6 de setiembre de 1921- España |
Rosamunda
Estaba amaneciendo, al fin. El
departamento de tercera clase olía a cansancio, a tabaco y a botas de soldado.
Ahora se salía de la noche como de un gran túnel y se podía ver a la gente
acurrucada, dormidos hombres y mujeres en sus asientos duros. Era aquél un
incómodo vagón-tranvía, con el pasillo
atestado de cestas y maletas. Por las
ventanillas se veía el campo y la raya plateada del mar.
Rosamunda se despertó. Todavía se hizo
una ilusión placentera al ver la luz entre sus pestañas semicerradas. Luego
comprobó que su cabeza colgaba hacia atrás, apoyada en el respaldo del asiento
y que tenía la boca seca de llevarla abierta. Se rehízo, enderezándose. Le
dolía el cuello _su largo cuello marchito_. Echó una mirada a su alrededor y se
sintió aliviada al ver que dormían sus compañeros de viaje. Sintió ganas de
estirar las piernas entumecidas _el tren traqueteaba, pitaba_. Salió con
grandes precauciones, para no despertar, para no molestar, «con pasos de hada»
_pensó_, hasta la plataforma.
El día era glorioso. Apenas se notaba el
frío del amanecer. Se veía el mar entre naranjos. Ella se quedó como
hipnotizada por el profundo verde de los árboles, por el claro horizonte de
agua.
_«Los odiados, odiados naranjos... Las
odiadas palmeras... El maravilloso mar...»
_¿Qué decía usted?
A su lado estaba un Soldadlllo. Un
muchachito pálido. Parecía bien educado. Se parecía a su hijo. A un hijo suyo
que se había muerto. No al que vivía; al que vivía, no, de ninguna manera.
_No
sé si será usted capaz de entenderme _dijo, con cierta altivez_. Estaba
recordando unos versos míos. Pero si usted quiere, no tengo inconveniente en
recitar...
El muchacho estaba asombrado. Veía a una
mujer ya mayor, flaca, con profundas ojeras. El cabello oxigenado, el traje de
color verde, muy viejo. Los pies calzados en unas viejas zapatillas de
baile..., sí, unas asombrosas zapatillas de baile, color de plata, y en el pelo
una cinta plateada también, atada con un lacito... Hacía mucho que él la
observaba.
_¿Qué decide usted? _preguntó Rosamunda,
impaciente-. ¿Le gusta o no oír recitar?
_Sí, a mí... El muchacho no se reía
porque le daba pena mirarla. Quizá más tarde se reiría. Además, él tenía
interés porque era joven, curioso. Había visto pocas cosas en su vida y deseaba
conocer más. Aquello era una aventura. Miró a Rosamunda y la vio soñadora.
Entornaba los ojos azules. Miraba al mar.
_¡Qué difícil es la vida!
Aquella mujer era asombrosa. Ahora había
dicho esto con los ojos llenos de lágrimas.
_Si usted supiera, joven... Si usted
supiera lo que este amanecer significa para mí, me disculparía. Este correr
hacia el Sur. Otra vez hacia el Sur... Otra vez a mi casa. Otra vez a sentir
ese ahogo de mi patio cerrado, de la incomprensión de mi esposo... No se sonría
usted, hijo mío; usted no sabe nada de lo que puede ser la vida de una mujer
como yo. Este tormento infinito... Usted dirá que por qué le cuento todo esto,
por qué tengo ganas de hacer confidencias, yo, que soy de naturaleza
reservada... Pues, porque ahora mismo, al hablarle, me he dado cuenta de que
tiene usted corazón y sentimiento y porque esto es mi confesión. Porque,
después de usted, me espera, como quien dice, la tumba... El no poder hablar ya
a ningún ser humano..., a ningún ser humano que me entienda.
Se calló, cansada, quizá, por un momento.
El tren corría, corría... El aire se iba haciendo cálido, dorado. Amenazaba un
día terrible de calor.
_Voy a empezar a usted mi historia, pues
creo que le interesa... Sí. Figúrese usted una joven rubia, de grandes ojos
azules, una joven apasionada por el arte... De nombre, Rosamunda... Rosamunda,
¿ha oído? ... Digo que si ha oído mi nombre y qué le parece.
El soldado se ruborizó ante el tono
imperioso.
_Me parece bien... bien.
_Rosamunda... _continuó ella, un poco
vacilante. Su verdadero nombre era Felisa; pero, no se sabe por qué, lo
aborrecía. En su interior siempre había sido Rosamunda, desde los tiempos de su
adolescencia. Aquel Rosamunda se había convertido en la fórmula mágica que la
salvaba de la estrechez de su casa, de la monotonía de sus horas; aquel
Rosamunda convirtió al novio zafio y colorado en un príncipe de leyenda.
Rosamunda era para ella un nombre amado, de calidades exquisitas... Pero ¿para
qué explicar al joven tantas cosas?
_Rosamunda tenía un gran talento
dramático. Llegó a actuar con éxito brillante. Además, era poetisa. Tuvo ya
cierta fama desde su juventud... Imagínese, casi una niña, halagada, mimada por
la vida y, de pronto, una catástrofe... El amor... ¿Le he dicho a usted que era
ella famosa? Tenía dieciséis años apenas, pero la rodeaban por todas partes los
admiradores. En uno de los recitales de poesía, vio al hombre que causó su
ruina. A... A mi marido, pues Rosamunda, como usted comprenderá, soy yo. Me
casé sin saber lo que hacía, con un hombre brutal, sórdido y celoso. Me tuvo
encerrada años y años. ¡Yo!... Aquella mariposa de oro que era yo... ¿Entiende?
(Si, se había casado, si no a los dieciséis
años, a los veintitrés; pero ¡al fin y al cabo!... Y era verdad que le había
conocido un día que recitó versos suyos en casa de una amiga. Él era carnicero.
Pero, a este muchacho, ¿se le podían contar las cosas así? Lo cierto era aquel
sufrimiento suyo, de tantos años. No había podido ni recitar un solo verso, ni
aludir a sus pasados éxitos _éxitos quizás inventados, ya que no se acordaba
bien; pero..._ Su mismo hijo solía decirle que se volvería loca de pensar y
llorar tanto. Era peor esto que las palizas y los gritos de él cuando llegaba
borracho. No tuvo a nadie más que al hijo aquél, porque las hijas fueron
descaradas y necias, y se reían de ella, y el otro hijo, igual que su marido,
había intentado hasta encerrar la).
_Tuve un hijo único. Un solo hijo. ¿Se da
cuenta? Le puse Florisel... Crecía delgadito, pálido, así como usted. Por eso
quizá le cuento a usted estas cosas. Yo le contaba mi magnífica vida anterior.
Sólo él sabía que conservaba un traje de gasa, todos mis collares... Y él me escuchaba,
me escuchaba... como usted ahora, embobado.
Rosamunda sonrió. Sí, el joven la
escuchaba absorto.
_Este hijo se me murió. Yo no lo pude
resistir... Él era lo único que me ataba a aquella casa. Tuve un arranque, cogí
mis maletas y me volví a la gran ciudad de mi juventud y de mis éxitos... ¡Ay!
He pasado unos días maravillosos y amargos. Fui acogida con entusiasmo,
aclamada de nuevo por el público, de nuevo adorada... ¿Comprende mi tragedia?
Porque mi marido, al enterarse de esto, empezó a escribirme cartas tristes y
desgarradoras: no podía vivir sin mí. No puede, el pobre. Además es el padre de
Florisel, y el recuerdo del hijo perdido estaba en el fondo de todos mis triunfos, amargándome.
El muchacho veía animarse por momentos a aquella figura flaca y estrafalaria que era la mujer. Habló
mucho. Evocó un hotel fantástico, el lujo derrochado en el teatro el día de su
«reaparición»; evocó ovaciones delirantes y su propia figura, una figura de «sílfide
cansada», recibiéndolas.
_Y, sin embargo, ahora vuelvo a mi
deber... Repartí mi fortuna entre los pobres y vuelvo al lado de mi marido como
quien va a un sepulcro.
Rosamunda volvió a quedarse triste. Sus
pendientes eran largos, baratos; la brisa los hacía ondular... Se sintió desdichada,
muy «gran dama»... Había olvidado aquellos terribles días sin pan en la ciudad
grande. Las burlas de sus amistades ante su traje de gasa, sus abalorios y sus
proyectos fantásticos. Había olvidado aquel largo comedor con mesas de pino
cepillado, donde había comido el pan de los pobres entre mendigos de broncas
toses. Sus llantos, su terror en el absoluto desamparo de tantas horas en que
hasta los insultos de su marido había echado de menos. Sus besos a aquella
carta del marido en que, en su estilo tosco y autoritario a la vez, recordando
al hijo muerto, le pedía perdón y la perdonaba.
El soldado se quedó mirándola. j Qué tipo
más raro, Dios mío! No cabía duda de que estaba loca la pobre... Ahora le
sonreía... Le faltaban dos dientes.
El tren se iba deteniendo en una estación
del camino. Era la hora del desayuno, de la fonda de la estación venía un olor
apetitoso... Rosamunda miraba hacia los vendedores de rosquillas.
_ ¿Me permite usted convidarla, señora?
En la mente del soldadito empezaba a insinuarse una divertida historia. ¿Y si
contara a sus amigos que había encontrado en el tren una mujer estupenda y
que...?
_ ¿Convidarme? Muy bien, joven... Quizá
sea la última persona que me convide... Y no me trate con tanto respeto, por
favor. Puede usted llamarme Rosamunda..., no he de enfadarme por eso.
De: http://ficus.pntic.mec.es
"Si uno es escritor, escribe siempre, aunque no quiera hacerlo, aunque trate de escapar a esa dudosa gloria y a ese sufrimiento real que se merece por seguir una vocación" |
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