18 de agosto de 1912- Italia Escritora y activista de izquierda. |
El hombre de las gafas
El tres de diciembre (era un
jueves), el hombre salió de su sórdido estudio situado en la periferia de la
ciudad. Sus cabellos estaban enmarañados, la barba, larga y rígida por el frío,
y las ojeras ponían en sus mejillas una sombra negra. Tuvo la sensación, vaga y
casi extraña, de tambalearse, y el rechinar de la escalera de madera sonó como
un estruendo muy cerca de sus oídos.
En la entrada de los estudios, la
portera que quitaba la nieve con una pala se detuvo y lo miró.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
—Son las nueve —contestó ella, y
lo siguió curiosamente con sus ojos rojos—. ¿Ha estado usted fuera estos días?
—preguntó al final.
—¿Qué días? —dijo él, fatigándose
terriblemente al pronunciar las palabras—. No me he movido de la ciudad.
—Lo decía porque no lo he visto
—explicó la portera.
El hombre habría querido
recordarle que justo la tarde anterior había pasado por su chiribitil a retirar
el correo, pero pensó que era inútil perder el tiempo con semejante bruja. Y
prosiguió su camino por la calle helada, seguido por su mirada estúpida.
Eran las nueve; iría a la
lechería a desayunar y después trataría de pasar de cualquier manera las horas
hasta el momento de ir junto a ella. El día antes, por ser fiesta, no había
podido verla. «Horrible domingo», pensó. Recordaba que había errado todo el día
por las calles de la ciudad, bajo las casas altas y oscuras y por la nieve
sucia, tratando de divisar en algún sitio aquellas redondas pantorríllas
desnudas, aquellos graciosos ojos de pájaro. Quizá por ello se había despertado
con los huesos rotos. Naturalmente, ayer había sido inútil todo su errar de
loco; pero hoy, como de costumbre, la vería. Ante esta certeza una niebla
cubrió sus pupilas, y la sangre corrió a su corazón, cortándole el aliento.
Caminaba por la blanda nieve sin
mirar, hundiéndose a menudo en las negras pisadas de los caballos. Larguísimos
árboles sin sombra sobresalían de las casas de tejado blanco. Ante la lechería,
tres hombres habían encendido un fuego; se sentó en su sitio de siempre, dando
la espalda al espejo empañado, y se quitó las gafas. Presurosa, la lechera
acudió junto a él; pero tenía la sensación de ver las caras que le rodeaban extrañamente
retorcidas y encogidas, llenas de ojos, y sin labios. Una vez más, se sentía
tambalear.
—¿El señor ha estado enfermo
estos días? —preguntó la voz de la lechera.
—¡Claro que no! —contestó
secamente—. Recordará usted que ayer vine por aquí y estaba perfectamente.
—¿Cómo? —exclamó la otra,
asombrada—. Usted no viene por aquí desde el domingo.
—Y justamente ayer fue domingo
—murmuró, agotado.
—¡Pero si hoy es jueves!
—continuó la mujer.
Él sacudió la cabeza y calló,
despreciativo. Nadie mejor que él podía recordar que el día antes era domingo;
nadie conocía como él la excitada fiebre de los domingos, las continuas
vueltas, las inútiles esperas. Ahora una incomprensible niebla se adensaba en
torno suyo y experimentaba el oscuro temor de desmayarse en aquel lugar. «Mi
frente chocará con el mármol de la mesa», pensó. Pero sintió que sus dientes
penetraban en el pan fresco, y que su árida lengua se humedecía. Las manos le
temblaban al partir el pan, y tragaba a duras penas; pero ahora, tras el
cristal opaco, divisaba con claridad los árboles similares a grandes pájaros
inmóviles. Creyó oír el silbido del viento, y salió a la calle; desde la tienda
lo seguían unas miradas compasivas. «Es jueves —pensó—, y ayer era domingo. No
es posible». Y se rió con sarcasmo de semejante absurdo.
—Veamos, chico, ¿qué día es hoy?
—preguntó al guarda del establo, con pinta de borracho.
—Jueves —contestó el otro,
mirándolo torvo, con desconfianza.
—¡Dios mío! —murmuró, y trató con
esfuerzo de recordar, y volvió a ver sin lugar a dudas la tarde anterior,
festiva, las tiendas cerradas, la muchedumbre, su ansia, y cómo se había
encerrado en su estudio, por la noche, tras haber retirado el correo en
portería.
Atravesó el puente de hierro, con
barandilla de arabescos, en equilibrio sobre el río helado. El cielo estaba
verduzco, pesado. Aparecieron las cúpulas de la ciudad, los campanarios
puntiagudos. «¿Dónde se han metido estos tres días?», pensó oscuramente. Y se
rió con fuerza, oyendo cómo su voz repercutía prolongadamente sobre el puente
vacío.
—Pues no bebo nunca —dijo en voz
alta, como justificándose.
Y de repente advirtió que se
encontraba ya cerca de la escuela. El patio estaba cuidadosamente barrido, pero
el tejado estaba cubierto de nieve. «Aún faltan dos horas para la salida»,
pensó aturdido, y caminó de arriba abajo por el patio, con los brazos caídos a
los costados, como una marioneta. Por último salió del patio y echó a andar,
inerte, por el prado, oyendo el angustioso crujido de la nieve bajo sus pies;
se detuvo bajo un árbol no muy alto, de ramas finas y secas, y sonrió, pensando
en que ahora sólo tenía que esperar allí y que la vería. Pero le pareció ver su
propia sonrisa deformada, nueva, ante sí, en un espejo, y tuvo un sobresalto.
Por aquella calle no pasó nadie;
en ciertos momentos oía el ruido amortiguado de un carro, las patas de los
caballos que golpeaban en la nieve. Pero todo resultaba remotísimo. El frío y
la inmovilidad lo dejaron inerte y su inercia lo espantaba; pero la idea de
mover un miembro del cuerpo, aunque sólo fuera alzar una mano o pestañear, lo
llenaba de un espanto aún mayor. Sentía que a duras penas se mantenía en
equilibrio ante un enorme vacío, y que bastaría un mínimo gesto para hacerlo
resbalar por el borde. «Ahora perderé la razón, me quedaré ciego y me caeré, no
puedo impedirlo», pensó con repentina lucidez.
Pero en ese instante advirtió que
sonaba la campana de la salida. Inmediatamente después oyó los gritos de las
alumnas y vio correr fuera a las primeras, con sus impermeables y sus gorritos y
las carteras colgando de las correas. Hablaban en voz alta, se apretaban entre
sí y reían; le pareció ver relampaguear entre ellas aquella sonrisa, y le
acometió un temblor convulso; pero se había equivocado. Ahora sentía un calor
abrasador en todo el cuerpo, salvo en las manos, que estaban sudorosas y
gélidas.
Por último, vio salir a su grupo.
Reconoció en seguida a las tres chicas que salían todos los días con ella, pero
hoy ella no estaba. Caminaban tranquilas, sin hablarse, y él reconoció desde
lejos el abrigo marrón de la más alta y su orgulloso modo de andar, sacando la
barbilla. Sentía que no podía soportar la espera y la duda un minuto más, pero
no daba un paso. Vio entonces con claridad que una de las tres se apartaba del
grupo y caminaba hacia él.
A medida que se acercaba, pudo
distinguir mejor aquella adolescente robusta, su rostro redondo de ojos oscuros
y vivos, las manos gordezuelas que sostenían la cartera. Llevaba un corto
abrigo por el que asomaba un borde del delantal. No tenía, como las otras, las
piernas desnudas, sino abrigadas con medias de lana. Se detuvo ante él y lo
miró, dubitativa, moviendo apenas los labios. El sintió una voluntad
desesperada de formular la pregunta, pero ningún sonido salió de su pecho.
—Murió ayer —dijo la chica, sin
esperar la pregunta—, murió de repente, pero ya estaba enferma.
—¿Cómo? —dijo, y se espantó al
oír su propia voz distinta y clara.
—El profesor habló de ella y
todas nos pusimos de pie —continuó la otra—. También yo dije «presente» cuando
en la lista pasaron su nombre.
Al hablar observaba al hombre,
con atenta curiosidad. El estaba inmóvil contra el árbol y las gafas empañadas
ocultaban su mirada; tenía extrañas hinchazones en las sienes y la frente, y la
barba hacía grisácea su cara viscosa y enferma. Sus labios caídos, sin color,
balbucieron débilmente, y el cuerpo sobre el cual aquellas ropas sórdidas
parecían como pegadas se agitó convulso, mientras sus manos parecían aferrarse
al vacío. Sin hablar, se volvió y la niña lo vio bajar por el sendero; con los
brazos abandonados y los hombros inclinados, con una pesada torpeza, pareció
desvanecerse en la niebla.
La niña retrocedió hacia la
escuela; sus compañeras, seguramente cansadas de esperarla, se habían marchado,
y las ventanas estaban cerradas; también la verja estaba cerrada, y ella se
asombró de que la escuela, tan animada antes, se hubiera quedado desierta en
pocos minutos. Le pareció que tenía ante sí un largo trecho de tiempo que no
sabía en qué gastar. Una niebla inesperada, pesada, había recubierto la parte
baja de la ciudad, pero las cúpulas y las cimas de las torres aún estaban
visibles y parecían colgadas de lo alto. Desde la explanada ella veía las
calles, el puente y el río, pero todo indistinto, sumergido. Caminó entre los
árboles, y ya no se veía la escuela; recorría un sendero de nieve sin pisotear
y se dio prisa, pensando: «Voy a verla».
El lugar al que llegó no le
resultaba conocido; era vasto, anegado por la niebla, y en él se alzaban
elevados edificios cuyas formas y colores no se distinguían bien. Una gente
oscura se ajetreaba con una velocidad febril, sin chocar entre sí ni detenerse,
y ella no conseguía distinguir las caras ni la forma de los trajes de esta
multitud innumerable; todos se cruzaban y se adelantaban a su alrededor, y el
sonido de sus pasos era continuo, similar a una lluvia, y como amortiguado por
una inmensa distancia.
Entonces ella echó a correr.
—¡María! —llamó con fuerza; y un
eco replicó a su voz, después otro eco, desde puntos lejanos.
—¡María! —repitió, deteniéndose
confusa.
Una voz sofocada, huidiza, como
cuando se juega al escondite, contestaba por último:
—¡Clara!
Y ella echó a andar sin dirección
entre aquella muchedumbre presurosa, que la rozaba sin tocarla. Gritaba,
corriendo, el nombre de su compañera, hasta que la vio inmóvil en medio de la
gente, de pie. La distinguía con mayor claridad cada vez; sólo llevaba puesto
su delantal de la escuela, y tenía los ojos fijos y desorbitados.
—¿No tienes frío? —le preguntó, y
no obtuvo respuesta—. El viento te ha despeinado —le dijo.
Entonces la otra, con un gesto
distraído, se pasó dos dedos entre los rizos.
—¿Sabes? ¡Lo he visto y le he
hablado! —continuo Clara, en voz baja. Su amiga se apartó de ella con una
mirada asustada, meneando la cabeza.
—No quería meterte miedo —se
excusó Clara a toda prisa, y la asaltó una angustia penosa.
En el rostro de su compañera se
habían formado unas arrugas, sus pupilas se volvían opacas y parecía mucho más
flaca.
—Seguramente es su enfermedad
—pensó Clara.
—Fue él quien me mató —dijo la
otra de inmediato, con una voz tan aguda que ella se estremeció.
No era posible hacerse oír sin
gritar; ahora toda aquella gente en fuga hacía nacer a su alrededor un viento
fragoroso y era necesario apretarse el cuerpo con los brazos para sujetar los
vestidos.
—¿Por qué quieres hablar en medio
de tanta gente? —preguntó ella— ¿Por qué no nos retiramos a una esquina?
Pero no consiguió que oyese su
pregunta, ni su acento de reproche.
María inclinó la cabeza, seria y
absorta, como quien recuerda a duras penas. Cuando empezó a hablar de nuevo,
bajó el tono de la voz, hasta el punto de que sus palabras se perdían en el
silbido del aire y apenas se comprendían por el movimiento de los labios.
Parecía no advertir la niebla y la fuga circundante, y hablaba ya de prisa ya
despacio, como un pájaro perdido que bate las alas.
—Me esperaba todos los días junto
al árbol —murmuró, mirando de soslayo a su alrededor.
—Todos los días, junto al árbol.
—Y cuando enfermé —prosiguió la
otra, en secreto—, entró de repente en mi cuarto. El aire no era claro, y yo
creía encontrarme con vosotras en la calle. Vosotras os reíais de sus gafas, y
yo os grité que lo echarais; pero después me acordé de que me había quedado en
la cama con fiebre y de que aquél era mi cuarto. Él se agrandaba como una
mancha negra, avanzando desde el fondo de la pared, y decía: «Aquí estoy, he
venido». Sus dientes se entrechocaban, mientras trataba de sonreír. Yo grité: «
¡No te conozco! ¡Vete! » Entonces se quitó las gafas para darse a conocer, y
descubrí sus dos ojos inmóviles. «¿Por qué me miras como un ciego?» —pregunté.
«Porque duermo —me contestó—, estoy cansado. Ayer fue vacación, tú tenías
fiesta, y he vagado hasta la noche para encontrarte, olfateando la nieve como
un perro para buscar las huellas de tus pies. Estoy cansado, los brazos me
pesan, las rodillas se me doblan». «¡Vete! —le dije—. Este cuarto es mío. Tengo
miedo.»
«Quiero darte miedo —contestó
balbuciendo—. Pero aún no me atrevo a tocarte». Y yo comprendí que iba a
matarme, por la forma en que agitaba las manos. Me daba vergüenza hablar de él
a mí madre, que no lo veía, aunque él seguía de pie en un rincón. Durante todo
el día y toda la noche se quedó allí, y yo lo miré sin poder dormir ni un
minuto, porque el colchón quemaba y las mantas pesaban. Por la mañana me dijo:
«Mañana», y repetía «mañana» cada vez más despacio. Me habría escapado a la calle,
pero no tenía fuerzas en las piernas. Nadie me liberaba.
Todos caminaban de puntillas, y
después empecé a gritar, porque la habitación se vació, y yo no vi a nadie,
excepto a él. Estaba mal vestido, pálido, clavaba en mí los ojos, y se
tambaleaba, apretando los puños y sonriéndome. Sentía que la nieve caía
alrededor, y las paredes descendían replegándose sobre mí y sobre él. Entonces
fue cuando mi madre dijo: «Incluso con tantas mantas tiene frío. Tiembla, la
criatura. Hay que ponerle otro camisón, el de lana».
Acabada la segunda noche, el
tercer día fue corto como un minuto, y yo sentí que él se reía con un rumor
bajo. Su carcajada corría por el cuarto como un ratón, y yo no conseguía
expulsarla, ni siquiera tapándome los oídos. Oía a lo lejos vuestras voces que
hablaban de mí, y comprendía que errabais en torno a mi cama. «No es posible
—pensé—, que le permitan acercarse». Y en cambio sentí un aliento en la cara. «
¡No! —grité—. ¡No quiero! » Él ya no hablaba y sus manos, cuando me mataron,
quedaron flojas como trapos; echó a andar por una calle lejana, subió unos
peldaños de madera, hasta una puerta, y sus ojos se cerraban de sueño. Entonces
pude alejarme de él.
—Has gritado tanto, antes
—observó, pensativa. Clara.
—Nadie lo comprendía —dijo la
otra, con voz de llanto, airada; y volvió hacia su amiga una cara como
envejecida, con ojos secos que parecían agrandados por un maquillaje.
—Ya no está —murmuró con un
suspiro—. Se ha marchado.
En medio de aquellas casas altas
e informes, ella parecía tan pequeña que a Clara le dio pena.
—Hoy —le anunció entonces en
secreto— todas hemos contestado «presente», en la lista, cuando leyeron tu
nombre.
María se sacudió y le dijo:
—Ven.
Las dos amigas se cogieron de la
mano. María conducía a Clara y caminaba temerosa, empujando hacia adelante su
nueva y pequeña cara marchita. El viento se debilitaba y la muchedumbre raleaba
a su paso; cuando llegaron junto a un muro bajo, sobre el que crecía la hierba,
la niebla se había vuelto transparente como un cristal.
—Ya no hay nadie —bisbisearon.
María se detuvo recelosa, aún
jadeando. Después sacudió la cabeza y se arrimó al muro, con una ansiosa y
extravagante sonrisa.
—¡Mira! —exclamó con un breve
chillido de triunfo. Y despacio, con infinita trepidación y respeto, como quien
descubre un misterio, se abrió el escote del delantal.
«No lleva nada debajo», pensó la
otra.
E inclinadas, miraron juntas,
conteniendo la respiración, asombradas. Se veía que el pecho empezaba a nacer;
en la piel infantil, blanca, a los dos lados, despuntaban dos pequeñas cosas
desnudas, parecidas a dos yemas nacientes de una flor.
Se rieron juntas, muy bajito.
De: mangostreet.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario