9 de agosto de 1897- Chile Escritora Agregada Cultural en la Embajada de Chile en Uruguay |
AGUAS ABAJO
La casa fue primero de quincha
con revoque de barro. Pero, al correr del tiempo, el hombre empezó a subir
lajas del río y alrededor de las paredes ya existentes hizo otras de piedra.
Era como una casa metida dentro de otra casa. O, mejor dicho, como una habitación
metida dentro de otra habitación, porque la casa no era sino ese espacio
doblemente murado, con una puerta y dos ventanucos, si bien la rodeaban varios
cobertizos que servían de cocina, establo y apeadero.
Junto al alto muro de la montaña,
la casa se guarecía del viento en una entrante de la roca. Un tajo en cuyo
fondo corría el río la separaba de la montaña fronteriza.
En verano el caudal del río era
mísero entre las arenas y las piedras ocres; en otoño aumentaba hasta tragarse
las piedras, arremolinado, precipitado, sin que nunca un remanso le diera color
de cielo, ni una estrella se quedara quieta en la profunda noche de su espejo;
llegaba el invierno y las finas rayas persistentes de la lluvia lo esfumaban
todo, pero el ruido del agua en furiosa torrentada dominaba aun el caer de la
lluvia y los tabletazos del viento, cuando no su largo aullido; la primavera
provocaba con sus deshielos súbitos anegamientos que arrastraban troncos y
pedruscos, formando muchas veces represas que la corriente empujaba hasta
lograr un nuevo avance fragoroso. Terminaba el deshielo y el río aparecía de
nuevo como un hilo cobrizo, imperceptible a veces sobre el rojizo de la arena,
entre las paredes del tajo, rojas también, como las montañas mondas que
limitaban el horizonte.
En la casa la existencia se
guiaba por las aguas. La sequía del verano marcaba la época en que la mujer,
cantando dulcemente las cuatro notas de la melodía india, bajo los cobertizos
hacía sus quehaceres domésticos. La vieja hilaba, medio ciega, en su silleta
frente al abismo, mirando la niebla de sus propios ojos, muy abiertos los
párpados, rojiza de soles, de vientos, de años; labrada por las arrugas y con
las manos extrañamente presurosas manejando el huso. La muchacha ayudaba a la
madre, guiaba a la vieja, bajaba por agua hasta el río, segura de sus quince
años, alta la cabeza, con la falda modelándole el vientre de suave jadear, y en
la piel una tersura de fruta que se supiera a punto y con el deseo de que le
hincaran los dientes. Los dos niños iban y venían, ayudando a la madre,
ayudando a la vieja, ayudando a la muchacha, triscando por las montañas con las
cabras, cuidando al burro, ayudando sobre todo al hombre entregado allá abajo,
en el cauce seco del río, a la tarea de fraccionar los troncos, de hacerlos
leña, atados que después iba a dejar al pueblito lejano; negocio para vivir,
manera de arrancarle a la montaña una piltrafa que se cambiaba en monedas.
Negocio para el verano, porque, después, en otoño, la lluvia iba borrando las
posibilidades para este trabajo, deshaciendo en barro gredoso los caminos,
impidiendo toda comunicación.
Entonces la mujer tejía mantas en
el telar primitivo, la vieja continuaba hilando como siempre con los ojos fijos
en su propia niebla, la muchacha iba y venía de cobertizo en cobertizo con un
saco puesto en la cabeza para defenderse de la lluvia, en unión de los niños
igualmente tocados. Mientras tanto el hombre, con fina pericia de artesano,
tallaba la greca de los capachos. Que como las mantas eran el trabajo del mal
tiempo. Pero las lluvias lo encerraban todo, todo, y la casa, sin perspectiva,
se quedaba con los habitantes dentro, junto al hogar que ardía en medio,
abierta una ranura en el techo para dejar salir el humo y una luz difusa
entrando por los ventanucos. Parecían alelados de inacción, atentos tan sólo a
que un disminuir de la lluvia les permitiera echarse afuera para rápidos
trajines.
Eran apenas unas pocas horas
hábiles. La luz se iba a media tarde y una vela encendía su llama vacilante, a
veces, porque la mujer escatimaba ese lujo. Por lo general era suficiente el
resplandor del fuego para hacer circular el mate y después se acercaban los
jergones al rescoldo, uno para el hombre y la mujer, otro para la vieja y la
muchacha, otro para los niños. Buscaban en la tibieza de las brasas una defensa
contra el frío, que se hacía palpable, como si la noche lo empujara por las
junturas de la puerta, por las rendijas de los ventanucos, por la ranura del
techo y dentro de la habitación se pegara a los cuerpos. Los niños se dormían
repentinamente caídos en el sueño. La vieja rezaba largos rosarios, allegándose
al calor de la muchacha y con el gato negro de las supersticiones echado sobre
el cuello, entre las trenzas y el rebozo. El hombre y la mujer cambiaban rituales
palabras, frases sueltas, oyendo cómo las respiraciones iban haciéndose
sonoras.
--¡No!
--Tán ormíos.
--La Maclovia no...
--Toos.
--¿Y la vieja?
--¿Ella? No importa...
La vieja sabía que les era
indiferente que estuviera o no dormida, y cuando el primer gemido le llegaba,
por un instante interrumpía el rezo, mientras una sonrisa le alzaba el labio
superior, dejando al aire los boquerones de los dientes ralos. Pero a veces un
gemido más agudo inquietaba el sueño de la muchacha, la ponía al borde del desvelo,
cuando no la despertaba de golpe, anhelante, sabedora de lo que pasaba allí,
viéndolo sin verlo, trasudando angustia, con los pechos repentinamente
doloridos y los muslos temblorosos, uno contra otro, apretados. Pero volvía el
silencio, y ella, resbalando por una especie de beatitud, iba sintiendo que los
músculos se le distendían y que lentamente entraba de nuevo a la zona del
sueño.
Hasta que la primavera limpiaba
de nubes el horizonte y una bandada de cachañas pasaba gritando su alegría de
sol. Entonces había que rehacer la huella que iba al pueblito, ir a vender las
mantas y los capachos, comprar "las faltas".
--¿Onde'stá tu taita? --preguntó
la mujer.
--Mi taita no; su marío. Tá allá,
en el bajo --indicó la muchacha con un gesto.
--¿Nunca vai a entender icirle taita?
--Nunca. Mi taita murió. Este es
su marío.
--Güeno... --y la mujer se la
quedó mirando, apesadumbrada, sin fuerzas para luchar con esa tozudez--.
¿Querís irlo a buscar? Tá el sol alto ya y los chiquillos andan hambreados.
Tanto demorarse siempre este hombre...
--Güeno pa'l trabajo...
--intervino la vieja--. No debís rezongar por eso: es tentar a Dios.
--Mande uno de los chiquillos
--contestó desganada la muchacha.
La mujer la miró de nuevo, con
esa lentitud que le hacía los ojos como de vaca, inexpresivos. Pero de pronto
reaccionó y dijo furiosa, a gritos:
--Vai a irlo a buscar... Mal
mandá... No es ningún perro sarnoso pa' que no le podái hablar siquiera...
Las palabras parecían resbalar
sobre la muchacha, plantada en las piernas abiertas, desnudas y fuertes, las
manos cruzadas a la espalda. Miró a la mujer de soslayo, entrecerrados los ojos
pestañudos; alzó los hombros y, siempre con las manos en la espalda, echó a
andar por el senderito escalonado que bajaba al río.
No se daba prisa. Una cachaña que
la descubriera planeaba curiosamente sobre ella, atraída por la mancha clara de
su blusilla. Una cabra dejó de ramonear y también la miró curiosamente, con la
cabeza en escorzo, empinada en un peñasco, prodigiosamente sostenida. La
muchacha seguía andando, despaciosa, llena de sol, con los anchos pies como
apoderándose de la tierra a cada paso. Se detuvo un instante y, guiada por el
hacheo, torció camino porque ya sabía dónde encontrar al marido de su madre.
--Lo llaman --dijo a voces desde
lo alto.
El hombre se volvió a mirarla.
Estaba sobre él, en un saliente de piedras y troncos, mirándolo por entre las
pestañas, seria y sin embargo con una especie de terneza que le atirantaba la
boca en una sombra de sonrisa.
--Voy --contestó.
Tenía el hacha en la mano. La
voleó, hundiéndola de golpe en el tronco que cortaba. Todo él pareció tenderse
al esfuerzo, como si los músculos se le hicieran parte del hacha para meterse
en la madera. Se volvió, restregándose las manos. Y los ojos se le soldaron a
la figura alzada allí, viéndola desde abajo, con las piernas desnudas y el
vientre apenas combo y las puntas de los senos altos, y arriba la barbilla y
todo el rostro echado hacia atrás, deformado y desconocido, con las crenchas
despeinadas por la mano del viento, mano como de hombre que la quisiera y la
acariciara.
Pareció que le crecieran raíces.
Se la quedó mirando, mirando. Como si las raíces se adentraran por la tierra y
llegaran hasta esa obscura región de las corrientes subterráneas, napas frías y
calientes, ambas subiéndole por los pies, por las piernas, por el torso;
inundándole el pecho, contradictorias; llegándole hasta los brazos, hasta las
manos; subiendo por los brazos nuevamente, rebotando toda esa marejada en el
cerebro, golpeando allí, insistiendo allí con su fuerte fluir y refluir. Como
aguas calientes y frías. Y como si el sol hubiera de pronto hecho florecer
todos los retamos de la tierra norteña en que pasara la infancia y el olor
fuera una borrachera que hiciera vacilar la montaña. La muchacha lo miraba,
entrecerrados los párpados. El hombre se arrancó a sus raíces, las cortó de un
golpe con el mismo ímpetu con que derribaba un árbol y avanzó hasta casi pegar
la cara a los pies de la muchacha. Alzó los ojos. La veía siempre hacia arriba,
firme y sin esquivarse. Súbitamente pegó la frente a sus piernas, alzó las
manos y las pegó a las piernas. Y un momento se quedaron así, como parte del
paisaje, sin pensar en nada, sintiendo tan sólo la tremenda vida instintiva que
los galvanizaba.
La muchacha seguía mirándolo, más
entrecerrados aún los párpados. Cuando dio un paso atrás, la cara y las manos
del hombre quedaron en el aire, sin tratar de retenerla. La muchacha se dio
vuelta y empezó a andar. Y el hombre, con un salto elástico, se alzó hasta el
sendero y se fue tras ella, como ciego al que milagrosamente se revela la
certidumbre del sol.
--Tai muy insolente vos --dijo la
mujer vociferando.
--Porque pueo --contestó la
muchacha con iguales voces.
--Vai a lavar la ropa.
--No quero.
--Vai a lavar la ropa.
--No quero lavar la ropa. No quero. ¿Entiende?
No quero lavarla. Lávela usté.
--Vai a lavarla vos, porque yo te lo mando. Pa'
eso soy tu mamita.
--No quero.
--Lo que vai a conseguir es que
te largue un güen palo.
--¡Je! --rió la muchacha--. Haga
la prueba no más...
No con un palo, pero sí con un
bofetón intentó alcanzarla. La muchacha se esquivó rápida, y la mujer, con su
propio impulso, perdió el equilibrio y fue a darse contra la batea.
--Me las vai a pagar --gritó
iracunda.
--Déjala --dijo la vieja--,
déjala no más. No vai a
conseguir na' d'ella. Es pior que macho.
--Pero si antes no era así...
--Cosas de moza --prosiguió la
vieja--. Déjala no más, ya se le pasará el emperramiento.
--Te voy a acusar a tu taita, a
ver si le hacís caso...
--No es mi taita --protestó la
muchacha desde lejos, apoyada en un puntal del apeadero y haciendo eses en la
tierra con un pie.
--Sí, ya sé; no es tu taita, es
mi marío --dijo amargamente la mujer.
--Su marío... --y entrecerró los
párpados, mirándola mientras que un gesto como el de la vieja mostraba en la
boca los dientes de animalillo carnicero, fuertes y crueles.
--Mejor es que te vayai pa'l alto
con las cabras --interrumpió la vieja--. Son l'únicas que te aguantan.
--Tamién usté con lo que la
malcría. Parece que no tuviera más nieto qu'ésta... --hizo el reproche la mujer
cuando la muchacha se alejaba, como siempre las manos cruzadas a la espalda.
Parecían la réplica una de la
otra: la vieja con los ojos muy abiertos, inexpresivos, toda ella como de
piedra herrumbrosa, por una vez con el huso caído en el regazo y las manos
sobre él, inmóviles. La mujer al frente, en otra silleta, abiertos los ojos
lavados por las lágrimas, paralizadas las facciones por el dolor, las manos en
el cuenco de la falda, como olvidados objetos inservibles. Atrás la casa se
borraba en la sombra que lentamente subía de la hondonada precedida de un
hálito fresco. En el cielo tan sólo había el tachón de una estrella y un ave
porfiadamente modulaba su reclamo. La hora del crepúsculo pareció irse de
súbito y en la noche quedó desparramado y vivo el insistente croar de las
ranas.
--¿Y los chiquillos? --preguntó
en un hilo de voz la mujer.
--Ya s'acostaron --dijo
quedamente la vieja.
--¿No preduntaron na' por mí?
--Sabís lo que son. Tán locos con
los dos chivitos de la Barbona.
--¿Y... ella?
--Muy suelta e cuerpo..., como si
no hubiera pasao na'...
--¿Hizo ella la comía?
--¿Y quién querís que l'hiciera?
No sólo le quitaba el hombre. Le
quitaba el hogar, la responsabilidad de la vida familiar, el derecho al mando.
Y era su hija... Los músculos de la cara se le relajaron y por los ojos le
brotó el llanto, silenciosamente, anegándole las mejillas, entrándosele por los
labios, regustándole en amargor la garganta. A veces un sollozo iba a estallar,
lo sentía subir desde el fondo de sus entrañas, desgarrándolas, pero la mujer
apegaba convulsivamente el delantal a la boca para hacerlo morir allí, sin
ruido alguno. Porque le habían dicho "que no querían oírla" tras la
escena de la mañana, cuando los encontró anudados en un abrazo y estalló en
ira, aullando insultos y amenazas que sólo sirvieron para que la muchacha,
tranquilamente alzándose, la mirara despectiva, y el hombre, frío y brutal, la
pusiera frente a la nueva situación. Ella, que hiciera lo que más le
conviniera. Si quería quedarse en la casa, bueno. Si quería, se iba. Pero ni
malas caras ni gritos. Podía acompañar a la vieja, hilar, tejer, lo que fuera
más de su gusto. Pero "la dueña de casa" era ahora la muchacha.
--Ella es mi mujer. Mi mujer
--decía el hombre, con una voz que se esparcía en el aire como trigo en el
surco--. Mi mujer.
Cuando quiso agredir a la
muchacha, el hombre alzó el fuerte brazo, impidiéndoselo. ¡Que le pasara el mal
momento! ¡Que se fuera al río o a la montaña, que viera de sosegarse! Las cosas
eran así y nada más. Cosas de la vida..., como le dijo después la vieja, cuando
ella la arrastró hasta el fondo del tajo, tambaleándose ambas y abrazadas. A
sus años se podía hablar así... ¡Pero ella! Con su adoración por el hombre, con
su ansia de él adherida a la piel, muro que reverdece con la enredadera que le
da forma. ¡La vieja! ¡Como los otros, como todos, oyendo su conveniencia!
Tratando de calmarla, de hacer de todo aquello un incidente sin importancia.
Queriendo volver a subir a la casa, negándole hasta eso mísero que era su
compañía, dejándola sola en su desesperación, abandonada a la pena, royendo su
humillación y su impotencia.
Pensó irse, andando senderos
hasta no sabía dónde. Echarse al río. Subir por la montaña y tirarse por
cualquier risco. Se veía extenuada por el hambre, pordiosera de los ranchos. O
fría en el agua, hinchada, deforme, como a veces aparecía en la corriente un
animal ahogado. O rota entre piedras y tierra. Pensaba en su muerte como en un
hecho ajeno, espectadora de la reacción de los otros. Para verlos sufrir. Para
verlos deshechos por el remordimiento. Para que nunca se atrevieran a mirarse,
con su ánima separándolos. Lloraba asomada a la muerte y como llorando a otro
muerto que no era ella. Se interponían entre esas imágenes pequeñeces de la
vida diaria en que hallaba reposo: ya no sería ella quien amasara, sino la
muchacha, con cansancio sobre la tabla y con la cara después ardida por el vaho
del horno. Pero cuando estuvieran comiendo, a lo mejor a él no le gustaba el
pan hecho por otras manos, tan regodeón como era, y la echaría de menos... Fue
el cabo por el cual se asió a la esperanza. La echaría de menos... Si no en el
abrazo carnal, en lo rutinario de la vida cotidiana. Puede que la muchacha
terminara por contentarse con ser tan sólo "su mujer" y le fuera
dejando lado a ella para ser "la dueña de casa"... Pero el que fuera
"su mujer" le dolía como un dolor físico, como el sufrimiento de
haberla parido a ella, a la hija, a la que ahora se lo robaba todo. Lloraba de
nuevo, sola en lo hondo del tajo, junto a la impasible faz de los peñascos.
El atardecer, con su mandato de
siglos, la hizo buscar furtiva el cobijo de la casa y halló a la vieja
esperándola, segura de su retorno.
Ahora había que impedir que la
oyeran. Por eso convulsivamente se tapaba la boca, empuñadas las manos sobre el
delantal, ahogando sollozos. ¡Que no la oyeran! Había que disimularse.
Desaparecer si era posible. Y esperar, esperar... Siempre hay una hora en que
amanece.
--Me voy a la cama --dijo la
vieja--. Hace rato ya qu'están toos ormíos.
Se alzó, buscó a tientas el
bastón, agarró la silleta y se dispuso a encaminarse hacia la casa.
--¿Vos no venís? --preguntó con
acento que se quebraba en una inesperada terneza.
--Ya voy, mamita --contestó la
otra, alzándose también, con la sensación de que no tenía cuerpo, de que las
piernas no iban a obedecerla, de que no podría sostenerse en pie y menos lograr
moverse.
Pero se alzó, agarró la silleta
con idéntico gesto que la vieja y tras ella, lentamente, echó a andar camino de
la casa, con el espanto de ir por las cornisas de un mal sueño y la angustia
del vacío acechándola a casa paso.
BRUNET, Marta. Aguas abajo. Aguas
Abajo. Obras completas de
Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.100-106.
De: http://www.brunet.uchile.cl
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