Estación de la mano
La dejaba entrar por la tarde,
abriéndole un poco la hoja de mi ventana que da al jardín, y la mano descendía
ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo apoyándose apenas en la palma,
los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el
piano, o en el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra color vino. Amaba
yo aquella mano porque nada tenía de voluntariosa y sí mucho de pájaro y de
hoja seca. ¿Sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a la ventana por las
tardes, a veces de prisa -con su pequeña sombra que de pronto se proyectaba
sobre los papeles- y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente,
ascendiendo por los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había
calado un camino profundo. Las palomas de la casa la conocían bien; con
frecuencia escuchaba yo de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la
mano andaba por los nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de los
más jóvenes, la pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los
bocales de agua fresca; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal,
con los dedos levemente mojados en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la
toqué; comprendía que aquello hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un
acaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y
cuadernos, puso su índice -con el cual sin duda leía- sobre mis más bellos
poemas y los fue aprobando uno a uno. El tiempo transcurría. Los sucesos
exteriores a los cuales debía mi vida someterse con dolor, principiaron a
ondular como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé mi aritmética, vi
cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la
espera cadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el primer -y más lejano y
hundido- roce en la hiedra. Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque era
un nombre sólo para pensarse. Incité su probable vanidad dejando anillos y
pulseras sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Varias
veces creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando
vueltas en torno y tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada; y aunque un
día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo
abandonó como si le quemara. Yo me apresuré a esconder las joyas en su ausencia
y desde entonces me pareció que estaba más complacida. Así declinaron las
estaciones, unas esbeltas y otras con semanas ceñidas de luces violentas, sin
que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes
volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía ponerse
de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente uno dedo con otro, a veces
con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se
teñía de violeta. Yo colocaba entonces un brasero a mis pies y ella se
acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con
grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo
advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa de
arcilla y se precipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la arcilla
mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente,
modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que
su obra me agradaba. Pero era un error: como a todo artista, a Dg terminó por
molestarle la contemplación de esa otra mano rígida y algo convulsa. Al
retirarla de la habitación, ella fingió por pudor no haberlo advertido. Mi
interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber;
he ahí el invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas
acerca de mi huésped: ¿Vegeta, siente, comprende, ama? Imaginé
"tests", tendí lazos, apronté experimentos. Había advertido que la
mano, aunque capaz de leer, jamás escribía. Una tarde abrí la ventana y puse
sobre la mesa un lapicero, cuartillas en blanco, y cuando entró Dg me marché
para dejarla libre de toda timidez. Por la cerradura vi que hacía sus paseos
habituales y luego, vacilante, iba hasta el escritorio y tomaba el lapicero. Oí
el arañar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el cuarto. Sobre
el papel, en diagonal y con letra perfilada, Dg había escrito: "Esta
resolución anula todas las anteriores hasta nueva orden". Jamás pude
lograr que volviese a escribir. Transcurrido el periodo de análisis, comencé a
querer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su
rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos hasta
rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor, sin tocarla,
acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde que yo cortaba las páginas
de un libro recién comprado, observé que Dg parecía secretamente deseosa de
imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría
formar su propia biblioteca. Encontré curiosas obras que parecían escritas para
manos, como otras para labios o cabellos, y adquirí también un puñal diminuto.
Cuando puse todo sobre la alfombra -su lugar predilecto- Dg lo observó con su
cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y recién días después se
decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y
una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?)
principió ella a abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se desempeñó
con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u
opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapel
sobre una repisa -donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas,
dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza- y descendía
para acostarse de bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía a gran
velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba
entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros
había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas ("Etude de
Mains" de Gautier; un lejano poema mío que comienza: "Poder tomar tus
manos..."; le Gant de Crin" de Reverdy) y colocaba hebras de lana
para recordarlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván, encerraba sus
volúmenes en un pequeño mueble que a tal propósito le destiné; y nunca hubo
nada en desorden al despertar.De esta manera sin razones -plenamente basada en
la simplicidad del misterio- convivimos un tiempo de estima y correspondencia.
Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de
perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto
puro y jamás presupuesto. Por mi ventana entraba Dg y con ella el ingreso de lo
absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las
obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a aquella que de tal forma
me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la
sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida de celos por tanta
plenitud fuera de sus cárceles pintadas. Una noche soñé: Dg se había enamorado
de mis manos -la izquierda, sin duda, pues ella era diestra- y aprovechaba mi
sueño para raptar a la amada cortándola de mi muñeca con el puñal. Me desperté
aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar un arma en poder de
aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión;
estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos
de mi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera
alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, haciéndome amargos
reproches. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una
misteriosa sonrisa de tristeza. Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta
puso en su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por
qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a
acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te incluirá ya
nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar
cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante
correcto.
Julio Cortázar
Mendoza
No hay comentarios:
Publicar un comentario