que te vuelvas loco – me grita desde el fondo.
No les tengo miedo. No sé lo que
son pero me siento acompañado.
- ¡Cuidado
con el auto!- me dice la rubia
- ¿Encontraste
la fórmula? Es urgente
- Tengo
que trabajar – contesto.
- Sí. Ya lo vi, gracias.
- Míralo.
Míralo a los ojos – me ordenan
- No
puedo. Me asusta.
¡Ahí esta él de nuevo frente a
mí! El indigente. El bichicome. ¡Mi corazón se acelera y un sudor frió corre
por mi frente! ¡Esta ahí, sentado y riéndose con ellos! Se detiene como notando
mi presencia. Sus ojos me perforan. Me conoce. Me llama. Su voz es hermosa y
seductora como el canto de una sirena. Y yo no tengo ningún mástil del cual
asirme.
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