I
—Te digo que no es un animal... Oye cómo
ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano...
La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad
de la sierra.
— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un
hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una cazuela en la diestra y
tres tortillas en taco en la otra mano.
La mujer no le contestó; sus sentidos
estaban puestos fuera de la casuca.
Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal
cercano, y el Palomo ladró con más rabia.
— Sería bueno que por sí o por no te
escondieras, Demetrio.
El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se
acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego
se puso en pie.
— Tu rifle está debajo del petate —pronunció
ella en voz muy baja.
El cuartito se alumbraba por una mecha de
sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un otate y otros aperos de
labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes, que
servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio
ciñó la cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz
bermeja, sin pelo de barba, vestía camisa y calzón de manta, ancho sombrero de
soyate y guaraches.
Salió paso a paso, desapareciendo en la
oscuridad impenetrable de la noche.
El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del
corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó un gemido sordo y no ladró
más.
Unos hombres a caballo llegaron vociferando
y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando las bestias.
—¡Mujeres..., algo de cenar!... Blanquillos,
leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de hambre.
— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se
perdería!
— Se perdería, mi sargento, si viniera de
borracho como tú...
Uno llevaba galones en los hombros, el otro
cintas rojas en las mangas.
—¿En dónde estamos, vieja?... ¡Pero con
unal... ¿Esta casa está sola?
—¿Y entonces, esa luz?... ¿Y ese chamaco?...
¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te hacemos salir?
—¡Hombres malvados, me han matado mi
perro!... ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito Palomo?
La mujer entró llevando a rastras el perro,
muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo suelto.
— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!... Mi
alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un palomar; pero, ¡por Dios!...
No me mires airada...
No más enojos...
Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó
cantando el oficial con voz aguardentosa.
— Señora, ¿cómo se
llama este ranchito? —preguntó el sargento.
—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del
fogón y arrimando leña.
— ¿Conque aquí es Limón?... ¡La tierra del famoso Demetrio
Macías!... ¿Lo oye, mi teniente?
Estamos en Limón.
— ¿En Limón?... Bueno, para mí... ¡plin!... Ya sabes,
sargento, si he de irme al infierno, nunca mejor que ahora..., que voy en buen
caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal... ¡Un perón para morderlo!...
— Usted ha de conocer al bandido ese, señora... Yo estuve
junto con él en la Penitenciaría de Escobedo.
— Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar
la noche en amable compañía con esta morenita... ¿El coronel?... ¿Qué me hablas
tú del coronel a estas horas?... ¡Que vaya mucho a...! Y si se enoja, pa mí...
¡plin!... Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar. Yo aquí
me quedo... Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y
caliente las gordas; tú ven acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es
sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un poco borrachito por eso, y por
eso también hablo un poco ronco... ¡Como que en Guadalajara dejé la mitad de la
campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!... ¿Y qué le
hace...? Es mi gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás
muy lejos; arrímate a echar un trago.
¿Cómo que no?... ¿Le tienes miedo a tu... marido... o lo que
sea?... Si está metido en algún agujero dile que salga..., pa mí ¡plin!... Te
aseguro que las ratas no me estorban.
Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la
puerta.
—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando
unos pasos atrás.
El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e
inmóvil como una estatua.
— ¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.
— ¡Ah, dispense, amigo!... Yo no sabía... Pero yo respeto a
los valientes de veras.
Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente y
despreciativa plegó sus líneas.
— Y no sólo los respeto, sino que también los quiero... Aquí
tiene la mano de un amigo... Está bueno, Demetrio Macías, usted me desaira...
Es porque no me conoce, es porque me ve en este perro y maldito oficio... ¡Qué
quiere, amigo!... ¡Es uno pobre, tiene familia numerosa que mantener!
Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un
valiente, de un hombre de veras.
Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estrechamente a
Demetrio.
— ¡Madre mía de jalea! ¡Qué susto! ¡Creí que a ti te habían
tirado el balazo!
— Vete luego a la casa de mi padre —dijo Demetrio. Ella
quiso detenerlo; suplicó, lloró; pero él, apartándola dulcemente, repuso
sombrío:
—Me late que van a venir todos juntos.
— ¿Por qué no los mataste?
—¡Seguro que no les tocaba todavía!
Salieron juntos; ella con el niño en los brazos.
Ya a la puerta se apartaron en opuesta dirección. La luna
poblaba de sombras vagas la montaña.
En cada risco y en cada chaparro, Demetrio seguía mirando la
silueta dolorida de una mujer con su niño en los brazos.
Cuando después de muchas horas de ascenso volvió los ojos,
en el fondo del cañón, cerca del río, se levantaban grandes llamaradas.
Su casa ardía...
Sin embargo, LOS DE ABAJO fue escrita hace casi cien años por el médico Mariano Azuela (Jalisco-Méjico - 1º de enero de 1873). |
“La revolución
beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido esclavo, a los
infelices que ni siquiera saben que si lo son es porque el rico convierte en
oro las lágrimas, el sudor y la sangre de los pobres” -
Mariano Azuela
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